Habló sin pizca de ironía. Desde su pelo trenzado hasta sus cómodas zapatillas de deporte blancas, Ginny pudo ver que la joven carecía completamente de artificio. Y de gran parte del cerebro, intuyó.
—¿Vino alguien aquí a amenazarlo de muerte?
La camarera la miró perpleja.
—Yo no he dicho eso.
—Has dicho que alguien deseaba su muerte.
—Exacto —replicó la chica—. No es lo mismo.
Ginny pegó un gran mordisco a su hamburguesa. Tenía la sensación de que necesitaba sus proteínas.
—¿Qué tal si me lo explicas?
La chica se encogió de hombros.
—La gente dice cosas así constantemente. «¡Muérete! ¡Ojalá murieras!». Pero nadie habla en serio.
Ginny quiso precisarle que, a lo mejor, si la persona receptora de ese deseo concreto acaba muerta, quizás eso sí cambie las cosas un pelín. Decidió no molestarse en hacerlo.
—¿Puedes simplemente explicarme qué sucedió?
—Danny y yo estábamos cerrando un sábado, los dos solos; fregando el suelo y demás. Y oímos unos golpes tremendos en la ventana frontal, tan fuertes que pensé que iba a romperse el cristal. Fui a decirles que habíamos, ya sabe, cerrado, pero era la novia de Danny.
—¿Monique?
Los anchos hombros de la chica se levantaron y se encogieron.
—Supongo. Quiero decir que nunca me la presentó. La vi por aquí un par de veces; era más bien esquelética, el prototipo de animadora, pero la verdad es que Danny nunca hablaba de ella. En cierta ocasión le pregunté si salía con alguien. ¿Y sabe lo que me dijo?
La joven parecía querer una respuesta, de modo que Ginny contestó:
—No.
—Me dijo que estaba en una fase transitoria —le explicó poniendo con dramatismo los ojos en blanco—. No sé, ¿qué clase de chico de nuestra edad habla así?
A Ginny la distrajo momentáneamente el hecho de que la chica, en cierto modo, la había tratado como a una colega universitaria.
—Una fase transitoria —repitió la camarera, que agitó la cafetera en el aire haciendo que el café se desplazara peligrosamente hacia su pico—. ¿Qué demonios es eso?
Ginny sabía exactamente de dónde había sacado Danny esa particular manera de expresarse: de sus nuevos amigos del Café des Artistes.
—¿Oíste si ella le dijo algo?
La chica entornó los ojos.
—No es que yo estuviese escuchando ni nada.
—Por supuesto que no —concedió Ginny—. Pero si ella gritaba, probablemente no pudieses evitar oír.
La camarera hizo una pausa para volver a colocar la cafetera en el calentador; Ginny sintió que aumentaban considerablemente sus posibilidades de comer sin quemaduras de tercer grado.
—Bueno —dijo ella—, como le he dicho, estaba enfadada. Le dijo a Danny que ojalá se muriese. Le dijo que no podía humillarla así y salirse con la suya. Que ella era la reina del Carnaval de Invierno o alguna otra estupidez; le dijo que ella podría salir con cualquier chico de la ciudad y que él era un cerdo asqueroso. O algo así… todo fue una especie de chorreo.
—¿Recuerdas algo más?
La chica hizo memoria.
—Dijo algo acerca de un condón; un envoltorio que encontró en algún sitio. Supongo que no era del modelo apropiado. No lo pillé todo.
—¿Cuánto tiempo estuvo ella aquí?
—Quizá ni siquiera dos minutos. Danny me pidió que acabara yo, y la sacó rápidamente de aquí. Y al día siguiente no dijo nada del tema, y ésa fue la última vez que lo vi.
—¿Te refieres a que esto sucedió el sábado antes de su muerte?
—Sí —afirmó la chica encogiéndose de hombros—. Creía que ya se lo había dicho.
Empezaban a entrar más clientes, y la chica fue a servirles. Ginny siguió sentada y se comió su hamburguesa, preguntándose si la historia de la camarera tenía alguna importancia. Cuando menos, ponía de manifiesto que Monique era una mentirosa, o que, en el mejor de los casos, se autoengañaba a placer.
El ataque a Danny tildándolo de «cerdo asqueroso» tenía una causa probable: de una manera o de otra, Monique debía de haber descubierto que él estaba liado con Geoffrey Dobson. Y aunque Ginny nunca podría demostrarlo, estaba bastante segura de que acababa de resolver el misterio de quién había desinflado los neumáticos de Danny; había ocurrido al día siguiente, y esa clase de maniobra pasivo-agresiva le daba la impresión de que a Monique le venía como anillo al dedo.
Pero cuando Ginny había hablado con ella en el camping de caravanas, le había parecido convencida de que había perdido al amor de su vida. Así que ¿a quién estaba engañando? ¿A Ginny o a sí misma?
—Virginie Lavoie. —Ginny notó una palmada en la espalda, y levantó la vista para ver quién tenía ese vozarrón de barítono. Era el juez Sweringen, presidente del tribunal de la ciudad desde incluso antes de que Rolly fuese comisario de policía—. ¿Qué tal está tu padre?
—Bien —respondió ella.
—¿Sigue jugando a golf?
—Supongo que sí.
El juez se sentó a su lado. La Princesa Láctea apareció enseguida y llenó su taza de café, trayéndole una jarrita de metal con leche desnatada y dos edulcorantes sin calorías. El juez Sweringen era un cliente habitual, y estaba a régimen.
—Me ha dicho un pajarito que no has venido aquí simplemente por los viejos tiempos.
La voz del juez era aterciopelada, pero había en ella cierta acritud. Ginny cogió una patata del plato y la examinó.
—¿De dónde ha sacado eso?
—¡Oh! Ya sabes cómo es esta ciudad. Todo el mundo sabe lo que hace cada cual.
Ella hundió la patata en un montón de ketchup.
—Sí —concedió ella.
—Sólo quería que supieras que, si hay algo que yo pueda hacer, simplemente pídemelo. Mi nombre todavía abre algunas puertas por aquí.
Ginny se volvió y lo miró. El juez tenía un abundante pelo gris con barba a juego, tan corta que se asemejaba a una neblina planeando precisamente sobre sus mejillas y barbilla. Sus ojos eran de color azul claro, su nariz muy puntiaguda. De pequeña, siempre le había dado un miedo horrible; como si fuera la mismísima personificación de la autoridad, con una especie de visión moral de rayos-X con la que sólo mirándote sabía si te habías portado mal.
—Gracias —dijo ella.
—Rolly me ha comentado que no crees que Jack O’Brien matara a Danny Markowicz.
De modo que iba directamente al grano; por ella no había ningún problema.
—No, no lo creo —replicó Ginny—. ¿Usted sí?
—Yo mismo revisé las pruebas —explicó el juez—. El caso parecía obvio. Ese O’Brien siempre fue un arma cargada.
Era una elección de palabras curiosa. También era una sandez.
—Bueno, investigar tampoco será perjudicial —se defendió ella—. Tampoco estoy gastando el dinero de los contribuyentes, ¿verdad?
La camarera le puso a Sweringen la comida delante; debía de haberla pedido nada más entrar por la puerta. Era el infame plato de régimen del Skillet. Sweringen cortó la hamburguesa con su tenedor; el interior estaba poco cocido, casi crudo, que por lo visto era exactamente como a él le gustaba.
—Lo más lógico sería que estuvieses más que ocupada en Nueva York.
—He pedido una excedencia —explicó Ginny—. Estoy viviendo en casa de la madre de Danny.
—Es curioso lo diferentes que se ven las cosas en esa ciudad —comentó él al tiempo que se metía un trozo de carne en la boca—. Aquí lo llamaríamos sin tantos adornos.
A Ginny se le erizó el vello de la nuca.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Mmm… Cese, aceptación de soborno o algo por el estilo.
Hablaba en un tono suave, como si estuviese hablando de que su padre jugaba a golf. Ginny estudió sus rasgos; la afilada nariz, la pequeña barbilla, los ojos azul claro. Dejó su refresco de naranja sin llegar a tomar un sorbo y pensó: «Mierda».
—¡Qué curiosas son las costumbres de las ciudades pequeñas! —exclamó.
—Dicen que con las noticias locales es suficiente —repuso Sweringen—. Pero en ocasiones está bien descolgar el teléfono y averiguar lo que ocurre fuera de aquí.
«¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!». Sweringen había hecho indagaciones sobre ella; fuese o no un juez de provincias, el hombre tenía contactos en todas partes. Por eso le había dicho «si necesitas ayuda, dímelo», tramposo hijo de puta.
—De momento, me preocupa más lo que pasa aquí, en casa —quiso desviar ella el tema—. Como quién arrolló a Geoffrey Dobson a sangre fría en el aparcamiento del Fish Pond; y luego está la pregunta del millón: ¿quién mató a Paula Libanski hace dieciocho años y la enterró en el bosque como a un perro?
Su discursillo pareció sorprender al juez, si bien sólo momentáneamente. Ginny tuvo la sensación de que él esperaba que su amenaza implícita («deja de fisgonear o le diré a todo el mundo que la brillante joven lugareña es un fraude y una deshonra») le hiciese volver corriendo a Nueva York dejando la comida a medias y con el rabo entre las piernas. De eso nada.
—Dobson era un camello que vendía veneno a nuestros hijos —matizó el juez. Y ese extremo difícilmente podía ella rebatirlo.
—¿Qué me dice de Paula?
—Una tragedia —respondió él—. Pero después de tantos años tal vez nunca se haga justicia.
Ginny observó cómo se llevaba a la boca otro trozo de carne de color rubí. Era un trozo minúsculo, como si intentase hacer durar la hamburguesa.
Era evidente que Sweringen tenía un objetivo: que Ginny se largara de la ciudad de inmediato. La cuestión era por qué.
—¿Conocía usted a Paula? —inquirió ella.
—Todo el mundo la conocía —respondió él—. Tenía un señor carácter. —De nuevo, Ginny no podía llevarle la contraria.
—Presidió usted su caso por robo, ¿verdad?
El juez cogió su taza de café.
—No me acuerdo.
—Yo sí. Arrestaron a Paula por robar maquillaje en Newberry. La liberó previa amonestación. Lo cual es extraño, porque tenía usted fama de ser muy duro de pelar. —Él no dijo nada; se limitó a tomar con prudencia otro sorbo de café—. Luego la pillaron por beber siendo menor de edad, y aunque podía usted haberla empapelado, fue condenada a prestar servicios comunitarios, que si no recuerdo mal, jamás llegó a prestar.
El juez se aclaró la garganta, como si el café se hubiera equivocado de camino.
—Estoy convencido —dijo— de que la señorita Libanski cumplió su condena.
De repente había algo diferente en su voz. Y Ginny lo entendió: «Me tiene miedo».