Capítulo 32

—Encontramos otra cosa en los restos de la señorita Libanski —comentó el doctor Zeigler.

Ginny deseó descolgar el auricular para que Sonya no pudiese oírlo, pero mantuvo los puños cerrados junto al cuerpo.

—¿El que?

—Los restos del esqueleto de un feto.

—¿Se refiere…?

—La víctima estaba embarazada de tres meses aproximadamente.

—¡No!

La voz pertenecía a Sonya, que se incorporo de golpe en la cama. La frase del doctor Zeigler la había transformado. Tenía las mejillas rojas, los ojos le ardían. La noticia (cosa que Ginny se había imaginado que devolvería a Sonya a su espiral de dolor) la había enfurecido total e implacablemente.

¡No! —volvió a exclamar, y se levantó—. ¡No!

—¿Detective? —La voz de Zeigler por el altavoz se apreciaba más desconcertada que antes.

Sonya se acercó al teléfono con paso majestuoso y se inclino sobre él, como si uno de los niños que cuidaba se hubiera metido en un buen lío.

—Soy Sonya Markowicz. La hermana de Paula Libanski.

—Ya veo. —El tono de su voz indicaba que entendía lo que había pasado anteriormente.

—¿Lo que quiere decir es que alguien la asesinó a sangre fría estando embarazada? ¿Que la estrangularon a pesar de estar asesinando también a un bebé inocente?

Ginny se quedó momentáneamente sin habla. El doctor, por el cual empezaba a sentir auténtica compasión, asumió el papelón.

—Es posible —contestó— que el asesino no tuviera ni idea de que estaba…

Bobadas —lo interrumpió Sonya—. Bobadas, bobadas, bobadas. ¿Con quién más podría haber huido Paula si no es con su novio, el padre de su hijo? ¡Dios bendito! —Se volvió hacia Ginny; tenía los ojos de un tono azul sorprendente. Sonya era su mejor amiga, pero en ese momento a Ginny le parecía casi una desconocida—. ¡Dios me ayude! —exclamó—. Cuando cojas a ese hijo de puta, utilizaré ese revólver que encontraste y yo misma lo mataré. Lo juro por la tumba de mi hijo.

Ginny miró a Sonya y luego hacia el teléfono.

—Mmm… doctor Zeigler, ¿le importaría que le llamara más tarde?

—En absoluto —contestó él, y colgó.

Sonya fue desde el teléfono a su vestidor con andares majestuosos y empezó a sacar ropa bruscamente, se enfundó unos tejanos y se puso una sudadera de flores por la cabeza. Se miró en el espejo, vio que tenía el pelo grasiento y enredado, y se pasó un cepillo con tal violencia que dejó en las cerdas de plástico una maraña de cabellos. Después se dirigió a Ginny.

—Dime lo que tengo que hacer —comentó.

—Sonya, yo…

—Ya basta de perder el tiempo. Danny tenía diecinueve años. Paula tenía diecinueve años. Los dos juntos no suman siquiera una vida entera.

—Calmémonos un poco y…

—Dime lo que tengo que hacer. —La voz de Sonya estaba tranquila, pero tenía un retintín que Ginny no había oído nunca antes, un tanto acerado y cruel—. Dime cómo puedo ayudarte a encontrar al hijo de puta que me los ha arrebatado.

No hacía falta ser detective para entender que era inútil discutir con ella.

—Vamos a la cocina —ordenó Ginny.

Se fue a su habitación y cogió las fotos del contenido de la maleta de Paula. Durante los breves momentos que estuvo ausente, Sonya había asaltado la nevera y se estaba comiendo un resto de chili con carne (frío, directamente del tupperware), metiéndose en la boca una cucharada detrás de otra. Permaneció ahí de pie comiendo, sin saborear nada, mientras Ginny colocaba las fotos encima de la mesa.

—Le encantaban esas botas Frye —dijo Sonya con la boca llena de chili—. Al ver que no estaban en su armario me convencí de que realmente había huido.

—Lo recuerdo —repuso Ginny—. Ahora, simplemente echa un vistazo a estas cosas y dime si hay algo extraño.

—¿Qué te hace pensar que lo hay?

—Alguien andaba buscando la tumba de Paula. Me pregunto sí quizás hay algo aquí que no quería que encontraran.

La mirada de Sonya repasó la serie de fotos: tejanos, casetes, braguitas para cada día de la semana. Acarició con el dedo la foto del llavero del conejo de la suerte de Paula, aún de color rosa chillón tras dos decenios bajo tierra.

—Supongo que no le dio mucha suerte —comentó—, ¿no?

Sonya dejó el tupperware vacío y fue a buscar leche a la nevera. Bebió directamente del recipiente de cartón, algo que ni tan siquiera había hecho de pequeña. Después abrió una bolsa de galletas Oreo y se introdujo una en la boca, entera. Ginny empezaba a pensar que esta nueva identidad de Sonya era incluso más preocupante que la versión que se había pasado en cama los últimos dos días.

Su amiga iba por la cuarta galleta y miraba todavía las fotos, cuando de pronto dejó de masticar. Cogió una de las instantáneas y se la llevó junto al fregadero, donde la examinó bajo la intensa luz del fluorescente.

—Este rosario —anunció—. No es de Paula.

Ginny consultó sus notas.

—Tiene sus iniciales al dorso de la cruz. P. L.

—Me da igual —insistió Sonya—. Mi hermana no tuvo un rosario en su vida.

—¿No le regalaron uno cuando hizo la primera comunión?

—Naturalmente que sí. A las dos nos regalaron uno. Pero ella lo perdió enseguida. Y no era ni mucho menos tan bueno como éste.

Ginny observó cómo Sonya se acercaba la foto hasta la nariz. A continuación buscó una lupa en el cajón de cachivaches, la que su abuelo solía utilizar para leer el periódico.

—No estoy segura —dijo—, pero creo que lo he visto antes.

—¿En serio? ¿Dónde?

Sonya se encogió de hombros, su expresión hosca por la frustración.

—No me acuerdo. Pero si lo he visto, fue hace mucho tiempo.

—Eso es lógico. Quiero decir que lleva casi veinte años enterrado. Quizá Paula lo tuviese hacia la época en que…

—No, créeme. Mi hermana y un rosario… es simplemente incompatible.

—Pero lo tenía en su maleta —dijo Ginny—. Fue una de las cosas que se llevó al huir, y no se llevó muchas.

Sonya se sentó en la mesa de la cocina, sin dejar de mirar la foto con la lupa.

—Lo sé.

—¿Y si lo robó? —continuó Ginny—. Tú misma has dicho que parece bueno. Quizá tuviese planeado venderlo cuando llegase a su destino.

—Tal vez —concedió Sonya—. Pero ¿qué posibilidades hay de que robara un rosario que tuviera sus mismas iniciales?

Ginny no estuvo en desacuerdo.

—¿Y no te puedes acordar dónde lo has visto antes? —Sonya cabeceó de nuevo—. Bueno, es evidente que pertenecía a una persona católica. Piensa en quién conocías de la iglesia por aquel entonces. —Observó mientras Sonya rescataba sus recuerdos—. ¿Había alguien con las iniciales P. L.?

Sonya dio una palmada sobre la mesa, la lupa cayó con un golpe seco.

—¡Oh, Dios mío! Eso es. ¡Oh, Dios bendito! Paula, ¿cómo pudiste?

—¿Qué?

—Justo cuando creía que esto no podía empeorar. Paula cogió ese rosario del padre LeGrand.

—¿Se lo robó a un cura?

—Por eso me sonaba. Estoy casi segura de que es el rosario que él llevaba en el campamento católico de verano cuando éramos pequeñas. Todas esas flores pequeñas de plata entre las cuentas son bastante peculiares. Y las iniciales encajan; el nombre de pila del padre es Pierre.

—¿Hay algo más? ¿Algo en la maleta que te llame la atención?

Sonya examinó otra vez las fotos, luego sacudió la cabeza.

—Todo son cosas de Paula. Quiero decir que no recuerdo cada una de las cosas, pero no hay nada más ahí que esté fuera de lugar.

Ginny amontonó las fotos.

—De acuerdo. Gracias.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Supongo que iré a hablar con el padre LeGrand. Ahora mismo es la única pista que tenemos.

Sonya agarró a Ginny por la muñeca, con fuerza.

—¿No pensarás que él tuvo nada que ver con la muerte de Paula?

Ginny negó con la cabeza, mientras la mano se le entumecía rápidamente.

—Sólo porque Paula le robase su rosario no significa que él hiciera nada malo. Pero es lo único que llama la atención en su maleta. Y tuvo que haber alguna razón por la que el asesino estuviera intentando desenterrarla después de todo este tiempo.

—Quizá no lo robase —replicó Sonya—. Quizá quienquiera que lo robase tenía miedo de que, de un modo o de otro, el rosario lo condujese hasta él.

—Quizá —concedió Ginny, aunque no estaba realmente convencida—. Cualquier cosa es posible.

Telefoneó al padre LeGrand y salió su buzón de voz; con todo el dinero destinado a resolver los casos de abusos, la diócesis había despedido a la secretaria de la parroquia. Ginny le dejó un mensaje diciéndole que le gustaría hablar con él y luego salió a correr. Sonya, que caminaba por el piso como un leopardo enjaulado, estaba empezando a perder la razón.

Corrió cerca de cinco kilómetros, se extenuó, y se fue a casa a ducharse. Sonya estaba a cuatro patas, encerando el suelo de la cocina. El cura no había devuelto la llamada. Para evitar caer en el ataque de limpieza de Sonya, le dijo a su amiga que tenía algunos recados que hacer, y bajó al Golden Skillet a comerse una hamburguesa.

Todavía era pronto para comer, y no había mucha gente. Ginny se sentó en la barra y pidió su habitual pócima destroza-arterias. No reconoció a la camarera en edad universitaria; no le había servido con anterioridad, y no había estado allí cuando fue al local en busca de información útil sobre Danny durante el fin de semana que le habría tocado trabajar.

—¿Eres nueva aquí? —inquirió Ginny cuando la chica le sirvió la comida: la hamburguesa grasienta que resplandecía entre un mar de crujientes patatas fritas.

—Llevo aquí más o menos un mes —respondió ella—. Normalmente trabajo los fines de semana, pero el pasado domingo me lo cambié con Wanda, así que aquí estoy.

La chica era de complexión atlética, tenía una larga trenza castaña que caía sobre su espalda, y una cara de pan redondo con piel blanca y lechosa. A Ginny le recordó las hijas de granjeros que en el desfile de otoño iban subidas a la carroza llamada PRINCESA LÁCTEA. Estaba mascando su chicle y apoyada en la barra, con la cafetera en la mano; como si estuviera haciendo una prueba para el papel de camarera, y quisiera asegurarse de cubrir todos los clichés.

—Me preguntaba —quiso saber Ginny— si solías trabajar con Danny Markowicz.

—Pobre chico —dijo la chica—. Pero está en un lugar mejor, ¿sabe?

Ginny no lo sabía, en absoluto. Pero se limitó a asentir y a sonreír.

—¿Lo conocías mucho?

—Trabajamos juntos un montón de veces. —Hizo un globo de chicle, lo reventó y volvió a meterse el chicle en la boca—. Me habría gustado conocerlo mejor. Danny estaba muy bueno. —Abrió desmesuradamente los ojos, como si hubiese roto algún tabú acerca de querer tener relaciones con los muertos—. Quiero decir… que descanse en paz.

—¿Notaste alguna vez si le pasaba algo raro?

Ella se encogió de hombros.

—¿Como qué?

—¿Discutió con alguien? ¿Había alguna persona concreta con la que tuviese un problema o algo así?

—La verdad es que no —respondió ella—. Excepto esa vez en que alguien se presentó aquí diciendo a gritos que ojalá se muriese.