Capítulo 31

Ginny estaba tumbada en la bañera, con la esperanza de que el agua caliente le relajara los doloridos músculos. Trató de estirar las piernas, pero la bañera era demasiado corta para ella; era impresionante pensar que Sonya y ella solían caber juntas allí, y sobraba espacio.

Aún le daba vueltas la cabeza tras la conversación que había mantenido con su padre la noche antes; no tanto por el contenido de la misma como por el hecho de que, para empezar, hubieran siquiera hablado. Habían perdido el contacto hacía tanto tiempo, furiosos el uno con el otro, con temperamentos tan similares que era imposible el entendimiento.

Ahora que su padre había hecho un gesto de paz (incluso se había ofrecido a costear su vuelo para que fuera a visitarlos), ignoraba lo que debía hacer. Y, más concretamente, ignoraba qué quería hacer.

Igualmente perdida estaba respecto a cómo tenía que comunicarse con Sonya. Su amiga apenas había dicho una palabra coherente desde que se enteró de lo que le había sucedido a su hermana. Ginny la había dejado sola con su aflicción; no sabía qué más hacer. Pete, que la noche de Halloween había vuelto a casa hacia las diez, musitando algo acerca del papeleo y una hamburguesa de McDonald’s que se había comido en su despacho, le había preguntado cómo estaba su mujer, y había tomado por respuesta la expresión de desconsuelo de Ginny. Se había aseado y se había ido a la cama, y a través de la delgada puerta Ginny lo oyó calmando los sollozos de Sonya y diciéndole que la quería y que todo iría bien. A veces la gente te sorprende.

Esa mañana él salió hacia el trabajo un poco más tarde de lo habitual, y Ginny le llevó a Sonya un poco de té y una tostada, pero ni los tocó. Entonces se le ocurrió salir a correr, pero decidió que le dolía demasiado el cuerpo. De modo que se metió en la bañera ovillándose en posición fetal para que las cuatro extremidades estuvieran debajo del agua. Había introducido a la fuerza una toalla para la cara en el rebosadero de seguridad, pero el nivel del agua seguía bajando, así que dejó abierto el grifo del agua caliente.

Procuró vaciar su mente, dejar de pensar en su lacrimosa amiga y en todas esas vidas desperdiciadas: Danny, Paula, incluso Geoffrey Dobson y Jack O’Brien el Saltimbanqui. Cerró los ojos, pero seguía viendo sus rostros. Con el chorro de agua podía oír sus voces, al igual que en la cascada de Trinity Falls.

¿Qué había activado Paula? Había huido con alguien que había acabado con su vida a menos de un kilómetro y medio de casa. ¿Quién podría ser? Pensó en el trío de pretendientes de Paula, ninguno de los cuales era una joya. Consideró la posibilidad de que cualquiera de ellos hubiese podido manipular sus frenos, o perseguir y arrollar a Geoffrey, o atacar a Danny. Pero esos tres no podían ser los únicos hombres con los que Paula se veía; su reputación y los propios recuerdos de Ginny le indicaban que tenía que haber otros más. Si Danny había hecho un registro de las relaciones de su madre, ella no lo había encontrado todavía. Ni Pete ni sus padres podían recordar nombres específicos de hombres con los que Paula hubiese salido.

—¿Qué esperabas? —le había dicho Ronda Markowicz chasqueando la lengua—. Esa no era la clase de chica que uno mostraría en público.

De pronto Ginny se incorporó y cerró el grifo, salpicando agua en el suelo. Habría jurado que había oído a alguien tratando de forzar la puerta. Escuchó de nuevo pero no oyó nada.

Lanzó una mirada hacia el revólver de calibre 38, colocado sobre una toalla en el rincón; si había algo hermoso, eso desde luego lo era. Tras limpiarlo, había comprado munición extra, y había ido a un descampado arenoso del condado para probarlo disparando contra una hilera de inocentes latas de sopa de la basura reciclada de Sonya. Funcionó de maravilla (si uno considera maravilloso hacer saltar algo por los aires).

Se puso de pie y vació la bañera, dejando un poco de agua caliente por si lograba convencer a Sonya de que tomase una ducha. Más tarde o más temprano su amiga tendría que levantarse de la cama.

Ginny se secó con una toalla y se vistió, y se llevó al porche delantero una taza de té. Sobre una silla plegable que había frente a la puerta había una bolsa de papel encerado. La cogió; con cuidado, como una persona a la que le han cortado los frenos y que lleva un revólver de calibre 38 metido en la parte trasera de sus pantalones. La bolsa no hacía tictac; de hecho, olía bastante bien. La abrió. En su interior había una nota.

Para Ginny.

Mi hogaza gigante de pan de canela.

Jimmy.

Efectivamente, debajo estaba el famoso pan de Molly’s, pero con esteroides. Medía algo más de un palmo de diámetro; por suerte Sonya tenía un horno tostador.

Sonrió y llevó la delicia de más de dos kilos a la cocina. La hogaza podría alimentar a una familia durante una semana entera. Visualizó a Jimmy levantándose a la hora atroz que sea que se levantara, elaborándolo mientras, a sus espaldas, sus empleados ponían en entredicho su cordura, y dejándolo frente al umbral de la puerta. Jimmy siempre había tenido un sentido del humor genial. Y estuviese en la fase que estuviese su relación, era muy romántico por su parte.

Introdujo una rebanada en el horno (era del tamaño de una pizza pequeña) y le llevó a Sonya una taza de té recién hecho.

—¿Hola? —saludó—. ¿Estás despierta? —Sonya contestó con un gemido—. ¡Venga! —exclamó Ginny—. Tienes que comer algo. No te vas a creer lo que ha traído Jimmy.

Sonya se giró, entornando los ojos debido a la luz que entraba por la puerta abierta. Las persianas de las ventanas de la habitación llevaban cerradas dos días seguidos.

—Gracias —dijo, con tanta educación que le dio miedo—, pero ahora mismo no tengo hambre.

—Jimmy nos ha hecho un pan de canela tan grande como tu cabeza —continuó Ginny. Estaba intentando mostrarse alegre, pero hasta ella se dio cuenta de que hablaba como un director de crucero embalado.

—¡Qué simpático! —repuso Sonya.

—Lo ha traído esta mañana. Con un barrilete de cerveza y la Banda de Música masculina Hibernian.

—¡Qué simpático! —repitió Sonya.

Ya era suficiente. Ginny caminó a zancadas hasta las ventanas y subió primero una persiana, luego la otra. Sonya dio un respingo y se tapó la cabeza con la colcha como un vampiro necesitado de sueño. Ginny se sentó en el borde de la cama y echó la colcha para atrás.

—Tienes que levantarte —la instó—. ¡Venga! Te he hecho un poco de té.

Sonya cerró los ojos con fuerza y además se los cubrió con una mano. Por la expresión de su cara Ginny dedujo que quería decirle que se largara, que se fuera de su habitación y la dejara en paz, pero incluso medio destrozada por el dolor no era propio de Sonya ser grosera.

—Por favor —suplicó Ginny—. Necesito que me ayudes. Es sobre Paula.

Eso obró efecto; Sonya abrió los ojos. No se incorporó, pero era un comienzo.

—Tengo fotos de todo lo que había en su maleta. Necesito que les eches un vistazo y me digas si hay algo extraño.

Sonya cerró los ojos de nuevo.

—Después —pidió—. ¡Por favor! Sólo déjame dormir un poco más.

Ginny tenía ganas de discutir con ella, pero sonó el teléfono. Ya se dirigía a la cocina pero decidió cogerlo en el dormitorio. Se disponía a descolgar el auricular cuando en lugar de eso pulsó el botón del altavoz; lo que fuera con tal de sacar a Sonya de su estupor.

—¿Diga?

—Con Virginia Lavoie, por favor.

—Yo misma.

—¿Detective? Soy Matt Zeigler, de la oficina del médico forense del Condado de Berkshire.

Se oyó su voz a través del altavoz, metálica y apagada, pero clara. Ginny alargó el brazo para descolgar con el fin de que Sonya no tuviese que escucharlo, pero ésta exclamó desde la cama:

—¡No!

—¿Detective Lavoie? ¿Sigue usted ahí?

—Estoy aquí. —Le lanzó a Sonya una mirada que decía: «¿Estás segura de esto?». Sonya la ignoró.

Matt Zeigler era el médico forense que había reunido los restos de Paula. Incluso pese a la mala conexión su voz sonaba amable, al igual que aquel día en la fosa. Ginny le había dicho que era policía, y le había pedido que cuando tuviera los resultados se lo hiciera saber. Pero no se imaginaba que estarían listos tan pronto.

—Le oigo bien —dijo.

—¿Quiere todo el galimatías médico o la explicación sencilla?

Ginny lanzó otra mirada a Sonya de reojo.

—Por ahora mejor ser breves.

—Está bien. Como sabe los restos sólo eran el esqueleto, y sólo los podemos analizar hasta cierto punto, pero mi teoría es que Paula Libanski fue estrangulada. El hueso hioides estaba roto, lo cual indica… —Hizo una pausa—. Eso da igual. Probablemente fuera estrangulada.

Sonya tenía los ojos clavados en el techo, la cara inexpresiva. A Ginny le recordó ese cliché sobre los acusados que no muestran ninguna emoción mientras les leen el veredicto.

—¿Había…? —a Ginny se le anudó la voz; tosió y se aclaró la garganta—. ¿Había alguna herida defensiva?

—Nada apreciable en el esqueleto —respondió el médico forense—, como una herida por arma blanca que hubiese dejado una muesca en el hueso.

Hubo un largo silencio sepulcral; era evidente que Zeigler no sabía si ella quería que él continuase o no. Parecía confuso: ¿qué clase de policía no podía hacer frente a un informe de autopsia?

—¿Quiere que le hable de la posición del cadáver? —Zeigler empezaba a parecer molesto.

Ginny miró a Sonya; que ella supiera, no había movido un músculo desde que había sonado el teléfono.

—Ya me dará luego los detalles. Gracias, doctor.

—Hay una cosa más —anunció Zeigler.

Su parquedad no ocultaba su mensaje implícito. «Si no ha podido soportar lo que le acabo de explicar —decía—, sin duda, no le gustará lo que viene ahora».