Capítulo 30

—¿Perdona?

Jimmy apretó el freno y detuvo la furgoneta en el arcén de la carretera. Atardecía, la luz dorada se proyectaba entre los árboles, rebotando en los letreros que rezaban: COTO DE CAZA.

—¡Vives con unas ideas tan espantosas! —soltó él—. ¿Cómo puedes siquiera dormir por las noches? —La expresión del rostro de Ginny hizo que él alargara el brazo para tocar su hombro—. No te ofendas. No estoy diciendo que seas una persona horrible. Es sólo que… Pensar en lo que debe de ser para ti contemplar una tragedia y ser capaz de pensar igual que el hijo de puta que la ha provocado. —Golpeó el volante con la mano—. ¡Dios! —exclamó—. Parezco un imbécil.

Se miraron el uno al otro, luego apartaron la vista. Jimmy dio una larga calada a su cigarrillo e inquirió:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Tiene que haber alguna razón por la que el asesino no quisiera que se descubriese la fosa de Paula; algo por lo que valiera la pena correr el riesgo de intentar desenterrarla. Espero averiguar qué era, y que eso me conduzca a él.

—Genial.

—¡Santo Dios! Jimmy, después de todo el discursillo que acabas de soltarme, sé que no pensarás que en Nueva York me dedico a poner multas de tráfico. Puedo cuidar de mí misma.

—¿No crees que deberías… no sé, pedir refuerzos?

—La policía estatal está investigando la muerte de Paula. Pero por lo que respecta a la policía local, el caso de Danny está cerrado, y Geoffrey es un simple camello que ha recibido su merecido. ¿A quién voy a llamar? Por si te habías olvidado, oficialmente ni siquiera soy policía en este momento.

Jimmy asintió, de nuevo tenía esa expresión hosca en su cara.

—Diría algo propio de un machote sobre cómo yo te protegeré —comentó—, pero a estas alturas de nuestras vidas, creo que probablemente podrías darme una paliza.

—A ti y a varios de tus mejores amigos —añadió ella—. Pero por suerte no llegaremos a eso.

Jimmy llevó a Ginny de vuelta a casa de Sonya, y se despidieron sin siquiera darse un beso; desde aquella tarde en que ella había irrumpido en su tienda exigiendo saber si él se había acostado con Paula, su relación había pasado de copular sin palabras a palabras sin copular. Y a ella ya le iba bien así; le bastaba con tener simplemente a alguien con quien hablar. Quizá después de todos estos años, y con lo mucho que había llovido desde entonces, podrían realmente ser amigos.

—¿Ginny?

La voz de Sonya, tan débil que a Ginny le partió el alma, procedía de la habitación.

—Soy yo —contestó ella—. Ya estoy en casa.

—Tienes que repartir los dulces.

A Ginny le preocupaba que su amiga estuviera empezando a alucinar.

—¿Los qué?

—Es Halloween. Tienes que repartir los dulces. No puedes darles un disgusto a los niños.

—Descuida, ¿dónde está Pete?

—No lo sé. Tienes que hacer lo de los dulces. Están en el armario de la cocina —insistió Sonya—. Por favor. A Danny le encantaba repartir los du-du-dulces…

La voz de Sonya se deshizo en sollozos; la oyó girándose en la cama y amortiguándolos con una almohada. Sonya parecía absolutamente destrozada, una sombra de sí misma. Ginny había acariciado brevemente la idea de llevar a su amiga al médico, pero ¿para qué? ¿Para que le diera pastillas que le hicieran dejar de sentir lo que tenía todo el derecho de sentir?

Sacudió la cabeza y fue a buscar los dulces de Halloween. Había ocho bolsas de diversas barritas de chocolate, y las vació en el cuenco más grande que pudo encontrar. No habían pasado dos minutos cuando los primeros niños con su «convite o multa» llamaron al timbre de la puerta.

Halloween. El incesante desfile de vampiros, fantasmas y brujas con puntiagudos sombreros le trajo a la memoria todas esas noches en que Sonya y ella habían merodeado por el vecindario, llenando sus calabazas de plástico de un botín desbordante. Pasaban la noche en casa de Sonya, atiborrándose de dulces hasta que les dolía el estómago; Paula se aprovechaba del botín de ellas hasta que Sonya llamaba a su madre a gritos. Aunque con el paso de los años se habían producido variaciones, por lo general habían reciclado los mismos disfraces año tras año: Sonya era una princesa de cuento de hadas, y Ginny el policía que la arrastraba hasta la cárcel.

Habría dicho que la tragedia por partida doble de Sonya quizás ahuyentaría a los niños de «convite o multa», pero debió de habérselo imaginado: si el 31 de octubre la luz de tu porche está encendida, eres un blanco fácil.

Se presentaron los dos hijos de Belinda Cooper, ataviados con los disfraces menos logrados de la noche: el niño se había sujetado con alfileres una toalla sobre los hombros y dibujado con pintalabios un par de colmillos con dos rayas mal hechas; su hermana mayor llevaba un sombrero de cowboy de plástico y un chaleco grande que parecía haber formado parte de un viejo traje de tres piezas. Los niños sostenían sendas fundas de almohada, cada una repleta como si llevasen horas haciendo esto, pero metieron las manos en el cuenco y extrajeron tantas barritas de chocolate como les cupieron en sus pequeños puños. Ginny estuvo a punto de decirles que únicamente cogieran dos cada uno, pero entonces pensó que no importaba. Por lo menos los dulces eran algo con lo que llenar sus estómagos. No vio a su madre por ninguna parte.

Después aparecieron Lizzie Erickson con sus tres hijos, todos vestidos con batas de laboratorio y estetoscopios; el entrenador Hank y sus cuatro hijas menores, disfrazadas de diversos monstruos muy guapos, y hasta el irritante Arthur Dulaine, acompañando a la que debía de ser su nieta; sea como sea, era la única niña que se presentó vestida de Madre Teresa.

A Dulaine pareció molestarle que ella abriera la puerta; a Ginny le dio la impresión de que traía todo un discurso preparado para Sonya, acerca del valor redentor del sufrimiento o alguna estupidez semejante. La pequeña, que debía de rondar los seis años, sólo tenía ojos para los dulces.

—Me sorprende que esté usted de acuerdo con la celebración de Halloween —le soltó Ginny a Dulaine cuando se iban. Sabía que no estaba bien provocar al abuelo delante de la pequeña Hermana de la Caridad, pero no pudo contenerse—. Tantas brujas y fantasmas y todo eso —continuó—. ¿No es un pelo demasiado, ya sabe, esotérico para su gusto?

Dulaine parecía confuso y molesto a partes iguales.

—No sé a qué te refieres.

—Bueno, si está en contra de Macbeth, entonces todo esto…

—Eso es completamente diferente —replicó él.

Ahora era Ginny la que estaba confusa.

—No veo por qué.

Dulaine se atusó el grueso cabello gris, que de hecho no necesitaba ningún arreglo.

—Seguro que no —espetó él.

—Entonces, ¿por qué no me lo explica?

—Si no entiendes por qué Jack O’Brien no merecía un entierro religioso —fue su respuesta—, entonces dudo que puedas entender nada.

Y con eso, cogió de la mano a su diminuta monja y se alejaron andando.

Los buitres se habían abalanzado y barrido con todo. Ginny nunca habría dicho que se acabaría el enorme montón de barritas de chocolate de Sonya, pero los fantasmas en miniatura y duendes habían desfilado como un ejército invasor. A las nueve en punto apagó la luz del porche y se acomodó en el sofá con lo único que había quedado, una barra de chocolate. Justo se disponía a morderla cuando sonó el teléfono; se levantó de un brinco y descolgó, temerosa de que Sonya se despertase.

—Casa de los Markowicz.

—¿Virginie? Soy tu padre.

Ella se quedó helada; ahí de pie en la cocina, sujetando el auricular, el largo cordel balanceándose a su lado.

—¿Virginie? ¿Hola?

—Mmmm… ¿sí?

—Soy tu padre.

Era plenamente consciente de eso. Seguía sin tener ni idea de lo que decir; todo lo que se le ocurrió fue un:

—Hola.

—¿Qué tal estás? —le preguntó él.

No había oído la voz de su padre en casi diez años. Sonaba diferente a como la recordaba; menos brusca, más relajada. Florida debía de haberle sentado bien; o quizá dormir con una mujer lo bastante joven para ser su hija tenía beneficios para la salud.

—Estoy bien —contestó Ginny. Seguía de pie en estado de alerta; por el momento le parecía que sentarse requería una coordinación muscular excesiva.

—¿Por qué estás todavía en la ciudad? ¿Te han despedido del trabajo?

Solamente su padre sacaba la peor conclusión posible sobre su persona, aunque debía admitir que esta vez no iba desencaminado.

—He pedido una excedencia para poder estar con Sonya. Su hijo, Danny…

—Me lo ha dicho Lisette. Así es como he sabido dónde encontrarte.

—¡Oh!

—Es tremendo —comentó él— que un hombre no tenga el número de teléfono de su propia hija.

—La mayoría de los policías no aparecen en el listín telefónico.

—Esa no es excusa. —Las cuatro palabras contenían un montón de resentimiento. Ahora sí, ésa era la voz que recordaba.

—¿Cómo está tu mujer?

Una pausa.

—Se llama Suzie. Y está bien. Entrenándose para ser una gran golfista.

—Magnífico.

Él se aclaró la garganta.

—Podrías bajar a hacernos una visita de vez en cuando.

—O podrías subir tú aquí.

—Ya estoy mayor, Virginie.

—¡Por Dios, papá, tienes sesenta y dos años! Probablemente estés en mejor forma que yo.

Él no mordió el anzuelo.

—Deberías llamar a tu tía Lisette. Está preocupada por ti.

—¿Para qué?

—Cree que tienes problemas. —Otra pausa—. ¿Estás en apuros?

—Estoy bien.

—¿Te han despedido del trabajo?

—Ya te he dicho que no.

—¿Por qué no vienes aquí a pasar unos días de vacaciones? Te pago el billete de avión. Será un regalo tardío de cumpleaños.

«Sí —pensó ella—. De los últimos diez cumpleaños».

—Lo pensaré —respondió Ginny—. Ahora mismo tengo que cuidar de Sonya.

—¿Qué tal anda?

—Ha perdido a su hijo.

—Es horrible —comentó él— perder un hijo.

—Lo sé.

Entonces su padre hizo algo que ella jamás se habría imaginado: dijo algo acertado.

—Hay muchas formas de perder un hijo —explicó—, que nada tienen que ver con que se haya muerto.