Y de nuevo una inmensa pena la embargó.
Los dos brazos de desconsuelo de Sonya se alargaron y se abrazaron el uno al otro, como dos ciudades gemelas cuyas poblaciones crecían y crecían hasta convertirse en una. Era imposible saber dónde acababa la pérdida de su hijo y empezaba la de su hermana.
Ginny trató de consolarla, pero fue inútil. Era como si su amiga estuviese ausente, y se hubiese trasladado a alguna gran metrópoli de tristeza adonde ella no pudiera seguirla. Incluso Pete, que Ginny siempre había considerado que tenía menos sensibilidad que una almeja, era capaz de ver que su mujer estaba más que destrozada.
La pérdida de Danny había sido horrible y se sumaba a la de sus padres, que fumaban un cigarrillo tras otro y habían muerto antes de los 60. Pero descubrir que su hermana no había llegado a los 20, que ni siquiera había llegado a abandonar la ciudad… eso la dejó postrada en la cama, y allí se quedó.
«Pensar —le dijo a Ginny en uno de sus momentos más lúcidos—, pensar que ha estado allí todos estos años, descomponiéndose debajo de la tierra en la que solíamos jugar. Durante todo este tiempo la he odiado por haberse ido, y ni siquiera llegó a irse».
Los restos del esqueleto de Paula, identificados a través de los registros dentales, estaban bajo la custodia del médico forense del condado, en Pittsfield. Nada más percatarse Ginny de que habían desenterrado huesos humanos, tomó la decisión de impedir que Rolly y su pandilla de comparsas estropearan la escena del crimen. De modo que había llamado al médico forense, que trajo consigo a la unidad de recopilación de pruebas de la policía estatal. Probablemente Rolly pondría el grito en el cielo cuando invadieran su jurisdicción, pero por lo menos el lugar del hallazgo sería inspeccionado con arreglo al reglamento.
Ginny había permanecido allí de pie mientras el técnico trabajaba; tomando muestras del suelo, extrayendo el resto de tierra del plástico, dando vía libre para que sacaran el cadáver. Lo pusieron sobre una camilla, al igual que al niño herido sólo unas horas antes, pero en lugar de llevarlo en ambulancia, lo llevaron en una furgoneta. Resultó que Paula no había sido enterrada sola: había una gran maleta en la fosa con ella, supuestamente la misma que el viejo señor McSheen había declarado que cargaba consigo cuando la dejó.
¿Lo convertía eso en un sospechoso? A Ginny le costaba creerlo. Si la había matado él, ¿por qué iba siquiera a reconocer que la había recogido en su coche? Y más concretamente, era evidente que alguien había estado buscando el cadáver hacía muy poco tiempo, y el señor McSheen llevaba dos meses postrado en la cama de un geriátrico.
Ginny reflexionó sobre el tema mientras colgaba la indumentaria de trabajo de Pete en la cuerda de tender. Sonya no era partidaria de las secadoras (pensaba que estropeaban el tejido y que eran un desperdicio económico), así que secaba la ropa en una cuerda que iba desde el extremo del porche lateral hasta un palo que había al fondo del jardín trasero. Como Sonya estaba demasiado turbada para levantarse de la cama, ella supuso que quedaba en sus manos que la casa siguiera funcionando; la madre de Pete ya había insinuado que se trasladaría a su casa para ocuparse de ellos, y de ser así, Ginny tendría que buscarse un motel barato.
De modo que allí estaba ella, colgando las prendas de Pete en la cuerda con alegres pinzas de plástico, haciendo girar la ruedecilla para desplazarlas hacia el jardín y hacer sitio a las siguientes. Ya estaba pensando en lo que haría para cenar, ¡que Dios los amparara a todos! Durante los últimos quince años la idea de comida casera para Ginny había consistido en cenas congeladas de «Swanson para hombres hambrientos» y un microondas.
A pesar de las circunstancias no pudo evitar reírse. Aquí estaba ella; de vuelta en su ciudad natal, haciendo las tareas del hogar y preparando un pollo asado para alimentar a un operario tras una larga jornada de trabajo. Había hecho lo posible por evitarlo, pero había sucedido: Ginny se había convertido en la madre de Sonya. Gracias a Dios, era sólo temporal; de lo contrario, se levantaría la tapa de los sesos con el revólver de calibre 38 que le había robado a Danny.
Dio una palmaditas sobre el revólver, metido dentro de la parte posterior de sus tejanos entre su camiseta y la sudadera que le había cogido prestada a Sonya. Lo cargaba desde que descubrió que le habían manipulado los frenos, pero por el momento no había percibido el menor atisbo de peligro; al menos en lo que a ella concernía. Geoffrey no había sido tan afortunado, aunque a juzgar por la interminable lista de pecados que ella había encontrado en su maletero, tenía la sensación de que se había buscado su propio destino. Y luego estaba ese pobre niño herido en el bosque; no a propósito, por supuesto, pero eran daños colaterales, exactamente eso.
El descubrimiento de los huesos de Paula hizo que Ginny viera los hoyos del bosque desde una nueva perspectiva. No podía creerse que Danny hubiese estado buscando allí algo que su madre había escondido; era demasiada coincidencia. No, quienquiera que hubiese excavado allí debía de estar buscando precisamente lo que ella había encontrado: los restos de Paula. ¿Sería posible que hubiera sido Danny?
Pero ¿quién habría sabido dónde estaban los huesos, a excepción de la persona que los había enterrado allí? Parecía lógico que fuese difícil dar con la fosa después de todo este tiempo, con árboles nuevos creciendo por doquier y otros viejos ya talados. Lo que dejaba en el aire la pregunta de por qué estaba alguien intentando encontrar el cadáver. ¿Por qué no simplemente dejarlo donde estaba? Nadie lo había encontrado durante casi veinte años; en su opinión, Paula habría seguido tranquilamente enterrada otros veinte años o más.
Pero ¿y si no era el cadáver lo que el excavador misterioso andaba buscando? ¿Y si era algo que estaba en la maleta, algo que todavía podía implicar al asesino después de todos estos años? Ginny había observado cómo abrían la maleta en el laboratorio de criminalística; el joven y amable investigador estaba razonablemente impresionado por sus credenciales de agente del Departamento de Policía de Nueva York incluso sin la placa. Aunque él no le había dejado tocar nada, Ginny hizo fotos de cada artículo y garabateó páginas con anotaciones. La maleta había sido meticulosamente hecha, la ropa impecablemente doblada; quizá Paula fuese una vaga, pero le gustaba cuidar su aspecto.
Ginny conocía tan bien el contenido de esa maleta que prácticamente podía recitar la lista de memoria, como las letras de las canciones de moda que Sonya y ella solían escuchar en el programa de radio Casey’s Coast to Coast:
Si había algo revelador en el inventario de pertenencias de Paula, Ginny no supo verlo. Se le había pasado por la cabeza que quizá pudiese haber algo en las casetes (algo además del estilo musical de Fleetwood Mac y Steely Dan), y el investigador de la policía estatal le había asegurado que las examinaría. Aparte de eso, daba la impresión de que la maleta no contenía nada más destacable que los sueños de una chica de 19 años que creía que iba a empezar una nueva vida en alguna parte. En alguna parte cálida, conjeturó Ginny: ella se marchó a primeros de abril, cuando las noches siguen siendo frías en Nueva Inglaterra, pero no había puesto ropa de abrigo en la maleta. Suponiendo que pensara quedarse en Estados Unidos (y Paula no tenía pasaporte), eso significaba viajar hacia el sur o hacia el oeste.
Llamaron a la puerta principal, un alivio agradable para dejar de pensar en muertes y en la colada. Era Jimmy Griffin, con la cara pálida y apestando a tabaco.
—Quería ver a Sonya —anunció—. ¿Está bien?
—Está durmiendo. Larguémonos de aquí. —Garabateó una nota para Pete diciéndole que salía y que no sabía exactamente a qué hora volvería.
—¿Adónde quieres ir? —le preguntó él mientras subían a su furgoneta.
—Me da igual. A cualquier sitio.
—¿Qué ha pasado?
—Nada nuevo —respondió ella—. Es sólo que necesito pensar.
Ginny bajó la ventanilla y miró fijamente afuera. Jimmy no estaba de humor para soportar el silencio; siguió hablando.
—Creía que era yo el único que había alucinado al encontrar… lo que encontramos. ¿Sabes? No había fumado desde el instituto. Pero cuando llegué a casa la otra noche, me puse a deambular como un perro enjaulado, y al final bajé a la tienda de Pop y me compré un paquete de cigarrillos. No sé por qué lo hice. Probablemente sea una estupidez. ¿No te parece increíble lo caros que son los cigarrillos?
Encendió uno y le ofreció el paquete a Ginny. Ella lo cogió y se encendió uno, y siguió mirando por la ventanilla. Jimmy salió de la ciudad y ascendió por la colina en dirección a Clarksburg, mirando hacia Ginny de vez en cuando para asegurarse de que no se había caído del vehículo.
—Es que no me lo puedo creer —comentó él—. Que alguien matase a Paula y que haya estado enterrada todo este tiempo delante de nuestras narices. Quiero decir que… parece una locura. Que algo así haya podido pasar aquí…
Ginny dio un puñetazo sobre el reposabrazos.
—¡Despierta de una vez! Esto no es un paraíso. Paula está muerta. Danny está muerto. Geoffrey Dobson está muerto. Ya te expliqué que alguien manipuló mis frenos. Sé que piensas que la vida en la ciudad es terrible, pero aquí tampoco es tan fantástica, ¿verdad? —La expresión del rostro de Jimmy era de dureza, una mano sujetaba con fuerza el volante mientras con la otra tiraba la ceniza por la ventanilla dando golpecitos impulsivos—. Mira a Paula —prosiguió ella—, seguramente pensaba que huía con la persona adecuada, y la mató.
—¿Cómo sabes que eso es lo que pasó?
—No lo sé —respondió Ginny—. Pero incluso sacando las conclusiones más simples, siempre que asesinan a una mujer, lo más probable es que el asesino sea un hombre con quien ella mantiene una relación sexual.
Jimmy no dijo nada, se limitó a sacudir la cabeza y a encender otro cigarrillo. Al cabo de varios minutos miró fijamente la ceniza incandescente y sólo dijo:
—¡Qué triste!
—Lo sé. Paula no era ningún angelito, pero no merecía lo que le ocurrió.
—No estaba hablando de ella —repuso él—. Estaba hablando de ti.