Ginny salió corriendo en la dirección del grito; pasados los columpios y los balancines, cruzando la playa, girando en la esquina y a través del bosque. La voz ya no se oía, y tuvo que detenerse para orientarse.
—¿Hola? —chilló—. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
Miró entre los árboles en busca de movimiento. Al cabo de unos cuantos segundos el niño gritó otra vez.
—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Aquí! ¡Por favor!
Corrió otros veinte metros y encontró a un niño, de unos ocho años quizá, agachado sobre el cuerpo de otro de más o menos la misma edad. Los ojos del primer niño reflejaban más que histerismo; los del segundo estaban cerrados, su respiración era tan imperceptible que al principio Ginny lo creyó muerto. Su amigo estaba intentando levantarlo para llevarlo en sus raquíticos brazos, pero era demasiado pequeño para ese cometido. La cabeza del niño inconsciente colgaba hacia atrás, le salía sangre de un corte profundo que tenía en la frente; daba la impresión de que brotaba más con cada intento de levantarlo del suelo.
—¡Para! —chilló ella.
Al ver que su advertencia no parecía ser asimilada, Ginny corrió hasta allí y quitó a la fuerza los brazos del niño de la espalda de su amigo.
—No puedes moverlo —dijo—. Tal vez sea peor. —El niño clavó los ojos en sus manos ensangrentadas, frotando una contra la otra como una Lady Macbeth de tercer curso—. Dame tu camisa.
—¿Có-cómo? —Su expresión fue incluso de mayor alarma; sin duda, se estaba preguntando si su salvadora resultaría ser una pervertida.
—Tengo que intentar que deje de sangrar —explicó ella—. Dame tu camisa, ahora.
Él se quitó la camisa de franela de cuadros, dejando al descubierto la camiseta que llevaba debajo. Ginny cogió la camisa y la presionó sobre la cabeza del niño. Éste soltó un leve gemido, que ella interpretó como una buena señal. «Responde al estímulo doloroso. No hay muerte cerebral». Con delicadeza, envolvió la cabeza del niño con la camisa, atando las mangas a modo de venda. Su amigo permaneció allí de pie, inmóvil, rodeándose el cuerpo con los brazos.
—Escúchame —le dijo Ginny cuando hubo acabado—. ¿Cómo te llamas?
La pregunta tardó un poco en ser registrada. Justo cuando ella creía que tendría que agarrarle de los hombros y empezar a sacudirlo, el niño respondió:
—Charlie. Charlie Bo-Bo-Bombardier. Como-la-ferretería.
La frase salió de sopetón, con incongruencia y casi incomprensible, y Ginny tuvo la sensación de que él se había identificado de esa manera mil veces: Bombardier, como la ferretería que tenía su familia en State Road. Igual que el modo en que la gente solía referirse a ella de pequeña: Ginny Lavoie, la hija del dueño de la funeraria.
—Vale —repuso ella—. Creo que conozco a tu padre. Se llama Mark, ¿verdad? —El niño asintió—. Mi nombre es Ginny. Ahora cuéntame que ha pasado.
—Tommy y yo íbamos en bici. Se cayó y se dio un golpe en la cabeza.
Ginny se levantó de su posición en cuclillas y al volverse vio un par de bicicletas: una volcada sobre la tierra, la otra con el morro encasquillado en un profundo hoyo en el suelo. Al girarse de nuevo, se dio cuenta de que el niño señalaba con un dedo tembloroso en la dirección de un abedul.
—¿Se golpeó la cabeza contra el árbol? —inquirió ella. Charlie asintió otra vez—. ¿No llevaba casco?
El niño sacudió la cabeza y contestó:
—Los cascos son para las ne-ne-nenazas.
—Está bien, ahora tienes que escucharme. No llevo el teléfono encima y debo quedarme aquí con Tommy. Así que lo que quiero que hagas es que corras hasta una de las casas que hay al otro lado del lago y le digas a quienquiera que esté en su casa que llame a una ambulancia. Diles exactamente dónde estamos, ¿vale? Tú llama hasta que encuentres a alguien. —Por un instante Ginny pensó que él protestaría, pero asintió una vez más y se dirigió hacia la entrada del parque con paso tambaleante—. ¡Espera! —gritó Ginny, que aún tenía la imagen del maltrecho cuerpo de Geoffrey vivida en el recuerdo—. Asegúrate de mirar a ambos lados antes de cruzar la calle, ¿de acuerdo?
Lo observó mientras arrastraba los pies hacia el aparcamiento, después miró a Tommy. Seguía inconsciente; en todo caso, su respiración era incluso más superficial que antes. Recordó su cursillo de primeros auxilios: estabilizar, mantener abrigado, llamar a alguien que sepa lo que hace. De momento había conseguido dos cosas de tres.
Se apartó de él el tiempo suficiente para ver sí había algo útil en las bicis: tan sólo una bolsa de aros de cebolla junto a una de ellas; y un casco colgando impotente de cada uno de los manillares. Ginny se quitó la camiseta de tirantes y cubrió con ella el pecho escuálido del niño; no era gran cosa, pero sí lo máximo que podía hacer.
Volvió a arrodillarse al lado del niño. Su piel parecía tremendamente pálida; claro que ignoraba su aspecto habitual. El frío aire vespertino le escocía sobre el sudor seco de su piel recién desnuda; deseó tener un modo mejor de mantener al niño abrigado. De cerca, parecía incluso más pequeño que su amigo: cejas finas, pestañas de niña, un par de dientes de conejo que sobresalían con los labios medio abiertos.
Se puso de pie, abrazándose a sí misma, como había hecho Charlie momentos antes, frotando las palmas de las manos contra sus bíceps para entrar en calor. Exploró el lugar, visualizando lo que debía de haber pasado: los dos niños esmirriados, aburridos al salir de la escuela y antes de cenar, habían salido escopeteados por el bosque desierto en bici, esquivando los árboles, y llamando «nenaza» y «enclenque» a aquel que se quedara atrás. Se imaginó la rueda de Tommy encasquillándose en un bache, su pequeño cuerpo volando por encima del manillar y chocando contra el árbol, a su amigo frenando de golpe y saltando junto a él. A esa edad, recordó, lo más probable es que te dé tanto miedo que tu amigo se muera, como la cantidad de problemas que igualmente tendrás aunque no muera.
Las dos bicis estaban donde sus dueños las habían dejado. La de Charlie tumbada sobre un lado, la de Tommy atascada en el barro. Se acercó más y se fijó en que la de éste no había tropezado con un bache, sino con un agujero en el suelo, agujero que había sido excavado y sólo ligeramente tapado.
Sin dejar de controlar al niño, Ginny dibujó andando un círculo más amplio alrededor de la escena. Resultó que el hoyo al que había ido a parar Tommy no era el único: contó otros tres justo cerca del primero, lugares donde la tierra había sido removida y repuesta con diversos grados de éxito. No podía asegurar cuánto rato hacía que los hoyos habían sido excavados, pero le dio la impresión de que precedían a la lluvia: toda el agua había hecho que la tierra suelta se solidificase en forma de barro y se hundiera ligeramente por debajo del nivel del suelo, haciendo que las alteraciones fueran más fáciles de apreciar.
Regresó al lado de Tommy; no parecía haber mejorado en los dos minutos transcurridos. Acarició el brazo del niño y musitó algo tranquilizador, tratando de compensar su falta de experiencia maternal imitando lo que Sonya tal vez haría. Le dijo que todo iría bien, que la ayuda estaba en camino. El niño no parecía convencido.
Ginny se levantó de nuevo, demasiado ansiosa para permanecer quieta. Caminó por el bosque, aguzando el oído para escuchar una sirena en dirección a ella, pero no oyó nada más que el viento. Quizás hubiese tomado la decisión errónea; quizá debería haber dejado a Charlie con su amigo e ir ella misma a buscar ayuda.
Bueno, ahora era demasiado tarde, ¡maldita sea!
Sacó la bici de Tommy del barro, tumbándola sobre un lado junto a la de su amigo. El hoyo donde se había encasquillado era el más profundo de los cuatro; no era de extrañar que el pobre niño hubiese salido despedido. Quienquiera que hubiese estado excavando por aquí era obvio que no se había parado a pensar que alguien podría romperse un tobillo, o algo peor. ¿En qué estaría pensando?
Volvió a echar otro vistazo a Tommy. La venda había aguantado; la hemorragia de la herida de su cabeza había cesado. Le vino una imagen a la memoria, tan vivida como indeseada: Danny tumbado en el suelo de la fábrica vacía, con el rostro golpeado y rodeado de un amplio charco de sangre. Ginny no había visto a Danny desde hacía años antes de su muerte (la culpa era suya por no haber vuelto a casa), y aun sabiendo que era un adulto, no podía evitar pensar en él como en un niño aproximadamente de la misma edad que el que estaba echado en el suelo ante ella.
Danny. Danny había estado aquí el día en que murió; el mismo lugar donde su madre había sido vista por última vez la noche de su huida. Geoffrey, que, para su desgracia, probablemente sabía demasiado acerca de la muerte de Danny, había estado aquí la noche de su muerte. Y ahora alguien excavaba en el bosque, en busca de algo o para esconder Dios sabe qué. ¿Podría haber sido Danny, o Geoffrey… o ambos? ¿O era simplemente una…?
Las sirenas dieron al traste con su línea de pensamiento. Se puso de pie y aguzó la vista entre los árboles: una ambulancia había llegado al extremo del aparcamiento y corría a toda velocidad por la hierba. Se detuvo en el margen del bosque, y ella gritó y les hizo señas a los dos técnicos de emergencias médicas. Pusieron a Tommy encima de una camilla y lo trasladaron a la ambulancia, ligero como un saco de pan blanco, y como ella no era un miembro de su familia, no la dejaron subir con él.
De modo que se quedó en el aparcamiento viendo cómo las luces centelleantes desaparecían pendiente abajo; la sirena se desvaneció rápidamente. Su camiseta de tirantes iba en dirección a urgencias, y en un esfuerzo por mantenerse caliente e ignorar la imagen del rostro destrozado y ensangrentado de Danny, corrió hasta casa.