Capítulo 23

Ginny se sacudió la lluvia de la chaqueta y movió enérgicamente la cabeza cual perro empapado. El tiempo no había mejorado, y la estación del cambio de colores se estaba yendo al traste.

Entró en el Skillet y examinó a la multitud, concentrándose en buscar a su cita de mediodía. El entrenador Hank estaba sentado en un estrecho banco corrido para dos personas, sosteniendo una lata de Sprite. Al verla acercándose a la mesa se puso de pie, porque era así como lo habían educado.

—Lavoie —saludó—, me alegro de que no te hayas ahogado.

—Se ha enterado, ¿eh?

—Salió en la portada del Transcript —contestó él—. Difícil no enterarse.

Ginny se sentó frente a él; el duro banco de fórmica era un instrumento de tortura medieval para su coxis dolorido.

—Gracias por quedar conmigo —le agradeció ella.

Él asintió con su «de nada».

—Supuse que querrías hablar de Danny.

—Sí. —Ginny se movió en busca de una posición más cómoda—. Por cierto, conocí a sus hijas pequeñas en casa de Sonya. Las dos son guapísimas.

El entrenador puso los ojos en blanco simulando estar horrorizado.

—¡Que Dios me asista cuando tengan dieciséis años!

—Quizá sean unos angelitos. Como yo.

Él pasó por alto el comentario.

—Sabes que ya teníamos tres niñas mayores, también. Es lo que el buen Dios entiende por una broma.

—¿Cómo?

—Tres hijas eran más que suficientes, pero convencí a mi mujer de que intentáramos ir a por el niño, cerdo machista que soy. Y acabamos con dos gemelas. —Sonrió al recordarlo—. ¿Y quieres saber lo mejor? Sólo tenemos un cuarto de baño.

—¡Guau!

Él miró su reloj.

—¿Te importa si vamos pidiendo? Tengo que volver a entrenar dentro de una hora.

Ginny consultó la carta, barajó la idea de pedir una ensalada que, sin duda, consistiría en una rodaja de tomate duro encima de una lechuga iceberg, y acabó pidiendo otra hamburguesa Skillet. Se quedó esperando que el entrenador Hank la reprendiera, pero él pidió lo mismo.

—No pasa nada por comer eso —le dijo a una Ginny de cejas arqueadas—, siempre y cuando lo quemes.

—Amén.

Él abrió su segundo Sprite y tomó un largo sorbo.

¿Y qué te puedo contar?

Ella se inclinó hacia delante con la esperanza de aliviar la presión sobre su coxis.

—Veamos… ¿le dio la impresión de que Danny estaba metido en algún problema?

El entrenador reflexionó sobre ello mientras se pasaba una mano por su tupido cabello rubio canoso. Sin duda, los años iban transcurriendo (su rostro tenía las arrugas de una persona de piel blanca que pasa demasiado tiempo al sol), pero seguía siendo un hombre atractivo. Sin embargo, cuando ella iba a la escuela, era guapo como una estrella de cine: la mitad de las chicas del equipo de atletismo empezaron a llevar las camisetas del uniforme una talla excesivamente pequeña, sólo con la esperanza de que él se fijaría.

—Es preciso que recuerdes —dijo él— que no lo vi mucho desde la graduación. No era como cuando estaba en el equipo. Pero debo decir que las últimas veces que lo vi, no parecía él mismo.

¿Y eso por qué?

—No puedo poner la mano en el fuego. Era como si… ¿sabes cuando a veces los jóvenes son diferentes con un grupo de amigos o con otro? ¿Como si pudiesen ser realmente correctos junto a algunas personas y unos chulillos junto a otras?

—¿Se refiere a que cree que Danny se relacionaba con quienes no debía?

—Sí, tal vez. Y no quiero parecer un carcamal. No es únicamente que necesitara un afeitado. Era más bien un cambio de actitud, ¿sabes? Como si siempre hubiera sido un buen chico y, de pronto, le importase un bledo el mundo.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Pensó alguna vez que quizás estuviese metido en algo de drogas?

—Se me pasó por la cabeza. La ciudad no es la misma en la que tú y yo crecimos, créeme. —Una sombra cruzó su rostro, como si el tema le afectara muy directamente. Ginny se preguntó si estaría pensando en un alumno o en una de sus hijas de pelo dorado—. Pero no lo sé con seguridad —prosiguió—. Nunca lo vi colocado ni nada de eso.

—¿Alguna vez le pareció que estaba asustado?

Dio la impresión de que la pregunta lo había sorprendido.

—¿Asustado? ¿Danny? No. ¿Por qué lo preguntas?

—Pura rutina.

—Bueno, ocurrió algo. En aquel momento no pensé en nada de eso.

—¿Qué sucedió?

—La última vez que vi a Danny fue un domingo por la tarde; pocos días antes de que muriera. Las niñas querían bocadillos «sub», así que me fui a Angelina a buscarlos, y vi a Danny de pie al lado de su furgoneta, en el aparcamiento cercano al paso elevado, con aspecto de acabar de perder a su mejor amigo. De modo que paré, y resultó que alguien le había desinflado las cuatro ruedas mientras él trabajaba en el Skillet. Le pregunté por qué no les pedía a sus padres que lo fueran a recoger, pero me dijo que no quería molestarlos. Me ofrecí a llevarlo, pero dijo que iba a llamar a un colega suyo que tenía una bomba de aire.

—¿Y no dijo quién creía que podría haberlo hecho?

El entrenador Hank sacudió la cabeza.

—Le quitó importancia a todo el tema; dijo que debía de ser una broma de algunos niños, pero, lógicamente, estaba enfadadísimo. Como te decía, no había pensado en ello hasta ahora mismo.

—¿Y qué hay de su vida social? ¿Se veía con alguien aparte de Monique St. Cyr?

—Yo tenía entendido que los dos estaban prácticamente prometidos.

—Sólo es una pregunta que me hago. ¿Alguna cosa más?

El entrenador parecía dubitativo, después llegó a una conclusión.

—Bueno —contestó—, seguramente no es importante, pero poco antes de morir me preguntó algo sin venir a cuento.

—¿El qué?

Hizo una pausa para saludar con la mano a los dos hombres que estaban tomando asiento en una mesa cercana: el padre LeGrand y el señor Dulaine, presidente del banco y diácono de la iglesia. Ginny había ido a la escuela con los hijos de este último, a quienes recordaba como la clase de típicos mojigatos que se chivaban cuando el profesor se olvidaba de poner deberes.

Los dos hombres colgaron sus abrigos en unos colgadores que había entre los bancos corridos y se acercaron a dar la mano. El señor Dulaine (ahora recordó su nombre, Arthur) alabó a una de las hijas de Hank por ganar una medalla en patinaje sobre hielo. Todavía con su mano en la de Ginny, el padre LeGrand le dijo que esperaba verla en la iglesia el domingo.

—Te honra haber asistido al entierro de Jack O’Brien —dijo el padre LeGrand.

—Y a usted haberlo enterrado —repuso ella de corazón—. Pensaba que para los suicidios no podían celebrarse funerales religiosos.

Arthur Dulaine estuvo a punto de decir algo, pero por lo visto lo reconsideró.

—Jack era un hombre muy enfermo —comentó el cura—. En mi opinión, no era capaz de tomar decisiones racionales, y menos aún la de acabar con su propia vida. Su enfermedad lo mató.

—Esa es una forma de verlo —intervino Dulaine. Su voz era tranquila, pero tenía la mandíbula apretada.

—El único pecado que cometió ese hombre fue negarse a ser ayudado —insistió el padre LeGrand.

—¿Y qué hay del pecado por el que estaba en la cárcel? —inquirió Dulaine con una sonrisa forzada—. ¿Qué hay del quinto mandamiento? No matarás.

—La propia madre de Danny no cree que Jack fuera culpable —dijo el cura—. Eso me basta.

Se despidieron y se sentaron en su propia mesa. Ginny abrió los ojos desmesuradamente.

—Un parroquiano conflictivo —declaró.

El entrenador Hank lanzó una mirada hacia Dulaine; después se inclinó hacia Ginny.

—Por él —comentó en voz baja— retiraron Macbeth de la biblioteca del instituto de secundaria.

¿Macbeth? —repitió ella con un susurro—. ¿Por qué?

Él puso los ojos en blanco, sacudió la cabeza, y dijo:

—Brujería.

—¡No!

—Y será mejor que no te hable de la clase de salud sobre la abstinencia como único medio. —Consultó de nuevo su reloj—. Perdona, ¿dónde estábamos?

—Decía que Danny le preguntó algo sin venir a cuento.

—Exacto. Quería saber si yo recordaba algo sobre su madre.

—¿Conoció usted a Paula?

—No, realmente. Empecé a entrenar el año en que ella dejó la escuela, y no era deportista. Pero se metió en un montón de líos, así que todos los profesores estábamos al tanto de quién era.

En ese momento trajeron la comida, y el entrenador Hank aún se ganó más el cariño de Ginny dejándole servirse ketchup primero.

—Entonces, ¿qué le dijo? —preguntó ella después de pegar un gran mordisco.

—Bueno —contestó él—, en primer lugar le pregunté por qué no hablaba simplemente con sus padres sobre el tema.

Ella mojó dos patatas fritas y se las metió en la boca.

—¿Y?

—Tenía miedo de que su madre se enfadara. Lo encontré lógico. Personalmente, siempre me he preguntado por qué le dijeron la verdad acerca de su madre biológica.

—Sonya tuvo muchas dudas al respecto —dijo Ginny—. Pero siempre supuso que Paula volvería a casa algún día. No quería que fuera un shock horrible. Cuando Danny tuvo edad suficiente, incluso le dio la carta que Paula envió después de haberse ido. Así pues, ¿qué le dijo usted a Danny?

—No pude decirle gran cosa. Me limité a darle unos cuantos nombres de amigos con los que ella solía salir, eso es todo.

—¿Recuerda quiénes eran?

—Phil McCoy, que trabaja en la oficina de asistencia social. Andy Draco, que sirve en el bar de la Legión. Steve Pecor. No estoy seguro de que haga gran cosa. Creo que tiene una discapacidad.

—Todos son hombres.

—No recuerdo que Paula Libanski tuviese amigas. Pero como te he dicho, no la conocía.

—¿Había alguien más?

Pensó en ello.

—Solamente esos tres —contestó—. ¡Ah, sí! Y Jimmy Griffin.