Ginny volvió hasta la ambulancia y escuchó a hurtadillas mientras el agente de policía tomaba declaración a la conductora. Regresaba a casa de un entrenamiento de hockey en Williamstown, aseguró, y llevaba a tres niños revoltosos y el coche lleno de palos y coderas. Acababa de dejar a un cuarto niño y bajaba por la pendiente de Kemp Avenue, a punto de doblar la esquina de Bradley Street, cuando de repente vio a una persona echada en medio de la calzada. Pisó el freno a fondo, giró bruscamente el volante a la derecha, y lo siguiente que supo es que un señor amable la ayudaba a salir de su maltrecho coche y que su abrigo de otoño nuevo estaba lleno de sangre.
El cadáver seguía tumbado debajo de la sábana, a tres metros de distancia de donde el coche se había salido de la carretera. Ginny dejó de merodear junto a la ambulancia; la conductora no paraba de decir lo mismo una y otra vez. Y por lo que pudo adivinar, la mujer decía la verdad. Cuando ella y su vehículo con aspirantes a Wayne Gretzkys habían descendido la cuesta, la víctima ya estaba muerta.
Ginny alumbró el cadáver con la linterna de Danny, esperando todavía a que alguien al mando viniese a decirle que se esfumara. Pero no vino nadie; de Rolly no había ni rastro, y los policías y los bomberos no daban abasto con el tráfico y la grúa y los niños magullados. Había llegado la brigada de reparaciones de la compañía eléctrica, y un hombre con casco protector estaba cabeceando ante los desperfectos y pensando en las horas extras que tenía por delante; por lo menos había logrado que el poste eléctrico dejara de echar chispas, aunque ahora el apagón se extendía a todas las casas que alcanzaba a ver.
Sobre el asfalto, a un metro del cadáver cubierto con la sábana, había una mancha roja oscura: sangre. Había otra cerca de ésta, y otra, y otra, que se alejaban del monovolumen en dirección al lago. Ginny las siguió; por el camino de entrada y hasta el aparcamiento, donde terminaban en un charco de color carmín. Era difuso, impreciso, como si alguien hubiese estado allí tumbado y se hubiera revolcado en él. A un lado del charco de sangre había un par de gafas rectangulares, con un cristal hecho añicos; al otro, un diente humano.
Sea lo que sea lo que le hubiera pasado a la víctima, había sucedido aquí, en el aparcamiento completamente a oscuras del lago. En cierto modo, pese a la pérdida de sangre y el dolor, la víctima había conseguido bajar arrastrándose por el camino de acceso y llegar hasta el centro de la calzada. Debía de necesitar ayuda desesperadamente. Y murió esperando.
Estacionado en un extremo del aparcamiento, no lejos de donde Ginny había inspeccionado la camioneta pick-up de Danny, había un Mini Cooper nuevo. Sabía que no debía tocarlo, pero no podía soportar que Rolly malograra otra escena de un crimen. Ya había estropeado la investigación de la muerte de Danny; y al pobre Jack O’Brien le había costado la vida. Se limitaría a echar un vistazo, sin alterar nada. ¿Qué había de malo en eso?
Se puso un par de guantes y accionó la manilla de la puerta, que se abrió sin problema. Rápidamente, repasó por encima el coche con la luz del techo encendida. La documentación de la guantera reveló que Geoffrey Dobson era el propietario.
De modo que ése era su apellido.
Inspeccionó el interior del coche, después abrió el maletero. El espacio era diminuto, y la inspección no le llevó mucho tiempo, pero encontró algo interesante: escondidos en distintos sitios había un fajo de billetes de 100 dólares, una pistola semiautomática completamente nueva, vistosas hojas de colores con lo que Ginny dedujo que era LSD, y pequeñas bolsas de papel que contenían lo que a los agentes de policía les gustaba llamar polvos blancos sospechosos. Tal vez fuera cocaína, tal vez crack… tal vez metanfetamina.
Lo dejó todo donde lo encontró. Una cosa era hacer un registro furtivo, pero difícilmente podría justificar la manipulación de las pruebas.
Volvió hasta el cadáver de Geoffrey, todavía desatendido. Levantó la sábana y lo examinó más de cerca, sin tocar nada. El cuerpo estaba sobre un lado, la pierna derecha torcida en un ángulo extraño. Vestía tejanos negros y tenía una línea rojiza a la altura de medio muslo. Como agente de un coche patrulla, Ginny había visto suficientes atropellamientos para reconocer la clásica herida: se apostaría su placa confiscada a que Geoffrey había sido golpeado por un vehículo, un vehículo alto con el parachoques sucio. Pensó en el charco de sangre que había encontrado en el aparcamiento, el diente y las gafas hechas añicos. A pesar de las heridas había logrado de una manera o de otra arrastrarse hasta la carretera. Debía de estar agonizando.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —Ginny soltó la sábana y se volvió para ver al comisario Rolly, que parecía más perplejo que enfadado—. Hola, Angie, eres tú —saludó con una sonrisa torcida y propinándole una fuerte palmada en el hombro dolorido—. Supongo que los policías de Nueva York simplemente no podéis resistiros a un tipo muerto, ¿eh?
Ginny dio un paso hacia él. El olor a cerveza era ligero pero inequívoco.
—He venido para ayudar a dirigir el tráfico.
—Siempre tienes que estar donde está la acción, ¿eh? —Dio dos puñetazos en el aire con una mano y con la otra, luego otra vez. Después clavó los ojos en el cadáver, sin hacer ademán de levantar la sábana—. Me imagino que el pobre desgraciado no había aprendido a mirar a ambos lados de la carretera antes de cruzar.
Ginny ladeó la cabeza en dirección al lago.
—No lo golpearon aquí —anunció—. Sucedió en el aparcamiento. Creo que logró bajar hasta aquí él sólito antes de morir.
Él la miró fijamente, como si estuviese esperando la frase clave. Al no obtenerla, inquirió:
—¿Y eso cómo lo sabes?
—El reguero de sangre conduce en esa dirección. Y su coche está aparcado ahí arriba.
Rolly se rascó la cabeza; su perfecto peinado ladeado se movió bruscamente como si fuera una trucha engominada.
—¡Jesús! Ya que estás en ello, ¿quieres decirme quién es su pariente más cercano?
—No tengo ni idea, pero lo he reconocido. Se llama Geoffrey Dobson, es ayudante del conservador del museo. Es amigo del dueño del Café des Artistes, abajo, en Marshall.
—Un forastero.
—Sí.
Rolly parecía aliviado, un instinto que Ginny podía comprender. No tendría que llamar a la puerta de alguna familia vecina y decirle que su hijo estaba muerto; al fin y al cabo, sólo hacía dos semanas que había llamado a la puerta de Sonya.
Apareció una segunda ambulancia, e introdujeron en ella el cadáver de Geoffrey. Ginny llevaba puesto un chaleco naranja y cumplió su ofrecimiento de dirigir a los coches por el desvío, algo que nunca había hecho antes, ya que el Departamento de Policía de Nueva York tiene su propia Oficina especializada en Seguridad Vial. Era tarde, casi medianoche, y no había muchos coches; éste era un barrio residencial.
Mientras observaba un par de luces traseras que desaparecían en la oscuridad, repasó todo lo que había sucedido en las últimas 24 horas. Primero había descubierto que Danny había estado buscando a su madre; después se había enterado de que alguien había manipulado los frenos de su coche. Recordaba claramente haber estado de pie en la tienda de Jimmy y haberle dicho que había tenido un día horrible; y eso fue antes de que copularan como conejos en la trastienda y ella encontrase el cadáver maltrecho de Geoffrey en medio de Kemp Avenue.
Geoffrey Dobson. Hacía solamente unas cuantas horas ella había estado sentada frente a él en la cafetería, convencida de que mentía acerca de su ignorancia respecto a las últimas horas de Danny. Ahora estaba muerto.
¿Era porque él había hablado con ella? Eso parecía disparatado; pero si había alguien realmente dispuesto a matarla para impedir que investigara el asesinato de Danny, cualquier cosa era posible. Quizá Geoffrey estuviese enterado de algo (tal vez incluso de todo) y el asesino había tenido que silenciarlo antes de que hablase.
Luego estaba el alijo que había encontrado en el coche de Geoffrey; un sinfín de pecados que prácticamente lo convertían en un miembro de la cooperativa de narcotraficantes. Pese a que ella se había unido al cuerpo después del apogeo de la epidemia neoyorquina de «crack», aun así había visto a un montón de camellos muertos en ajustes de cuentas. Pero ¿en su ciudad natal? La idea parecía absurda. Hasta que recordó la escena en el bar y la imagen de Belinda Cooper y sus hijos tristes y sucios… y no le pareció tan ridícula, después de todo.
La historia no llegó a tiempo al periódico local. Pero sí a las noticias de la radio; la voz del locutor solemne leyendo el guión: forastero muere en un accidente donde el causante del mismo se da a la fuga. Daba igual que Geoffrey hubiera estado trabajando en el museo durante casi un año y que su coche tuviera matrícula de Massachusetts; ésta era una ciudad en la que tener un abuelo nacido fuera del condado te convertía en foráneo.
Naturalmente, no ayudaba que las circunstancias de la muerte de Geoffrey no lo elevaran precisamente al grado de mártir. A medida que la multitud fue abandonando el Golden Skillet tras el desayuno, toda la ciudad supo que en el vehículo de la víctima habían sido encontradas una pistola y más drogas que en una farmacia de la cadena CVS.
Ginny esperaba que el locutor de noticias mencionara el fajo de billetes, pero al parecer nadie se había enterado de ello. Estaba desconcertada, aunque le duró poco: ese mismo día el comisario Rolly contrató a Pete para que reformara su cabaña de caza.
Había estado a punto de ir a hablar con él sobre su coche manipulado, basándose en el principio de que hasta un policía incompetente era mejor que nada. Pero ahora Rolly era incompetente y corrupto; Ginny decidió que prefería tenerlo lo más alejado posible del caso.
Podía visualizarlo inspeccionando el coche, encontrando las drogas y la pistola y el dinero, la baba resbalando por su doble mentón al caer en la cuenta de que tenía en la mano el sueldo de medio año. Se lo imaginó explicándose que Geoffrey no era más que un camello, ni siquiera un camello oriundo de la ciudad, ¿y de qué serviría todo ese dinero encerrado en algún armario de pruebas? Lo vio deslizando el fajo de billetes en el bolsillo de su abrigo, junto a los chicles Tootsie Rolls y las tabletas para la acidez de estómago, y considerándolo una victoria de la justicia.
Alguien juraba defender la ley y la tergiversaba en su propio beneficio. En lo que a ella concernía, más bajo no se podía caer.
Con un nauseabundo respingo se dio cuenta de que era exactamente así como la veían sus colegas: una poli corrupta. Y no tenía ni idea de cómo limpiaría su nombre.