Llegó a casa de Sonya justo a tiempo para la cena; medio atontada, con el pelo revuelto, sin el pastel de cumpleaños. Su espalda, que le había dolido desde el accidente, aún le dolía más. Hacía mucho tiempo que Ginny no hacía el amor encima de un saco de harina de 40 kilos, y ya no era una niña.
Sonya no dijo ni mu. Le bastó mirar a Ginny para saber lo que había ocurrido, pero en esta ocasión no se atrevió a criticarla. Al fin y al cabo, era ella la que le había pedido que pasase por Molly’s; la que la había hecho meterse en la boca del lobo. No podía evitar sentirse parcialmente responsable. Tendría que limitarse a poner unas cuantas velas en una tarta congelada y aguantar la desaprobación de su suegra.
Ginny se había olvidado por completo del pastel; por no mencionar los panecillos glaseados. Estaba demasiado ocupada lamentándolo, tanto mentalmente como dándose golpes en un talón con los dedos del otro pie por debajo de la mesa. Ignoraba qué clase de cosa posadolescente había entre ella y Jimmy, pero estaba segura de algo: no podían estar a solas cinco minutos sin abalanzarse el uno sobre el otro. Lo que significaba que no debían quedarse los dos a solas en absoluto.
—Así que le dije —hablaba la madre de Pete—, adelante, pide más. Sabes perfectamente que volverán y te ofrecerán menos. Esa gente siempre lo hace.
La expresión del rostro de Sonya era de incomodidad, su expresión común y habitual cuando los labios de Rhonda se movían.
—No está bien generalizar —objetó—. ¿No es cierto, Ginny?
Estaba claro que su amiga necesitaba un cómplice; Ginny se obligó a meterse de nuevo en la conversación.
—¿De qué estamos hablando?
La señora Markowicz la miró pestañeando, sus ojos de lechuza agrandados por la respetable montura de plástico de color rosa claro.
—De los judíos —contestó—. De los judíos de Nueva York. Dos han hecho una oferta para quedarse con la casa de los Bernardo, la de al lado. Quieren una casa para los fines de semana. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Tener esa enorme casa sólo para vivir en ella los fines de semana? ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad?
Daba la impresión de que Sonya empezaba a tener migraña. Pete y su padre daban la impresión de no estar escuchando, lo cual era absolutamente cierto.
—Verás —explicó Ginny—, en Nueva York hay mucha gente que tiene una casa para los fines de semana. Es bastante normal allí, si tienes dinero.
Su intención había sido calmar a la mujer. No funcionó.
—Bueno, ¿quiénes se creen que son? —inquirió Rhonda—. Venir aquí y hacer alarde de su dinero de ciudad como si éste no fuera un lugar donde la gente vive. ¿Y habéis visto algunos de los personajes que circulan por Main Street? En mi época se les daba una bofetada y se les decía que se cortaran el pelo y ya está.
Pete y su padre seguían comiendo. Sonya se frotó las sienes, mientras Monique permanecía allí sentada con una sonrisa hueca en la cara. Ginny se había quedado sola.
—A ver si lo entiendo —dijo—. ¿No te gustan porque son de la ciudad? ¿O porque tienen dinero? ¿O… porque algunos de ellos son judíos?
Un desagradable silencio inundó la habitación. Entonces Monique elevó la voz.
—Jesús ama a todo el mundo —intervino—. Incluso a aquellos que lo asesinaron.
Sonya se puso de pie de un brinco.
—¿Quién quiere más pollo?
El padre de Pete acercó su plato, repitiendo por tercera vez sin decir palabra. Sonya acababa de sentarse cuando llamaron al timbre; de nuevo se levantó de un brinco como un prisionero indultado.
Era Jimmy, que traía el pastel y la bolsa de panecillos. Ginny clavó la vista en su plato, donde el pollo y la salsa y los fideos yacían fríos, amarillos y amontonados junto a una torcida montaña de ensalada de tomate. No tenía mucha hambre.
—Siento haberme retrasado —se disculpó—. Cuando ha venido Ginny a recogerlo, no había acabado de decorarlo. Le dije que lo traería yo.
Naturalmente, era todo mentira, y mucho menos embarazoso que la verdad: que después de fornicar medio desnudos en el mismo sitio donde años atrás habían hecho el amor por primera vez, Ginny había salido corriendo nada más subirse los Levi’s.
Se obligó a levantar la vista y mirarlo, para escuchar cuanto decía, para evitar pensar en lo que esa boca le había estado haciendo menos de una hora antes.
—Gracias —dijo.
—¿Y qué llevas en esa bolsa? —inquirió Rhonda, arrancándosela de la mano—. ¡Panecillos glaseados! ¡Mis favoritos! ¡Eres un encanto! ¿Tienes hambre? Debes de estar hambriento. Un hombre siempre está hambriento tras una larga jornada de trabajo. Siéntate, Jimmy. Cena un poco. Sonya, pon unos cubiertos. Es lo mínimo que puedes hacer después de que haya traído el pastel especialmente. ¡Eres un encanto! Ahora siéntate y come un poco de pollo a la king. Le falta sal y los fideos están un pelo pasados, pero seguro que no te importará. Un hombre nunca se da cuenta. ¡Oh, qué crujientes están estos panecillos! Petey, pásame el plato de la mantequilla, ¿quieres? A ver, Jimmy, ¿qué quieres beber? ¿Una Coca-Cola? Sonya, tráele a Jimmy una Coca-Cola bien fría.
Él intentó escabullirse (hasta Ginny tuvo que reconocer que hizo un denodado esfuerzo), pero al final se rindió. No podía culparlo: Rhonda Markowicz era una fuerza de la naturaleza, de esa clase que aparece derruyendo campings de autocaravanas en los telediarios nocturnos.
Sonya le puso cubiertos, y a Monique le pidieron que fuese a buscar una silla más, y sin darse cuenta Ginny acabó cenando con Jimmy Griffin. Sonya, siempre diplomática, dirigió la conversación hacia temas no escabrosos: el último proyecto de construcción de Pete, los nuevos pasteles de Jimmy, las clases de Monique en la Estatal. En un momento dado Rhonda lanzó unas granadas en la conversación, advirtiendo que un chico encantador como Jimmy no debería estar aún soltero, ¿y no resultaba encantador verlos a él y a Ginny de nuevo juntos como en los viejos tiempos?, pero Sonya se apresuró a desactivarlas antes de que su suegra las hiciera estallar. Por enésima vez Ginny pensó en el hecho de que quería a Sonya más que a nadie en el mundo.
El pastel resultó ser fantástico, incluso mejor de lo que Ginny recordaba. Jimmy aceptó el cumplido (fue lo único que ella le dijo directamente en toda la noche) y musitó algo acerca de cómo había conseguido mejorar el chocolate de sus padres. Los siete lo devoraron, no dejando más que migas y azúcar glaseado sobre las pequeñas servilletas doradas. Ginny tenía que reconocerlo: en esta vida era bastante difícil ser realmente bueno siquiera en una cosa, y Jimmy Griffin era un experto por lo menos en dos.
Lo escuchó hablar de cosas intrascendentes con los demás comensales; del tiempo, del equipo de fútbol de secundaria, del precio abusivo de la gasolina. Prestó atención a su modo de hablar, procurando formarse algo así como una opinión imparcial de él, pero era imposible; lo había conocido demasiado pronto y desde hacía demasiado tiempo. No había manera ni siquiera de evocar el recuerdo de las primeras impresiones.
En aquel entonces, si alguien le hubiese preguntado a Ginny por qué estaba tan loca por él, habría dicho que Jimmy era inteligente y atractivo y simpático y divertido. Sin duda, no había perdido su atractivo, y era lo bastante listo para dirigir un negocio próspero. Pero lo de su simpatía era discutible, y últimamente, cuando ella estaba cerca de él, la risa era lo último en lo que pensaba.
El padre de Pete estaba rebañando el azúcar glas de su plato cuando sonó su busca. Aunque jubilado del departamento de mantenimiento de edificios e instalaciones del William College, seguía siendo bombero voluntario. Se levantó y usó el teléfono de la cocina, un anticuado aparato con un largo cable en espiral.
—Tengo que irme —anunció mientras se ponía su impermeable—. Buena cena, Sonya.
Ginny se levantó de la mesa, deseando desesperada que acabara la fiesta antes de que Rhonda dijera algo demasiado irritante que Sonya no pudiera esquivar.
—¿Qué ocurre?
—Ha habido un accidente de coche en Kemp. Tengo que ir a dirigir el tráfico. Supongo que Rolly anda escaso de personal.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Ginny.
Él la miró como si le hubiera salido un tercer brazo de la espalda. Después se encogió de hombros y dijo:
—Supongo que estás capacitada. ¡Qué demonios!
Dejaron al resto boquiabierto, sus expresiones iban de la contrariedad (Rhonda) a la diversión (Jimmy). Nada más salir por la puerta, el señor Markowicz (Pete sénior) confesó que no veía muy bien de noche, de modo que quizá Ginny podría conducir. Cogieron la camioneta de Danny para el trayecto de kilómetro y medio, dejando atrás la escuela de primaria de Ginny y Sonya antes de llegar al lugar del accidente: la curva cerrada donde Kemp Avenue se encontraba con Bradley Street, justo frente a la entrada del Fish Pond.
Ya estaban allí dos coches de policía y una ambulancia, luces rojas y blancas intermitentes iluminaban la oscura noche. Los coches hacían cola, atrapados en la carretera bloqueada porque al departamento de policía le faltaba gente para establecer un desvío. Ginny estacionó en el andén, y los dos caminaron cuesta abajo hacia el lugar del accidente. A medida que se acercaron, ella vio el coche: un monovolumen Dodge plateado que se había salido de la carretera y se había estrellado contra un poste del servicio eléctrico, el cual había caído en medio de la calzada. La línea eléctrica chispeaba, las farolas de la calle estaban apagadas, y todas las casas circundantes se habían quedado completamente a oscuras.
—¡Menudo follón! —exclamó Pete sénior.
Los airbags del monovolumen se habían activado, y aunque su parte delantera estaba seriamente dañada, al parecer la cabina de los pasajeros estaba intacta. Por lo visto la conductora había salido por su propio pie: estaba sentada en la ambulancia, con el rostro ensangrentado, pero, al parecer, de una pieza.
—No sé de dónde salió —decía la mujer—. Levanté la vista y ahí estaba; tumbado en la calzada. Simplemente tumbado. Pero yo no lo atropellé. Intenté no atropellado. No creerá que lo atropellé, ¿verdad?
Ginny anduvo un poco más, alejándose del poste. En medio de la carretera había una sábana blanca, cubriendo un inconfundible cuerpo humano.
No había nadie por ahí (sea como sea, nadie que pareciera estar al mando), de modo que levantó la sábana. Había contado con ver el cadáver maltrecho de una víctima de accidente. Pero lo que no se había imaginado es que sería alguien conocido.