Sonya no contestó de inmediato. Ginny la oyó trajinar en la cocina, justo al lado de la puerta de la habitación; cogiendo una taza del estante, abriendo una bolsita de té, poniendo agua de la tetera. Por fin volvió y puso la taza humeante encima de la mesilla de noche de Danny. Se sentó en el extremo de la cama, exactamente como había hecho antes, pero esta vez parecía del todo fascinada por el estampado de la colcha de cuadros.
—Me resulta curioso que me preguntes esto precisamente ahora —dijo.
—Sí —afirmó Ginny.
Sonya lanzó una mirada hacia la taza, como si eso le permitiera ganar tiempo.
—¿Te sigue gustando con azúcar el…?
—Dímelo ya, ¿vale?
—No entiendo por qué te preocupas por Jimmy cuando has estado a punto de ahogarte.
Ginny se dejó caer sobre los almohadones.
—Quizá porque dudo que pueda sentirme peor ahora mismo. O porque cuando fui a casa de la señora Marchand el otro día, Jimmy salía de allí, y cualquier idiota hubiera adivinado que se la había tirado. Creo que hasta es posible que la mujer le pagara por ello.
—Ya veo. —Sonya inspiró profundamente, frotándose los ojos con una mano como si el dolor de cabeza de Ginny fuera contagioso—. Siento haber dicho eso antes. He sido cruel. Es sólo que… no quiero que te vuelvan a hacer daño.
—Me parece que la última vez fue al revés. Fui yo la que lo dejó a él, ¿recuerdas? Y la que…
Ginny estuvo a punto de mencionar el aborto, pero cortó en seco. Nunca le había dicho a nadie, salvo a Jimmy, que había estado embarazada, ni siquiera a su madre o su mejor amiga. Sonya la quería como a una hermana, pero Ginny sabía que su elección de abortar era algo que Sonya jamás comprendería, que quizá jamás le perdonaría. De hecho, cuando en cierta ocasión Ginny le preguntó por qué Paula iba a tener a Danny, Sonya pareció impresionada: aunque su hermana tenía sus defectos, le dijo, jamás haría algo tan horrible como matar a su hijo nonato.
—No quise casarme con él —dijo en cambio—. Hincó una rodilla en el suelo y me dio el diamante más pequeño jamás visto, y yo lo rechacé. Así que no me debe nada. Es sólo que yo necesito saberlo.
Sonya levantó la vista y la miró, con las cejas arqueadas por la preocupación. Tras una larga pausa dijo:
—Digamos que se ha ganado la fama de algo, eso es todo.
—¿De qué? ¿De que se tira a señoras mayores por las tardes?
—Sí, exactamente eso.
—O sea, que me estás diciendo que es… ¿qué? ¿Una especie de gigoló o algo así?
—No sé qué nombre tiene. Digamos que es un secreto a voces que se ve con estas mujeres solitarias. Supuestamente reparte pedidos, pero todo el mundo sabe que su furgoneta está demasiado tiempo aparcada frente a las casas.
—¿Con mujeres casadas también?
Observó a Sonya mientras hacía un repaso mental de todas las mujeres con las que Jimmy se acostaba; se preguntó, con creciente humillación, si ella habría sido su única visita ese día concreto.
—No creo —contestó Sonya—. Yo diría que sólo con viudas y divorciadas.
—¡Oh, Dios! Sonya, ¿por qué no me lo dijiste?
Un destello de contrariedad cruzó el rostro de Sonya; para ella fue una gran ofensa.
—Perdona si mientras lloro la muerte de mi hijo no he sacado tiempo para ponerte al corriente de la vida amorosa de Jimmy Griffin. ¿Cómo iba a imaginarme que te abalanzarías sobre él en cuanto estuvieseis a solas?
—Perdona. Por favor… tienes razón. Soy una egoísta asquerosa.
La rabia de Sonya se disipó tan deprisa como había aparecido.
—No, no lo eres —concedió—. Has venido aquí porque yo te lo pedí. Sé que para ti la vuelta no está siendo fácil.
Sonya parecía avergonzada de sí misma. Ginny odiaba pensar en el aspecto que debía de tener: entre las magulladuras y la humillación, estaba profundamente agradecida de que en la habitación de Danny no hubiese espejo.
Construcciones Libanski tenía su cuartel general en un edificio que, en sí, no publicitaba sus servicios. El negocio se dirigía desde una pequeña casa situada en la carretera de Williamstown; el aparcamiento que rodeaba la modesta y achaparrada construcción la hacía parecer tan enana que a Ginny siempre le había recordado una casita del Monopoly.
El padre de Sonya había fundado la empresa con la esperanza de dejársela algún día a su hijo. Pero el niño murió de pequeño. Al quedarle dos hijas (y con una mentalidad en la que las palabras «mujer» y «contratista» no podían pronunciarse en la misma frase), el señor Libanski se puso por objetivo buscar un yerno apropiado. Por supuesto, la hermana mayor de Sonya fue un dechado de deshonra prácticamente desde que su madre la llevó al centro comercial a comprarse su primer sujetador. Eso dejaba a Sonya para atraer al hombre adecuado, y como en todos los demás aspectos de su vida, había enorgullecido a sus padres.
Pete era pasablemente inteligente y, por si fuera poco, un buen niño polaco. Había crecido en la ciudad vecina, pero durante el bachillerato había empezado a trabajar en verano para el padre de Sonya, al cual le impresionaron sus fuertes brazos y su ética laboral aún más fuerte. El propio señor Libanski se lo sirvió en bandeja, ofreciéndole a Pete un trato en el lenguaje no hablado de los hombres: no podrás desvirgarla hasta que os hayáis casado, pero podrás quedarte con el negocio antes de que me muera.
No es que Pete y Sonya no estuviesen enamorados o que lo suyo fuese menos un matrimonio que una fusión. En bachillerato habían sido auténticos enamorados, habían bailado agarrados en sus respectivos bailes de graduación y llenado de vaho las ventanillas de la furgoneta de Pete las noches en que Sonya cumplía por los pelos el horario permitido. Esculpieron sus iniciales en las sillas de los socorristas del Fish Pond, junto con las de todos los demás Romeos y Julietas adolescentes (entre ellos Ginny y Jimmy).
Ginny y Jimmy. Sus nombres habían estado unidos desde el primer año de secundaria (una pareja de nombres asonantes tan dulce como una galleta de media luna, tan encantadora como un par de cachorros). Por aquel entonces, cuando ella tenía 15 años y estaba locamente enamorada, lo había interpretado como una señal de que estaban destinados a vivir felices para siempre: sus nombres, al igual que sus corazones, eran un tándem perfecto.
Dio un respingo, tanto por el recuerdo como por lo que le dolió el hombro al accionar el tirador de la puerta. Había tardado unos cuantos minutos en encontrar la camioneta pick-up de Danny en el aparcamiento de la constructora, donde estaba estacionada en medio de un mar de camionetas prácticamente idénticas. Una vez más, había primado en Sonya la razón sobre el corazón, insistiendo en que Ginny condujese la querida Dodge Ram de Danny hasta que se comprase otro coche. La camioneta no servía de nada estando ahí aparcada; era una tontería que Ginny malgastara el dinero en un alquiler.
Se subió al asiento del conductor por segunda vez; la primera había sido cuando la revisó el mismo día que revolvió la habitación de Danny. Pete se la había llevado al solar de la empresa en cuanto Ginny apuntó que quizá no era necesario que Sonya la viese cada vez que salía por la puerta de casa. Ahora, debido a que Ginny se había quedado sin coche, volvería a su sitio de origen.
Pete era un hombre alto, y el asiento estaba muy lejos del volante; aun midiendo un metro setenta y cinco centímetros de estatura, Ginny tuvo que moverlo hacia delante. Maniobró hacia atrás con cuidado, decidida a no empeorar las cosas abollando la posesión más preciada de Danny. Pero en lugar de volver a casa de Sonya, se dirigió a donde el propio Danny había ido en la camioneta por última vez: el aparcamiento del Fish Pond.
El nombre oficial del lugar era Windsor Lake, pero nadie lo llamaba así; por razones perdidas en la historia, era universalmente conocido como el Fish Pond, el estanque de peces. Donde Ginny se crió semejantes cosas no eran infrecuentes; aun cuando una tienda cambiara de dueño tres veces en los últimos cincuenta años, la gente seguía llamándola tenazmente por su nombre original. El Centro Universitario Estatal, por ejemplo, había intentado mejorar su imagen rebautizándose como el Massachusetts College of Liberal Arts. Pero todo el mundo seguía llamándolo «el Estatal», y se desvivió por comprar las antiguas camisetas y tazas de café antes de que las retiraran de los estantes.
Ginny tenía el aparcamiento para ella sola. La escuela había empezado, y como se acababa de celebrar el Día del Trabajo, no había nadie por ahí cobrando por aparcar. Apagó el motor y de nuevo la sobrecogió el peso absoluto del silencio. La ciudad nunca estaba tranquila: siempre había vecinos, sirenas, alarmas de coches, motores de autobús, chirridos de frenos, radiocasetes, el sonido de un claxon. Era una cacofonía constante, tan intensa e incesante que podía ser difícil pensar con claridad.
Había olvidado lo increíblemente silencioso que era esto. Quizá por eso se sentía tan desconcertada: no había nada que ahogara esa voz interior que le decía que su vida era un desastre. Desde que estaba en casa de Sonya ni siquiera había bebido mucho; apenas podía acurrucarse en la cama de Danny con un cigarrillo Crown Royal. De modo que no había ruido de fondo, ni anestesia química: por primera vez en mucho tiempo era consciente de lo mal que realmente iban las cosas.
Bajó de la camioneta para contemplar el lago. Había parado de llover la noche anterior, pero el cielo seguía encapotado y amenazante. Sin embargo, las hojas estaban cambiando, y había algo innegablemente maravilloso en esa atmósfera de melancolía.
Era la primera vez que había vuelto al Fish Pond (escenario de tantas travesuras infantiles y citas amorosas adolescentes). Habían cambiado la zona infantil del parque, pero era esencialmente lo mismo: columpios, toboganes, esa cosa giratoria que siempre le había hecho marearse.
No tenía ni idea que lo que había estado haciendo Danny aquí la noche de su muerte; Sonya tampoco. Había ido allí simplemente para reconstruir los pasos de Danny, o más bien para recorrer ese espacio en coche.
La zona estaba completamente vacía, y también parecía un buen lugar para examinar con más detenimiento el interior de la camioneta pick-up. Al inspeccionarla no había buscado drogas; aunque mantenía la esperanza de equivocarse, sabía que tenía que inspeccionar el vehículo adecuadamente. Los camellos escondían sus alijos en toda clase de sitios: dentro de las puertas, en las ruedas, en falsos compartimentos debajo del suelo. Tenía que desmenuzarla en sus partes constituyentes, y hacerlo donde Sonya no pudiese verlo. Colgó su chaqueta de cuero de un columpio y se dispuso a trabajar, revisando la pick-up con las herramientas del propio Danny.
Al cabo de dos horas no había llegado ni un solo coche al aparcamiento; y Ginny no había encontrado prácticamente nada. Danny, digno hijo de su madre, había mantenido su vehículo estupendamente limpio; hasta la plataforma trasera con su funda de plástico parecía lo bastante esterilizada para servir de quirófano. Lo único que encontró, escondido en el espacio donde coinciden el fondo del asiento y el respaldo, fue un trozo arrancado de la parte superior de un envoltorio de condón azul marino. No había nada más en ninguno de los recovecos y grietas, ningún compartimento secreto, nada escondido debajo del capó.
Dejándose lo peor para el final, se tumbó boca arriba y se deslizó por debajo de la furgoneta, iluminando el chasis con una linterna. No vio ninguna soldadura nueva, nada que indicase que algo hubiese sido añadido tras su compra. Con un suspiro de resignación buscó una llave inglesa y empezó a desatornillar la rueda de recambio; estaba cubierta de barro, probablemente endurecido desde el fallecimiento de su meticuloso propietario. Se iba a poner perdida.
La tuerca cedió con sorprendente facilidad; debían de haberla desmontado recientemente. La giró hasta que la tapa se soltó y la rueda cayó sobre su estómago.
Y, al fin, dio con algo: una bolsa de plástico bien sellada y envuelta con cinta adhesiva. Estaba exactamente como Danny la había dejado.