Capítulo 17

El coche iba cogiendo velocidad. Desesperada, sin convicción, siguió apretando el freno. Todavía nada. Tiró del freno de mano. Lo hizo aminorar, pero no lo suficiente para evitar la tragedia.

¡Oh, oh!

Intentó controlar el coche esquivando los pocos vehículos que estaban estacionados en Gallup Street. Al pie de la colina había una calle muy transitada; y más allá se encontraba el río. Palpó sobre su hombro izquierdo en busca del cinturón de seguridad; como cualquier ciudadana idiota, para el corto trayecto que suponía subir la colina desde Main Street, no se había abrochado el cinturón.

Logró cruzarlo por delante de su pecho y abrochárselo justo en el momento en que el Chrysler se precipitaba hacia el cruce que había al pie de la cuesta. Justo frente a ella había una camioneta pick-up. Giró bruscamente el volante a la derecha y por unos centímetros no chocó contra su parachoques trasero.

No tenía ni idea de la velocidad a la que iba (tal vez a 60 kilómetros por hora), pero fue suficiente para derribar la valla de alambre que bordeaba los márgenes del río. El coche saltó por el borde del canal para el control de inundaciones y cayó en el Hoosic: aguas negras, encrespadas, crecidas por la lluvia veraniega.

Primero entró el morro del vehículo, después se niveló, y luego se empezó a hundir.

Manhattan está rodeada de agua. En cierta ocasión Ginny había hecho un curso de salvamento, y les habían hablado un poco sobre lo que hacer si uno se encontraba, de pronto, con el hecho de vivir realmente en una isla.

Mientras el agua entraba (tenía un frío de muerte y el coche se inundaba más deprisa de lo que habría creído posible), trató de recordar lo que el instructor había dicho que hicieran si se quedaban atrapados en un coche que se hundía. Podía usarse una herramienta para romper una ventanilla con un golpe; no tenía la herramienta. Intentó abrir la puerta. La presión del agua era demasiado fuerte, y no cedió. Tampoco podía bajar las ventanillas: las lunas eléctricas eran prácticamente el único complemento moderno que había pedido en el Chrysler, ¡maldita sea!

El agua fría era como tener cientos de pequeñas hojas de afeitar sobre la piel. «Piensa —dijo para sí—. Piensa o estás jodida».

Primero se suponía que tenía que dejar que el coche se llenase de agua; esa parte ya funcionaba por sí sola. Se desabrochó el cinturón para subir con el nivel del agua, luchando por seguir respirando. Después había que comprobar en qué sentido iban las burbujas, para saber dónde estaba la superficie. En cuanto el coche se llenase de agua, la presión se igualaría y la puerta podría abrirse.

Esperó hasta que el último espacio que quedaba de la bolsa de aire casi desapareció. Luego inspiró con desesperación y agarró la manilla de la puerta. Empujó con todas sus fuerzas, y ésta cedió. Con los pulmones a punto de reventarle, salió del coche aleteando con los pies y siguió las burbujas hasta la superficie. Respiró semiasfixiada, con la boca llena de agua del río y la lluvia.

La corriente era más fuerte de lo esperado y la arrastró mientras intentaba mantenerse a flote, mirando los desnudos muros de cemento en busca de una salida. ¿Había salido a rastras de un coche que se hundía sólo para morir de hipotermia?

Finalmente, después de ir a la deriva río abajo varios cientos de metros, divisó una escalera empotrada en el cemento. Nadó hasta ella mientras la corriente la apartaba de su rumbo; desesperada, se abalanzó sobre la escalera, logrando enganchar dos dedos en un peldaño y luego afirmar toda la mano. Sacó el torso del agua y se quedó allí un minuto, recuperando el aliento. Apoyando la punta de un pie en el resbaladizo peldaño metálico, subió; sus manos estuvieron a punto de soltarse y se obligó a sí misma a ir despacio. Llegó hasta arriba y se impulsó al otro lado, llenándose el pecho de barro y gravilla como recompensa.

Más tarde se le ocurrió preguntarse qué imagen debió de dar al entrar en el Dunkin’ Donuts: empapada, cubierta de barro, jadeando y medio borracha de adrenalina. Alguien pidió ayuda a gritos, y una chica con un sombrero de papel salió de detrás del mostrador; tuvo la sensación de que las cosas flotaban ante sus ojos, un caleidoscopio de glaseados rosas y polvos de chocolate.

Sonya la obligó a ir al hospital. Ginny no quería (le dijo que estaba bien, que sólo habían sido unos cuantos rasguños y el susto), pero ella insistió. Por fin Ginny accedió: cualquier cosa con tal de que su amiga dejara de reprenderla por conducir un vehículo viejo, oxidado y peligroso, y haber estado a punto de romperle el corazón por segunda vez en quince días.

Así que dejó que Sonya la llevase a urgencias, donde la doctora que la examinó resultó ser otra excompañera de la tropa de Girl Scouts de Ginny y Sonya (y nada menos que la ganadora en la venta de galletas). Lizzie Erickson, esa niña pequeña de boca grande, con trenzas y gafas de culo de botella, había acabado doctorándose en medicina.

La doctora le echó un vistazo, no le diagnosticó nada grave y le vendó los rasguños con sus propias manos. Le dijo a Sonya cuánto sentía lo de Danny, y las invitó a cenar con ella y su marido y sus tres intachables hijos. Ginny le respondió que le encantaría, aunque no estaba segura de que lo dijera realmente en serio. Sea como sea, no podía pensar con claridad: la espalda le dolía horrores, y las pastillas que tan amablemente le había dado Lizzie no obraban efecto.

—En cualquier caso —comentó Ginny cuando Sonya fue a buscar el coche para acercarlo—, gracias por las acciones.

—Me alegro de verte después de todos estos años —dijo la doctora—. Especialmente porque has entrado por tu propio pie. Hoy hemos cubierto el cupo con una compañera de East que han traído en camilla.

—¿A qué te refieres?

Lizzie se enjugó la frente, desordenando su práctico flequillo castaño.

—Esta mañana han traído a una chica que ya conocíamos, por sobredosis de metanfetamina de cristal. Seguramente no te acordarías de ella. Yo a duras penas la he reconocido.

—Belinda Cooper.

Lizzie la miró fijamente, como si Ginny acabase de adivinar el número de la lotería del día siguiente.

—¿Cómo lo sabías?

—Me encontré con ella en Main Street hace un par de días. ¿Sabes qué ha pasado con sus hijos?

—Ni idea. —La doctora se encogió de hombros, quitándose las gafas y limpiándolas con el borde de su bata blanca—. De todas formas, no iban con ella.

Ginny se pasó la lengua por el labio inferior. Estaba agrietado; debió de mordérselo al estrellarse.

—Metanfetamina. De modo que eso es lo que se metía. Y luego está ese chico que enloqueció la otra noche en un bar, gritando que todo el mundo estaba en su contra.

—Hay muchos casos así. La metanfetamina te vuelve paranoico.

—¡Maldita sea! ¿De dónde viene?

De nuevo la doctora se encogió de hombros.

—¡Ni idea! Yo sólo veo las consecuencias.

—¿Qué le ha pasado a Belco? —La doctora la miró con los ojos entornados; sin las gafas sus ojos parecían curiosamente pequeños—. A Belinda Cooper.

—Se repondrá —anunció la doctora—. Esta vez.

Sonya metió a Ginny en la cama; para entonces tenía un dolor casi insoportable en la espalda. Se tumbó entre las sábanas, que Sonya había lavado tan compasivamente tras su encuentro de aquella tarde con Jimmy, y cerró los ojos. Intentó dormir, pero las pastillas no le habían calmado el cerebro, alterado como un purasangre excitado.

La metanfetamina había llegado a la ciudad, al parecer con toda su fuerza. Danny necesitaba desesperadamente dinero para ir a la universidad. Frecuentaba gente nueva: urbana, moderna, metida en Dios sabe qué. Había robado un revólver de la casa donde estaba trabajando. ¿Lo robó porque vendía drogas y necesitaba un arma como un carpintero necesita un taladro eléctrico?

La idea aumentó su dolor de espalda. Sonya había jurado que quería que Ginny descubriese la verdad, fuese la que fuese. Pero por mucho que quisiese a su amiga, ella no le creía. Cualquier cosa sería mejor que descubrir que su hijo había sido asesinado en alguna clase de negocio de drogas fallido; incluso no enterarse nunca. Ginny preferiría cargarle el mochuelo al pobre Jack O’Brien el Saltimbanqui; la ley no podía hacerle nada peor de lo que ya le había hecho.

Sacudió la cabeza, moviéndola de un lado a otro sobre la almohada de Danny. Realmente, era una poli estupenda, ¿verdad?

Se puso boca abajo, tratando de estar cómoda. No sirvió de mucho. Desistió, se puso boca arriba sobre la espalda dolorida y clavó los ojos en el techo. Cuando Danny era pequeño, Sonya había puesto unas pequeñas pegatinas en el techo: estrellas que brillaban en la oscuridad para que él pudiese dormir bajo un cielo titilante. Ahora ya no estaban las estrellas, pero no habían vuelto a pintar el techo; Ginny pudo distinguir los contornos de algunas de ellas: diminutas formas de estrella donde la pintura estaba menos descolorida.

Metanfetamina. Era una droga con la que Ginny se había topado un sinfín de veces, tanto uniformada como en calidad de detective. Durante los últimos cinco años, aproximadamente, había entrado en el radar de Víctimas Especiales como droga usada en las fiestas, sobre todo por hombres gays que la empleaban para potenciar encuentros durante toda la noche. Disminuía inhibiciones y te hacía sentir el rey del mundo. Pero, al igual que la mayoría de las drogas, una vez que te enganchabas, las euforias se acortaban y las depresiones se prolongaban.

Sabía que aunque la metanfetamina tenía sus entusiastas urbanos, también tenía fama de droga de los blancos marginados, que se fabricaba en remolques a partir de ingredientes fácilmente robados como medicamentos para el resfriado y el azufre de las cerillas. Así pues ¿la fabricarían en la zona? Y, lo que era más importante, ¿había estado Danny involucrado?

Ginny no había encontrado ninguna droga en la habitación de Danny; ni material de laboratorio ni fajos de billetes. Sonya no había dicho nada que insinuase que hubiera consumido; tampoco su novia ni su jefe en la cafetería. Pero sabía muy bien que los camellos no necesariamente consumían; de hecho, a los mejores ni se les pasaba por la cabeza.

Se giró de nuevo, desesperada por encontrar una posición cómoda. ¿Se estaba desviando tontamente del tema, tachando al pobre Danny de traficante de drogas sólo porque había descubierto que la metanfetamina se había incorporado al menú de estimulantes disponibles en la región? Tal vez. Pero no podía dejar de pensar en el revólver. O lo había robado porque tenía miedo de que alguien quisiese hacerle daño, o porque quería hacerle daño a alguien.

La puerta se entreabrió y Sonya asomó la cabeza. Al instante Ginny se sintió culpable, como si su amiga pudiese adivinar que había estado mentalmente condenando a su hijo fallecido sin un juicio.

—¿Estás despierta? —le preguntó—. Te he oído darte vueltas en la cama.

—Sí —contestó Ginny, intentando incorporarse antes de decidir que era una mala idea.

—¿Quieres comer algo? —Ella cabeceó; aún tenía esa hamburguesa Skillet en medio de la barriga, pesada como un bolo—. ¿Un té quizá?

—¡Claro! —respondió Ginny.

Sonya puso a hervir agua, después volvió y se sentó en el borde de la cama.

—No tienes muy buena cara.

—Probablemente tenga el tifus por haber nadado en el Hoosic.

—No. Creo que allí sólo hay un poco de residuos químicos.

Sonya le apartó a Ginny el pelo de la cara. Fue un gesto de ternura absoluta, que a Ginny le recordó lo buena madre que había sido.

—¿Qué tal tu cabeza? —inquirió Sonya.

—Bien.

—¿Seguro que no tienes hambre? Hay una quiche en la nevera. Uno de los amigos neoyorquinos de Danny la ha traído antes cuando ha venido a dar el pésame.

—¿Topher?

—Exacto. Me ha parecido simpático. Pero llevaba más piercings que una almohadilla para alfileres.

—Sí.

—Acabo de hablar con Pete. Están sacando tu coche del río.

—Podrían haberlo dejado allí y enterrarlo en el mar. —Ginny sonrió, luego hizo una mueca de dolor cuando el labio agrietado empezó a sangrarle otra vez.

—La gente no ve esa clase de cosas con buenos ojos —repuso Sonya—. Especialmente cuando el nivel del agua baja.

—Es verdad.

—Espero que te guste el Lipton —comentó Sonya, esforzándose de pronto por reprimir las lágrimas—. Porque es todo lo que tengo. No tengo ningún té sofisticado.

Ginny posó una mano sobre el brazo de Sonya.

—¿Estás bien?

—Sí —contestó Sonya, sin ninguna convicción en absoluto—. Sí.

—Tranquila, cariño —dijo Ginny—. Estoy bien.

Vio que Sonya combatía las lágrimas, parpadeando y resollando a placer.

—Vale —concedió ella—. Porque si te…

—No pienses en ello —la interrumpió Ginny—. No fue más que un accidente tonto. Es mi culpa por ser demasiado tacaña para dejar de conducir una chatarra.

—Una chatarra —matizó Sonya—, podrías cambiarla por otra cosa.

Ginny la abrazó. Le dolió, pero lo hizo de todas formas.

—Siento haberte dado un susto de muerte.

Su amiga esbozó una leve sonrisa mientras la abrazaba con fuerza.

—Veo que has escarmentado, ¿eh? —Le dio unas palmaditas a Ginny en la cabeza y después se levantó en busca del té.

—¡Oye! —gritó Ginny cuando se fue—. Necesito hacerte una pregunta. —Sonya volvió a asomar la cabeza en la habitación—. ¿A qué te referías —inquirió— cuando dijiste que Jimmy hace el servicio completo?