Topher la miró desde el otro lado de la mesa.
—Danny era un buen chico —comentó—. Merecía algo mejor.
—¿Mejor que ser asesinado?
—Mejor que vivir su vida como si ya estuviese muerto, como pretendían sus padres.
Ginny procuró mantener la voz serena.
—¿Qué significa eso?
—Esa gente se piensa que el mundo termina donde termina el condado. Que el universo mide diez kilómetros de ancho por diez centímetros de hondo.
Ella se reclinó y lo evaluó con la mirada.
—Te crees bastante listo, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—Así lo creo.
—No has contestado a la pregunta. ¿Qué relación tenías con Danny?
—¿Te refieres a si follábamos? ¿Es eso lo que quieres saber? ¿Si Danny era…?
—¿Lo hacíais?
—Eso no te incumbe.
—Mira, no estoy intentando entrometerme en tu vida privada porque me divierta. Es importante que averigüe todo lo que pueda sobre Danny. Sé que le presentaste tus respetos a su madre en el funeral. Así que, por favor, limítate a responder a la pregunta.
—¡Oh, vaya…! —Su voz se apagó; sus ojos escudriñaron la sala, como si intentara rescatar un recuerdo—. No creo que nadie supiera cómo era Danny. Y menos aún él mismo.
—Pero ¿estabais juntos?
Él sacudió la cabeza.
—Yo estoy con Geoffrey.
—¿Se veía Danny con alguien?
—¿Te refieres a alguien más aparte de la Princesa Skipper? —Sonrió al ver su desconcierto—. Ya sabes, la hermana pequeña de Barbie.
—Su nombre es Monique.
—Lo que sea. Es tonta de remate. Danny ya se estaba hartando… su vida de bachillerato empezaba a formar parte del pasado. Al menos para él.
—Pues por lo visto ella cree que iban a prometerse.
—En sueños.
—¿Él se lo dijo a ella?
Topher se encogió de hombros.
—Danny detestaba herir los sentimientos de los demás. Quería gustarle a todo el mundo. Como te decía, todavía era un niño.
—Y que tú sepas, ¿no se veía con nadie más?
—¿Qué importa eso? ¿Crees que lo mató a golpes un gay? ¿O es que su madre está simplemente horrorizada de que su niño se hubiese vuelto maricón?
Ginny apretó su taza de café con más fuerza.
—Quizá no te hayas enterado, pero a Danny lo golpearon tan violentamente que ni siquiera pudieron dejar el féretro abierto. De modo que, ¡ya lo creo que me pregunto si tuvo algo que ver con el hecho de ser gay! Eso si lo era. Esta ciudad no es precisamente lo que llamaríamos un bastión de la tolerancia.
Dio la impresión de que Topher estaba verdaderamente desconcertado; quizá debajo de toda esa gomina había un buen chico. Al cabo de un minuto dijo:
—Danny tenía dudas, eso es todo. No puedo afirmar con seguridad que hubiese acabado siendo gay, hetero o bisexual. Sé que los hombres le atraían. Lo supe la primera vez que vino aquí, que fue mucho antes de que lo descubriese por sí mismo. Pero si obró alguna vez en consecuencia, no sabría decírtelo.
—¿Era amigo de alguien más de la cafetería?
—Como te he dicho, Danny era amigo de todo el mundo. Cuando encontró este sitio, parecía un pobre niño hambriento que había entrado en un bufé libre.
—¿De qué? ¿De chicos atractivos?
—No, idiota. De ideas. Arte, cultura, conversación, libros. De películas más interesantes que la que daban en el centro comercial. ¿Sabes que antes de entrar aquí Danny ni siquiera sabía que hay un cine de arte y ensayo en Williamstown? Ni siquiera había estado en el museo, y eso está en su propia ciudad natal. Geoffrey es ayudante del conservador del museo y le dio unas cuantas entradas gratuitas, y es como si se le hubiese abierto el mundo entero. Los dos se sentaban aquí y discutían sobre arte y música y lo que sea, hasta que yo cerraba la cafetería. Así que no, no se trataba de que Danny alcanzara su satisfacción sexual. Se trataba de que descubriera quién era. Y dudo que esos dos catetos que lo criaron fueran a serle de mucha ayuda.
—Cuidadito —advirtió Ginny.
Su mirada debió de indicarle que había ido demasiado lejos.
—Lo siento —se disculpó él—. Es sólo que… supongo que me sentía como protector de Danny.
—¿Por qué? ¿Pensabas que podía estar en peligro?
Él miró fijamente su taza de café mientras sacudía la cabeza.
—Era más bien como si nosotros fuéramos las primeras personas que realmente lo comprendían. Sentirte el protector de alguien es, en cierto modo, adictivo, ¿sabes?
—Te preocupabas por él —dijo ella.
—Sí. ¿Y sabes otra cosa? Lo envidiaba.
—Y eso ¿por qué?
—Porque todavía era lo bastante joven para creer que la gente es buena por naturaleza.
—Quizá no era más que un pueblerino. Aquí la gente crece confiando en sus vecinos.
—Y una mierda —replicó Topher—. Si es un paraíso, ¿qué demonios haces en la ciudad?
—Y sí no lo es, ¿qué haces tú aquí?
—El amor. Cuando a Geoff le dieron el trabajo en el museo, decidí acompañarlo e intentar abrir mi propia cafetería. —Extrajo un paquete de American Spirits y un pesado encendedor de metal—. Tuve que venir al quinto pino para dar con un sitio donde todavía puedas fumarte un cigarrillo con el cappuccino. —Le guiñó un ojo a Ginny, encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete—. ¿Quieres uno? —Ginny cabeceó—. ¿Sabes dónde solía trabajar Danny por las tardes antes de encontrar este empleo?
—En el Wal-Mart.
—Sí —afirmó él detrás de una cortina de humo—, ¿y acaso eso no lo dice todo?
Ginny salió del Café des Artistes media hora después; sin estar más cerca de saber quién había matado a Danny, pero con la sensación de que, por fin, lo iba conociendo.
Empezaba a darse cuenta de algo: Danny y ella tenían mucho en común. Ambos habían ansiado una vida más allá de esta pequeña ciudad, les había exasperado el encorsetamiento de las expectativas familiares. Al igual que ella, Danny había sido hijo único, había tenido una relación problemática con su padre, había querido labrarse su propio futuro en lugar de ocuparse del negocio familiar.
La sacudió la culpabilidad, un dolor punzante. ¿Por qué no había conocido mejor a Danny cuando aún vivía? Tal vez, si hubiese mostrado más interés por el único hijo de su mejor amiga, las cosas habrían sido diferentes.
Sacudió la cabeza; ahora estaba actuando como Monique, como si la muerte de Danny fuese su tragedia y no la de él. Se quedó de pie debajo de la marquesina, repasando las preguntas que Topher había respondido dejándola donde estaba. ¿Por qué guardaba Danny un revólver cargado en su habitación? ¿Qué estaba haciendo en esa fábrica abandonada? ¿Y quién podía odiarlo tanto como para matarlo a golpes?
Corrió calle abajo, yendo de marquesina en marquesina para protegerse de la lluvia. Era la clase de chaparrón que los ancianos de la ciudad detestaban, porque arrancaba las hojas de los árboles; la estación del follaje podía acabarse antes de empezar, y con él los dólares de los turistas.
Efectivamente, el tiempo espantoso fue el principal tema de conversación en el Golden Skillet, el restaurante que completaba el triple empleo de Danny. Estaba ubicado en Main Street, justo a la vuelta de la esquina y en la misma manzana que el Café des Artistes, pero parecía otro mundo: el techo de paneles de hojalata gofrados cubierto de décadas de grasa, los empresarios locales enfundados en sus lustrosos trajes y cortes de pelo militares, los pedidos especiales en plato azul que, en efecto, se servían en un plato azul. La carta, que no había cambiado en la memoria viva, ofrecía pollo rebozado con guarnición, y un dietético plato de la década de 1950 que consistía en una hamburguesa, queso fresco, y una guarnición de melocotones en conserva servidos sobre una hoja de lechuga iceberg.
Ginny entró, escudriñando a la muchedumbre en busca de rostros conocidos. El local estaba repleto; el tropel de profesionales de Main Street era la versión provinciana de una comida de negocios. Estaba el juez Sweringen, engullendo un cuenco lleno de gelatina cubierta de crema de leche en compañía de un par de abogados de la zona. El señor Dulaine estaba allí, comiendo un sandwich de pavo; Ginny no lograba recordar su nombre, pero sabía que presidía el banco local y que al casarse había entroncado con la familia propietaria de Letour Motors. Asimismo, reconoció a Bob Gianelli, dueño de la mayor agencia de seguros de la ciudad y padre de una de sus compañeras de clase en secundaria; estaba comiendo con el mismísimo comisario Rolly.
Había elegido un momento pésimo para intentar hablar con los colegas de Danny, que corrían de un lado a otro con las prisas de la comida. Ginny debió de habérselo imaginado: su padre había comido aquí casi todos los días laborables, y cuando acababa el colegio a veces se la llevaba a ella consigo.
Ocupó el único taburete libre que quedaba en la barra y pidió el veneno de su juventud: una hamburguesa Skillet y un refresco de naranja. Lo primero consistía en un gran trozo de carne picada, cebollas rehogadas, beicon, queso Münster y la omnipresente hoja de lechuga iceberg. La engulló, junto con una ración de tarta casera de ruibarbo y fresas; las dos por los viejos tiempos y por el simple placer de comerse un postre donde Jimmy Griffin no hubiera metido sus zarpas.
Volvió hasta el coche con la barriga llena, andando considerablemente más despacio que en el camino de ida. Iría otra vez al Skillet cuando no estuviese tan atestado de gente; y cuando hubiese recuperado un poco de autocontrol alimenticio.
Puso el coche en marcha; los limpiaparabrisas se movían débilmente bajo la cascada de lluvia. El Chrysler rechinó mientras subía la pronunciada cuesta de East Main Street, pero se agarraba en las curvas; su fiel corcel de combate. Llegó a la cima de la colina y giró a la izquierda, una calle con una empinada pendiente que bajaba hacia el río. Pero al apretar el freno para volver a girar a la izquierda por la calle de Sonya, éste no funcionó.
Apretó el pedal a fondo. Nada.