Hubo un tiempo en que la planta eléctrica Sprague fue la mayor fuente local de empleo; una empresa proveedora del departamento de Defensa que había contribuido a llevar al hombre a la Luna y que al cerrar convirtió la localidad en una ciudad fantasma posindustrial. La nave había sido definitivamente cerrada cuando Ginny iba a la escuela de primaria, el último empellón importante en el declive de su ciudad natal hacia la ruina económica.
De pequeña, ella siempre había pensado que el complejo abandonado (dos docenas de deteriorados edificios, unidos por estrechos pasillos y salpicados de chimeneas) serían un escenario magnífico para una película de terror. Pero Hollywood nunca se manifestó, y la propiedad yacía inactiva, congelada en el tiempo detrás del hierro forjado y las alambradas.
Ahora era algo llamado Mass MoCa, Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts, el lugar que Monique había descrito y desdeñado al mismo tiempo. Ginny apenas recordaba rumores acerca del proyecto cuando iba a la universidad, pero las promesas de ampliar las maravillas de Boston más al oeste de Springfield siempre se habían desvanecido antes de conocerse el resultado de las citas electorales. Sin embargo, de un modo o de otro, había ocurrido, y la visión del museo, con su nombre anunciado con letras metálicas hábilmente iluminadas encima de los edificios otrora decrépitos, a Ginny le pareció no menos fantástica que la Ciudad Esmeralda irguiéndose en las zonas remotas de Oz.
Por asombroso que fuera, el museo no era el destino de Ginny, sino el Café des Artistes, en la acera de enfrente, la cafetería donde Danny había trabajado. Daba la impresión de que el negocio iba bien: todos los taburetes que había junto a la ventana estaban ocupados, y la gente se había desperdigado en los bancos de la acera, sujetando vasos de papel en una mano y cigarrillos en la otra.
Ginny entró, y al instante se sintió transportada a 300 kilómetros al sur. La cafetería tenía una energía urbana que la hizo sentirse en casa; lo que, irónicamente, le parecía totalmente fuera de lugar en su propia ciudad natal.
¿Quién era toda esa gente? Los hombres llevaban perilla y gafas curiosas; las mujeres, el pelo muy corto y pendientes en la nariz. No todos, naturalmente; pero los suficientes como para hacer que Ginny tuviera la sensación de que estaba en el East Village, y no sólo a un paso de Main Street. Tenía entendido que los artistas estaban comprando las antiguas fábricas para convertirlas en lofts; el cadáver de Danny había sido descubierto durante una visita de la inmobiliaria Realtor. Pero una cosa era saberlo, y otra ver a estos modernillos sorbiendo sus cafés con leche en una cafetería enfrente de un museo de arte moderno.
Ginny se abrió paso hasta la barra, repleta de tarros de cristal con bizcochos bañados en chocolate. Supuso que eran importados de Little Italy hasta que vio un letrero escrito a mano que rezaba: TODOS LOS PRODUCTOS DE PASTELERÍA HAN SIDO ELABORADOS LOCALMENTE POR MOLLY’S, EN EAGLE STREET. Echó un vistazo a la vitrina de debajo y vio el habitual surtido de caras sonrientes y medialunas, junto con unos cuantos cruasanes y los exquisitos bocadillos de jamón ahumado y queso cheddar que Jimmy le había dado a probar en la cocina de Sonya.
¿Es que no iba a sacárselo nunca, jamás, de encima?
La chica de la barra vestía un reducido corpiño rosa que decía MISTER BURBUJA. Lo llevaba ceñido a la piel, revelando un estómago musculoso además del hecho de que iba sin sujetador. Ginny pidió una taza de café (café solo, simplemente para variar) y dijo que quería hablar con alguien llamado Topher.
La chica de la barra arqueó una ceja con un piercing.
—¿Busca usted trabajo? —inquirió—. Porque creo que la vacante ya está cubierta.
—No —respondió Ginny—. Sólo necesito hablar con él.
La chica señaló con la cabeza hacia la esquina del fondo. Ginny se llevó el café hasta la última mesa, dudando de lo que le diría al hombre que tal vez, o tal vez no, había sido amante de Danny.
«Tengo miedo de que Danny se haya ido al infierno».
Eso es lo que había dicho Sonya. Lo que había querido decir era que a lo mejor Danny era gay.
O bisexual. O… Sonya no tenía palabras para ello. Lo único que sabía era que su hijo no había sido el mismo desde que empezó a salir con esos chicos de Nueva York. Durante los meses previos a su muerte, él y Pete apenas eran capaces de cruzar una palabra civilizada; la discusión sobre ir a la universidad no había sido más que el inicio de su distanciamiento. Danny seguía estando alegre, seguía trabajando duro y siendo educado, pero había algo diferente en él. A duras penas traía ya a Monique a casa, y salía hasta tarde sin dar ninguna explicación de dónde había estado o con quién había estado.
Sonya no odiaba a los gays; se lo había dicho a Ginny una y otra vez, apretando su mano mientras sus zapatos se mojaban en la hierba del Southview Cemetery. Era sólo que… era un pecado mortal.
Sabía que Danny llevaba meses sin confesarse. ¿Y sí había estado haciendo cosas con esos chicos, cosas que ni se atrevía a pensar, y había muerto con ellas pesándole en su conciencia? Sin absolución, su alma no podía hallarse en estado de gracia. ¿Y si, cuando ella muriese, él no la estaba esperando en el cielo?
Ginny la había abrazado, le había acariciado el pelo intentando decir algo reconfortante. No podía decir lo que sentía, que todo eso era un montón de bazofia: ella no creía en el infierno, y aun cuando hubiese uno, sin duda no creía que ser gay implicara un billete sólo de ida.
Pero el Papa lo creía, y Sonya también. La Iglesia había sido su baluarte en su repentina maternidad, en la ausencia de sus propios hijos, en las muertes de su madre y su padre, y en la de su hijo adoptivo. Y ella no pretendía intentar debilitar ahora su fe.
De modo que le había ofrecido lo único que podía ofrecerle: la verdad. No sabía si Danny había acabado en el cielo o en el infierno, pero podía averiguar quién se lo había arrebatado de su lado. Y, Sonya, tan pragmática como desolada, dijo que eso bastaría.
—Disculpa —dijo Ginny—. Busco a Topher.
Había dos hombres a la mesa; ambos de veintipico años, larguiruchos, muy pálidos. Iban vestidos de negro, con el pelo engominado y lucían un surtido de piercings; estaba claro que encajar con la población local no era prioritario para ellos.
—Soy yo —contestó el de la derecha—. Pero si vienes por el trabajo…
—No, soy una amiga de la madre de Danny Markowicz —aclaró—. Me gustaría hablar contigo un par de minutos, si no te importa.
—¿Sobre qué? —Esto lo dijo el otro hombre, que bebía un café con leche en una taza del tamaño de una pecera. Parecía varios años mayor que Topher y mucho más duro. Tal vez este local fuera de Topher, meditó, pero saltaba a la vista que el que mandaba era su amigo.
—Sigue habiendo mucha confusión sobre lo que le pasó a Danny —explicó—. Estoy tratando de reconstruir lo que hizo en sus últimos dos días.
Topher asintió. Ella se disponía a acercarse una silla cuando el otro hombre se puso de pie, acto que Ginny interpretó como buenos modales de antaño hasta que él anunció que debía regresar al museo.
—Espero que Topher pueda ayudarte, agente —le deseó.
Ginny lo examinó con ojos entornados.
—¿Cómo dices?
—Eres policía ¿no?
—¿Qué te hace pensar eso?
El hombre forzó una desagradable sonrisa.
—Olfato —contestó, y se marchó andando.
Topher lo siguió con la mirada y una expresión divertida en la cara. Se volvió a Ginny.
—Lamento lo de Geoff —comentó. Tal como pronunció el nombre, parecía como si a él también le molestara su presencia—. Le encanta el papel de chico duro.
—He visto cosas peores.
—Entonces —dijo Topher—, ¿eres realmente policía?
—Soy detective del Departamento de Policía de Nueva York.
—¿Sí? ¿Puedo ver tu placa?
—Me la he dejado en la ciudad.
—¿Qué clase de policía va sin placa? —inquirió él—. ¿Cómo te librarás de las multas por exceso de velocidad?
—Conduciendo despacio —respondió Ginny.
El chico sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes lobunos, rectos y muy blancos.
—Bueno, ¿qué quieres saber sobre Danny?
—No he venido en mi condición de policía —insistió ella con la sensación de haberlo dicho cien veces—. Como te decía, soy una vieja amiga de su madre. Estoy intentando averiguar lo que le pasó.
Topher se encogió de hombros y tomó un sorbo de su café. Le dejó una línea de espuma sobre el bigote, lo que le daba un aspecto ridículo.
—Tengo entendido que un chiflado lo mató a golpes.
—Ésa es la versión oficial.
—Pero tú no te la crees. —Él advirtió su asentimiento de cabeza y luego se reclinó en su silla—. ¿Qué quieres saber?
—Para empezar, ¿qué relación tenías con Danny?
El chico se pasó los dedos por el cabello, brillante y de punta como un cactus.
—Tú no te andas con rodeos, ¿eh?
—No —respondió Ginny—. ¿Y tú?