Capítulo 14

Ginny levantó una de las barras de la encimera; pesaba y era cilíndrica, todavía estaba ligeramente caliente al tacto. Su breve encuentro debió de ser un aquí te pillo, aquí te mato.

—¿Son de Molly’s? —preguntó. Como si no lo supiera.

—Naturalmente —contestó la señora Marchand—. Las acaban de traer hace media hora.

—¡Caramba! —exclamó Ginny, intentando mantener la voz calmada—. No sabía que repartían directamente a domicilio.

—No a todo el mundo —replicó la mujer guiñándole el ojo—. Sólo a los clientes especiales. ¿Quiere un poco?

Ginny sacudió la cabeza; sentía náuseas. Lo tenía merecido por abrir la bocaza.

—Aunque, si no le importa, le agradecería un café.

La mujer le sirvió una taza y puso dos rebanadas de pan de canela en la tostadora. En pocos segundos un olor entre dulce y especiado inundó la cocina; muy a su pesar, a Ginny se le hizo la boca agua.

—Siento haber venido a verla tan inesperadamente —comentó, obligándose a concentrarse—. Es sólo que estamos intentando averiguar qué hizo Danny el tiempo que estuvo ausente, entre el momento de su desaparición y el del descubrimiento de su cadáver. —Extrajo una foto y la puso encima de la mesa de la cocina—. ¿Está segura de que no lo conoce?

La señora Marchand miró la fotografía con ojos entornados, después la sostuvo a la distancia de un brazo, como si necesitara gafas para leer pero no quisiera admitirlo.

—¿Sabe? —dijo—. Es curioso. Sí que lo he visto en alguna parte. Aunque no estoy segura… Espere un momento. Tal vez fuese uno de los chicos que trabajaron en mi garaje.

Ginny sintió un hormigueo en la base de la columna vertebral. Era una sensación que no había vivido en demasiado tiempo; la excitación de estar en el meollo de una investigación y de llegar realmente a alguna parte.

—¿Ha hecho obras recientemente?

La mujer asintió, levantándose para sacar la tostada y untarla generosamente de margarina.

—Antes teníamos un absurdo cobertizo para aparcar el coche, y un par de viejos y oxidados armarios de almacenaje. Mi marido siempre decía que ya hacían su función. Pero nunca me dejaba aparcar mi coche allí, ¡cómo no! Así que cuando murió, cogí parte del dinero del seguro y construí el garaje. Aumenta el valor de la casa, ¿no cree?

—¿Recuerda qué empresa contrató?

La señora Marchand trató de recordar.

—Tenía un nombre polaco. Podría mirarlo en el talonario.

—¿Libanski?

—Eso es —contestó—. ¿Es ahí donde trabajaba el chico?

Ginny asintió.

—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

—En total tardaron unas dos semanas. Ese chico trabajaba con otros dos compañeros. La verdad es que trabajaron bien; también eran limpios. No me llenaron la casa de serrín y barro.

—¿Estuvieron dentro de la casa? ¿Les encargó usted otro trabajo?

—No, pero los chicos tenían que ir al baño de vez en cuando. Y en cierta ocasión me ayudaron a llevar algunas cosas: cajas para beneficencia. Me vieron a mí intentado cargarlas y me ayudaron. Como le decía, eran unos chicos simpáticos.

—La pregunta que sigue es pura rutina —advirtió Ginny—. ¿Tiene armas de fuego en casa?

A Ginny le preocupaba que la pregunta inquietara a la mujer, pero no fue así; no dejaba de sorprenderle lo que llegaba a conseguir empleando la palabra «rutina».

—Una vez mi marido compró una, cuando se produjeron una serie de robos por la zona. Debe de hacer unos veinte años. Le dije que o se deshacía de ella o me deshacía yo de él. Nunca quise esa clase de cosas en casa. Así que enseguida la devolvió a la tienda.

«¡Ya lo creo que sí! —pensó Ginny—. ¡Ya lo creo que sí!».

Enterraron a Jack O’Brien el Saltimbanqui al día siguiente, en una mañana lluviosa que hizo que la ocasión pasase de ser mala a ser absolutamente lamentable. Allí no había ningún familiar: el padre de Jack había muerto, su madre estaba en una residencia de ancianos y padecía Alzheimer, y su hermana se había ido a vivir fuera. Los únicos asistentes a su sepelio fueron los tres viejos excombatientes que rendían los últimos honores en el entierro de todos los veteranos de guerra. Y Ginny y Sonya.

Sonya había insistido en acudir a la ceremonia, le había pedido a su vecina del piso de arriba que vigilara a los niños que tenía a su cargo, y se había puesto el mismo vestido negro que había llevado en el entierro de Danny. Era una declaración; su forma de decirle al mundo: Jack O’Brien no mató a mi hijo. Era importante, dijo. Aun cuando no hubiese nadie más alrededor para verlo.

La misa fue afortunadamente corta. Al finalizar, el padre LeGrand (el cura que había oficiado el funeral por Danny, así como la primera comunión de la propia Ginny) le hizo señas a uno de los excombatientes. El anciano pulsó una tecla de un radiocasete, lamentando que su corneta hubiese fallecido recientemente. Al son de la forzada percusión metálica, los otros dos hombres cogieron la bandera del féretro de Jack y la doblaron rápidamente en forma de triángulo, trabajando con precisión pese a sus manos agarrotadas.

Cuando acabaron, parecía que no tenían claro a qué mujer dársela. Sonya alargó los brazos y la cogió, apremiando al cura a ponerle una mano encima de la cabeza antes de dirigirse hacia su vehículo.

—Que Dios te bendiga, hija —le deseó.

—Gracias por haber venido, padre —le agradeció ella—. Sé lo ocupado que está.

—¡No faltaba más! —repuso él, y cerró de golpe la puerta del conductor.

Después de que todos los demás se hubieran marchado, Ginny y Sonya permanecieron de pie junto a la húmeda tumba unos cuantos minutos. El féretro de Jack yacía en la sepultura familiar, al lado del de su padre. La parcela adyacente aguardaba a su madre, cuya fecha de nacimiento ya había sido inscrita; en el incompleto granito sólo faltaba por esculpir la fecha de su muerte.

—«Aunque a tu madre le dan la bandera —dijo Ginny en medio del silencio—. Así que no está tan mal».

Sonya se volvió hacia ella.

—¿De qué estás hablando?

—Es algo que me dijo Jack sobre los que mueren en Vietnam. Dijo que te mandan a casa en un ataúd, pero que a tu madre por lo menos le dan la bandera.

—¡Qué horror! —exclamó Sonya.

—Lo sé.

Sonya contempló las lápidas del cementerio.

—Danny está ahí —comentó—, pasados esos dos árboles grandes y bajando la cuesta.

Ginny la cogió de la mano.

—¿Quieres ir?

—Todavía no. No puedo visitar su tumba hasta que sepa quién lo metió en ella. —Se volvió hacia Ginny—. ¿Te parece una tontería?

—No.

Sonya se giró y caminó en dirección al coche, sujetando con fuerza su paraguas. Tras mirar por última vez hacia la tumba de Jack O’Brien, Ginny la siguió.

De repente la había asaltado un recuerdo de Jack, algo de su infancia que había olvidado hasta ahora. Fue al salir de la escuela; la multitud de niños volvía andando a sus casas, Jack estaba haciendo su gimnasia habitual en la fuente, en la acera de enfrente del McDonald’s. En ocasiones, los alumnos mayores se burlaban de él, pero por alguna razón ese día habían decidido copiar sus movimientos. Se sumaron a ellos cada vez más niños, y durante un par de minutos Jack dirigió un mini pelotón de abdominales y estiramientos de piernas. No tenía ni idea de que se reían de él; le brillaban los ojos, y estaba feliz.

—Necesito que lo pienses detenidamente, Sonya —le pidió Ginny—. ¿Estás segura de que Danny no tenía problemas con nadie?

—Ya te lo he dicho —contestó Sonya por encima de su hombro—. No había nada. Todo iba bien.

—No me dijiste que Pete no quería pagarle la universidad. —Sonya se detuvo—. Ni que tuvieron una gran discusión, ni que él y Danny apenas se hablaban.

Hubo un prolongado silencio. Cuando por fin Sonya respondió, miraba el césped meticulosamente segado.

—Eso no tenía nada que ver con lo que le pasó.

—¿Cómo lo sabes?

Sonya se revolvió contra ella.

—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que Pete mató a golpes a su propio hijo para impedir que fuera a la Facultad de Bellas Artes? Es horrible…

—No, por supuesto que no. Eso es absurdo. Pero me pediste que averiguase quién lo mató. Eso implica que no tienes que ocultarme nada.

—Sigo sin entender qué…

—Danny necesitaba dinero desesperadamente. ¡Quién sabe en qué pudo involucrarse!

Sonya cabeceó; le hervía la mirada.

—Él jamás haría nada ilegal. Sabes que no lo haría.

Ginny inspiró hondo.

—Necesito que te decidas —concluyó—. ¿Quieres averiguar cómo murió Danny o no?

—¡Pues claro que sí! —exclamó Sonya—. Ya lo sabes.

—¿Aunque descubras cosas sobre él que hubieras preferido no saber?

—No me puedo creer que hiciese nada malo.

—Lo sé. Eres su madre. Pero todos los delincuentes a los que he arrestado tenían madres que juraban y perjuraban que eran tan inocentes como el día en que llegaron al mundo. —Sonya estuvo a punto de protestar, pero Ginny la interrumpió—. Y no estoy diciendo que Danny le hiciera daño a nadie. Pero tenía diecinueve años, Sonya. Tenía su propia vida. Y a menos que fuera la víctima de un ataque fortuito, esa vida tuvo algo que ver con el motivo de su asesinato. —Sonya se quedó de pie en silencio, pensativa, de nuevo mirando hacia las hileras de tumbas—. Entonces, si quieres, vuelvo a la ciudad y me olvido del tema. Pero si me dedico a averiguar quién lo mató, tendré que indagar mucho, y no tengo ni idea de lo que puede surgir.

Sonya permaneció en silencio un rato más. Después se volvió y miró a Ginny, aunque no directamente a los ojos.

—Hay algo más —advirtió.

Ginny esperó a que Sonya hablase, pero ésta se limitó a seguir ahí de pie; la mandíbula temblorosa, las manos cerradas en puños.

—¿Qué? —inquirió al fin.

—No he dicho nada porque no pensé que fuera importante. Y no quería… Me daba miedo que pensaras mal de él. Y quizá ni siquiera sea verdad.

—Dímelo —la instó Ginny.

—Tengo miedo —le confesó Sonya— de que Danny se haya ido al infierno.