—Ésta es Ginny —dijo Belco—. Era una auténtica estrella del atletismo en aquellos días. Fueron buenos tiempos, ¿eh, Gin?
—Sí —contestó Ginny—. Escucha, tengo un poco de prisa, así que…
—¿Puedes comprarme un perrito caliente? —Era el niño, que la miraba con ojos suplicantes y la cara sucia. Su voz era más aniñada que su aspecto—. Mamá no tiene dinero.
—Joey. —La niña le dio un codazo a su hermano en el costado.
—Cierra tu estúpida boca. —Belco agarró al pequeño del hombro y lo sacudió, hundiendo los dedos en su carne. Él chilló de dolor. Ginny cogió a la mujer por la muñeca y apartó su mano del niño. Fue un movimiento instintivo: los detectives de Víctimas Especiales también investigan los crímenes contra los niños, y a Ginny le resultaba imposible quedarse cruzada de brazos cuando veía que le hacían daño a un niño.
—No es una buena idea —dijo Ginny.
Belco abrió la boca para contestarle, pero algo en la mirada de ella debió detenerla. Apartó el brazo con brusquedad, pero no hizo ningún otro movimiento hacia el niño; simplemente se pasó los dedos por su pelo grasiento en un patético esfuerzo por parecer natural.
—De todas maneras —anunció Belco mirando hacia sus mugrientas chancletas—, tenemos que irnos.
—Espera —pidió Ginny mientras sacaba un billete de cinco dólares de su bolsillo. Supuso que la espectral Belinda Cooper le diría que no necesitaba su caridad, pero la mujer se lo quitó de la mano como una rana que persigue a una mosca. «Genial», pensó Ginny; «lo esnifará o se lo pinchará».
—Me quedaré aquí mismo —comentó Ginny— para ver cómo vas a la tienda de Jack y les compras a estos niños algo para comer. En el letrero pone que te dan dos perritos calientes y una Coca-Cola por un dólar con noventa y nueve centavos.
Ginny vio que la mujer se esforzaba para hacer cálculos: con el impuesto estatal le quedarían quizá 15 centavos para destinarlos a su siguiente chute. Belco asintió, después cogió al niño por la muñeca y se dirigió hacia el local de perritos calientes. La niña los siguió, deteniéndose únicamente para mirar a Ginny por encima del hombro, con la mirada perdida.
Ella se subió al coche, ahora incluso de peor humor que cuando había salido de la funeraria. Belinda Cooper no había destacado en la escuela, pero Ginny no se hubiera imaginado nunca que acabaría así. Intentó evocar recuerdos de ella, pero no había muchos. Encuentros de la tropa de Girls Scouts, entrenamiento de atletismo, zambullidas en el Fish Pond saltando de la barca inflable. En las noches de verano un grupo de jóvenes se amontonaba en la parte trasera de la camioneta de alguien y se escondían bajo una manta para eludir el máximo de seis personas por vehículo permitidas en el autocine; creía que Belco había estado allí una o dos veces. Eso era todo.
Puso el coche en marcha, ahuyentando los recuerdos. Eran una marea que amenazaba con ahogarla desde que había vuelto a la ciudad, y la corriente era fuerte. El hecho de que no hubiese pensado en esos días durante años (los congeló cuando se fue a la Universidad de Massachusetts y encontró una excusa para evitar regresar a casa en vacaciones) hacía precisamente que parecieran tanto más vividos, menos como recuerdos que como escenas retrospectivas.
Había olvidado tantas cosas, o por lo menos las había apartado. Como había apartado, se percató sentada en el coche sin avanzar, el hecho de que el verano antes de la universidad fue la última vez que había sido realmente feliz.
«Deja de pensar. Concéntrate en el caso. Pilla al cabrón que mató a Danny para que Sonya tenga cierta paz, y vuelve a la ciudad para que puedas intentar rescatar lo que haya quedado de tu vida».
Era un mantra que llevaba días repitiéndose. Al parecer, seguía sin surtir efecto.
Salió de la plaza de aparcamiento, condujo hasta el final de Main Street y dobló la esquina. Pasó por delante del Café des Artistes, pero decidió no parar; sería mejor ir más tarde, porque tendría más posibilidades de hablar con los clientes habituales de Danny.
Dudaba acerca de si su estado de ánimo quizá mejoraría con un bocadillo «sub» con doble ración de carne de Angelina cuando sonó su móvil. En el identificador de llamada ponía PRIVADO.
—¿Diga?
—¿Virginia? Soy Art.
Era Art MacAfee, investigador de la Policía Estatal de Massachusetts. Ginny lo había conocido en un congreso en Atlantic City, donde ella dio una conferencia sobre técnicas para entrevistar a las víctimas de violación adolescentes. Art estaba recién separado de su mujer, y Ginny estaba soltera; la naturaleza siguió su curso, pero sólo una sola vez.
—¡Hola! —exclamó Ginny, parando en el margen de la calzada—. ¿Has conseguido rastrear ese número de serie?
—Sí —contestó él; su voz sonaba tensa, distante; Ginny tuvo la sensación de que era más por su carácter que por la conexión deficiente.
—¿Hay algún problema?
—No me gusta que me utilicen.
—¿De qué estás hablando?
—Podrías haberme dicho que tenías problemas con el Departamento antes de pedirme que me pusiera a rastrear a propietarios de armas.
Ginny sintió un retortijón de tripas; menos mal que no se había comido ese bocadillo.
—Lo lamento —dijo con sinceridad—. Una cosa no tenía nada que ver con la otra. No lo pensé.
—Tengo un ascenso en perspectiva aquí —comentó él—. Tengo facturas que pagar. Lo último que necesito es relacionarme con una poli corrupta.
Eso le dolió.
—No hay nada como condenar a una persona sin juicio previo.
—¡Mierda! —exclamó él tras una pausa de cinco segundos—. Sé que no estás involucrada, sólo que…
—Sea como sea, ¿cómo te has enterado?
—Son rumores —contestó él—. Por lo menos no ha salido en la prensa.
—El departamento ha tenido suficiente mala prensa últimamente. Quieren asegurarse de tenerlo todo atado antes de crucificarme en los escalones de la sede del Departamento de Policía de Nueva York.
—¿Quieres explicarme qué demonios está pasando? Todo lo que he oído es que aceptaste un soborno para dejar libre de sospechas por violación a un niño rico. Y entonces fue la víctima y…
—Ahora no —pidió Ginny—. ¿Puedes, simplemente, decirme a qué nombre estaba registrado el revólver? —Un gemido de disgusto seguido de silencio—. ¿Por favor?
Después de otra pausa dijo él:
—Un revólver Smith Wesson Chiefs Special calibre 38, registrado a nombre del mismo propietario desde 1981. —Ginny oyó que pasaba una página de su bloc de notas—. Philip Marchand, nacido el 8 de abril de 1941. Dirección, Avenida Chantilly. ¿Te suena de algo?
—Hay muchos Marchand por aquí.
—Escucha, eh…, siento lo de antes. Ha estado fuera de tono.
—No te preocupes —lo tranquilizó ella.
—Pero en cuestión de favores… te agradecería que de momento éste sea el último, ¿vale?
Ginny le dio las gracias y colgó. A continuación marcó el número de Sonya, quien contestó con el rugido de un vídeo de Disney como ruido de fondo.
—Necesito preguntarte algo —comentó Ginny—. ¿Conocía Danny a alguien apellidado Marchand, que vive en la Avenida Chantilly?
Hubo una pausa mientras Sonya pensaba; pausa que llenó el canto de una sirena.
—No me suena —respondió—. ¿Por qué?
—Es el dueño del revólver.
—¿Y cómo lo consiguió Danny?
—Te lo diré en cuanto lo averigüe.
El trayecto en coche duró 10 minutos; habrían sido cinco, si Ginny no se hubiese quedado atascada detrás de un Buick conducido por un señor mayor con sombrero de fieltro. Se detuvo frente a la dirección de Chantilly, una impresionante casa de madera con un garaje casi tan grande como la casa.
Se disponía a bajar del coche cuando la puerta principal se abrió. Un hombre y una mujer se quedaron en la entrada; él asentía; ella le daba algo que parecía dinero. Él se lo metió en su bolsillo; ella le dio unas palmaditas en el pecho y cerró la puerta. Él descendió por el camino ajardinado, giró a la izquierda delante del coche de Ginny y continuó acera abajo.
Jimmy Griffin.
«¡Virgen santa! —pensó Ginny—. ¿Qué hace éste aquí?».
Esperó a que Jimmy hubiese vuelto la siguiente esquina antes de bajar de su coche. No había sabido nada de él desde aquella tarde en la habitación de Danny, y, francamente, por ella ya estaba bien así; no sabía qué pensar.
Llamó al timbre, y una mujer en la cincuentena abrió la puerta vestida con una bata de color rosa.
—¡Niño travieso! Quieres jugar otra vez a…
Dejó la frase a medias al ver a Ginny, ajustándose la bata para ocultar su escote. La mujer tenía la cara sonrojada, no de vergüenza, sino de lo que sea que hubiese estado haciendo antes. Y por el olor a almizcle que emanaba de su persona, Ginny se hizo una idea bastante aproximada de lo que era.
—¿En qué puedo ayudarla? —inquirió la mujer.
—¿Es usted la señora Marchand?
—Sí —contestó ella—. ¿Por qué?
Durante el interminable trayecto hasta allí, Ginny había estado pensando un poco en lo que diría. Dado que no podía simplemente mostrar su placa y empezar a formular preguntas, necesitaba otro enfoque. Después de considerar diversas estrategias, por fin se decidió por decir la verdad.
—Esperaba que usted pudiese ayudarme —respondió—. Soy una vieja amiga de Sonya Markowicz. —Aguardó por si el nombre le sonaba de algo, pero obviamente no lo hizo—. Es la madre de Danny Markowicz. El joven que mataron la semana pasada.
—¿Que mataron? ¿Se refiere a un accidente de coche?
La mujer parecía sinceramente confusa.
—Ha salido en todos los periódicos —comentó Ginny.
—He estado en el casino de Foxwoods con mis amigas —explicó la mujer—. He ganado un dineral en las tragaperras. ¿Qué dice que le pasó a esta persona?
—Encontraron su cadáver en una de las antiguas fábricas. Lo mataron a golpes.
La señora Marchand hizo una genuflexión, un acto que también parecía sincero; aunque un poco fuera de contexto, teniendo en cuenta que iba vestida con una bata de seda que apestaba a sexo.
—¡Qué horror! —exclamó—. ¿Han cogido a quienquiera que lo hizo?
—Sí —contestó Ginny—. Pero lo que no saben es el porqué. Y, como le decía, soy una vieja amiga de la madre del chico. Ella me ha pedido que haga indagaciones sobre… sus últimos movimientos.
—No veo cómo puedo ayudarla.
—Si pudiese simplemente hablar con usted unos minutos; para su madre sería muy importante.
La mujer asintió y retrocedió, conduciendo a Ginny hasta la cocina. En la encimera había una cafetera y, justo al lado, dos barras de pan de canela.
Ginny no pudo reprimirse.