No fue un suicidio fácil. Jack O’Brien el Saltimbanqui tuvo que esmerarse por acabar con su vida: había requerido determinación y a la par ingenuidad.
La policía local había sido incluso lo bastante previsora como para sacar los cordones de las botas militares de Jack; tuvo que encontrar otra cosa con la que ahorcarse. De modo que se había quitado el mono y había colocado con cuidado la cabecera del catre en posición vertical, para asegurarse de que no cayera debido a su peso.
Había enroscado el mono hasta formar un nudo, que ató a la barra superior de la cabecera: ésa era la parte ingeniosa. La determinación se había producido cuando metió la cabeza en el anillo del soso mono gris, se inclinó hacia delante y dejó que el propio peso de su cuerpo lo estrangulara.
Debió de haber al menos varios segundos, pensó Ginny, quizás hasta un minuto, mientras él aún estaba consciente, luchando por respirar. Lo único que habría tenido que hacer era ponerse de pie y eliminar la presión sobre su cuello, y hubiese podido respirar. Morir de esta forma requería un verdadero acto de voluntad.
—Pero ¿qué demonios…?
Era el policía uniformado; tenía los ojos desmesuradamente abiertos y sujetaba con la mano una botella de Yoo-hoo. Se estrelló contra el suelo en una explosión de cristal y batido de chocolate.
—Me he, mmm…, me he olvidado darte su bebida…
—Está muerto —declaró Ginny.
Él seguía mirándola atónito, sin hacer movimiento alguno en dirección al cadáver.
—Tenemos… será mejor que alguien llame a una ambulancia.
—Ya he comprobado su pulso —repuso ella—. Está muerto.
—Tengo que llamar a una ambulancia —insistió él, que continuaba sin moverse.
—Buena idea —dijo Ginny, mirando alrededor de la celda. No había casi nada en ella; simplemente un viejo ejemplar de la revista Rolling Stone y un manoseado manual de los Boy Scouts. Jack el Saltimbanqui había sido un Águila Exploradora.
Hojeó el manual, buscando directamente si había algo escondido entre sus páginas. No había nada. Pero el interior de la contracubierta ocultaba unas líneas escritas a mano, una letra de escolar sorprendentemente nítida.
Última voluntad testamento del Sargento Jack V. O’Brien.
A Donny de Pizza House le dejo mis 3 National Geographics.
A la biblioteca le dejo mi estrella de Bronce por servicios meritorios.
A…
—¿Qué estás haciendo? —inquirió el policía, saliendo al fin de su estupefacción. La expresión de su rostro era de horror; como si pudiera ver el testamento y en él apareciese su nombre—. Tienes que irte de aquí. No deberías estar aquí.
—Déjame, simplemente…
—Tienes que irte —repitió él. Ginny vio que el hombre se estaba poniendo rojo, pero seguía sin estar ni mucho menos tan morado como Jack. Más bien se parecía, pensó, al tono de pintalabios de su cuello lleno de chupetones.
Ginny no fue capaz de volver a casa de Sonya. Sabía que era detestable por su parte dejar sola a su amiga, pero necesitaba cierto tiempo para sí misma. Había sido un día horrible, y sólo eran las seis y media.
Y realmente necesitaba una copa.
Estuvo un rato dando vueltas con el coche, y por fin se dirigió a Union Street. Pasada la manzana estaba la fábrica vacía donde Danny había muerto, pero Ginny no llegó tan lejos. Aparcó delante de un bar, un lugar destartalado por delante del cual había pasado durante años pero en el que, en realidad, nunca había entrado. Tenía una iluminación tenue, un suelo pegajoso y un aura de no haber sido ventilado desde los tiempos de Eisenhower. Era exactamente lo que le apetecía.
El bar estaba medio lleno, pero ella era la única mujer que había. No le importó. En su profesión se había acostumbrado a ser como un varón más. Por costumbre, evaluó a la multitud; en su mayoría hombres con ropa de trabajo sucia que tomaban una copa rápida antes de ir a casa, además de unos cuantos bebedores incondicionales anclados en sus taburetes.
Tomó asiento en un extremo de la barra. Todos los ojos estaban puestos en ella, pero le importó un comino.
—¿Qué le apetece? —preguntó el dueño del bar, haciendo un esfuerzo simbólico por limpiar la barra con un trapo sucio.
—Una cerveza y algo que me suba el ánimo —pidió ella.
Él asintió como en señal de aprobación, abrió una botella de cerveza Michelob y le sirvió una copa de Jack Daniel’s. Ella se la bebió de un trago, sintiendo cómo el delicioso calor descendía hasta sus entrañas, y luego tomó un largo sorbo de cerveza. Si su madre supiera dónde estaba ahora mismo su pequeña, y lo que hacía allí, se habría muerto de vergüenza. Eso, si no estuviese muerta como estaba, claro.
Compró un par de bolsas de frutos secos mezclados; le apetecían más que los huevos y pies de cerdo en salmuera que había en el extremo de la barra, flotando en sus respectivas jarras como una especie de fallido experimento científico. Se terminó su cerveza y a continuación pidió otra ronda; estaba lo bastante cerca de casa de Sonya como para ir andando si bebía demasiado.
Se tomó el segundo trago, aunque fue ligeramente menos satisfactorio que el primero. Ginny se instaló en un reservado y alargó las piernas poniendo los pies sobre la banqueta de enfrente; su cuero agrietado estaba casi tan pegajoso como el suelo, pero no le importó.
Liberando la tensión de su cuerpo mientras el alcohol entraba en él, su mente le recordó la razón principal por la que había vuelto a casa. Danny.
¿Qué sabía de él? Tenía 19 años, lo quería todo el mundo (a excepción, probablemente, de la persona que lo había golpeado hasta dejarlo irreconocible). Era guapo y atlético, le gustaba actuar y cantar, y escribir poemas cursis. Tenía una guapa novia que, aunque apenas tenía dos dedos de frente, lo había querido con devoción. Se ocupaba meticulosamente de su camioneta pick-up verde oscura, que habían encontrado estacionada en un lago cercano la noche antes de que su cadáver fuera descubierto.
Quería ir a la universidad, y estaba dispuesto a dejarse la piel trabajando para conseguirlo. Fumaba algún que otro cigarrillo, tomaba alguna que otra copa, se liaba algún que otro porro, utilizaba algún que otro condón; hasta ahí no había nada escandaloso. Entonces, ¿qué hacía con un revólver del calibre 38? ¿Y por qué iba alguien a quererlo muerto?
—¡No me lo puedo creer! —exclamó una voz sobre su cabeza—. Pero ¡si tenemos aquí a la mismísima Angie Dickinson!
Ginny levantó la vista; la última persona en el mundo a la que tenía ganas de ver estaba frente a ella. El jefe de policía Rolly lucía una barriga enorme que colgaba sobre la hebilla de su cinturón, y una expresión hosca en el rostro. Por un momento creyó que hablaba con alguien más, pero resultó que estaba solo.
Ginny inspiró hondo. Aún estaba lo bastante sobria como para enfadarse, y rápido.
—¿Cómo dice? —replicó.
—Ya sabes —contestó él—. Como en la serie de televisión «La mujer policía».
—Eso fue un poco antes de que yo naciera —objetó ella.
—¿Te importa que me siente? —inquirió él, procediendo a hacerlo. El viejo asiento crujió bajo su peso—. ¿Quieres otra copa? —Se volvió al dueño del bar y pidió a gritos—: Trae otra ronda para Angie, ¿eh, Frank? Coger a los malos da mucha sed.
Ginny estuvo a punto de decirle al dueño que no con un gesto, pero decidió que daba igual; estaba bien que ese gordo bastardo la invitara a una copa.
Conocía a Rolly de toda la vida: había sido jefe de policía desde que ella iba al instituto, cargo que supuestamente logró porque nadie más lo quería. Se decía que había entrado en la policía tras una carrera fallida como profesor de secundaria en Pittsfield, donde por su increíble vagancia había impartido clases enteras sin levantarse una sola vez de su silla. Los alumnos se lo habían comido vivo.
Como jefe de policía, el trabajo de Rolly había sido pasable; era difícil hacerlo mal en un lugar donde no había prácticamente ningún delito más allá de un robo o una pelea de bar esporádicos. Pero asimismo era un secreto a voces que a cualquiera que cruzara el pueblo en coche habiendo cometido el crimen de ser hispano o asiático (o, Dios no lo quisiera, negro), lo obligaban a parar, lo esposaban y lo multaban por una cosa u otra. Por lo menos así era cuando ella era joven; quizá Rolly se hubiese ablandado con la edad.
—Una poli de una gran urbe debe de aburrirse bastante por aquí ¿no? —preguntó Rolly, zampándose la mitad de su cerveza y comiéndose los frutos secos de Ginny.
Ella apuró su copa y miró a Rolly con la actitud crítica que habitualmente reservaba para los delincuentes en la sala de interrogación. Llevaba puesta una cazadora encima de una camisa de sport de color marrón claro (al menos no bebía cuando iba uniformado), y había perdido pelo hasta tal punto que éste sólo podía cubrirle el cuero cabelludo gracias al peinado ladeado más meticuloso que Ginny había visto jamás. Y eso que durante once años en el Departamento de Policía de Nueva York había visto bastantes.
—Pero en la ciudad —contestó ella— no puedes tomarte una copa y una cerveza por tres dólares.
Rolly dio un manotazo sobre la mesa.
—¡Seguro que no! —exclamó con una risita, y su barriga vibró como si fuera un desagradable Santa Claus—. Seguramente allí te costará un ojo de la cara, ¿no?
—La mayoría de las cosas cuestan un ojo de la cara —respondió Ginny. El peculiar sentido del humor de Rolly la desconcertó; ¿sería posible que no le hubieran informado sobre lo de Jack? ¿Y no tendría ni idea de que ella había encontrado el cadáver?
—¿Qué tal va todo en la comisaría? —inquirió ella.
Rolly no se limitó a picar en el anzuelo; abrió la boca de par en par y se lo tragó.
—No demasiado mal —contestó él—. De hecho, hoy los contribuyentes se han ahorrado un montón de dinero.
Ginny apretó los dientes.
—¿Ah, sí?
—Jack O’Brien se ha suicidado. Ese loco hijo de puta se ha ahorcado en su celda.
—¿Así que usted va para allá?
Él se encogió de hombros; su barriga levantó la mesa.
—¿Qué prisas hay? El tipo no dejará de estar muerto.
Ginny tuvo ganas de partirle la botella de cerveza en la cabeza.
—Escuche, Rolly, ya que estamos hablando de poli a poli… ¿qué le hace estar tan seguro de que fue Jack quien mató a Danny? Según tengo entendido, no hay pruebas de que cometiera un delito mayor que el de robar el billetero de Danny.
—El tipo fue su propio juez, jurado y verdugo.
—¿Nunca se le ocurrió pensar —inquirió ella— que, quizá, después de vivir en la calle durante treinta años, simplemente no pudo soportar estar encerrado?
Él la miró, entornando los ojos como si intentara distinguir las letras de un test de agudeza visual. A continuación apuró su cerveza, se metió en la boca el resto de frutos secos y se puso de pie.
—Bueno, supongo que será mejor que me vaya. Tengo un pequeño desastre que arreglar.
Rolly le guiñó el ojo (se lo guiñó de verdad) y anduvo lentamente hacia la salida del bar, dando palmadas en otras espaldas a su paso hasta llegar a la puerta. Ginny se volvió a concentrar en su bebida, preguntándose si necesitaría una cuarta ronda para apartar de su mente el rostro morado de Jack O’Brien.
—¡Vaya, qué sorpresa!
Ginny alzó de nuevo la vista; esta vez el hombre que tenía delante era cinco años mayor que ella, llevaba un espeso bigote negro y un polo de la compañía de televisión por cable. Le dio la mano y ella la aceptó, pensando en el hecho de que para beber en paz tendría que cruzar la frontera del condado.
—Ya estás invitándome a una cerveza —dijo su nuevo acompañante—, o le diré a mi madre que estabas sentada en alguna parte que no es su salón.
Le sonrió. Ella y su primo George nunca habían sido íntimos, pero siempre fue un tipo simpático.
—Tía Lisette está intentando convencerme de que vaya a su casa.
—¡No fastidies! —Él sacudió la cabeza—. Ninguno de nosotros podrá estar tranquilo mientras no vayas a comer su carne asada. Así que anda de una vez, ¿vale?
Ella gesticuló hacia el asiento libre; no le apetecía tener compañía, pero George no merecía que le hiciera un desaire.
—¿Te quieres sentar? Si prometes no chivarte a tu madre, te pago las copas durante lo que queda de noche.
Él le devolvió la sonrisa, mostrando un grupo de dientes torcidos; tío Roger no costeó ninguna ortodoncia.
—De acuerdo —accedió George—, pero sólo una copa rápida. Si vuelvo a llegar tarde a cenar, mi mujer se enfadará.
Él tomó asiento; dio la impresión de que el banco estaba mucho menos traumatizado por el peso de su cuerpo que por el de su anterior ocupante. Dedicaron media hora a ponerse al día: George, hablando con entusiasmo del promedio de bateo de su hijo en la Liga infantil de béisbol y las motonieves que había pedido para él y su mujer por su decimoquinto aniversario de bodas; Ginny, le contó unas cuantas batallas del Departamento de Policía de Nueva York. Resultaba extraño estar allí sentada hablando con él: George era el mayor de sus primos, prácticamente el pariente vivo más cercano que tenía aparte de su padre, y era casi un desconocido.
—Bueno, será mejor que me marche —anunció George, apurando su segunda cerveza—. Ha sido un verdadero placer…
Fue interrumpido por un alboroto procedente del otro extremo del bar; voces de indignación, el golpe de un taburete al caerse, el ruido de cristal al romperse. Ginny se levantó para ver lo que sucedía. El local se había vaciado considerablemente desde que Rolly se fuera, y en el bar sólo quedaba un puñado de hombres.
—Estás mintiendo, sabandija —gritaba el dueño del bar—. Te vi llevándote los veinte del bar. Te dije la semana pasada que no te acercaras por aquí. Si tu madre y yo no volvimos…
—¡Que te jodan! —chilló una voz desde el suelo—. No me llevé ni una mierda.
Ginny avanzó varios pasos y vio a un hombre delgado como un palillo que se disponía a levantarse del suelo. Tenía cercos de sudor en las axilas de su sucia camiseta blanca, y sus Levi’s le iban holgados como si la cintura fuese quince centímetros demasiado grande. La mirada de sus ojos (medio maníaca, medio ausente) le indicó que estaba drogado.
—Lárgate de aquí, Bobby —ordenó el dueño del bar—. Antes de que llame a la policía.
—¡Que te jodan!
—He dicho que te esfumes.
El hombre lo miró enfurecido.
—Ven tú a buscarme. Échame tú. Tú…
Cogió un fragmento de cristal roto del suelo y se levantó de un salto. Cruzó con él el rostro del dueño del bar, produciéndole una fea herida roja en la mejilla en sentido descendente; después se volvió amenazando con el puntiagudo cristal a los allí presentes. Todo el mundo titubeó un instante; todo el mundo, claro está, menos el anciano borracho que había en el otro extremo del bar, quien parecía no darse cuenta de que algo pasaba.
Ginny buscó su pistola; descubrió que no la llevaba; se maldijo a sí misma.
Entonces, cuando el yonqui dirigió momentáneamente la atención al dueño del bar, que no paraba de sangrar, ella dio dos rápidos pasos hacia delante y lo tumbó levantándole los pies del suelo con una simple patada. El hombre aterrizó boca arriba, todavía agarrando el trozo de cristal. Ginny le pisó la muñeca hasta que él lo soltó, y cuando trató de incorporarse, ella lo golpeó en la mandíbula. Luego lo giró boca abajo y le sujetó las manos por detrás, impidiendo que se moviera con una rodilla sobre su espalda.
Todo esto había durado tres segundos. Los hombres la miraron atónitos, en silencio. Después su primo George silbó en voz baja.
—Si mi madre me pregunta —comentó—, le diré que te has ido de la ciudad.