Ginny volvió a su coche con intención de ponerlo en marcha, pero dejó que su cabeza cayera hacia atrás apoyándose en la gastada tapicería burdeos. Cerró los ojos, sólo por un minuto, tratando de eliminar el dolor de cabeza que trepaba desde sus hombros contraídos.
«¡Maldito seas, Pete Markowicz!». ¡Hacer que su único hijo tuviera tres trabajos para pagarse la universidad, porque no le gustaba lo que el chico quería estudiar! Era un completo neanderthal, exactamente la clase de escoria intolerante de la que ella se había alejado marchándose de la ciudad.
Sonya jamás le había dicho nada al respecto. De hecho cuando le había preguntado acerca de los planes universitarios de Danny, ella siempre había eludido sus preguntas con vagas respuestas acerca de que todavía estaba pensando lo que quería hacer. Si se hubiese preocupado un poco por alguien aparte de sí misma, se habría dado cuenta de que su mejor amiga tenía sus propios problemas.
Y ella conocía a Sonya lo suficiente como para adivinar lo que debía de estar pensando ahora mismo. Si hubiese insistido más y se hubiese atrevido a contradecir a Pete y enviar a Danny a la universidad, éste no se habría dedicado a dar vueltas por la ciudad. Y todavía estaría vivo.
Abrió los ojos y puso en marcha el motor. En el suelo del asiento del pasajero había una bolsa de Molly’s con algunas de las delicias que Jimmy había traído; ¿en serio fue solamente ayer? Su intención había sido ofrecérselas a Monique para romper el hielo, pero se las había dejado en el coche.
Pues bueno, abrió la bolsa y extrajo una galleta con una cara sonriente dibujada, una gruesa capa naranja debajo de una sonrisa desdentada hecha con chocolate. El mordisco provocó una cascada de migas que cayeron por todo el asiento; estaba un poco rancia, pero todavía sabrosa. Examinó el contenido restante: un trozo de pastel de limón, un pastel de chocolate relleno de crema, un pastelillo de chocolate cubierto de nueces y un donut bañado en chocolate.
Este último le hizo sentir a Ginny una oleada de culpabilidad, y le recordó su misión. Puso la primera marcha y se disponía a salir de su plaza de aparcamiento cuando sonó el móvil. Echó un vistazo al identificador de llamada, reprimió el impulso de dejar que saltara el buzón de voz, y contestó. Su colega de Nueva York no se merecía eso.
Pese a que teóricamente no tenían mucho en común, Samantha Salgado no era sólo su compañera de trabajo; era su mejor amiga en el cuerpo. Y Ginny debía reconocer que muchos amigos no tenía.
Después de todas sus nociones románticas acerca de la fraternidad y «la delgada línea azul» (la policía, que separa a la sociedad de la delincuencia), para Ginny había sido bastante decepcionante descubrir que no era tan sencillo hacer amistad con sus colegas policías. No sabía muy bien por qué, aunque la primera parte de su carrera la pasó tratando de averiguarlo.
No podía ser simplemente porque ella procediese de una pequeña ciudad y la mayoría de ellos fueran nativos de Nueva York; o porque su inclinación a leer novelas (nada demasiado intelectual, sólo el tipo de libros que Oprah Winfrey recomendaba en su club de libros) fuera causa de burlas por su inteligencia. No, probablemente estuviese más relacionado con el temperamento. O quizás, y esto era algo en lo que Ginny prefería no pensar, estaría como pez fuera del agua nadase donde nadase.
—Hola, Sam.
—¿Ginny? ¿Dónde demonios estás? Llevo llamando a tu apartamento desde…
—He tenido que venir a los Berkshires. Ha muerto un familiar de mi mejor amiga.
—Lo siento —repuso Sam—. ¿Y cuándo coño vuelves?
En lo que a educación se refiere, Ginny y Sam no podían ser más distintas: Sam había crecido en una inmensa y adorable familia dominicana en el Upper Manhattan. Su padre había sido policía, igual que dos de sus hermanos; otro, la oveja negra de la familia, estaba en el cuerpo de bomberos. Era una mujer fuerte a rabiar, con un vientre duro como una roca y una boca que avergonzaría a un marino mercante. Pero podía bailar hasta las cuatro de la madrugada, y le encantaba hacer de alcahueta: había intentado que Ginny se interesara en cada uno de sus hermanos solteros, por orden descendiente de edad.
—No sé cuándo volveré —contestó ella—. Tengo que ocuparme de un montón de cosas.
—Bueno, pues mueve el culo y ven aquí, y ocúpate de esta mierda —comentó Sam—. Si tengo a Jackson de compañero un día más, le corto las pelotas.
—Tal vez mejore como policía.
—En serio, chica, las cosas no están bien. El Departamento de Asuntos Internos de la policía me tomó ayer declaración.
Ginny sintió que le propinaban un frío puñetazo en la barriga.
—Lamento que te hayas visto involucrada en…
—¡Que se jodan! No les di ni una mierda a esos canallas hijos de puta. ¿Qué dice tu delegado?
—No he hablado con él desde que estoy aquí. Estoy segura de que me llamará si me necesita.
Sam permaneció un minuto en silencio, algo tan impropio en ella que a Ginny le dieron escalofríos.
—Tengo un mal presentimiento —dijo Sam al fin—; no pensarás cruzarte de brazos y dejar que te jodan, ¿no?
—No, no lo haré.
—Mike Scott se lo está cantando todo a cualquiera que ve con una placa dorada. Tienes que explicar tu versión.
—Es un poco tarde para eso.
—¡La puta de oros!
—Escucha, Sam, de verdad que tengo que colgar. Lo siento. Luego te llamo.
—Más te vale —replicó Sam, y colgó.
Le dio vueltas a la conversación mientras conducía de regreso al centro de la ciudad. Había un coche frente a la comisaría; hoy debía de haber trajín. Ginny estacionó en una de las plazas en batería, cogió la bolsa de la pastelería y entró. No había nadie en el mostrador frontal; llamó en voz alta, y por fin un agente uniformado apareció en la entrada, atusándose el pelo revuelto.
—Tú otra vez —constató—. Vienes a ver de nuevo a Jack el Saltimbanqui, ¿eh?
Era el mismo hombre que la había dejado pasar la primera vez, el conocido de su infancia que tanto había admirado su minifalda de topos; en esta ocasión ni siquiera le pidió un donut.
—Sí —contestó ella—. He venido a ver qué tal le va. ¿Estás tú solo vigilando el fuerte?
Él se encogió de hombros. Tenía pintalabios en el cuello, además de un chupetón de tamaño considerable. Quienquiera que fuese la propietaria del vehículo estacionado junto al de Ginny saltaba a la vista que estaba aquí por asuntos policiales serios.
—¿Quieres llevarle su cena? —inquirió el policía—. Yo, mmm…, aún no he podido hacerlo.
—Estás atareado, ¿eh? —preguntó una Ginny impasible.
Él se frotó el cuello.
—Mmm…, sí. Hay un montón de papeleo. —Le abrió la puerta, ofreciéndole un juego de llaves y una bolsa de papel—. Es un sandwich de queso del Skillet —anunció—. No lo pierdas; Jack se ha vuelto vegetariano.
—No me digas.
Él puso los ojos en blanco.
—Es un bicho raro.
Tras eso, volvió a su reunión policial de alto nivel. Ginny reparó en que al alejarse andando, los pantalones de su uniforme no ocultaban del todo el hecho de que se tomaba su trabajo con enorme interés.
Se rió en voz baja al tiempo que cambiaba las dos bolsas de comida a su mano izquierda mientras con la derecha abría la puerta del bloque de celdas. Jack seguía siendo el único detenido: las dos primeras celdas estaban vacías.
—¡Hola, Jack! —chilló—. Soy Ginny Lavoie. Te he traído la cena. Lamento no haberte conseguido algo de ropa todavía, pero vengo con unas cuantas cosas de Molly’s, ¿de acuerdo?
Él no respondió. Dos pasos después, de pie frente a su celda, Ginny supo por qué.