Capítulo 9

El revólver estaba metido en una funda improvisada: una tira de cartón pegada con cinta adhesiva a la parte posterior de la estantería. Se desprendió fácilmente; saltaba a la vista que la intención de Danny era que fuese accesible. De haber sabido Ginny que el revólver estaba allí, no habría tenido que mover la estantería para cogerlo, hubiese bastado con alargar el brazo por el pequeño espacio que quedaba entre la estantería y la pared, y despegarlo.

Lo sostuvo con cuidado, procurando no dejar ninguna huella (aunque estaba por ver cómo iba a dejar huellas llevando guantes). De manera instintiva comprobó que el seguro estuviese puesto; no lo estaba. ¡Dios! Lo puso y luego revisó el tambor. Estaba completamente cargado.

Olisqueó la boca del revólver. Habían disparado con él recientemente, aunque, al examinarlo con más detalle, se fijó en que no lo habían limpiado en semanas, meses quizá.

Ginny no era ninguna experta en armas, pero le bastó ver el revólver para saber que Danny tampoco lo era. El arma no estaba cuidada; a juzgar por la suciedad grasienta y el hecho de que el seguro no estuviese puesto aun estando escondida, supuso que su propietario no sabía realmente lo que hacía.

Pero habían disparado con ella. ¿Habría sido Danny? ¿Y por qué? ¿La usaba simplemente como pasatiempo para tirar al blanco? Era posible, pero Ginny se inclinaba a dudarlo. Recordó que Pete había intentado despertar el interés de Danny por la caza en cuanto éste tuvo edad suficiente para sostener un rifle, pero según Sonya, fue un desastre. A Danny le daban miedo las armas, cosa que a Pete le había parecido muy poco viril. Entonces, ¿qué hacía con una escondida detrás de su estantería?… ¿Y nada menos que un revólver?

Buscó un número de serie. Estaba ahí, no lo habían borrado; por lo menos tenía algo. Tal vez podría hacer una llamada para pedir un favor y que lo rastrearan.

—¿Qué estás haciendo con eso?

Sonya estaba de pie en el umbral de la puerta, sujetando una bolsa de plástico de Price Chopper. Ginny no la había oído entrar.

—Creía que me habías dicho que habías dejado tu arma en Nueva York —comentó. Ginny no le había hablado de su suspensión; pensó que Sonya ya tenía bastantes cosas en la cabeza—. Preferiría no tenerla dentro de casa, si no te importa.

—No es mía —replicó Ginny después de debatirse brevemente entre ahorrarle o no la verdad a su amiga—. Creo que es de Danny.

Sonya dejó caer pesadamente la bolsa de comida.

—Eso es ridículo.

—La encontré pegada a su estantería con cinta adhesiva. Puedo enseñártelo, si quieres.

Sonya cabeceó, muy despacio. Por la expresión de su rostro, Ginny pudo adivinar que su cerebro iba a toda velocidad.

—¿Estás segura de que es de verdad? ¿De que no es de juguete y quizá se la quedó después de alguna de las obras de teatro de la escuela?

—No la he probado —contestó Ginny—, pero estoy bastante segura de que funciona.

—¿Quieres decir que está cargada?

Ginny asintió, sintiéndose una sádica. Casi cada palabra que salía de su boca hacía que su amiga se sintiera aún peor. Inspiró profundamente.

—Sí, está cargada. Aunque, pensándolo bien, no he encontrado más balas. Sólo las seis que hay en el tambor.

Un atisbo de esperanza se reflejó en la cara de Sonya.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Crees que quizá no era suya? ¿Que quizá se la estaba guardando a alguien?

—No lo sé —confesó Ginny—. Supongo que podría ser.

Sonya sacudió de nuevo la cabeza y luego miró a Ginny directamente a los ojos.

—Crees que esto tiene algo que ver con lo que le pasó, ¿verdad? Quiero decir que seguro que sí. ¿No crees?

—¿Quieres sentarte? No tienes muy…

—Limítate a contestarme. Por favor.

—No lo sé —dijo Ginny—. Es posible. Quizá Danny estuviese involucrado en algo de lo que no estabas al tanto.

—Eso salta a la vista.

Entonces Sonya se sentó en una esquina de la cama; lo cual era bueno, pensó Ginny, porque tenía aspecto de estar a punto de desmayarse.

Ginny trasladó el arma de la colcha al escritorio y a continuación se sacó los gruesos guantes de goma. Tenía las manos sudorosas y arrugadas; tendría que comprar una caja de guantes de látex en la farmacia.

—Me gustaría preguntarte qué más has encontrado —comentó Sonya—, pero ahora me da miedo.

Ginny puso una mano sobre la rodilla de Sonya, pero el gesto le pareció penosamente inapropiado; como si darle palmaditas a sus prácticas mallas marrones fuese a servirle de gran consuelo.

—No había nada —repuso Ginny—. Nada que no encontrases en la habitación de cualquier chico de diecinueve años.

—Alcohol, colillas, condones y pornografía —enumeró Sonya esbozando una sonrisa.

—Y ni tan siquiera pornografía —matizó Ginny.

—Bueno —dijo Sonya—, fue monaguillo.

Entonces empezó a llorar, sollozando y riéndose al mismo tiempo. Ginny alargó los brazos para abrazarla, y se agarraron la una a la otra en la esquina de la cama de Danny, donde hacía tan poco tiempo ella había estado abrazada a otra persona.

Monique St. Cyr vivía en un camping de caravanas convertidas en residencias situado junto a la autopista de Williamstown; no era la clase de sitio que le trae a uno a la mente imágenes de blancos marginados, antenas parabólicas y coches abandonados, sino una acogedora urbanización custodiada por dos enormes leones de piedra. Nada más llegar había un estanque espejo, de cuya antigua fuente brotaba el agua en impredecibles chorros, y justo al entrar un edificio comunitario decorado con diminutas luces blancas que colgaban como estalactitas de los canales de desagüe.

Ginny dejó atrás con su Chrysler el césped impecablemente cuidado, sus parterres de flores marchitas y ralas por el frío del otoño. Había ocasionales estallidos de color, pero no provenían de la naturaleza: molinetes de plástico con forma de girasoles de un amarillo intenso, y gnomos de jardín de cemento que llevaban alegres sombreros rojos.

En el exterior había algunos ancianos; jubilados que dejaban pasar el día trabajando en el jardín y jugando a las cartas, y que miraron con recelo el coche, cuyo silenciador estaba siendo puesto en entredicho. Incluso para los cánones de este barrio de gente obrera, su Chrysler de 12 años era un trozo de chatarra. Y para colmo, dondequiera que fuese el coche iba dejando un rastro de anticongelante, como las migas de pan en un cuento de hadas.

Se rió entre dientes al percatarse de la mirada recelosa de una anciana vestida con una bata de estar por casa de poliéster, reflexionando sobre el hecho de que en Nueva York, donde el estatus lo era todo, a la gente generalmente no se la juzgaba por el coche que conducía. Hasta los profesionales tienen un «coche para ir por la ciudad», un trasto con cuatro ruedas que pueden aparcar en la calle sin preocuparse de que se lo abran, o incluso, como en el caso de uno de sus vecinos, se lo queme un yonqui aburrido.

Condujo hasta el final del camino y a continuación giró a la derecha, siguiendo las instrucciones que le había dado Monique. Ginny había telefoneado a la joven una hora antes, en cuanto se aseguró de que Sonya estaba bien. Había dejado a su amiga frente a los fogones friendo carne picada, preparándole un goulash a Pete para cenar; era un plato que Danny detestaba, y estos días era lo único que Sonya se veía capaz de cocinar.

Ginny subió los escalones de la caravana de doble anchura, pero antes de que pudiese tocar el timbre, la puerta se abrió. Monique estaba esperándola. Logró echar un breve vistazo a un salón lleno de sus trofeos de animadora antes de que ésta la acompañase afuera.

—Mi mémé se ha quedado dormida en su silla —anunció, empleando el argot quebequés para decir «abuela»—. Es mejor que no la despertemos.

—¿Quieres que demos un paseo? —inquirió Ginny.

La chica sacudió la cabeza.

—Tengo que estar cerca, por si… —Lanzó una mirada hacia el ventanal saledizo que destacaba en la caravana como una ampolla. Ginny no sabía si estaba preocupada por la anciana o simplemente le daba terror.

Monique la condujo hasta un par de sillas de plástico blancas y quitó cuidadosamente las hojas que habían caído en la suya antes de sentarse. Era muy menuda, como mucho mediría un metro cincuenta y cinco de estatura y quizá no pasara de los 45 kilos; parecía que la silla de plástico la engullera. Vestía un jersey rosa pálido de cuello vuelto y unos ajustados tejanos blancos. Llevaba el pelo rubio escalonado con un estilo que, por lo visto, jamás había pasado de moda en su ciudad natal; destacaba sus ojos con unas pinceladas de sombra azul mate, y sus labios con un toque de brillo.

—Tal como te he dicho por teléfono —dijo Ginny—, necesito hablar contigo de Danny.

Los ojos de Monique se llenaron de lágrimas al instante. Se las secó con un pañuelo de papel, que sacó tan rápido que sospechó que ya lo tenía a punto.

—Danny era el amor de mi vida —confesó Monique, sollozando delicadamente en el pañuelo—. No sé si podré vivir sin él.

Fuese o no fuese justo, Ginny se sintió repentinamente dominada por el deseo de darle una bofetada: intuía que, le ocurriese lo que le ocurriese a cualquiera que formara parte de la vida de esta chica, todo era debido a ella.

—Lo siento —se lamentó Ginny—. Sé que esto es difícil para ti. Te agradecería enormemente cualquier cosa que pudieras contarme.

La curiosidad venció al drama, aun cuando brevemente. Monique dejó de llorar y alzó la vista para mirar a Ginny.

—¿Sobre qué?

—Estoy intentando averiguar cómo transcurría la vida de Danny antes de morir.

—Pero… ¿por qué?

—Porque sus padres necesitan saber lo que pasó.

Monique arrugó su bonita nariz.

—Pero si todo el mundo lo sabe —repuso—. Ese hombre horrible lo mató para robarle.

—Ese hombre es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

—Pero ¿qué es usted? —inquirió Monique—. ¿Una especie de detective privada?

—Algo así.

—¡Oh!

—Entonces, ¿me ayudarás? ¿Para que Danny pueda descansar en paz?

Tal como Ginny se había imaginado, el melodrama despertó el interés de la joven.

—¡Claro! —accedió enderezándose en la silla—. Por supuesto.

—Gracias. A ver, ¿desde cuándo os conocíais Danny y tú?

Ella se pasó una mano por el pelo.

—Pues de toda la vida. Los dos fuimos a East. —Nombró la escuela de primaria a la que Sonya y Ginny también habían ido—. Después, en segundo de bachillerato, Danny me pidió que fuese su pareja del Carnaval de Invierno, y me eligieron Reina, y eso que nunca antes había ganado nadie de mi curso. Desde entonces estuvimos juntos. Nos íbamos a casar.

Otra vez empezó a llorar, y Monique se las secó delicadamente. Ginny reparó en que en el pañuelo no había ni rastro de sombra de ojos; Monique tenía cuidado de no estropear su maquillaje.

—¿Te refieres a que estabais prometidos?

—Digamos que no oficialmente. Más bien teníamos planeado prometernos. Yo me estoy sacando el grado básico en el Centro Universitario local, y Danny iba a ir a la universidad en cuanto hubiese reunido el dinero suficiente. Aunque era duro, porque sus padres no le ayudaban en absoluto.

—¿De qué estás hablando? —le espetó Ginny, saltando instintivamente en defensa de Sonya—. Por supuesto que le hubiesen ayudado a pagar la universidad.

—No. Su padre decía que no se gastaría el dinero para que Danny estudiase cualquier mariconada de mierda. Son palabras textuales.

—O sea, ¿que quería que Danny se quedase a trabajar con él?

Monique se encogió de hombros.

—No sé si eso es lo que realmente quería o no. La cosa es que Danny quería estudiar bellas artes o arte dramático; eso le encantaba.

—Pero su padre no estaba de acuerdo.

—Creía que era malgastar el dinero. Si Danny iba a la universidad, quería que estudiase ingeniería o ciencias. Tuvieron una gran discusión sobre el tema en el otoño de segundo de bachillerato, cuando Danny estaba mirando universidades. Su madre estaba de su parte, pero su padre no cedió. Desde entonces Danny casi no le dirigía la palabra, fuera del trabajo, me refiero.

Ginny sintió una punzada de culpabilidad. Sonya no le había comentado nada del tema; probablemente porque Ginny había estado tan desconectada, tan obsesionada con su vida en la ciudad, que durante los últimos dos años pocas veces habían superado los diez minutos de esporádicas conversaciones telefónicas.

—¿De modo que Danny estaba ahorrando para pagarse la universidad?

—Sí —contestó Monique—. Tenía tres trabajos: en la construcción, de camarero en el Skillet, y ayudando en el Café des Artistes.

Ginny sabía que el Skillet era un conocido restaurante de la ciudad; del otro sitio nunca había oído hablar.

—¿El Café des Artistes?

—La cafetería nueva que hay cerca del museo.

—¿Qué museo?

—Esa cosa que han hecho en la antigua planta eléctrica. —La diminuta nariz de Monique se arrugó de nuevo—. En clase de apreciación del arte nos hicieron ir. Pero lo que hay es bastante feo.

—¿Qué horario hacía Danny?

Pensó en ello, sus cejas fruncidas por la concentración.

—Trabajaba con su padre de seis a tres. Después dormía la siesta y trabajaba en la cafetería desde las cinco hasta la medianoche. Al Skillet iba los fines de semana. Estaba tan ocupado que apenas lográbamos vernos. Pero no sabíamos que no nos quedaba mucho tiempo…

De nuevo sus ojos se llenaron de lágrimas. Ginny se metió la mano en el bolsillo y le ofreció a la chica otro pañuelo de papel, preguntándose por qué sentía por ella una antipatía tan visceral. ¿Era por alguna razón fundada o es que, simplemente, había decidido nada más verla que Monique no era lo bastante buena para Danny?

—Gracias —dijo Ginny—. Me has sido de gran ayuda.

—Haría cualquier cosa para ayudar a Danny. ¡Ojalá me hubiese muerto yo en su lugar!

Ginny no la contradijo.

—Deja que te pregunte algo más, ¿de acuerdo? Y quiero que lo pienses muy detenidamente. —Monique asintió moviendo con solemnidad la cabeza—. ¿Te dio alguna vez la impresión de que Danny tuviese miedo?

Esas cejas finas como lápices se juntaron por la obvia confusión.

—¿De qué?

—No lo sé. De alguien o de algo.

Monique cabeceó.

—Para nada. Danny era la persona más valiente del mundo entero.

—Que tú sepas, ¿se metió alguna vez en algo inapropiado? ¿En algo ilegal?

—Danny jamás hubiese hecho eso.

—¿Andaba metido en drogas? Puedes decírmelo, Monique. A él no lo perjudicará, y quizá me ayude a averiguar lo que pasó.

—No. No andaba metido en drogas. A lo sumo fumaba marihuana muy de tarde en tarde.

A Ginny le sorprendieron sus enormes ojos azules ahumados. Si Monique estaba ocultando algo, se le daba bien.

—De acuerdo —repuso Ginny—. Una cosa más. ¿Viste alguna vez a Danny con un arma?

—¿Se refiere a un arma como las de caza?

—Me refiero a un revólver.

—¿Está usted loca? —Monique se levantó de su asiento tan deprisa que la endeble silla de plástico cayó hacia atrás—. ¿Qué es lo que intenta? ¿Sugerir que Danny era una especie de criminal?

—No. Por supuesto que no. Sólo intento averiguar lo que le ocurrió.

—Todo el mundo sabe lo que ocurrió. Ese loco lo mató para robarle el dinero, e irá a la cárcel y lo condenarán a pena de muerte.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Monique, que habían adquirido el mismo tono cereza que las bebidas heladas de fruta que Ginny y Sonya solían comprarse en la tienda de la esquina en el camino de vuelta a casa desde la escuela.

Ginny ignoraba por qué le había venido a la memoria esa analogía concreta; el hecho de estar en su ciudad natal mezclaba pasado y presente, difuminando la línea del tiempo de tal modo que debía esforzarse para recordar si algo había pasado esa mañana o hacía veinte años.

Y acostarse con Jímmy Griffin no le había ayudado.

—Tranquila —le pidió Ginny—. No estoy intentando ensuciar el nombre de Danny, te lo juro. Su madre y yo somos íntimas amigas prácticamente desde el día en que nacimos.

Monique se sorbió los mocos, la miró con recelo, y después puso bien la silla y se sentó de nuevo.

—Vaya —dijo—, ¿por qué no me lo había dicho?