Ginny no sabía con seguridad cuánto tiempo se quedaron ahí de pie, devorándose mutuamente como un par de… en fin, francamente, no sabía muy bien como qué. Más tarde todo le pareció bastante ridículo. Pero en ese momento, no hubiese podido soltar a Jimmy Griffin como tampoco podía dejar de respirar.
Jimmy no había sido el primer chico al que ella besó, pero sí su primer amor. Incluso siendo un par de torpes adolescentes de 16 años, sus cuerpos se habían acoplado tan bien que a ambos les había producido un ligero miedo. Su atracción era tan fuerte que era como una tercera persona en su relación; una «carabina» cuya tarea consistía en asegurarse de que no llevaran ropa.
Cuando el beso en medio de la cocina de Sonya ya no fue suficiente, fueron a tientas hasta la habitación. Se equivocaron de dirección, se pasaron la puerta y chocaron contra un estante repleto de libros de cocina y figurillas de cerámica; una de las muñecas Precious Moments de Sonya cayó desde el metro y medio de alto y encontró su recompensa eterna en el linóleo. Se rompió en tres pedazos; después, mientras Ginny subía las manos por la camisa de Jimmy y admiraba una serie de músculos en su espalda que a los 18 años no habían estado ahí, hizo añicos la pequeña muñeca con sus zapatillas de deporte.
No lo notó, o, con franqueza, no notó nada más que no fuera la sensación de tener el cuerpo de Jimmy Griffin contra el suyo propio. Había algo tan condenadamente elemental en ello, algo tan absolutamente auténtico. De haber estado semiconsciente, y dispuesta a correr el riesgo de sentirse como una estúpida, quizás habría reconocido para sus adentros que tocar a Jimmy Griffin era como volver a casa.
De un modo o de otro, por fin consiguieron pasar por la puerta. Jimmy la presionó contra la pared, y ella sintió contra su espalda el revestimiento de falsos paneles, frío y suave. Incluso el pequeño top de hacer footing parecía sobrarle ahora; intentó sacárselo, pero se le enredó y él tuvo que ayudarle. Jimmy llevaba una camiseta con el nuevo logo de la pastelería, una absurda cara sonriente a juego con el símbolo de la galleta glaseada de la tienda. La mera visión de la misma podría haber hecho que ella recuperara la cordura, pero él se la quitó demasiado rápido. Volvieron a besarse, sus cuerpos pegados allí donde el sudor se acumulaba entre sus pechos. Jimmy siempre había sido un chico atlético (en secundaria había incluso creado un equipo ciclista) y su cuerpo seguía siendo firme y fibroso. Los pezones de Ginny rozaban el fino vello de su pecho; otra cosa que no abundaba a los 18, pero una sorpresa más que agradable.
Sus labios se movieron hasta un lado del cuello de Ginny. Eso, más que ninguna otra de las cosas que él solía hacerle, siempre la había vuelto loca. Jimmy le cubrió los pechos con ambas manos; aquello fue irresistible. Ella lo agarró con fuerza, lo besó con más intensidad y de nuevo saboreó el gusto metálico de la sangre en su boca. No tenía ni idea de si era de ella o de él.
—Cierra la puerta —pidió Ginny—. Sonya y los…
No pudo terminar la frase, pero él la entendió. Se separó de ella el tiempo que tardó en cerrar la puerta de la habitación y echarle el pestillo.
Al volver, ella ya estaba en la cama de Danny, tumbada sobre las sábanas recién lavadas que Sonya acababa de poner. Jimmy se sentó en el borde de ésta y se deshizo de sus zapatillas de deporte, un gesto que a ella le resultó tan familiar que la transportó a todas esas noches que habían pasado en la pastelería de la familia de él. Había cosas que cambiaban a mejor: la cama de Danny era mucho más cómoda que un saco de harina.
Él le quitó las zapatillas de deporte y los calcetines, y luego le deslizó sus manos por las piernas, desde los tobillos hasta los muslos, No llevaba más que unos shorts de hacer footing, absolutamente nada debajo; cosa que Jimmy descubrió por sí mismo cuando siguió subiendo con la mano.
Ginny culebreó para sacarse los shorts hasta que se tumbó desnuda ante él. No la había visto así desde que ella tenía 18 años. A pesar del momento, se le ocurrió preguntarse si su cuerpo de treinta y pico decepcionaría a Jimmy. Pero de ser así, él lo disimuló bien; o quizás estuviese demasiada preocupado por el botón de sus tejanos para fijarse. Ella le ayudó a quitárselos, junto con la misma clase de calzoncillos blancos que él llevaba entonces.
Antes de tirar sus tejanos al suelo, Jimmy metió una mano en el bolsillo trasero y palpó su billetero.
—¡Cielos! Dime que llevas un condón ahí —dijo ella.
Él asintió y extrajo el pequeño envoltorio azul. Estaba arrugado, pero serviría.
Ella cogió el condón y se lo puso a él. Igual que en los viejos tiempos.
Entonces se tumbó boca arriba y alargó los brazos hacia Jimmy. Justo mientras él la penetraba, en ese ajuste perfecto que ella había intentado no recordar durante los últimos quince años, Ginny fue levemente consciente del sonido de la puerta principal al abrirse y cerrarse, de las fuertes pisadas y del coro de voces infantiles pidiendo merendar.
No le importó lo más mínimo.
—¿Te has acostado con Jimmy Griffin en mi casa? ¿En la habitación de mi hijo? ¿Te lo has tirado habiendo cuatro niños pequeños al otro lado de la puerta? ¿Te has vuelto loca?
—Lo siento, Sonya, en serio. No sé, simplemente… pasó.
—¿Simplemente pasó? ¡Y un cuerno! ¿Nunca has oído hablar de una cosa llamada autocontrol? ¿O de las habitaciones de hotel, quizá?
Ginny no podía recordar la última vez que había visto a su amiga tan enfadada. No, un momento; sí que podía. Fue el día que cayó en la cuenta de que su hermana mayor le había dejado a Danny en la puerta de su casa y que nunca más volvería.
—Lo siento. Por favor, no te enfades conmigo. Es que no hemos podido contenernos.
—Ni me lo cuentes —ordenó Sonya.
—No sé qué ha pasado —insistió Ginny—. Había traído unos cuantos pastelitos de nueces, y cuando me he querido dar cuenta estábamos en la cama.
—Sí —afirmó Sonya con la respiración entrecortada—. Tengo entendido que Jimmy hace el servicio completo.
—¿Qué se supone que significa eso?
Sonya clavó los ojos en sus uñas, con aspecto de estar repentinamente avergonzada.
—Nada —respondió.
Soltó un largo suspiro; Ginny tuvo la esperanza de que parte de su enfado se fuese con el suspiro. Su amiga había estado sermoneándola desde que los dos últimos niños a su cargo (las hijas del entrenador Hank, esas modelos en miniatura) fuesen introducidos con prisas en el monovolumen de sus padres.
Sonya sumergió la bolsita de té en agua de la tetera y se sentó frente a la mesa de la cocina, aún cabeceando.
—¡Caramba, Gin! —exclamó—. Hablas como si tuvieras quince años.
A Ginny le pareció un buen síntoma que Sonya usara la palabra «caramba»; eso quería decir que estaba algo menos furiosa.
—Dímelo a mí —replicó Ginny, sentándose en una silla cercana—. Lo de las mates es bastante jodido. Juntas a dos personas de treinta y cuatro años, y el resultado es un par de adolescentes.
—A ver, ¿qué ha pasado? —se interesó Sonya.
—Ni puñetera idea. Estábamos hablando. Y luego nos hemos besado. Y luego estábamos… ya sabes.
Sonya permaneció callada unos instantes. Después, como si sucumbiese a un impulso propio irrefrenable, inquirió:
—¿Y… cómo ha sido?
Ginny intentó mantenerse seria; al fin y al cabo, acababa de profanar la cama del difunto hijo de su mejor amiga. Lo que había hecho era totalmente horrible. Al menos debería tener un ápice de decencia.
Pero no lo logró. Una amplia sonrisa ocupó su rostro, y se tapó la boca para ocultarla.
—Fabuloso —contestó ella—. Absolutamente fabuloso.
Sonya se enterneció; que Dios la bendijera.
—¿Como solía ser antes?
—Mejor —respondió Ginny—. Jimmy ha aprendido unos cuantos trucos.
—Pero ¿qué ha pasado, ya me entiendes… después?
Ginny recordó a los dos enredados entre las sábanas de Danny, sin aliento, sudorosos de pies a cabeza. Sin decir palabra.
—Ha sido incómodo —soltó—. Los dos teníamos ganas de salir corriendo, pero estábamos atrapados.
—Por mí y los cuatro niños.
—Exacto. Teníamos que esperar.
Sonya esbozó una sonrisa.
—Los niños no han parado de preguntar por Jimmy. Han visto su furgoneta fuera, así que sabían que no andaba lejos.
—¡Oh!
—¿De modo que habéis seguido recluidos durante una hora, esperando a que yo me diese por aludida y me llevase a los niños? ¿Y ni siquiera habéis hablado? ¿Qué demonios habéis estado haciendo? —La expresión del rostro de Ginny fue suficiente respuesta—. ¡Oh, no! Dime que no.
Enterró la cabeza en las manos.
—Ha encontrado otro condón en su cartera.
—¡Oh, santo Dios! Ginny…
—Lo siento, ¿vale? No he podido evitarlo.
—Está bien, está bien. Lo entiendo. Eres una esclava de tus pasiones. —Sonya soltó unos cuantos chasquidos de desaprobación y luego cruzó los brazos—. ¿Y qué va a pasar ahora? ¿Vais a volver juntos?
Ginny sintió una oleada de cariño hacia su amiga; desde luego Sonya era una anticuada.
—No —respondió ella—. Jimmy y yo no vamos a volver juntos. Somos agua pasada.
—Pasada —replicó Sonya— de hace una hora.
«Ya está bien de joderla —pensó Ginny—. Literal y metafóricamente». Era una mujer adulta, y policía, y tenía un trabajo que hacer. No había vuelto a casa para liarse con su novio de secundaria; estaba aquí para averiguar quién había asesinado a Danny Markowicz.
Lo sucedido con Jimmy era, sin duda, un gran error, pero de nada servía que se lo reprochase a sí misma. No se le podía pedir a nadie que se resistiese a su primer amor, ¿no? Sobre todo cuando lo tienes de pie delante de ti, con los brazos alrededor de tu…
«¡Virgen santa! —dijo para sí—. Haz el favor de controlarte».
Sonya se había ido al supermercado a comprar para la cena. Ginny necesitaba registrar la habitación de Danny, y Sonya había decidido que prefería no estar allí.
Revolver el cuarto resultó ser un antídoto perfecto para no pensar en Jimmy. Daba igual que ésta fuese la escena de su crimen; salió la Ginny profesional y se concentró en el trabajo. Metódicamente, con los guantes de cocina de Sonya puestos, inspeccionó los cajones del escritorio de Danny, debajo de la cama, el interior de cada caja de cedes, de zapatos y de cada mochila de lona.
No encontró nada particularmente revelador que no fueran los enseres propios de la vida de un adolescente normal. Tenía unas cuantas libretas repletas de poemas; mezclas musicales grabadas en su ordenador; un paquete medio vacío de Marlboro Reds; varias mancuernas; un botellín de licor Jägermeister, y pilas de revistas para hombres, siendo la pacata Maxim la más erótica de todas ellas. En su armario, escondido dentro de la cremallera de su bolsa del gimnasio, encontró un montón de condones; Ginny prefirió no pensar en la cantidad de tiempo que Jimmy y ella habrían permanecido recluidos en la habitación de haber sabido de la existencia de éstos.
Sonó el teléfono; dejó lo que estaba haciendo y descolgó el auricular que había junto a la cama de Danny.
—Residencia de los Markowicz.
—¿Virginie? —«¡Mierda!»—. Eres un desastre. ¿Por qué no me has llamado?
—Lo siento, tía Lisette —se disculpó Ginny, que contestó en francés en un intento por calmarla—. He estado realmente ocupada ayudando a Sonya.
—Te esperamos a cenar el domingo.
—No te prometo nada —declaró Ginny—. De verdad que me encantaría, pero…
—Bobadas.
—Sonya no cree que Jack O’Brien matase a Danny. Le dije que averiguaría lo que le pasó.
Esperaba deshacerse de tía Lisette con su explicación, pero si la había impresionado, ésta no lo dejó entrever.
—Eso no me parece una buena excusa para ignorar a tu familia.
—Lo siento —volvió a decir Ginny—. Te juro que vendré lo antes que pueda, ¿te parece bien?
No le parecía nada bien; su tía lo había dejado perfectamente claro. La mantuvo un buen rato al teléfono, interrogándola acerca de su distanciamiento con su padre y su vida en Nueva York, y de sus planes de boda y procreación, hasta que, al fin, Ginny la convenció de que tenía que volver al trabajo. Reanudó el registro, que a la postre estaba siendo incluso menos satisfactorio que la llamada de teléfono.
No había ningún diario personal, nada que le revelase los pensamientos y actos de Danny en un objeto al alcance de la mano. Sea como fuere, esa clase de cosas raras veces ocurrían en la vida real; únicamente pasaban en las series policíacas que a Ginny le provocaban deseos de estrellar algo contra el televisor. Dio con un par de álbumes de fotos; no de fotografías familiares, que probablemente guardaría Sonya, sino de instantáneas de Danny divirtiéndose con sus amigos.
Reconoció a algunos de ellos por el funeral: los jóvenes que habían portado el féretro de Danny iban vestidos con uniformes de béisbol o hacían hamburguesas a la parrilla junto al lago, o sonreían ufanos frente a sus camionetas pick-up nuevas. Había muchas fotos de la novia de Danny; esa joven rubia y esbelta que había sollozado desconsoladamente en St. Stan estaba, sin duda, magnífica en bikini.
Puso a un lado los álbumes y otros cuantos objetos; después los miraría con más detenimiento.
Había terminado la parte fácil del registro. Ahora Ginny se dispuso a mover los muebles; mirando detrás de éstos, sacando todos los cajones para asegurarse de que debajo no había nada escondido.
Fue entonces cuando la encontró. Estaba oculta detrás de la estantería de Danny; el arma pesaba tanto que había dejado una abolladura de cinco centímetros en la alfombra de lana.
Un revólver del calibre 38.