Capítulo 7

Ginny bajó corriendo la larga pendiente que había al final de la calle de Sonya, intentando no pensar en el hecho de que, al final, tendría que volver a subirla corriendo. Pasó de largo la fábrica donde había dado con las cosas de Jack (¿de verdad no hacía más que dos horas de eso?), y siguió avanzando, dejando atrás el Dunkin’ Donuts y una tienda de bocadillos «sub», que solía ser el sitio favorito de Ginny donde pasar el rato tras la escuela.

Giró a la izquierda y caminó por Main Street, reparando en más cambios. Lo que fue la tienda de baratillo Newberry ahora era una sofisticada tienda de regalos, con la vitrina repleta de velas aromáticas y comederos para pájaros de madera pintada. Había una cafetería nueva en Marshall; y, para su total sorpresa, anunciaba un descuento en los cappuccinos.

Al llegar al monumento de los milicianos de la Guerra de la Independencia, que era una réplica, ya que el original había sido aplastado por un conductor borracho cuando ella iba a secundaria, giró a la izquierda y se encontró de frente con la Funeraria Lavoie. No era su destino, pero sus pies la habían llevado allí de forma automática: era una paloma mensajera con zapatillas de deporte.

Ginny permaneció en el exterior de la enorme casa victoriana, rodeada de su césped meticulosamente segado. El edificio parecía exactamente el mismo: pintado de blanco brillante con postigos negros, y un toldo verde que cubría la entrada para que los dolientes pudiesen descender de sus coches a resguardo de la lluvia cuando llovía. Si hubiese ido por el lado derecho de la casa, suponía que se hubiera encontrado, sin duda, una bici de tres velocidades con una cesta floreada y un asiento alargado con rayas atigradas.

Había pasado toda su infancia en esa casa. Aparte de su apartamento en la ciudad, era la única casa en la que había vivido.

El padre de Ginny había sido empresario de pompas fúnebres; pertenecía a la tercera generación de propietarios de la funeraria más grande de la ciudad. El hecho de que ella hubiese mostrado nulo interés en seguir sus pasos fue sólo una de las muchas maneras que tuvo de decepcionarlo.

Ginny nunca se había sometido a terapia (la idea en sí se le antojaba demasiado estúpida para planteársela), pero en el transcurso de sus treinta y cuatro años, de vez en cuando se había preguntado si crecer rodeada de tanta muerte le habría generado confusión. Tendía a dudarlo. Su madre siempre había visto con pragmatismo lo de compartir su hogar con una sala de exposición de féretros y una habitación para embalsamar, y eso es lo que le transmitió a su hija en cuanto éste empezó a hablar.

Un cadáver es simplemente una cosa vacía, decía su madre. Como una botella que ya no tiene leche dentro. No había que tenerle miedo; tan sólo tratarlo con respeto, y eso era todo. No en vano Ginny había sido la única alumna de su clase de la academia que no vomitó durante la visita obligatoria al depósito de cadáveres.

Apretó el paso; pensar en su madre le traía toda clase de recuerdos en los que no tenía ganas de pensar. La última vez que estuvo en la casa donde creció fue para el funeral; su madre amortajada con un vestido de satén de color lavanda, decorado con un horrible ramillete de lirios cuya fragancia se le anudó en la garganta cuando se inclinó para darle el último beso.

Seis semanas después su padre se trasladó a Florida acompañado de su nueva prometida: la maquilladora de cadáveres que llevaba más tiempo embelleciendo los cuerpos que acostándose con su jefe. Y el negocio lo vendió a una empresa tan increíblemente carente de escrúpulos que, al fin, acabó apareciendo en el programa de televisión 60 Minutes por estafarles a las viejecitas el dinero depositado para el sepelio.

Eso en cuanto a su anciano y querido padre.

Regresó a casa de Sonya con la sudadera asquerosa tras haber corrido pendiente arriba. Mareada por la sed, puso la cabeza debajo del grifo de la cocina y dejó que el agua fría le regara la nuca. Se secó con un trapo y se zampó un botellín de Gatorade al tiempo que reparaba en la nota que había en la nevera: Sonya se había llevado a los niños al parque. Se disponía a desnudarse y meterse en la ducha cuando sonó el timbre.

Se puso el trapo alrededor del cuello y fue a abrir. Y al instante deseó no haberlo hecho.

—¿Qué haces aquí?

Jimmy Griffin estaba de pie en el porche de Sonya, con los brazos cargados de cajas de la pastelería y bolsas de papel encerado.

—Vengo a entregar algunas cosas —contestó con la misma amabilidad que ella—. ¿A ti qué te parece?

—Está bien. Perdona, pasa.

Ginny retrocedió para dejarlo entrar. Cruzó los brazos sobre el pecho, intentando ocultar el sudor que impregnaba su top de hacer footing. En cierto modo, no le había parecido ni mucho menos tan pequeño en la calle como le parecía en el pequeño recibidor.

Jimmy miró a su alrededor.

—¿Está Sonya?

—Se ha llevado a los niños al Fish Pond.

Esbozó una media sonrisa.

—Seguramente Willy la habrá convencido. Le gustan los columpios.

—Es un niño encantador.

—¿Lo has conocido?

—Más o menos —contestó Ginny—. Porque no habla mucho.

—Es un poco tímido, pero en cuanto te coge confianza, ya no te deja decir ni pío.

Dejó las cajas encima de la mesa de la cocina, donde, como cabía esperar, no quedaba ni rastro del desayuno. Aun en su aflicción, Sonya no dejaba que los niños fueran al parque sin limpiar los restos de cereales.

Jimmy se quedó ahí plantado, cambiando su peso de un pie a otro como hacía siempre que estaba nervioso. Al fin, Ginny no pudo soportar el silencio.

—¿Qué hay ahí dentro? —inquirió.

—¿Eh? ¡Oh! A veces traigo bollería para los niños; productos del día anterior.

—Pero ¿qué es ese olor? —Rastreó el aroma hasta una de las bolsas y la palpó; estaba caliente.

—Le he traído a Sonya un bocadillo de jamón ahumado y queso cheddar. Es su favorito y… —Hizo una pausa, como sí de pronto sintiera vergüenza—. Dudo que haya comido gran cosa desde que ocurrió eso. He pensado que quizá le abriría el apetito.

Ginny sostuvo la bolsa en lo alto y la olfateó; el olor era impresionante.

—¿De jamón ahumado y cheddar? No recuerdo que tus padres hicieran eso.

—He estado probando algunos productos nuevos. Parece que a la gente de la ciudad le gusta. —Cogió un cuchillo y le cortó un trozo; lo hizo en el aire, sin una madera de cortar, con tal arte que consiguió no rebanarse un dedo—. El relleno está envuelto en masa fermentada para hacer pan. También hago una salsa de pesto con tomates desecados al sol que gusta mucho. —Ginny pegó un mordisco y literalmente gimió de placer—. ¿Lo ves? —dijo él—. Ya te he dicho que a la gente de la ciudad le gusta.

Había un tono de irritación en su voz; pero eso no le impidió a Ginny saborear el pan, que era fantástico.

—¿Así que ahora soy una persona de la ciudad? —preguntó ella, todavía masticando.

Él se encogió de hombros.

—No sé lo que eres.

—Bienvenido al club.

—Entonces… ¿has vuelto aquí para quedarte?

—De ninguna manera —respondió Ginny en un tono que incluso ella pensó que sonaba demasiado vehemente—. Me quedaré hasta que averigüe lo que le ocurrió a Danny.

—¿No tienes que trabajar? Creía que eras, ya sabes, una policía importante.

Ginny estuvo a punto de mentirle. Pero, por alguna razón incomprensible, decidió contarle la verdad.

—Me han suspendido —confesó—. No tengo pistola, ni placa, ni sueldo. Quizá ni trabajo.

«Y quizá —pensó—, me acusen de un delito grave».

—Lo siento —comentó él.

—¿No vas a preguntarme qué pasó?

—Sólo si quieres hablar de ello, que supongo que no.

Ella asintió, apoyándose en la encimera de la cocina. Jimmy todavía le leía el pensamiento como quien lee un libro de tapa blanda.

—Cometí una estupidez —dijo ella.

—Me cuesta creerlo.

Ginny no pudo adivinar si estaba siendo sarcástico; imposible saberlo por la inflexión de su voz.

—Confié en quien no debía —continuó ella, aunque no estaba segura del motivo—. Resulta que estaba involucrado en el robo. Logró que yo hiciera el trabajo sucio por él. —Inspiró profundamente sintiendo la dura encimera de fórmica contra el coxis—. Le ayudé a destruir pruebas de un caso de violación.

Jimmy frunció las cejas.

—¿A propósito?

—Por supuesto que no. Pero eso da igual. Sigo estando jodida.

—Lo siento.

—¿Sabes qué? —dijo ella—. Mi madre solía decir que todo pasa por alguna razón. Sí no lo hubiese estropeado todo y no me hubieran suspendido, no podría estar aquí con Sonya. Quizá sea el destino.

—¿En serio crees eso?

—¡Claro que no!

A Ginny le pareció ver que él sofocaba una sonrisa.

—Lo de Danny… ¿cómo va? —se interesó él.

Ella se encogió de hombros y volvió a cruzar los brazos, de nuevo sintiéndose desnuda con su ropa de hacer footing.

—Jack el Saltimbanqui no lo hizo. Es cuanto puedo decirte.

—Creía que lo habían pillado con el billetero de Danny.

—Casi con toda seguridad se lo birló a Danny cuando ya estaba muerto.

—Entonces, ¿por qué Rolly le echa a él el mochuelo?

—Porque —contestó después de dar un gran sorbo de Gatorade— Rolly es un vago y un hijo de puta y Jack es la solución fácil.

La boca de Jimmy se curvó dibujando su media sonrisa marca de la casa.

—Los policías de esta ciudad deben de recordarte a Barney Fife[1], ¿eh?

Ginny sacudió la cabeza.

—Tenemos muchos como él en el Departamento de Policía de Nueva York, créeme.

Dio la impresión de que él reflexionaba sobre lo que ella había dicho, y después asintió.

—Así pues, ¿qué piensas hacer?

—De momento, me parece que me voy a limitar a intentar indagar por ahí. No me han pedido nada de forma oficial. En cuanto meta las narices, seguro que Rolly se enfadará.

Permanecieron allí de pie durante un minuto, Jimmy apoyándose alternativamente en uno y otro pie.

—¡Se me hace tan raro pensar que eres policía! —exclamó él—. Quiero decir que sé que siempre te ha gustado esto, pero los policías son los tipos que solían intentar pillarnos fumando porros debajo de las gradas del campo de fútbol, ¿te acuerdas?

Ella también sonrió; no pudo evitarlo.

—No estoy en narcóticos —informó—. Pertenezco a la Unidad de Víctimas Especiales.

—¿Qué es eso?

—Crímenes sexuales.

No estaba segura, pero le pareció que realmente había hecho ruborizar a Jimmy.

—Bueno… será mejor que me vaya —concluyó él—. Tengo que hacer repartos.

—Procuraré no comérmelo todo antes de que vuelva Sonya.

—Hay un par de pastelitos de nueces ahí dentro —anunció él—. Por si aún te siguen gustando.

—Dime que no has cambiado la receta.

—Jamás —repuso él—. Bueno… adiós.

—Adiós.

Jimmy dio un paso hacia la puerta. Ella dio un paso hacia la ducha.

Pero entonces, actuando con tal simultaneidad que un observador pensaría que lo habían ensayado previamente, se abrazaron y besaron con tanta fuerza que se hicieron sangre.