Capítulo 6

Menos mal que Ginny no iba armada: en esta ocasión podría haber disparado contra las coletas de una pelirroja de rostro pecoso, de unos cuatro años, o darle en la barriga al niño pequeño de aspecto serio con gorra de los Red Sox.

Sonya había reabierto su guardería infantil.

—¡La Virgen! —exclamó Ginny—. Casi me cago del susto.

Sonya se mordió los labios.

—Te ruego que no uses ese lenguaje delante de los niños.

—Lo siento.

—Esa mujer ha dicho una palabrota —dijo la pelirroja, encogiéndose de hombros con una mochila a la espalda adornada con un personaje de dibujos animados y mirada tonta—. Ha dicho dos palabrotas.

—Esa mujer es la señorita Lavoie, Britney —matizó Sonya—. Y ha dicho que lo siente.

La pequeña levantó la vista hacia Ginny y la miró con manifiesto escepticismo. Durante unos instantes Ginny temió que la niña se pusiese a chillar otra vez. Pero se limitó a decir:

—Ahora tendrás que lavarte la boca con Palmolive.

—¿Cómo dices?

—Es lo que se hace con las bocas sucias —aclaró Britney—. Hay que lavarse la boca con una cucharada de Palmolive.

El castigo era tan específico que Ginny tuvo la sensación de que a la pequeña la habían reprendido por hablar mal en más de una ocasión. Miró horrorizada a Sonya, quien hizo un gesto con la mano desentendiéndose del tema.

—A mi no me mires. Eso lo ha sacado de su abuela.

—¿Quién es…?

Sonya ayudó a la niña a quitarse el abrigo.

—Sissy McShane.

—¿Sissy McShane, de nuestra clase? ¿Me estás diciendo que es abuela de una niña?

—Eso es. ¿No te acuerdas de que dejó de estudiar en tercero de secundaria porque estaba… —Sonya la miró con complicidad por encima de la cabeza de la niña— EM-BA-RA-ZA-DA? Pues la historia se ha repetido.

Ginny miró a la pequeña. La niña tenía una sonrisa maquiavélica; sin duda estaba calibrando si podría más que Ginny para meterle un bote de limpiador Comet en su sucia boca.

—¿Y éste quién es? —inquirió Ginny, señalando al niño de pelo castaño. Las miraba con los ojos abiertos como platos, con el abrigo todavía puesto y sujetando la mochila, sin decir una palabra.

Sonya se agachó y llamó al niño.

—Cariño, dile a la señorita Lavoie cómo te llamas.

—Willy —contestó.

Sonya le dio unas palmaditas en la espalda y un beso en la coronilla. Cierta expresión ocupó su rostro brevemente, tan fugaz que a Ginny casi se le escapó. Pero supo que durante ese medio segundo Willy era Danny cuando aún no medía un metro de estatura.

—¿Puedes decirle tu nombre completo? —lo animó Sonya.

—William Patrick Griffin —respondió.

El corazón de Ginny empezó a latir más y más despacio, hasta el punto de que empezó a preguntarse si Sonya disponía de un desfibrilador.

—Es sobrino de Jimmy —puntualizó Sonya sacando a Ginny de su desdicha—. En realidad, uno de los seis que tiene.

—¡Oh!

Sonya se levantó y se llevó a los niños a la cocina. Acababa de acomodar a cada uno de ellos delante de un cuenco de cereales Froot Loops cuando se abrió la puerta principal y otro par de niños irrumpió en el pequeño vestíbulo. Eran niñas, de ojos azules y rubias, y largas trenzas colgando sobre la espalda. Eran gemelas idénticas.

—Te presento a Cynthia y Melinda Meeks.

—¿Son hijas del entrenador Hank? No me extraña que sean tan condenadamente guapas. —Al oír la palabra «condenadamente» los ojos de Britney se clavaron al instante en el jabón lavavajillas que había en el fregadero de la cocina.

—¿Sabes qué? —dijo Ginny antes de que la niña pudiera reñirla por sus excesos verbales—. Creo que voy a salir un rato.

—Lo siento —repuso Sonya.

—No pasa nada —comentó Ginny, distraída por el ruido que hacían los niños al comer con la boca abierta—. Es sólo que no estoy acostumbrada a estar con niños, eso es todo.

—Lo siento —repitió Sonya. Observó a los niños que comían cereales, después a las otras dos que estaban sentándose a la mesa—. No pensaba volver a ocuparme de ellos tan pronto, pero sus padres tienen que trabajar y yo, simplemente… necesitaba que las cosas volvieran a la normalidad. Empezar de nuevo, en cualquier caso. —Los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas y parpadeó con rabia. Ginny sabía que lo último que Sonya quería era llorar delante de los niños—. Así que hoy pasaremos un día realmente estupendo, ¿verdad? Será como antes. Pasaremos un día realmente magnífico.

Ginny puso el coche en marcha sin ningún destino en mente más allá de salir de aquella guardería. La luz de aviso de revisión del motor estaba encendida, tan brillante como insignificante. Dio un fuerte golpe en el salpicadero con la palma de la mano, y ésta se apagó. La verdad es que un día de estos tendría que comprarse un coche nuevo; aferrarse a éste había dejado de ser barato para convertirse rápidamente en oneroso.

Condujo cuesta abajo, giró a la izquierda por el río y al cabo de casi un kilómetro pasó por delante de la fábrica abandonada donde Danny había fallecido. En el otro lado de la calle había un edificio idéntico, de modo que las dos enormes construcciones daban la claustrofóbica sensación de que la calle de dos carriles era un profundo cañón. No era la primera vez que a Ginny le venía a la memoria un verso de un himno que en cierta ocasión había escuchado en la iglesia de san-no-sé-qué; uno sobre Jerusalén que era construida entre unas lóbregas fábricas satánicas.

Era un pensamiento melodramático, especialmente para ella, y no pudo evitar reírse; sobre todo cuando vio el letrero que había en el edificio de enfrente. Era de color morado rojizo y blanco, y estaba fijado a la pared; rezaba: ¡SETAS DE MASA CRÍTICA; SHIITAKES, CHAMPIÑONES Y MUCHAS OTRAS!

De modo que ésa era la fábrica de setas en conserva que Sonya le había mencionado la primera vez que habló con ella de la muerte de Danny. Ginny lo había atribuido a alguna confusión producida por el dolor; resultaba difícil imaginar las fábricas convertidas en otra cosa que no fueran lúgubres monumentos a la prosperidad hace mucho tiempo perdida de la ciudad. Pero había unos pocos coches estacionados a lo largo del espinoso alambre oxidado del aparcamiento de empleados, y un flamante camión de reparto estaba aparcado frente al muelle de carga. Quizá las cosas sí estaban cambiando realmente.

Entró en el solar que había al otro lado de la calle y estacionó junto a la fábrica abandonada, escenario de la muerte de Danny. La vez anterior no había podido escudriñar el resto del edificio, con su antiguo profesor de inglés vigilándola y golpeando impaciente el suelo con las puntas de sus zapatillas de deporte.

En esta ocasión, sin embargo, tanto la puerta frontal como la del muelle de carga estaban cerradas. Por suerte, alguien había dejado abierta una ventana del primer piso, probablemente con la esperanza de ventilar el lugar. Ginny se subió a un contenedor de basura, se agarró a la repisa de ladrillo de la ventana y se impulsó hacia arriba para saltar por la ventana. Se encontró en medio de un montón de basura, pilas de toda suerte de envases y colillas de cigarrillos, y ni una sola pista.

Danny había fallecido en el tercer piso; esa parte ya la había escudriñado. Ahora inspeccionó el resto del edificio, escarbando entre desechos acumulados a lo largo de muchos decenios; no solamente toda la porquería que los invasores adolescentes habían ido dejando con los años, sino restos de maquinaria y bobinas podridas de lana que databan del apogeo de la fábrica.

No es que esperara encontrar el arma del asesino; seguro que de haber estado ahí mismo, delante de sus narices, hasta Rolly y sus chicos habrían tropezado con ella.

Y no la encontró, ni el arma ni ninguna otra cosa especialmente útil; hasta que llegó al cuarto piso. Guardada a la perfección bajo la protección de un armario ahora sin cajones, había una maltrecha mochila que contenía cuanto un hombre poseía en el mundo.

Volvió al coche, recorrió el kilómetro escaso hasta la ciudad y entró por la puerta principal de la comisaría. No conocía al policía que estaba de guardia, pero cuando pidió ver a Jack, el poli se limitó a encogerse de hombros y abrir con llave la puerta que conducía al bloque de celdas.

Esta vez no pudo olerlo a distancia; cuando lo tuvo más cerca vio que se había dado una ducha, y que se había desprendido de su uniforme militar. Llevaba un mono gris, y aunque su antiguo uniforme era un andrajo y estaba sucio, le había dado sin duda cierto sentido de pertenecer a algo. Seguía con su aspecto de loco, pero ahora parecía encogido y perdido, humillado. Tampoco hacía ya flexiones; Jack estaba sentado en el borde de la cama, mirándola fijamente a través de los barrotes.

—He encontrado tus cosas —anunció ella—. En la fábrica. Exactamente donde las dejaste.

A Jack se le iluminaron los ojos; podría decirse que era lo más patético que Ginny había visto jamás. Aun así, no dijo nada.

—Me parece que está todo —continuó ella—. No creo que nadie haya hurgado en la bolsa.

Había echado un vistazo a la mochila y al saco de dormir atado a ésta (con guantes, aunque no lograba imaginarse por qué alguien iba a encontrar sus huellas), y no había encontrado nada que vinculase a Jack con la muerte de Danny. Salvo, naturalmente, el hecho de que todas sus pertenencias estaban en la escena del crimen.

—¿Puedes…? —Se le entrecortó la voz y tuvo que aclararse la garganta y empezar de nuevo—. ¿Puedes dármela?

—Lo siento, Jack. He tenido que dejarla allí. Es una prueba. Pero hablaré con Rolly para que te la devuelva en cuanto ya no la necesite.

De hecho, había dudado sobre qué hacer con las cosas de Jack. Sabía que no había nada vinculante en su ropa andrajosa y sus viejas revistas; y, ciertamente, no quería incriminarlo más de lo que él mismo ya se había autoinculpado. Pero aunque la policía local ya había echado bastante a perder la investigación, no quería manipular las pruebas sin un buen motivo. Daba igual que el Departamento de Policía de Nueva York pensase que era capaz de eso, y de más cosas.

—Se han llevado mi ropa —declaró Jack, mirando el mono de presidiario.

—Lo lamento —repuso ella—. En cuanto pueda iré a una tienda de excedentes militares y te encontraré algo, te lo prometo. Pero ahora mismo tengo que hacerte una serie de preguntas, ¿de acuerdo?

Él consideró la petición; después asintió.

—Estabas viviendo en la fábrica, ¿verdad? —Él negó con la cabeza—. ¡Venga, Jack! No se lo diré a nadie. No te causaré ningún problema.

—No vivía allí —contestó.

—Mira, no podré ayudarte a menos que…

—Sólo cuando llueve —confesó.

—¿Cómo?

—Me gusta dormir al aire libre. —Sus ojos huecos recorrieron las paredes hechas con bloques prefabricados de la celda—. A cubierto no duermo tan bien.

—¿Quieres decir que solamente usabas la fábrica para protegerte del mal tiempo? ¿Y para guardar tus cosas? —Él asintió—. De modo que es así como encontraste el billetero de Danny, ¿correcto?

Jack entornó los ojos, como si realmente estuviese pensando en ello. Se frotó con una mano la incipiente barba canosa de su mejilla y se mordió el agrietado labio inferior.

—Se la cogí del bolsillo —contestó—. Él ya no la necesitaba.

—¿Me estás diciendo que encontraste el cadáver?

Jack se encogió de hombros.

—Más o menos.

—¿Qué quieres decir con más o menos? O lo encontraste o no lo encontraste.

Él esbozó una sonrisa.

—Antes de ser un cadáver uno es un hombre.

—¡Por Dios, Jack, jugar a las adivinanzas no me ayuda nada! ¿Puedes, por favor, darme una respuesta concreta?

—Primero estás ahí y luego no estás —dijo él—. Después te mandan a casa en una caja. Aunque a tu madre le dan la bandera. Así que no está tan mal.

—Espera —pidió Ginny—. ¿Me estás diciendo que estabas ahí cuando murió Danny? ¿Qué lo presenciaste?

Él asintió con la cabeza.

—Lo oí.

—¿Qué es lo que oíste?

Se encogió de nuevo.

—Gritos de hombres. Realmente crueles. «Mentiroso, bastardo, hijo de puta. Espero que te pudras en el infierno», cosas así.

—¿Y reconociste las voces? —Él sacudió la cabeza—. Pero tú no lo mataste. Lo sabes, ¿verdad? —De nuevo se encogió de hombros—. Entonces, ¿por qué narices dejas que Rolly te acuse injustamente?

—Quizá lo maté. Rolly lo dice.

—¡Oh, a la mierda con Rolly! —exclamó Ginny—. No eres culpable de nada más que de robarle el billetero a un muerto.

Jack sacudió la cabeza, repentinamente serio.

—Soy culpable —declaró.

—¿Por qué dices eso?

—Si te escondes cuando atacan a tu compañero —respondió—, es como si tú mismo lo hubieras matado.