Capítulo 5

—¿Es eso cierto?

Jack volvió a asentir, pero esta vez su mirada no se apartó de sus botas del ejército con cinta adhesiva plateada.

—Es lo que dice el jefe de policía Rolly.

—Olvídate de lo que diga. ¿Podrías explicarme lo que ocurrió?

—Golpeé a Danny Markowicz en la cabeza. Lo golpeé y golpeé hasta que murió.

—¿Eso es lo que Rolly ha dicho que hiciste? ¿O lo que de verdad hiciste?

Él se encogió de hombros.

—¿Qué diferencia hay?

Ginny reprimió el impulso de introducir un brazo entre los barrotes y arrebatarle el donut.

—Hay una gran diferencia —explicó ella—. Olvídate de lo que Rolly te ha dicho. ¿Puedes simplemente hablarme de Danny?

—Danny sólo concedió al Pittsfield dos carreras el año pasado en la final del Western Mass.

—Me refería a lo que ocurrió la noche de su muerte.

Él la miró fijamente, como si ella fuese muy estúpida.

—Hubo una pelea —confesó.

—Lo sé. Hubo una pelea e hirieron a Danny. Pero ¿qué te hace pensar que lo hiciste tú? —Jack abrió la boca para hablar—. Aparte de lo que te haya dicho Rolly. —Jack cerró de nuevo la boca. Ginny dio un paso hacia él—. Tenías su billetero en el bolsillo. ¿Sabes cómo llegó hasta ahí?

—Danny también era amable conmigo. Aunque nunca me compró un donut. En cierta ocasión me compró un sandwich de huevo. Me lo dio con dos bolsitas de ketchup.

—Escucha, Jack, es importante que te concentres. Quiero ayudarte.

—Y eso, ¿por qué?

—Me envía la madre de Danny. Sonya. Ella no cree que tú lo mataras.

Sorprendentemente, su mirada le pareció un tanto dolida.

—He matado a un montón de gente —puntualizó.

—¿Dónde? ¿Aquí o en la guerra?

Él se encogió de hombros otra vez; de repente era el vivo retrato de la indiferencia.

—Soy un maldito infanticida. Eso es lo que me dijeron cuando regresé a casa.

El recuerdo debió de despertarle el hambre, porque sacó el donut de la bolsa y pegó otro diminuto mordisco.

—Me ha dicho Sonya que ni siquiera has querido hablar con el abogado de oficio —apuntó Ginny—. Pero necesitas un abogado. Alguien que…

—No lo necesito.

—Sí que lo necesitas. Créeme.

Él sacudió la cabeza.

—Un hombre de verdad no se esconde detrás de un abogado hijo de puta.

—¿Te ha dicho eso Rolly? —No hizo falta que Jack respondiera—. ¡Por Dios, Jack! Tienes que escucharme. Nadie quiere que estés en la cárcel por algo que no has hecho, ¿de acuerdo? Y ahora simplemente dime cómo conseguiste el billetero de Danny.

—Lo robé —contestó—. Lo robé como un maldito ladrón.

Ginny procuró controlar su estado de ánimo. Al fin y al cabo, Jack no tenía la culpa de estar hecho un lío. Desde hacía treinta años era un psicópata incurable: la ciudad, que no había sabido qué hacer con él cuando regresó de la guerra, lo consideró su loco particular. Difícilmente podía uno culparle de hacer bien su trabajo.

—Te sacaré de aquí, Jack, ¿vale? Quédate tranquilo.

Él asintió, aunque Ginny tuvo la sensación de que sólo la escuchaba a medias. Cuando ya había recorrido casi todo el pasillo, él la llamó.

—¿Sabes lo que sienta realmente bien con un donut recubierto de chocolate? Un buen vaso de leche fría. La próxima vez podrías traerme uno. ¿Vale?

Tras once años en el Departamento de Policía de Nueva York, Ginny creía que lo había visto y hecho todo. Pero esto era la primera vez que le pasaba: dormir en la cama de una persona asesinada.

Sonya había insistido. Después de cuatro noches en el sofá del salón ya era hora de que se trasladara a la habitación de Danny. Algo muy propio de Sonya, pensó Ginny: dejar que el pragmatismo se impusiera sobre su corazón roto.

De modo que por primera vez desde la muerte de su hijo, Sonya se atrevió a entrar en la pequeña habitación que daba a la cocina; el cuarto que ella había compartido con la madre de Danny hacía tantos años. Había quitado las sábanas, pero después de inspirar el olor de Danny todavía impregnado en ellas, no pudo soportar la idea de lavarlas. Las metió en una bolsa de basura, la cerró y la escondió en el fondo de su armario, consciente de que su marido jamás lo entendería.

Ginny la había observado, sin querer interrumpirla. A pesar de lo culpable que se sentía, agradecía tener su propia habitación; entre tanto estrés y el hábito de Pete de salir de casa a las cinco y media de la mañana, no había dormido bien. Pero nada más dejar su pequeña mochila sobre la alfombra azul de lana gruesa del cuarto de Danny, se sintió una intrusa de la peor calaña.

A excepción de las sábanas, la habitación estaba exactamente como Danny la había dejado esa última mañana, cuando se había marchado a trabajar con Pete llevando la comida que Sonya le había preparado, e ignorando que no volvería a casa jamás. Era un espació acogedor, ordenado sin ser aburrido; Sonya había criado bien a su hijo.

«La limpieza te acerca a la santidad». Sonya era la única persona que Ginny había conocido en toda su vida que de verdad conseguía que el cliché sonara como si tuviese algún significado. A Ginny siempre le había parecido una frase extraída de una tarjeta de Hallmark (o quizá bordada en los calzoncillos del Papa), pero Sonya realmente creía que la limpieza de cuerpo y alma te acerca más a Dios. Ninguna molécula de polvo podía contar con vivir mucho tiempo en casa de Sonya Markowicz; y aunque nadie la consideraba una beata, en su lavadero jamás se mezclaba la ropa blanca con la de color.

La mente de Ginny voló hasta la infernal cocina de su propio apartamento, con el fregadero lleno de platos sucios y tanto polvo que uno podía escribir sus iniciales sobre el microondas. ¡Quiera Dios que su amiga no lo viera nunca! Claro que en este momento ni siquiera Ginny podía pensar en un motivo para regresar. Hasta su cactus había muerto por falta de cuidado.

Sacudió la cabeza y alargó el brazo para coger la taza del fuerte café que Sonya le había dejado encima del escritorio de Danny. Ginny era lo bastante consciente como para saber que corría el peligro de caer en un auténtico estado de miedo; una miserable fiesta cuyos invitados incluían no sólo al asesino del pobre Danny, sino también su carrera fracasada, su pésimo gusto para los hombres y su inminente desahucio. Se le pasó por la cabeza poner un poco de algo en el café, hasta que cayó en la cuenta de que eran las siete y cuarto de la mañana. ¡Sería estúpida!: realmente cada vez se parecía más a su padre.

El grito arrancó a Ginny de su repugnante ensueño; parecía que estuvieran despellejando vivo a alguien. Salió corriendo de la habitación, gritando el nombre de Sonya y buscando por segunda vez en varios días su arma inexistente.