Algunas ciudades tienen una iglesia católica; la de Ginny tenía cuatro. Todas con sus respectivos nombres de santos, aunque se las conocía por el origen étnico de los inmigrantes que las habían fundado: italiana, irlandesa, inglesa, francesa. Pero el funeral por Danny se celebraría en la ciudad de al lado, porque era ahí donde estaba la iglesia polaca.
Al principio, el padre LeGrand (que también era responsable de otras dos parroquias) había dicho que los lunes no oficiaba funerales allí, que Danny tendría que ser enterrado en St. Anthony.
Sonya insistió, sin lágrimas y sin ceder lo más mínimo. Era en St. Stanislaus donde Danny había sido bautizado, asistido a catequesis y servido de monaguillo, dijo. Era allí, y sólo allí, desde donde devolvería a su hijo a Dios.
El cura rehusó lamentándolo mucho. Ella le recordó que su familia había rendido culto en esa iglesia desde hacía cuatro generaciones (y que la empresa constructora de su marido estaba renovando la rectoría a precio de coste).
De modo que el maltrecho y joven cuerpo de Danny yació en un ataúd debajo de las vidrieras de intensos colores de St. Stan, la inmensa iglesia a rebosar de gente de pie. Sonya se sentó entre Ginny y Pete; exteriormente tranquila, con el cuerpo y el alma entumecidos por el dolor. Su serenidad contrastaba con los aullidos histéricos de la joven que había en el otro extremo del banco: una rubia menuda llamada Monique, campeona estatal de «animadoras» y novia de bachillerato de Danny. Al otro lado del pasillo, incómodos y poco habituados a llevar americana y corbata, había seis adolescentes portadores del féretro.
Un coro de alumnos de bachillerato cantó una de las canciones pop favoritas de Danny; una feligresa cantó el «Ave María». El padre LeGrand habló del buen carácter de Danny, de su fuerte ética laboral y de sus diversas aficiones: lanzador de béisbol, integrante de una banda musical, actor secundario en West Side Story. Los creyentes comulgaron.
El oficio duró una hora, pero Ginny tuvo la sensación de que terminaba tan rápido que debía de haber habido alguna clase de error. La iglesia era una imagen borrosa de rostros conocidos, cientos de personas con las que había crecido pero a las que no había visto desde hacía quince años. «Ginny Lavoie, ésta es tu vida».
Danny Markowicz, ésta es tu muerte.
Fue hasta el cementerio en la limusina que seguía al coche fúnebre; Sonya le apretaba la mano con tanta fuerza que le hacía daño. Viajaban cinco personas en los asientos posteriores del lustroso coche negro: Ginny, Sonya, Pete y los padres de Pete.
—La asistencia ha sido considerable —dijo la madre de Pete, aunque nadie más tenía ganas de conversar—. Había mucha gente. Incluso más que cuando murió el alcalde LeClair, ¿os lo podéis creer? Espero que haya suficiente comida para todos.
Dio la impresión de que esperaba una respuesta, así que Ginny dijo:
—Hay un montón de comida.
—Ha sido un bonito detalle que vinieran. Pero por lo menos podrían tener la decencia de vestirse. No digo que se pongan americana y corbata, que naturalmente deberían llevar. Pero ¿tejanos? ¿Es apropiado ir vestido así a una iglesia hoy en día? —Esperó a que alguien compartiera su indignación. Nadie lo hizo—. Pete y, ¿quiénes eran esos dos jóvenes? Los que iban de negro. Al fondo de la iglesia.
Pete continuó mirando por la ventanilla. El director del funeral había empezado a organizar el estacionamiento en fila de los vehículos, pero con tantos asistentes tardarían un rato en avanzar.
—No tengo ni idea de qué me estás hablando —repuso Pete.
Su madre se mordió los labios.
—Pues no comprendo que no los hayas visto. Dos chicos jóvenes, de aspecto pálido y pelo de color extraño. Forasteros.
Sonya se aclaró la garganta.
—Son amigos de Danny. Creo que acababa de conocerlos. Son dos chicos de Nueva York.
—¿De Nueva York? —inquirió la madre de Pete—. ¡Yo hubiese dicho que venían de Marte! —Al ver que los demás todavía no reaccionaban, su tendencia natural fue seguir hablando—. Naturalmente —continuó—, toda la ciudad está plagada de esa gente. Dentro de poco nos superarán en número. —Aún nada—. Es que, sencillamente, son tan agresivos. Y desconocen el valor del dinero. Harán cola para comprarse esos apartamentos del lago, y los que de verdad vivimos aquí no podremos permitirnos…
Al fin Pete tuvo suficiente.
—¡Por Dios, mamá! —exclamó—. ¿Puedes parar? —Entonces el cortejo avanzó e hicieron el recorrido hasta el cementerio en silencio.
Ginny había estado una vez en un funeral judío, y nunca olvidó el sonido de la tierra al golpear la sencilla caja de pino, la irrevocabilidad de ese espantoso sonido sordo; estaba agradecida de que su gente no lo hiciera así. Sonya, Pete y ella se marcharon cuando el ataúd, sobre un marco metálico brillante, aún estaba suspendido sobre la tierra; una modesta alfombra verde cubría la tumba abierta. Para cuando enterraran a Danny, los asistentes estarían comiendo mini bocadillos en la sala aneja de la parroquia.
La inmensa sala podría dar cabida a 500 personas una noche de bingo. Ahora estaba repleta de asistentes, cuyo dolor sincero por la muerte de Danny no les impedía llenar sus platos hasta arriba de rollitos de jamón y ensalada con gelatina. Ginny había intentado convencer a Sonya de que comiese algo (desde que llegara a su casa lo único que le había visto tomar era café), pero no sirvió de nada. Sonya se había limitado a sonreír con tristeza. «Por fin, una dieta que funciona», le dijo.
Tras dos horas de recepción, sin final a la vista, Ginny rodeó las mesas cubiertas con manteles de papel y salió a respirar aire. Un grupo de gente fumaba junto a la puerta, y aunque a ella no le hubiese ido mal un cigarrillo, no le pareció decente gorronearle uno a la mujer que solía liderar su tropa de niñas exploradoras.
—Virginie.
Su nombre fue pronunciado con correcto acento quebequés, con una voz tan similar a la de su padre que dio un respingo. No importaba que la dueña de esa voz fuese mujer; su tía Lisette siempre tuvo la voz más grave del coro femenino, y después de pasarse cincuenta años fumando Winston, sus palabras eran ásperas como el cemento. De no tener Ginny pudor alguno, podría gorronearle a ella un cigarrillo: seguro que tía Lisette tenía.
A sus 66 años hacía honor al dicho de «Quien tuvo retuvo». Alta y de facciones fuertes, siempre había parecido la personificación de la palabra «guapo». Era la hermana mayor del padre de Ginny, le sacaba diez años, y entre ambos sólo había habido abortos, y jamás en toda su vida se le había pasado por la cabeza que su hermano pequeño no fuera un santo.
Siempre había pensado lo mismo de la única hija de éste; eso fue así hasta que Ginny tuvo la desfachatez de desaprobar su segundo matrimonio. Aun así, la familia era la familia; Lisette rodeó con sus musculosos brazos a Ginny, que corrió el peligro de morir asfixiada contra sus grandes pechos. Cuando su tía la soltó al fin, se inclinó y le plantó un beso en la frente, que le dejó una señal de color rojo subido.
—¿Por qué no me has llamado?
Lisette le habló en francés. Ginny respondió en inglés, lo cual hizo que su tía, molesta, frunciese esos labios rojo pasión.
—He llegado hace apenas dos días —contestó Ginny.
Su expresión indicaba que eso no era una excusa; le lanzó preguntas como balas de cañón quebequesas.
—Bueno, ¿cómo estás? ¿Por qué no has dado señales de vida? ¿Cómo vamos a saber si estás viva o muerta? ¿Por qué sólo vienes para los funerales? ¿Y por qué no has llamado a tu padre?
Ginny abrió la boca para responder (no sabía con certeza a cuál de las preguntas), pero el formidable cerebro de su tía ya había pasado al tema siguiente.
—¿Dónde te hospedas? No me digas que estás en el Holiday Inn.
—En casa de Sonya.
—¡Eso es absurdo! Te quedarás conmigo y con Roger. Todos los hijos se han ido de casa y tenemos espacio de sobra.
—Te lo agradezco mucho —dijo Ginny—. Pero Sonya necesita que esté con ella. Estoy segura de que podrás entenderlo. —Había pasado al francés sin siquiera darse cuenta; era sorprendente la facilidad con que lo recordaba.
Lisette pensó en ello y, al parecer, no pudo dar con un argumento en contra apropiado.
—Vendrás a cenar el domingo —anunció, y luego le dio a Ginny otro abrazo y otro beso, y se alejó al volante de su Lincoln Continental.
Ginny quería un cigarrillo incluso más que antes. Sin embargo, no surgió ninguna nueva oportunidad, de modo que anduvo hasta la puerta de al lado, hasta la escuela de St. Stan, un edificio dickensiano prácticamente idéntico a aquel donde ella había asistido a clases de catequesis (que había odiado, donde había discutido sobre el control de la natalidad con los profesores enfurecidos, y que dejó antes de la confirmación). La puerta estaba cerrada y, por ella, podía quedarse así.
—¿Por qué saliste corriendo ayer?
Ginny se volvió y ahí estaba él: Jimmy Griffin, vestido con americana y corbata, y sosteniendo una gran bandeja de plástico espolvoreada con azúcar glas blanco y trocitos de chocolate. ¿A ver si tendría que cubrirse la cabeza con una bolsa para moverse por la ciudad?
—Te he hecho una pregunta —continuó él—. Por mucho que me lo imagine, lo mínimo que podrías hacer es contestarme.
—Jimmy, yo…
—O tal vez no creas que me debes nada. Quiero decir que ¿por qué ibas a deberme nada? Lo único que hiciste fue huir y no volver a hablar jamás conmigo. ¡Oh, sí! Y matar a mi bebé.
Apretando los dientes, ella repuso:
—Fue un aborto, que no es lo mismo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no entras ahí —dijo él señalando hacia la iglesia— y le preguntas a Dios qué piensa Él?
—Jimmy, por favor. La gente nos está mirando.
—Por supuesto que nos miran —siguió él, ofreciendo un gesto desenvuelto a los fumadores reunidos delante de k puerta—. La hija pródiga ha vuelto.
—¡Santo Dios, Jimmy! Estamos en el funeral por Danny. ¿No crees que deberías ser un poco más respetuoso? —La mandíbula de él se tensó. Ginny lo había amilanado, y él lo sabía—. Mira —le dijo ella—, siento haber salido corriendo ayer. La verdad es que ni siquiera esperaba encontrarme la tienda abierta. Y mucho menos que tú estuvieras allí. Digamos que me quedé en estado de shock.
—Sí, bueno, ya somos dos.
Ginny insinuó una ligera sonrisa.
—Probablemente pensaste que ibas a vender un par de medialunas, y ahí estaba yo.
—Un capítulo del pasado.
—Pensé que quizá ni me reconocerías después de todo este tiempo.
—Difícilmente —concedió Jimmy. Añadió—: Te has cortado el pelo.
Ginny señaló sus cortos rizos castaños. En la escuela había llevado el pelo liso y largo hasta media espalda.
—Hace diez años.
—Te queda bien.
La gente había empezado a pasar junto a ellos, los asistentes al fin se dirigían a sus coches.
—Tengo que irme —comentó Ginny—. Sonya acabará agotada con tantas despedidas.
Él pasó la bandeja azucarada a su mano izquierda y alargó la derecha.
—Que tengas un buen viaje de vuelta a la Ciudad de Nueva York.
Ella le ofreció la mano; fue una sensación extraña. Por aquel entonces, ambos habían hecho un montón de cosas con sus cuerpos, pero estrecharse la mano no era una de ellas.
—Había olvidado que aquí todo el mundo la llama así —dijo Ginny—. Ciudad de Nueva York. En la ciudad la gente simplemente dice «la ciudad».
—Seguramente porque tienen demasiada prisa para agregar «Nueva York».
—Exacto.
—Bueno, que tengas un buen viaje igualmente.
—De hecho me quedaré una temporada por aquí —anunció ella—. Sonya me necesita.
—Eso te honra. Quiero decir que estoy convencido de que tienes una vida importante allí. —Ella le lanzó una mirada—. Hablo en serio. No estaba intentando hacerme el listillo.
—De acuerdo —dijo ella. Y añadió—: Cuídate.
—Tú también.
—Y estaría bien que te quitaras el pintalabios de la cara.
Ginny entró de nuevo en la sala de la iglesia, a tiempo de ver a dos hombrecillos vestidos de negro alejándose de la mesa donde Sonya seguía sentada, con el plato de comida que no había probado congelándose frente a ella. Pete estaba en la otra esquina, rodeado por unos hombres fornidos que supuso eran empleados de su cuadrilla de construcción, cada uno de ellos con una botella de cerveza Budweiser y una expresión sombría.
—¿Quiénes eran?
Sonya tardó un minuto en comprender la pregunta.
—Los nuevos amigos de Danny. Esos chicos de Nueva York. Se han acercado a darme el pésame.
—¿Te han dicho cómo se llaman?
—No lo recuerdo.
Ginny se deshizo del plato de Sonya y le dijo:
—Hay que llevarte a casa.
—Debería quedarme hasta que todo el mundo se haya marchado.
—¡De eso nada! Tienes cara de estar a punto de desmayarte.
—Estoy bien. Debería…
Ginny agarró a Sonya de la mano y tiró de ella para que se levantara. Le hizo un ademán a Pete, un hombre robusto de cabello ralo y cintura cada vez más ancha. Éste apuró su cerveza y las siguió. Estaban a medio camino de la puerta cuando Sonya se detuvo.
—¿Dónde está esa fotografía? La ampliación grande de Danny que estaba en el altar; no quiero perderla.
—Seguro que la habrá cogido alguien —contestó Ginny mientras la empujaba suavemente hacia la furgoneta de Pete—. Si no, vendré yo a buscarla mañana.
Sonya estuvo un minuto en silencio, luego dijo:
—Era tan guapo. A veces me hacía ilusiones pensando que tenía mis ojos.
—Quizá los tuviera. Hoy he oído a la gente decir lo mucho que se parecía a ti.
—Sólo trataban de ser amables —repuso Sonya—. O quizá se hayan olvidado después de tantos años. Algunas veces yo también lo olvido. ¿No te parece una locura?
—No.
—Yo lo crié —explicó Sonya—. Lo amé. Ahora que se ha ido, es como si una parte de mí también hubiera muerto. —Se paró en medio del aparcamiento y miró a su amiga—. Danny ha sido el único hijo que he tenido —dijo, y añadió—: y ni siquiera era mío.