El Taller. Así es como solían llamarla los trabajadores en la época en que la fábrica textil Northern Berkshire era un negocio pujante. Los ancianos seguían refiriéndose a ella de esa manera, aunque la jerga estaba desapareciendo deprisa; sólo unos pocos cientos de personas aún entendían que «bajar al taller» significaba «ir a trabajar»; y cada semana eran más las que se instalaban en el Cementerio Southview.
Pero en sus años de apogeo la fábrica había dado empleo a miles de personas, en su mayoría mujeres jóvenes que habían emigrado de Quebec en busca de trabajo. Habían transformado el algodón y la lana en telas; nada lujoso, sólo tejidos resistentes que a nadie le daba vergüenza comprar. En el edificio rebosaba la actividad, tres turnos generadores de chismorreo y comidas frugales; las telas que allí se producían habían sido expedidas por el ferrocarril que atravesaba el Túnel Hoosac y vendidas en todo el mundo. Ahora no era más que otro gigantesco y rígido armazón de ladrillo junto al río Hoosic, cerrado con candado para evitar que los adolescentes lo usaran para echar un polvo.
Ese candado no había sido ni mucho menos tan eficaz como esas chicas francocanadienses; bastó que algún joven lo golpeara con un ladrillo para romperse. La escena que recibió a Ginny aquel domingo por la tarde confirmaba las juergas que debían de haberse vivido esa noche y las mil siguientes: cascos rotos de cerveza, colillas, condones usados, velas, bolsas de McDonald’s, un viejo radio-casete pintado de color rojo con un spray. Las enormes ventanas de múltiples paneles acristalados llevaban mucho tiempo rotas, pero unas finas mallas de alambre habían mantenido los fragmentos de cristal en su sitio. Sin aire fresco durante más de un siglo, el amplio edificio olía a orina, disolventes y antigüedad.
Era un sitio horrible para morir. Ginny aún no acababa de creerse que la vida de Danny se hubiese terminado allí a los 19, o incluso que se hubiese terminado del todo; casi esperaba que apareciese en el umbral de la puerta de Sonya con una caja de donuts y una excusa simplona. Pero las pruebas estaban ahí, en la tercera planta, en la esquina del fondo: un gran charco de sangre, y marcas de salpicaduras en las paredes y en el suelo. «La gente no acaba de entender lo mucho que llegan a sangrar las heridas en la cabeza», pensó, y pese a que había visto ya un montón, aún tenían el poder de revolverle las tripas.
No se había encontrado ninguna arma. Si el asesino había usado una, se la habría llevado consigo, o quizá simplemente la habría lanzado al río. Se preguntó si Rolly les habría ordenado a sus hombres que escudriñaran el área, y decidió que no importaba; es probable que todo hubiese consistido en que una agente de tráfico diera una vuelta por el aparcamiento invadido de malas hierbas. Tenía que echarle un vistazo al informe de la autopsia: hasta un médico de una ciudad pequeña no habituado a los crímenes violentos debería ser capaz de saber si Danny había sido golpeado con un arma o con el puño.
Pero incluso sin ver el informe, Ginny intuyó que Sonya estaba en lo cierto. El ataque contra Danny había sido brutal. Había visto suficientes escenas de crímenes (y suficientes peleas de bar) para saber que para que hubiese tantas salpicaduras de sangre, Danny tenía que haber sido golpeado un sinfín de veces. Debió de caerse al suelo, pero el ataque no se detuvo ahí. Ginny visualizó al asesino cerniéndose sobre él, golpeándole la cabeza contra el suelo, dándole un golpe tras otro después de que Danny hubiese dejado de intentar protegerse.
Sonya había dicho que hay que odiar de verdad a alguien para hacerle algo así, pero Ginny sabía por experiencia que eso no era necesariamente cierto. Si algo había aprendido tras once años en el Departamento de Policía de Nueva York era que los seres humanos podían hacerse unos a otros tanto daño llevados por el amor o la avaricia, o incluso por el puro aburrimiento.
Sacudió la cabeza, arrugando la nariz por el hedor. A los olores subyacentes de la fábrica se había sumado la fetidez espesa y metálica de la sangre y el rancio olor a vómito. Este último era suficientemente fresco como para que Ginny se preguntase si una de las personas que había encontrado el cadáver había devuelto la comida al verlo. Conociendo al Departamento de Policía Local, bien podía haber sido uno de los agentes.
—¿Qué hace usted aquí?
Ginny se volvió rápidamente al oír la voz; su instinto y sus nervios extenuados hicieron que buscara su inexistente revólver de servicio.
Mejor que no fuese armada, porque podría haber matado a un hombre de sesenta y pico años vestido con zapatillas de deporte y chándal; color rojo, talla extra grande. Llevaba una fregona y un cubo; Ginny pudo oler la lejía desde diez metros de distancia.
—Disculpe —le espetó el otro—, le he preguntado qué hace aquí. No será usted esa periodista de Pittsfield, ¿verdad? Porque en ese caso está usted infringiendo la ley y me veré obligado a llamar a la policía.
Ginny reconoció al hombre, pero con dificultad; habían pasado quince años y él había engordado 35 kilos desde la última vez que lo vio.
—¿Señor DiNapoli? Soy yo. Ginny Lavoie. La hija de Mireille.
El hombre entornó los ojos, después dejó el cubo en el suelo.
—¿Ginny?
—Sí.
—Tenías una caligrafía terrible.
—Aún la tengo.
Ella avanzó hasta él y le dio un corto abrazo; al parecer su espalda era casi tan gorda como su barriga.
—¿Qué haces aquí? —inquirió él—. Creí que te habías trasladado a… —entornó un poco más los ojos— Dakota del Norte.
—Nueva York. Vine a casa en cuanto supe lo de Danny.
El hombre cabeceó, la barbilla y la papada le temblaron.
—¡Menudo horror! Mi hija Mary casi se desmayó al verlo. Así que ahora me toca limpiarlo a mí. Le prometí hacerlo lo mejor que pudiera. Mañana tiene que volver a enseñar este sitio.
—No puede hacer eso.
Él la miró con desdén. Cuando un hombre ha sido tu profesor de inglés en el instituto, cayó en la cuenta, pierdes el derecho a decirle lo que tiene que hacer durante el resto de tu vida.
—Lo lamento, señor Di, pero de verdad que no puede hacerlo. Esta es la escena de un crimen.
—Todo se ha aclarado —repuso él—. Rolly ha encerrado a O’Brien. No está bien de la cabeza. Seguramente ni siquiera sabía lo que hacía. Supongo que no te habrás enterado.
—Sí, pero…
—Así que como está todo aclarado, Rolly me dijo que podía limpiar esto para que Mary pueda mañana enseñar el lugar a esos forasteros. Realmente necesita la comisión. Al pequeño Mickey le han puesto ortodoncia para corregir la sobremordida que tiene.
—Pero… ¿no tendría que limpiar primero toda la basura que hay abajo? ¿Los cascos de botellas y todo?
—Por lo visto eso no les molesta a esos tipos. Lo consideran… —trató de encontrar la palabra que había usado su hija— parte del ambiente. Pero la sangre la tengo que limpiar.
Ginny intuyó que de nada servía discutir con él. Pensó en mostrarle su placa del Departamento de Policía de Nueva York, pero recordó que actualmente estaba en manos de Asuntos Internos.
—Oiga, ¿puede por lo menos dejarme hacer unas cuantas fotos?
Él puso cara de asco.
—¿Qué eres, una especie de pervertida? —le preguntó.
—No. Pertenezco a la policía de Nueva York. Soy detective. Simplemente quiero asegurarme de que todo se hace correctamente.
—A ver si lo entiendo —replicó él—. ¿Tú eres agente de policía?
Ginny asintió.
Él se rascó la cabeza.
—¿Qué le está pasando a este mundo? —inquirió.
Sintiéndose ligeramente ridícula, hizo cuanto pudo para preservar las pruebas: un Grupo de Investigación Criminal formado por una persona y sin preparación. Tomó notas, dibujó un gráfico, hizo dos carretes de fotos con la cámara de Sonya. Por último raspó fragmentos de sangre y vómito del suelo y los introdujo en sobres herméticos etiquetados en función de su ubicación. Si la pelea había sido tan violenta como parecía, quizás hubiera en el suelo, junto con la sangre de Danny, un poco de sangre del asesino. Ignoraba cómo iba a procesarla para determinar el grupo sanguíneo (y ni pensar en el ADN), y ciertamente la cadena de pruebas se había ido al carajo. Pero de una cosa estaba segura: en cuanto el señor DiNapoli y su fregona entraran en acción, ya no habría nada que hacer.
Se fue a la tienda de fotos que había al lado de Main Street para hacer revelar los carretes, y se encontró con que había sido sustituida por un salón de belleza, la clase de negocio que, al parecer, siempre funcionaba en su ciudad natal, incluso en los tiempos más difíciles. Había visto una nueva tienda de la cadena CVS cerca del supermercado (por lo visto habían tirado la antigua residencia de las monjas para construirla) y llevó allí los carretes.
Mientras esperaba en la cola frente al mostrador de las fotos se le empezó a ocurrir una idea; las probabilidades de éxito eran escasas, pero valía la pena intentarlo. Volvió hasta su coche y dividió por la mitad las muestras de la escena del crimen. A continuación llevó una de las dos partes a la oficina de correos y la introdujo en un sobre de correo para entregar al día siguiente, junto con una nota cargada de disculpas y modestia. Le puso un sello, besó el sobre de cartón para que le diera suerte y lo metió por la ranura.
Estaba a la vuelta de la esquina de Eagle Street, a una manzana de Molly’s Bakery. La fuerza de los recuerdos era irresistible. Fuese o no autodestructivo, tenía que intentar asomarse por los cartones que cubrían las ventanas para quizá poder vislumbrar un expositor vacío; eso en el caso de que el mobiliario no hubiese sido subastado. Comenzó a andar calle abajo.
La pastelería estaba abierta. Ginny sacudió la cabeza, preguntándose si estaría en tierra de nadie.
La puerta principal estaba entreabierta, la ventana repleta de pasteles de cumpleaños y esponjosas rebanadas de pan blanco. Permaneció de pie tanto rato que sus ojos dejaron de centrarse en el surtido de productos y vio su propio reflejo en el cristal; no su yo adulto, sino a la Ginny de seis, doce o diecisiete años.
Sin quererlo realmente, abrió la deteriorada puerta enmallada y entró. Una campanilla sonó sobre su cabeza. El aire era denso debido al azúcar glas y la canela, que acentuaban los aromas nítidos de la harina y las cajas de papel y hasta una pizca de limón.
Había leído en alguna parte que el olfato es el sentido más íntimamente ligado a la memoria, y entendió por qué: en cualquier parte de su ciudad natal un aroma distinto se iba directamente a su tronco encefálico. Éste era el más poderoso de todos; el aroma del lugar le resultaba tan familiar, evocaba en ella tantos recuerdos felices que las lágrimas se asomaron a sus ojos.
No daba crédito. Molly’s estaba exactamente como lo recordaba, incluso con las galletas con una cara sonriente dibujada y la antigua caja registradora.
—¿Hola? —saludó Ginny—. ¿Está abierto?
Notó que se le quebraba la voz. Quienquiera que hubiese tomado las riendas de la tienda pensaría que era una enferma mental que se había escapado del psiquiátrico; una enferma con antojo de bocaditos de crema y pastelitos de doble chocolate.
—Enseguida estoy con usted.
La voz procedía de la trastienda. La reconoció al instante, pero estaba demasiado perpleja para moverse; para que luego dijeran que sus reflejos policiales felinos eran de lo mejor de Nueva York.
Un hombre salió de la trastienda vestido con una camiseta blanca y una gorra de béisbol. Había cambiado con los años, pero muy poco.
—¿Qué desea…? ¿Ginny?
Él la miró boquiabierto. Ella lo miró boquiabierta, sin tener ni idea de qué hacer o decir.
Aunque difícilmente podía culparse a sí misma. Al fin y al cabo, no todos los días una niña tropieza con una tienda llena de sus postres favoritos y el único hombre al que ha amado en su vida.