La Taconic Parkway es una autopista serpenteante, brontosáurica, anticuada y destartalada. Se construyó para conductores reposados que disfrutan mirando el paisaje, no para el tráfico rápido; no tiene arcenes, y sí un montón de ciervos suicidas. Es bastante peligrosa durante el día, pero por la noche o con mal tiempo puede ser más estresante que una avenida de Manhattan en hora punta.
Ginny recordó la última vez que condujo por la Taconic en dirección norte. También había muerto alguien entonces.
Eso fue hace diez años, y en pleno invierno. Conducía tan deprisa que patinó y casi se salió de la autopista, hasta que la paró un policía. Le dijo que se dirigía a casa para el funeral de su madre; él echó un vistazo a su placa del Departamento de Policía de Nueva York y a su rostro con huellas de lágrimas, y con un gesto le indicó que siguiera. «No corra tanto —le advirtió—. Poco podrá hacer por los demás si se mata».
Ahora, la oblicua luz del sol otoñal dibujaba pequeñas motas sobre el capó de su viejo Chrysler. Conducía dentro del límite de velocidad, en parte porque el coche no daba más de sí, pero sobre todo porque eso retrasaría el momento en que cruzara los márgenes de la ciudad y el viento se llevara su yo adulto como se lleva las crujientes hojas de otoño.
Llegó al principio de Main Street justo pasadas las 10 de la noche. Había salido de su apartamento antes del amanecer, tras una noche que incluía tres tragos de Crown Royal e insomnio.
Crown Royal. Había sido la bebida de su padre (probablemente aún lo fuese), y se había sentido ligeramente desconcertada al descubrir que a ella también le gustaba.
Subió por Main Street sin querer advertir los cambios, pero por deformación profesional no pudo evitar fijarse. El amplio Kmart, para cuya construcción habían sido demolidos una docena de edificios históricos allá por la década de 1960, lo habían cerrado. Alguien había tomado posesión de los viejos grandes almacenes de Robert, y había una nueva tienda de todo tipo de tarjetas donde estaba la farmacia Apothecary Hall. El teatro Mohawk, donde ella y Sonya habían visto las mal dobladas películas de Pipi Calzaslargas más de un sábado por la tarde, seguía cerrado.
Ascendió por la cuesta sin mirar hacia Eagle Street, a su izquierda. No creyó que pudiese soportar ver encaladas las ventanas de Molly’s Bakery, donde se había comido un sinfín de galletas de medialuna, otras rellenas de crema y pastelitos de nueces.
Y donde había perdido la virginidad.
Sonya y su marido vivían casi en la cima de la colina, en la segunda planta de una casa de tres pisos en una calle sin salida. Sonya había crecido en ese piso, de modo que Ginny se había pasado allí media infancia, comiendo empanadillas de queso y coles rellenas, e inventando excusas para no irse a casa.
Se frotó la frente para intentar que se le fuera el dolor de cabeza que empezaba a formársele en la base del cráneo. Llevaba menos de un minuto en la ciudad y los recuerdos ya le venían a la mente.
Estacionó el Chrysler. Su amiga estaba en el porche, sentada en una destartalada silla de jardín, esperando.
—Lo encontraron hace dos días. No, tres. He perdido la noción del tiempo. Fue en la gran fábrica que hay abajo, en Union Street; la que está delante de la fábrica de setas en conserva. No sabes cuál te digo, ¿verdad? Fue después de que te marcharas. Ahora hay una fábrica de setas en conserva. Variedades estrambóticas que envían a todas partes. Lo encontraron allí el jueves por la mañana. Llevaba tres días desaparecido. Desde el lunes. Le hice su comida y se fue a trabajar con Pete, y cumplió con su jornada y fichó al salir, pero ya no volvió a casa. Y entonces el martes no se presentó en el trabajo. Eso no es propio de él. Él es muy responsable. Tú sabes que lo es, ¿verdad, Gin? Es un chico muy responsable. Tú lo sabes, ¿verdad?
—Por supuesto que lo sé —respondió ella, y apretó con más fuerza la mano de Sonya. Habría contestado lo mismo si Sonya hubiese afirmado que Danny podía respirar bajo el agua.
—El miércoles empecé a volverme loca. Me acerqué a la comisaría, pero Rolly me dijo que simplemente estaría divirtiéndose por ahí. Dijo que no tenía sentido denunciar su desaparición, porque los jóvenes son jóvenes, y cuando Danny volviese a casa seguro que se enfadaría conmigo por armar un escándalo. Y yo le dije… le dije que Danny no desaparecería así como así dejando que yo me preocupara. Pero esa noche encontraron su camioneta aparcada en el Fish Pond. Y entonces el jueves.
Sonya lo dijo como sí fuera una frase completa. Tenía los ojos abiertos pero secos; no estaba del todo presente. Ginny se preguntó si sería simplemente el shock o si alguien le habría dado una pastilla de Valium. Aun cuando alguien se la hubiese dado, dudaba que Sonya se la tomase.
—¿Quién lo encontró?
—Mary Benedetti. Ahora trabaja en una agencia inmobiliaria. Le estaba enseñando el edificio a unos cuantos artistas.
—¿Artistas?
Ginny no había querido interrumpirla, pero no pudo contenerse. Sonya no pareció notarlo.
—Encontraron a Danny tumbado en el suelo. Alguien lo golpeó hasta matarlo. Fue tan brutal que Rolly ni siquiera lo reconoció. Alguien que conocía a Danny de toda la vida, y tuvo que identificarlo por sus registros dentales.
»Cuando me contaron lo sucedido, no me lo creí. Tenía que ser un error. Un accidente. Porque yo sabía que era imposible que algo así le ocurriese a Danny. Hay que odiar de verdad a alguien para hacerle eso. Y con Danny nunca se enfadaba nadie. Ya sabes que todo el mundo lo quería.
—Lo sé.
—Ni tan siquiera me dejaron verlo. Mi propio hijo. Dijeron que me trastornaría. Como si la cosa pudiese empeorar. Pero Pete estuvo de acuerdo con ellos. Vio a Danny, y luego dijo que quería que yo lo recordara como era. —Sonya clavó los ojos en la maceta de dragoncillos que había colgada en la barandilla del porche. Eran silvestres y habían crecido demasiado, los pétalos de las pocas flores que quedaban habían tomado un color castaño—. ¿Acaso creía que me olvidaría?
Ginny le apretó la mano con más fuerza.
—Él sólo intentaba protegerte.
Sonya agarró el brazo de su silla y dijo:
—Seguro.
—¿Y nadie tiene idea de lo que pasó? ¿Ninguno de los amigos de Danny?
—Rolly arrestó ayer a alguien.
La voz de Sonya sonó incluso más hueca que antes, cosa que Ginny no pensó que fuera posible. Intentó seguir hablando en voz baja y controlada. No era fácil. Desde la llamada telefónica de Sonya a las dos de la madrugada se había estado arrastrando, y los tres cafés que se había tomado en la gasolinera de poco le habían servido.
—¿Quieres decir que tiene a alguien bajo custodia?
—Sí. —Sonya escupió la palabra como si fuera una palabrota. Esta vez a Ginny no le hubiera hecho falta ser su amiga de toda la vida para entenderlo.
—No crees que sea el asesino.
—No. —Sonya miró a Ginny como si apenas percibiera su presencia. Entonces se levantó—. ¿Podemos pasear?
—¿Dónde está Pete?
—Trabajando.
—¿En domingo?
—Se le ha acumulado el trabajo —contestó Sonya—. Vamos.
—Antes tengo que hacer pipi.
Ginny entro en el piso a nivel de la calle, la puerta enmallada se cerró de golpe a sus espaldas. El simple olor del lugar la hizo sentir de nuevo como si tuviera 10 años, la combinación de cebollas fritas, humo de cigarrillo y el perfume Jean Naté que décadas atrás había impregnado las paredes. Sonya y su marido habían actualizado la decoración y cambiado el papel de la pared de la cocina, pero el cuarto de baño seguía igual, lavamanos de color verde aceituna, suelo de linóleo amarillento y paredes con motivos de margaritas. En los días calurosos de verano, antes de que fueran suficientemente mayores como para ir al Fish Pond, la madre de Sonya las metía en traje de baño en esa bañera y las remojaba con la manguera.
Sonrió al recordarlo, luego borró la sonrisa de su rostro antes de salir y encontrarse a Sonya de pie exactamente donde la había dejado.
—¿Adónde quieres ir?
Sonya se encogió de hombros.
—Me da igual.
—¿Al cole?
Su amiga asintió, y empezaron a recorrer el camino que Sonya había cogido cada mañana desde el parvulario hasta el quinto curso. Sonya estuvo callada mientras ascendían por la cuesta, pasaban por delante del campo donde jugaban los equipos infantiles, y cruzaban la pequeña parcela boscosa y abandonada. Rodearon la parte posterior del bajo edificio de ladrillos y pasaron por delante de las ventanas de la clase cubiertas de linternas hechas con calabazas de cartulina. Un montón de pavos pintados a mano indicaban que algún profesor emprendedor ya había empezado a festejar el Día de Acción de Gracias.
Detrás de la escuela estaba la zona de recreo Shangri La para los párvulos, una inmensa y enmarañada estructura de hierro forjado con forma de locomotora, universalmente conocida como el tren chu-chú. Sonya trepó por el lateral y se encaramó en una de las barras superiores, después señaló el contorno de hierro de una chimenea.
—¿Te acuerdas de cómo discutía todo el mundo para ver quién se ponía ahí?
—Me cuesta creer que alguna vez fuimos lo bastante pequeñas para caber dentro.
Sonya asintió, repasando con la vista su propio cuerpo como si fuese el de una desconocida; había engordado sus buenos catorce kilos desde que Ginny la vio por última vez, y todo parecía habérsele acumulado en la cintura. Al cabo de un minuto dijo:
—A Danny le encantaba jugar aquí.
—¿Sí?
—Solía trepar hasta arriba y colgarse de las corvas boca abajo. Me pegaba unos sustos de muerte. —Miró fijamente al espacio vacío delimitado por el grueso metal negro, viendo al niño pequeño que había crecido hasta convertirse en adolescente, pero que ya nunca seguiría creciendo para convertirse en nada más.
—Sonya, cariño, dime, por favor, qué es lo que ha pasado. ¿A quién ha arrestado Rolly?
Sonya inspiró profundamente y se volvió a ella.
—A Jack O’Brien.
—¿A quién?
—Ya sabes, a Jack el Saltimbanqui.
—¿Te refieres a ese loco que solía vagabundear calle abajo? ¿Aún anda por aquí?
—¿Adónde querías que se fuera?
Habían pasado casi quince años, pero Ginny todavía podía verlo: pelo grasiento, barba sucia y abrigo del ejército aún más sucio. Un chico de la ciudad que había regresado de la guerra condecorado con una estrella de bronce y un grave caso de temblores, el clásico estereotipo del veterano de Vietnam destrozado. Acostumbraba a hacer gimnasia en la calle hiciese el tiempo que hiciese; de ahí el apodo.
—¿Y Rolly cree que él mató a Danny? ¿Por qué?
—Encontraron la cartera de Danny en su bolsillo.
—¿Eso es todo?
Sonya soltó una carcajada llena de tristeza.
—Eso fue bastante.
—Pero tú no crees que lo hiciera él.
—Es absurdo.
Ginny se encaramó a la locomotora y se sentó junto a ella.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Jack está loco, pero no le haría daño a nadie. Y mucho menos a Danny.
—¿Se conocían?
—Todo el mundo se conoce. Ya lo sabes.
—Supongo que he estado fuera más tiempo del que me imaginaba.
Sonya se mordió el labio.
—Llevas fuera una eternidad —comentó.
—Ahora estoy aquí. Puedo quedarme todo el tiempo que quieras.
—¿No tienes que trabajar?
—No.
Sonya parpadeó. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.
—Gracias —dijo con un profundo suspiro.
—Haré cualquier cosa que necesites. Te ayudaré con la casa, me ocuparé de los preparativos. Lo que sea. O si te apetece irte, podríamos…
—Sólo quiero una cosa.
—Dime.
Sonya la agarró de la mano.
—Quiero que vuelva mi hijo.