Prólogo

Estaba mirando fijamente por la ventana, observando el centelleo de las luces del trozo de Times Square que podía ver desde su apartamento, cuando sonó el teléfono. Sólo veía un ángulo diminuto, pero en Manhattan la vivienda estaba a un precio tal que era suficiente para que la desahuciaran.

El teléfono sonó una, dos, tres veces. Lo ignoró.

Ya no cogía más el teléfono. ¿Para qué? Siempre llamaba alguien para decirle que era una pésima policía y un ser humano peor aún.

Especialmente a las dos de la madrugada.

Oyó que el contestador automático se ponía en marcha. Sólo por cierto deseo perverso de autoflagelación no había tirado el aparato por su ventana de la quinta planta, ni siquiera le había quitado el sonido.

«Estás llamando a Virginia. No estoy en casa. Ya sabes lo que tienes que hacer».

«Beep».

«¿Ginny? Ginny. Ginny, ¿estás ahí? Soy Sonya. Contesta. Por favor. Por favor, contesta».

Miró fijamente la máquina. Era grande y cuadrada, un objeto que habría cambiado hace años si le importara algo. El altavoz hacía que la voz de Sonya pareciera metálica y débil incluso a pesar del tono histérico, pero Ginny la habría reconocido igualmente. Conocía a Sonya desde antes de que ninguna de las dos tuviera dientes.

«¿Hola? Ginny, soy yo. Tienes que estar en casa. ¡Por favor!».

Ginny oyó que a Sonya se le quebraba la voz. Treinta años siendo más que hermanas le permitieron entenderlo. Sólo podía haber pasado una cosa, una cosa que pudiese hacer que esta mujer fuerte como una roca sonase tan abatida. Las siguientes tres palabras.

«Danny ha muerto».

Alargó el brazo y cogió el teléfono.