ADORNO: La exigencia de emancipación parece evidente en una democracia. Para precisar esta cuestión voy a referirme sólo al comienzo del breve tratado de Kant titulado Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? («Respuesta a la pregunta: ¿Qué es ilustración?»). Ahí define la minoría de edad, y con ella también la emancipación, diciendo que esta minoría de edad es autoculpable cuando sus causas no radican en la falta de entendimiento, sino en la falta del valor y de la decisión necesarios para disponer de uno mismo sin la dirección de otro. «La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad autoculpable». Considero que este programa de Kant, al que ni con la peor voluntad podría acusar nadie de oscuro, sigue estando hoy sumamente vigente. La democracia descansa sobre la formación de la voluntad de cada individuo particular, tal como se sintetiza en la institución de la elección representativa. Para que de ello no resulte la sinrazón, hay que dar por supuestos el valor y la capacidad de cada uno de servirse de su entendimiento. Si no nos aferramos a éstos, el discurso entero sobre la grandeza de Kant queda reducido a simple retórica, a homenaje de labios para afuera; como cuando en la avenida de la Victoria, por ejemplo, se nos muestran con devoción los grandes electores. Tomarse en serio el concepto de una tradición espiritual alemana implica, ante todo, oponerse al fin de una vez a ello del modo más enérgico.
BECKER: Me parece que si partimos del sistema educativo general, tal como ha estado vigente hasta la fecha en la República Federal, tendremos evidencias suficientes como para afirmar que en realidad no somos educadores para la emancipación. Si usted reflexiona sobre el simple hecho de la tripartición de nuestro sistema educativo en escuelas para los llamados superdotados, en escuelas para los llamados alumnos de inteligencia medía y en multitud de escuelas para los que están claramente poco dotados, verá que en él viene prefigurada ya una primera y muy determinada minoría de edad. Creo que de no superar antes, mediante ilustración, el falso concepto de dotación intelectual, que juega un papel tan determinante en nuestro sistema educativo, no haremos justicia en toda su amplitud a la cuestión de la emancipación. Como quizá muchos oyentes sepan ya, hace poco publicamos, en el marco del Consejo Alemán de Educación, un volumen de informes, Begabung und Lernen («Capacidad intelectual y aprendizaje»), en el que, apoyándonos en catorce dictámenes de psicólogos y sociólogos, intentamos dejar claro que la capacidad no viene prefigurada en las personas, sino que depende, en su desarrollo, de los retos a los que el individuo se ve enfrentado. Esto es, que es posible «hacer capaz» a alguien. A partir de aquí se puede despertar en cualquiera la posibilidad de «aprender motivadamente»; una forma particular de evolución de la emancipación.
A tal efecto se precisa, claro es, un tipo de escuela que no reproduzca las divisiones específicas de origen clasista en su estructuración, sino que mediante una superación, ya en la primera infancia, de las barreras específicas de clase, haga prácticamente posible la evolución hacia la emancipación motivando al estudio con la ayuda de una oferta sumamente diferenciada. O sea, y por decirlo en el lenguaje usual, no emancipación por la vía de una escuela general, sino emancipación mediante el desmontaje de la tripartición tradicional y una oferta educativa plural y muy diferenciada en todos los niveles, del preescolar a la formación continua, para desarrollar así en cada individuo particular la emancipación. Un proceso tanto más importante cuanto que este individuo habrá de mantener en pie su emancipación en un modo que parece determinado principalmente por la vía de dirigirle desde fuera de él mismo.
ADORNO: Quisiera apoyar desde un ángulo muy distinto lo que argumenta usted reflexionando específicamente sobre uno de los problemas pedagógicos más importantes en Alemania. Y quisiera hacerlo porque creo que el sentido de nuestro diálogo no es de que nos peleemos sobre tal o cual cosa, algo a propósito de lo que no está tampoco demasiado claro que se trate de controversias efectivas, sino que nos ocupemos de unas determinadas cuestiones, tratándolas cada uno desde el ámbito de experiencia que le es propio, y veamos tentativamente qué sale de ahí. He hecho la experiencia, si se me permite decir algo muy personal, de que la efectividad de mis cosas, si es que hay tal, no guarda, en realidad, una relación decisiva tanto con la capacidad individual, con la inteligencia y con categorías parecidas, como con una serie de golpes de suerte, de los que no quiero vanagloriarme y de los que soy enteramente inocente. Unos golpes de suerte gracias a los que no me vi sometido a los usuales mecanismos de control de la ciencia. Pude arriesgarme desde un principio a tener pensamientos no convencionales, del tipo de los que por lo general se hace desistir muy pronto, por parte de ese omnipotente mecanismo de control que llamamos aquí universidad, a la mayor parte de la gente, sobre todo en la época en la que son —como se dice— ayudantes. Por obra de tales mecanismos de control la ciencia es castrada y se convierte en algo tan estéril en todos los ámbitos que, para poder siquiera mantenerse, necesita, a la vez, como la experiencia revela, lo que ella misma prohíbe. Si esto es así, el fetiche capacidad, estrechamente relacionado, como es bien sabido, con la vieja creencia romántica en el genio, sería eliminado. Esto concuerda por otra parte también con el dato psicodinámico según el cual la capacidad no es una disposición natural, por mucho que haya tal vez que reconocer también al respecto un residuo natural —no hay por qué ser aquí demasiado puritano—, sino otra cosa. Porque como podemos ver en relación con el lenguaje, con la capacidad expresiva, en todos estos casos, la capacidad es, en una proporción muy importante, función de las condiciones sociales, de tal modo que ya los propios presupuestos de la emancipación, de la que depende una sociedad libre, vienen determinados por la falta de libertad de la sociedad.
BECKER: No es mi intención, la verdad, desplegar aquí de nuevo todo el arsenal relativo al asunto. Pero hay que decir que lo que Basil Bernstein ha averiguado sobre el desarrollo lingüístico del niño pequeño en las capas sociales inferiores y que Oevermann ha reelaborado y profundizado para nosotros en Alemania, por ejemplo, muestra claramente que ya en los primeros pasos de la socialización pueden sentarse condiciones para una minoría de edad capaz de durar toda la vida. Por lo demás, me he divertido oyendo sus reflexiones autobiográficas, porque tal vez no sea precisamente una casualidad el que ambos nos dediquemos hoy a la ciencia, aunque no hayamos hecho en ella ninguno de los dos una carrera típica y estemos, precisamente por ello, en situación de poder debatir sobre el concepto de emancipación.
ADORNO: Desde la perspectiva real de la cuestión pedagógica, y centrándonos en ella, lo curioso del problema de la emancipación es que en la bibliografía correspondiente no se encuentra en absoluto esa decidida toma de posición que cabría suponer a favor de la emancipación. Lo que no deja de ser algo realmente alarmante y muy alemán.
He consultado un poco, amablemente asesorado, la bibliografía pedagógica sobre la problemática de la emancipación. Y en lugar de emancipación, lo que ahí se encuentra es un concepto ontológico-existencial como el de autoridad, de vinculación, o comoquiera que se llamen todas estas atrocidades, que sabotean el concepto de emancipación, oponiéndose así, no sólo implícita, sino abiertamente, a los presupuestos de una democracia. Opino que todas estas cosas hay que rebajarlas y que hay que mostrar a qué moho está, hoy como ayer, expuesta una cuestión tan aparentemente perteneciente al ámbito del espíritu como la de la emancipación.
En un pasaje del libro de Ernst Lichtenstein que lleva por título Erziehung, Autorität, verantwartung Reflexionen zu einer pädagogischen Ethik («Educación, autoridad, responsabilidad. Reflexiones sobre una ética pedagógica»), que —si no se me ha informado mal— ha ejercido una gran influencia en el debate sobre la escuela popular puede, por ejemplo, leerse:
«¿Acaso no nos conturba precisamente la realidad de una decadencia monstruosa y rápida del sentido de la autoridad, del respeto, de la confianza, de la fe en un orden válido, de la disposición a contraer vínculos en todos los ámbitos de la vida, y ello de un modo que en ocasiones se diría incluso que parece peligrar una educación positiva, constructiva y eficaz?».
No voy a detenerme en la fraseología que Lichtenstein nos ofrece aquí. Lo interesante de esta cita, aquello de lo que tal vez nuestros lectores debieran tomar nota, es que no se habla ahí de vínculos, sobre la base, por ejemplo, de una posición en cuya verdad objetiva se cree y para cuya aceptación se tienen razones, como ocurría, por ejemplo, con el tomismo medieval, dada la situación del espíritu en la época, no. Aquí, por el contrario, se invocan la vinculación y el orden quizá porque son, por alguna razón, buenos, sin plantear en absoluto qué ocurre con la autonomía, es decir, con la emancipación. Treinta o cuarenta páginas después Lichtenstein añade: «¿Qué quiere decir realmente “autonomía”? Literalmente capacidad de darse uno a sí mismo la ley. Esto es algo que puede confundir». Uno se pregunta, ¿confundir a quién?
«Porque este concepto… viene unido de modo inevitable a la idea de una razón legisladora absolutamente soberana, una razón que también en la educación aspiraría, pues, a erigirse en único patrón de medida. Este presupuesto de la “persona autónoma”… no es realizable para un cristiano». Bien, pues Kant era un cristiano.
«Pero la reflexión histórica ha demostrado también que la idea de una pedagogía desde la razón pura es simplemente falsa. Los objetivos de la educación no son nunca posiciones del pensamiento, nunca son racionalmente obligatorios, universalmente válidos».
Creo que se pueden criticar filosóficamente muy bien el concepto de razón absoluta y la ilusión de que el mundo es el producto del espíritu absoluto. Pero no por ello podrá negarse que sólo mediante el pensamiento se puede realizar algo así como una determinación de lo que es justo y adecuado hacer, de una praxis correcta. Un pensamiento, además, insistente y decidido a impedir que perturben su caminar. La unión, en este contexto, de la crítica filosófica del idealismo con la denuncia del pensamiento me parece un sofisma detestable, que hay que bajar a ras de tierra, por echar por fin algunas chispas sobre todo ese moho y, si es posible, hacer que explote.
BECKER: No sé muy bien si el moho puede explotar, pero…
ADORNO: Creo que químicamente es posible. Socialmente posible, eso ya no lo sé.
BECKER: La cuestión desborda con mucho el ámbito de Alemania y del pensamiento alemán. Hace algunos años la prensa americana informó insistentemente del éxito de Carolina Kennedy, que estaba convirtiéndose en «una niña cada vez mejor adaptada». Que el rendimiento en adaptación valga como el éxito mayor de la educación infantil es en sí, ciertamente, algo que debería darnos que pensar, ya que este tipo de pedagogía ha surgido en un mundo que, en sus fenómenos y manifestaciones, no está precisamente en la estela del idealismo alemán.
ADORNO: Más deudor del darwinismo que de Heidegger. Pero los resultados son muy parecidos.
BECKER: A ello quería ir. Creo que el problema de la emancipación es, estrictamente considerado, un problema de ámbito mundial. He tenido la oportunidad de visitar durante varias semanas, escuelas de la Rusia soviética. Poder percibir hasta qué punto en un país que hace ya mucho tiempo llevó a cabo la transformación de las relaciones de producción apenas ha cambiado nada en la no educación de los niños para la emancipación, y cómo en sus escuelas sigue dominando un estilo educativo enteramente autoritario, ha constituido para mí una experiencia de lo más interesante. Que la educación para la minoría de edad domine hoy como ayer en el mundo, por mucho que la era de la ilustración esté en curso de desarrollo hace ya algún tiempo, y aunque se encuentren no pocas reflexiones contra esta educación para la minoría de edad no sólo en Kant, sino también en Marx, no deja de ser un fenómeno interesante.
En la cita que nos leyó usted antes hay algo que me ha llamado especialmente la atención. Concretamente la tesis de que la idea de un ser autónomo resulta irrealizable para un cristiano. El movimiento cristiano de reforma en su conjunto, desde la Iglesia Confesante[8] al Concilio no ha dejado de girar —y eso es lo interesante— en torno al llamado cristiano emancipado. No podemos entrar aquí, por supuesto, en los problemas teológicos. Pero puede comprobarse que en las dos iglesias hay hoy una interpretación teológica que toma el concepto de emancipación tan en serio como se lo tomaba Kant, con el resultado del cuestionamiento radical, a partir de este hecho, de la estructura tradicional de ambas iglesias.
ADORNO: Tal es, sin duda, el caso. El propio opúsculo de Kant da testimonio, en la medida en que habla expresamente de ello, de que dentro de la Iglesia de su época existían posibilidades de emancipación, tal como él las concebía. Pero, desde luego, cuando dice que el problema de la emancipación no es sólo un problema alemán, sino internacional, tiene usted toda la razón. Y un problema, añadiría yo, que desborda con mucho los límites de los sistemas políticos. En los Estados Unidos de América la cosa se plantea, realmente, en términos de confluencia y choque entre dos exigencias distintas. Por un lado, la del individualismo fuerte, que no permite que se prescriba nada. Por otro, la idea de la adaptación, tomada del darwinismo a través de Spencer, ese adjustment (ajuste) que, hace ya treinta o cuarenta años, se convirtió en ese país casi en una fórmula mágica, y que, a la vez que es proclamado en una misma tacada con dicha independencia, la recorta y encadena. Una contradicción que recorre, por lo demás, la entera historia burguesa. Que dos ideologías de cuño tan distinto como el pragmatismo vulgar en los Estados Unidos y la filosofía heideggeriana en Alemania coincidan en exactamente lo mismo, es decir, en la glorificación de la heteronomía, confirma las tesis de la teoría de las ideologías, toda vez, al menos, que configuraciones espirituales que por esos contenidos están en contraposición radical, son capaces, sin embargo, de coincidir de repente en su función social, es decir, en lo que se proponen defender o mantener en pie. Algo similar a lo que ocurre, por otra parte, con el positivismo occidental y lo que aún queda en Alemania de metafísica, dos polos entre los que la coincidencia es literalmente sorprendente. En realidad, a donde estas coincidencias llevan directamente es a una declaración en bancarrota por parte de la filosofía.
BECKER: En el pasaje que nos ha leído usted me ha llamado también la atención, de todos modos, otra cosa. ¿Es correcto, en realidad, convertir así la autonomía en la antítesis conceptual de la autoridad? ¿No deberíamos tal vez pensar esta relación de un modo un tanto diferente?
ADORNO: Creo, en términos generales, que con el concepto de autoridad se cometen algunos desafueros. En la medida en que soy, en definitiva, esencialmente responsable de Authoritarian Personality («La personalidad autoritaria») —no me refiero, claro es, al fenómeno ahí tratado—, tengo cierto derecho a llamar la atención sobre ello. El propio concepto de autoridad es, en principio, un concepto básicamente psicológico-social, que no remite de modo inmediato y sin más, en su significado, a la realidad social en cuanto tal. Seguidamente, algo así como una autoridad objetiva —esto es, el hecho de que una persona entienda de una determinada materia más que otra—, recibe su valor situacional, con todo, dentro del contexto social en el que aparece.
Pero ya que ha puesto la cuestión de la autoridad sobre la mesa, quisiera decir aún algo más específico; algo que tiene que ver con el proceso de socialización en la temprana infancia y, por ello, quisiera casi decir, con el punto de intersección de categorías sociales, pedagógicas y psicológicas. La manera en que uno se convierte —psicológicamente hablando— en un ser autónomo, es decir, emancipado, no pasa simplemente por la rebelión contra todo tipo de autoridad. Una serie de investigaciones empíricas como las llevadas a cabo en los Estados Unidos por mi colega, ya fallecida, Else Frenkel-Brunswik, han probado, en realidad, lo contrario, esto es, que son los llamados niños buenos los que de mayores se convierten en personas autónomas y capaces de ofrecer oposición y resistencia antes y más frecuentemente, que los niños refractarios, que de mayores se reúnen inmediatamente en las mesas de los bares con sus maestros y sueltan los mismos discursos. El proceso —caracterizado por Freud como la evolución normal— es el siguiente: los niños se identifican, por lo general, con una figura paterna, con una autoridad, por tanto, la interiorizan, se apropian de ella, y seguidamente experimentan, en un proceso muy doloroso y del que no se sale sin cicatrices, que el padre, la figura paterna, no corresponde al ideal del yo que aprendieron de él, lo que les lleva a separarse de él y a convertirse así, y sólo así, por esta vía, en personas mayores de edad, o lo que es igual, emancipadas. Con ello lo que en realidad digo es que el proceso en virtud del cual se llega a ser una persona emancipada presupone, como momento genético suyo, el momento de la autoridad. Pero esto no debe ser malentendido, ni debe dar pie, en modo alguno, a abusos; no hay que magnificar este estadio ni menos hay que aferrarse a él, porque quien así procede se ve expuesto no sólo a mutilaciones y deformaciones psicológicas, sino a esos fenómenos de inmadurez y falta de autonomía, en el sentido de una idiocia sintética, que hoy nos vemos obligados a constatar en cada esquina.
BECKER: Creo que es importante que retengamos que el proceso de independización respecto de esta autoridad es, por supuesto, necesario, pero que, a su vez, hacerse con una identidad es cosa que no resulta posible sin el encuentro con la autoridad. De ello se desprende toda una serie de consecuencias muy complejas y aparentemente contradictorias por la estructuración de nuestro sistema educativo. Se dice que no puede haber escuela sin maestro, pero, que el maestro debe por otra parte, tener bien claro que su tarea fundamental es convertirse en superfluo. Pero esta coexistencia es muy difícil, porque en las formas de debatir las diferencias se corre hoy el peligro de que el maestro adopte una actitud autoritaria y los alumnos no quieran saber nada de él. Esto es, que todo ese proceso que acaba usted de describir se vea prácticamente destruido por un recurso equivocado a situarse unos y otros en frentes opuestos. Con el resultado, claro es, de una emancipación meramente aparente de los alumnos, que desemboca en la superstición y en la dependencia respecto de todas las manipulaciones posibles y precisamente en la emancipación.
ADORNO: En eso estaría completamente de acuerdo. Pero es posible que el problema de la inmadurez y de la minoría de edad pueda ser contemplado hoy atendiendo también a un aspecto diferente, acaso no tan conocido. Se dice generalmente que la sociedad está, por utilizar la expresión de Riesman, «dirigida desde fuera», que es heterónoma, y al hacerlo se da sin más por probado que, similarmente a como Kant argumenta también en aquel opúsculo, las personas se tragan, más o menos sin oponer resistencia, lo que el sistema, esto es, lo abrumadoramente existente les pone ante los ojos, haciéndoles creer, además, que lo que es, porque así ha llegado por alguna razón contingente a serlo, es lo que debería ser.
Dije antes que los mecanismos de la identificación y de la emancipación no discurren nunca sin dejar cicatrices. Quisiera insistir ahora en ello a propósito del concepto de identificación como tal. Nuestros oyentes habrán tenido todos, sin duda, alguna noticia ya del concepto de papel social (o rol), que en la sociología actual tiene, desde Merton y, sobre todo, desde Talcot Parsons, una importancia excepcional, sin que por lo general se llame la atención sobre el hecho de que en él, que es un concepto tomado del teatro, se prolonga la no identidad del hombre consigo mismo. Si el papel social (o rol) es convertido, en efecto, en un patrón social de medida nos encontramos con que, con ello y en ello, se perpetúa el que las personas no sean las que ellas mismas son, esto es, se perpetúa su no identidad. El giro normativo del concepto de papel social (o rol) me parece, desde luego, detestable, y creo que hay que proceder del modo más crítico contra él. Tendería a pensar que las identificaciones con el super-yo que llevan a cabo la mayor parte de las personas, y de las que ya no puede liberarse, son, a la vez, identificaciones mal conseguidas. Que incontables personas interiorizan, en fin, al padre opresivo, brutal y que ejerce violencia sobre ellos, sin que les sea dado conseguir esta identificación, porque las resistencias a ello son muy fuertes. Y precisamente por este fracaso en la identificación hay incontables adultos, adultos que se limitan, en realidad, a jugar el papel de tales, un papel que les viene grande, que se ven obligados a exagerar y llevar al límite, en la medida en que ello les resulte posible, su identificación con tales modelos, que se dan golpes en el pecho, que hablan con voces graves de adultos, sólo para hacer creíble a sí mismos y a los otros el papel social que no han sido capaces de asumir cabalmente. Creo que precisamente este mecanismo en favor de la inmadurez y de la minoría de edad puede encontrarse también entre ciertos intelectuales.
BECKER: Yo diría que no sólo entre intelectuales; si aplicáramos el concepto de papel social (o rol) en todas las direcciones, por así decirlo, del espectro social tropezaríamos con fenómenos muy parecidos en todas las capas de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en la situación de una empresa, donde el obrero individual, el aprendiz, el empleado, precisamente cuando no está satisfecho con su situación, desempeña unas funciones, unos papeles que vienen de todos los contextos posibles. Creo que de aplicar las consecuencias de la necesidad de emancipación a todo el proceso de trabajo, tendríamos que proceder muy rápidamente a transformaciones fundamentales de todo nuestro sistema de formación profesional. Permítaseme referirme en este contexto una vez más al Consejo de Educación y a las indicaciones para la formación de aprendices recientemente cursadas. El hecho de que en Alemania tengamos una formación de aprendices, que, en realidad, y si prescindimos de algunas pocas grandes empresas realmente modélicas, procede de una época preindustrial, lleva fácticamente a la perpetuación de formas de inmadurez y minoría de edad, y a que la formación en el lugar de trabajo, todo el denominado on the job training (adiestramiento idiotizante) asuma prácticamente, o, por lo menos, muy a menudo, formas propias del amaestramiento. En los casos de reeducación que se presentan actualmente, por ejemplo, en la agricultura y en la minería, de enorme importancia numérica, nos encontramos con el problema de estar haciendo una oferta de determinadas formaciones concretas y fracasar constantemente con ellas, por no poder procurar al mismo tiempo un comportamiento autónomo, o, al menos, no hacerlo. Será necesario, por ejemplo, que alguien que hasta el momento ha trabajado como contable y que se convierte en innecesario a consecuencia de la introducción de las correspondientes máquinas y que debe ser formado como programador, no se limite a aprender lo que tiene que hacer a tal efecto, sino que se le procure, por así decirlo, otro horizonte de orientación, otra dimensión de pensamiento. Esta combinación de formación inmediata y horizonte de orientación es algo que falta en toda nuestra formación profesional continuada, y que me parece especialmente relevante porque en un mundo como el actual la apelación a la emancipación puede ser casi algo así como un enmascaramiento del general mantener-en-la-minoría-de-edad y en la inmadurez. Y también porque es muy importante trasladar la posibilidad de emancipación a las relaciones concretas de formación.
ADORNO: Sí, éste es un elemento que juega, sin duda, un importante papel. Sin hacerme ilusiones sobre mi capacidad para hablar autorizadamente sobre este sector específico, sí quisiera, con todo, añadir que a la emancipación corresponde una determinada consistencia del yo, una trabazón del yo, tal como viene configurada en el modelo del individuo burgués. La posibilidad de la que tanto se insiste hoy de adecuarse a situaciones en constante cambio en lugar de construirse un yo firme y consistente, una posibilidad cuya indiscutible conveniencia reconozco, armoniza, si no me equivoco, de un modo, con todo, muy problemático con los fenómenos de la debilidad del yo, tal como son conocidos gracias a la psicología. Que en personas, por ejemplo, en las que no se da ya la firmeza de una representación de la propia profesión, que son capaces, como suele decirse, de readaptarse y prepararse sin mayor esfuerzo para un nuevo trabajo, la emancipación se vea favorecida así; o que, por el contrario, estas mismas personas sean las que, al perder cada domingo en el estadio todo sentido, se revelan como no emancipadas, es cosa que prefiero dejar planteado, cuanto menos, como un problema abierto.
BECKER: Sin necesidad de remitirle a la dialéctica de la ilustración, me limitaré a decir que el mismo proceso que hace posible la mayoría de edad mediante la emancipación es, naturalmente, el que en virtud de la debilidad del yo o del peligro de la debilidad del yo, pone de nuevo en peligro la emancipación en sus consecuencias.
ADORNO: Sí, este peligro es extremadamente serio. Creo que con ello llegamos realmente al punto crítico de nuestra discusión. A la pregunta acerca de si «vivimos hoy ya en una época ilustrada» Kant contestó, en el opúsculo del que he partido, lo siguiente: «No, pero sí en una época de ilustración». Con ello determinaba, del modo más consecuente, la emancipación no como una categoría estática, sino, dinámica, como algo en formación y no como algo que ya es. Que podamos decir de igual modo que vivimos hoy en una era de ilustración es algo que se ha convertido en muy problemático, en el más amplio sentido del término, a la vista de la indescriptible presión que se ejerce sobre las personas, simplemente ya por la organización del mundo o, en un sentido más amplio, por la dirección planificada de la entera esfera interior ejercida por la industria cultural. Si no se quiere utilizar la palabra «emancipación» en un sentido tan retórico y vacío como el del discurso contra la emancipación y a favor de los vínculos de todas esas eminencias, hay que ver ante todo realmente las indescriptibles dificultades a las que en esta organización del mundo ha de enfrentarse la emancipación. Y creo que deberíamos decir algo sobre esto.
La razón debe buscarse, obviamente, en la contradicción social que representa el hecho de que la organización social en la que vivimos sea, hoy como ayer, heterónoma, esto es, que ningún hombre pueda existir realmente en la sociedad actual de acuerdo con su propia determinación. Como debe buscarse también en el hecho de que mientras esto sea así, la sociedad formará a las personas mediante incontables canales e instancias de mediación de un modo tal que en esta configuración heterónoma, en esta configuración en la que se les muestra su propia consciencia, dichas personas acaben tragándolo y aceptándolo todo. Esto alcanza, naturalmente, hasta las instituciones, hasta la discusión sobre la educación política y cuestiones similares. El verdadero problema de la emancipación no es hoy otro que el de si la gente puede, y cómo, oponerse a esto, siendo «la gente» nuevamente otro gran problema.
BECKER: Considero, en relación con todo esto, que una de las tareas más importantes de la reforma escolar es acabar por fin con la formación organizada de acuerdo con un canon fijo, y sustituir este canon por una oferta muy variada, como vía para la consecución de una escuela con una amplia diferenciación electiva —como decimos técnicamente—, y una considerable diferenciación interna dentro de las distintas materias. Si el propio alumno, tanto individualmente como en grupo, influye y participa en la determinación de su plan de estudios y en la elección de su plan de materias, pasando así a verse más motivado para el estudio, acostumbrándose, a la vez, a que lo que ocurre en la escuela es consecuencia también de sus decisiones y no sólo de decisiones tomadas de antemano, está claro que todos esos «juegos emancipatorios» que se han ido introduciendo al hilo de cosas como la intervención, al modo antiguo, de los alumnos en una suerte de cogestión, tendrían un valor renovado y pasarán a ser mucho más importantes. Soy perfectamente consciente de que también este sistema, si se usa de un modo determinado, puede, obviamente, funcionar como una fachada meramente aparente, sirviendo, en realidad, como pieza de selección tecnocrática. Pero no creo que tenga que ocurrir necesariamente así. Creo que en los actuales fenómenos de oposición escolar, a menudo muy abstrusos, hay un núcleo de verdad, al que habría no diré que «pescar al vuelo», pero sí que dar una respuesta correcta, procurando a los alumnos deseos de participación, la oportunidad de intervenir decisivamente en la elaboración de su propia carrera escolar efectiva.
ADORNO: Tengo la impresión de que por mucho que todo esto sea deseable y deba ser impulsado, permanece todavía demasiado en el marco institucional, cuanto menos en el escolar. Yo diría, a riesgo de que me reprenda usted por comportarme como un filósofo (que es, en definitiva, lo que soy), que la figura en la que hoy se concreta la emancipación, que no podemos dar sin más por supuesta, dado que más bien habría que conseguirla en todos, y verdaderamente en todos, los puntos de nuestra vida, consiste (como única concreción real, pues, de la emancipación) en que las personas que creen necesario caminar en ese sentido influyan del modo más enérgico para que la educación sea una educación para la contradicción y la resistencia. Pienso, por ejemplo, en la posibilidad de ir a ver películas comerciales con los últimos cursos de los institutos y, quizá también de las escuelas, mostrando luego sin más a los alumnos la clase de patraña con que han tenido que enfrentarse, lo falaz de todo eso. O en la de inmunizarlos, en un sentido similar, contra ciertos programas matinales, tan comunes en la radio, en donde los domingos a primera hora se les invita a escuchar una música radiante, como si viviéramos, como se dice tan bellamente, en un «mundo sano», lo que no deja de constituir, por cierto, una genuina representación de angustia. También podría leérseles alguna vez una revista ilustrada, haciéndoles ver hasta qué punto se explotan en ellos sus carencias afectivas. O un profesor de música, no proveniente, por una vez, del movimiento de música juvenil, podría analizarles alguna canción de moda, mostrándoles por qué una canción de este tipo, o incluso una pieza del movimiento musical, es incomprensiblemente peor, hablando del modo más objetivo, que un cuarteto de Mozart o de Beethoven o que una pieza realmente auténtica de la nueva música. Intentos, en fin, de ir despertando, cuanto menos, la consciencia del hecho de que los hombres son siempre engañados, porque el mecanismo de la inmadurez y de la minoría de edad es hoy el del mundus vult decipi (el mundo quiere ser engañado) elevado a escala planetaria. Que todos lleguen a ser conscientes de estos nexos es cosa que podría ser, tal vez, alcanzada en el sentido de una crítica inmanente, porque ninguna democracia normal puede oponerse explícitamente a una ilustración de este tipo. Aunque, de intentar llevar algo así a cabo, puedo imaginarme muy bien al grupo de presión de la industria cinematográfica, por ejemplo, presentándose inmediatamente en Bonn para explicar que lo que con todo ello se busca es, por un lado, difundir una propaganda ideológica unilateral y, por otro, dañar unos intereses económicos tan importantes para la balanza de pagos alemana como los de la industria cinematográfica. Todas estas cosas tendrían que ser incluidas en un proceso real de promoción de la emancipación.
BECKER: Aunque la verdad es que no sabe uno muy bien si las películas así desenmascaradas no vendrían finalmente a irradiar, por razones subterráneas que usted conoce muy bien, una considerable fuerza de atracción, de modo que tal vez la industria cinematográfica se sintiera más inclinada a considerar el proceso de desenmascaramiento como una especie de publicidad que a procurar impedirlo de entrada.
ADORNO: Pero es posible desacreditarla ante los jóvenes. Cada época produce las expresiones que le son adecuadas. Y algunas de ellas, como «culebrón» o «desacreditar», son muy buenas. Yo me pronunciaría con toda energía a favor de una educación capaz de llevar así al «descrédito».
BECKER: Quisiera introducir aún otra cuestión, que en este contexto me desasosiega una y otra vez. Supongamos por un momento que hemos hecho ya cuanto acabamos de deliberar. Tendríamos, pues, un sistema educativo diferenciado, en el que la amplitud de la oferta favorecería una correspondiente motivación para el estudio, en el que no habría una selección por falsos conceptos de capacidad, sino que se ayudaría y promocionaría mediante la superación de los correspondientes obstáculos sociales a través de una educación compensatoria, y así sucesivamente. Y podríamos satisfacer de este modo ciertos presupuestos básicos, por así decirlo, de la emancipación, y haríamos cosas similares en la formación profesional. Pues bien, incluso una vez conseguido esto, queda en pie la pregunta de si la persona así ilustrada y hecha críticamente consciente no podría de algún modo ser dirigida en su conducta desde fuera y no ser autónoma, en su aparente estado emancipado, en el sentido en el que la Ilustración hablaba de sus amigos de emancipación. No creo que esto constituya objeción alguna contra lo que hemos hablado, pero representa, por así decirlo, una llamada de atención sobre la conveniencia de precaverse contra el optimismo que puede unirse a ello. Lo único que quiero decir es que también este ser emancipado, corre siempre el peligro —usted mismo aludió antes a ello—, de convertirse en menor de edad.
ADORNO: Quiero subrayar expresamente este peligro. Y, a decir verdad, por la sencilla razón de que lo que está en juego no es sólo que la sociedad, tal como es, mantenga en la minoría de edad a las personas, sino el hecho de que cualquier intento serio de moverlas a la emancipación —evito intencionadamente la expresión «educarlas»—, ha de enfrentarse a indescriptibles resistencias, y de que todo lo malo en el mundo encuentra inmediatamente sus elocuentes abogados, que le demuestran a uno que precisamente eso que quiere está hace ya mucho tiempo superado, o ya no es actual, o es utópico. Me gustaría cerrar esta conversación invitando a quienes nos escuchan a reflexionar sobre el fenómeno de lo fácil que resulta la represión precisamente en el fervor de la voluntad de cambio; que los intentos de transformar eficazmente nuestro mundo en tal o cual aspecto específico se ven expuestos de inmediato a la aplastante fuerza de lo existente y parecen estar condenados a la impotencia. Es posible que quien quiera transformar sólo pueda hacerlo en la medida en que convierta esta misma impotencia, junto con su propia impotencia, en un momento de lo que piensa y quizá también de lo que hace.