Educación para la superación de la barbarie

ADORNO: La tesis que me gustaría discutir con usted es la de que hoy la tarea más urgente de toda educación debe ser cifrada en la superación de la barbarie. El problema que irrumpe ahí es si en la barbarie puede ser cambiado algo decisivo mediante la educación. Al hablar de barbarie estoy pensando en algo muy simple, en el hecho, concretamente, de que en el estado de civilización técnica altamente desarrollada, los seres humanos han quedado de un modo curiosamente informe por detrás de su propia civilización. Y no sólo en el sentido de que una abrumadora mayoría no haya conseguido la conformación que corresponde al concepto de civilización, sino en el de que están poseídos por una voluntad de agresión primitiva, por un odio primitivo o, como suele decirse de modo más culto, por un impulso destructivo que contribuye a aumentar todavía más el peligro de que toda esta civilización salte por los aires, algo a lo que, por lo demás, ya tiende por sí misma. Impedir esto me parece algo tan urgente que subordinaría a ello los restantes ideales específicos de la educación.

BECKER: Formulada la cuestión de la barbarie de un modo tan general, será, obviamente, muy fácil obtener de entrada unanimidad al respecto, porque ningún interpelado dudará en manifestarse inmediatamente y sin mayor reflexión contra la barbarie. De ahí que considere necesario que nos esforcemos por determinar algo más exactamente qué es la barbarie y cuáles son sus raíces si queremos plantearnos realmente cómo tendría que incidir la educación en general en este fenómeno, o cómo habría de trabajarse profilácticamente en el sentido de impedirlo mediante la educación. Y hay que preguntarse a este respecto si una persona equilibrada en todos los sentidos, moderada, ilustrada, liberada de agresiones e incapaz ya, por tanto, de barbarie, como consecuencia de su propio sistema de motivaciones, representa en sí misma un producto deseable de la sociedad.

ADORNO: A ello opondría de entrada algo tremendamente simple: que el intento de eliminar la barbarie es lo decisivo para la supervivencia misma de las personas. La evidencia a la que acaba usted de referirse no es realmente tal si se consideran las concepciones dominantes en materia educativa, en cualquier caso las dominantes en Alemania, en las que juegan un gran papel representaciones como la de que las personas deben contraer obligaciones, o la de que tienen que adaptarse al sistema vigente, o la de que han de orientarse de acuerdo con ciertos valores objetivamente válidos y dogmáticamente impuestos. En la medida en que puedo tener una visión de conjunto de la situación de la educación alemana, creo que el problema de la superación de la barbarie no ha sido planteado con la nitidez y el descarnamiento con los que yo quisiera que fuera dilucidado aquí. Someter a discusión entre nosotros tal presunta evidencia es algo que, aunque sólo fuese por esto mismo, me parece ya pertinente.

BECKER: Tal vez deberíamos cruzar por un momento las fronteras de Alemania y preguntarnos si este problema no se plantea de un modo análogo en el mundo entero. Por supuesto que una determinada forma de la pedagogía de los valores orientada en sentido idealista es en este contexto algo típicamente alemán, pero los peligros que asociamos a la amenaza de la barbarie son, por mucho que se presenten con distintos ropajes, los mismos en otros países. Lo que importa, sin duda, si se quiere combatir este fenómeno mediante la educación, es retrotraerlo a sus factores psicológicos fundamentales…

ADORNO: No sólo a sus factores psicológicos, sino también a sus factores objetivos, que radican en los propios sistemas sociales.

BECKER: Entiendo psicología también como un factor objetivo, que quede claro.

ADORNO: Sí, pero con factores objetivos apunto aquí a los momentos sociales que, independientemente del alma individual de las personas individuales, incuban algo así como la barbarie.

En estos momentos me siento más inclinado a desarrollar específicamente estas cosas a la vista de la situación alemana. No porque piense que en otros sitios no se presenten de modo igualmente agudo, sino porque en Alemania se ha producido la explosión más terrible de barbarie de la que le cabe tener memoria la humanidad, y porque, en definitiva, en la medida en que tenemos experiencia de ella, la situación que mejor conocemos es la alemana.

BECKER: Podemos, sí, partir tranquilamente del ejemplo alemán, conscientes a la vez de que se trata de un fenómeno general. Y para ello tiene usted, como dice con la mayor razón, toda clase de motivos. La pregunta «¿Qué puede conseguirse mediante la educación?» nos sitúa siempre frente al problema de hasta qué punto puede una voluntad consciente introducir hechos en la propia educación capaces de generar a su vez indirectamente barbarie.

ADORNO: Pero también lo contrario. Que el problema de la barbarie sea planteado con toda nitidez como un problema prioritario en la educación, y que lo sea también precisamente por instituciones como la suya, que juegan hoy un papel clave en el sistema educativo alemán, es algo que nos permite pensar, o al menos así me atrevería a sugerirlo, que el simple hecho de que la cuestión de la barbarie irrumpa en el centro de la consciencia puede dar lugar ya a una transformación. Sería, por otra parte, el último en negar que en el concepto de educación y también precisamente en el concepto de una educación personalmente destinada al cultivo de las personas, estén presentes elementos bárbaros, esto es, opresiones, momentos represivos. Creo —en la estela del mejor Freud— que precisamente estos momentos represivos de la cultura producen y reproducen la barbarie en los que la cultivan y se dedican a ella.

BECKER: Pero también cabría, naturalmente, decir, desde otro ángulo, que, si se otorga particular importancia a la superación de la barbarie se dificulta tal vez la evolución de la sociedad. Se trabaja en el sentido de poner trabas a una evolución a «nuevas fronteras», como se diría en América. Se trabaja, por así decirlo, en una realización del lema «la tranquilidad es la primera obligación burguesa»; y creo que convendría determinar el contenido exacto de la superación de la barbarie frente a algunas exigencias ingenuas de tolerancia y tranquilidad. Estoy convencido de que usted no busca con ello una evolución hostil a la transformación y al cambio. Pero habría que determinar del modo más exacto qué ha de ser la superación de la barbarie en este contexto.

ADORNO: Estoy totalmente d’accord (de acuerdo) con usted en que, en cualquier caso, lo que me represento como superación de la barbarie no ha de ser buscado en la línea de un moderantismo, de una eliminación de los afectos fuertes, ni siquiera en la línea de la eliminación de las agresiones. La frase de Strindberg «cómo podría amar lo bueno si no odiara lo malo» sigue pareciéndome tan válida ayer como hoy en este contexto.

Por lo demás, esto no deja de estar de acuerdo con el conocimiento psicológico, con lo que precisamente Freud (cuyas reflexiones sobre estas cosas, según parece, nos impresionan a ambos), defendió como teoría, a saber, que hay que contar con la posibilidad de sublimar los llamados instintos de agresión —sobre los que, dicho sea de paso, sustentó a lo largo de su vida puntos de vista muy diferentes— de modo que acaben por llevar, precisamente ellos, a inclinaciones productivas. Creo, pues, que a la lucha contra la barbarie, o a la eliminación de ésta, corresponde un momento de indignación, un momento al que si se parte de un concepto formal de humanidad, cabe reprochar también de barbarie. Pero como todos nos encontramos en el contexto de culpa del propio sistema, nadie estará enteramente libre de rasgos bárbaros, por lo que lo que importa es dirigir estos rasgos contra el principio de la barbarie, en lugar de dejarlo correr hacia la desgracia.

BECKER: Permítaseme por una vez plantear una cuestión muy precisa: un político declaró recientemente que los sucesos de Bremen relacionados con las manifestaciones y protestas callejeras organizadas a raíz de la subida de tarifas de los medios de transporte probaban que la formación política había fracasado, ya que la juventud se manifestó por medio de formas bárbaras contra una medida pública, sobre cuya justicia pueden sustentarse posiciones diferentes, por supuesto, pero a los que no cabe responder con lo que bien podríamos llamar demoliciones bárbaras.

ADORNO: Las manifestaciones que cita constituyen para mí una forma repugnante de demagogia. Si el comportamiento de los alumnos de secundaria de Bremen prueba algo, esto no es —precisamente— otra cosa que el que la enseñanza política no fue tan poco fructífera como acostumbra a subrayarse; o lo que es igual, que estas personas no se han dejado arrebatar la espontaneidad, que no se han convertido en instrumentos complacientes de un orden preexistente. Que en nombre del orden, en nombre de la autoridad, en nombre de los poderes establecidos se cometan actos que por su propia naturaleza hacen patente lo informe y, aún más allá, el impulso destructivo y la esencia truncada de la mayoría de las personas es, precisamente, la forma de la barbarie erigida hoy en amenaza.

BECKER: Pero intentemos ponernos por una vez en la situación de la gente joven. ¿De dónde toman los criterios para decidir lo que es bárbaro? En los debates sobre la violencia y su eliminación se distingue hoy a menudo entre la violencia contra personas y la violencia contra cosas. Se diferencia entre la violencia que se ejerce, y la que sólo se deja sentir como amenaza, se habla del carácter no violento de acciones que en sí no están permitidas. Se desarrolla una escala, digámoslo así, de no violencia real o presunta. A partir de ese patrón la cuestión de la barbarie pasa a ser evaluada por muchas personas en nuestro país. Parece, con todo, y si no le he entendido mal, que para usted lo que entra en juego en la barbarie son otras cosas. La violencia puede ser un síntoma de la barbarie, pero no tiene por qué serlo en todos y cada uno de los casos. En realidad, usted apunta a otra cosa. Y eso me parece que aún no ha quedado bastante claro.

ADORNO: Sí, quizá convenga, aunque me resista a ello, definir la barbarie. Mi sospecha es que existe siempre barbarie allí donde se produce una recaída en la fuerza física primitiva, sin que tal fuerza esté en una relación transparente con fines racionales de la sociedad, esto es, allí donde viene dada la identificación con la irrupción de fuerza física. La violencia, en cambio, puede ser calificada como barbarie cuando, aun dándose en un nexo transparente con la consecución de circunstancias más humanas, lleva también a situaciones totalmente coactivas.

BECKER: Así, pues, usted diría, si entiendo bien su argumentación, que la barbarie no es demostración de jóvenes o incluso de adultos efectuada sobre la base de consideraciones racionales que transgrede los límites de la legalidad. La barbarie es antes bien la actuación, con un exceso de fuerza y objetivamente no necesaria, de la policía en un caso de éstos.

ADORNO: Ésa sería, sí, mi opinión. Si se contemplan algo más de cerca los procesos que tienen lugar hoy entre los estudiantes que se rebelan, se percibe en seguida que no se trata de explosiones primitivas de violencia, sino, por lo general, de actuaciones y comportamientos fruto de una reflexión política. Sobre lo acertado o desacertado de esta reflexión no tenemos por qué discutir ahora. Pero lo que aquí está en juego no es, desde luego, una consciencia informe, inmediatamente agresiva. Los acontecimientos se entienden, en el peor de los casos como estando al servicio de la humanidad. Creo que quien ha asistido en un estadio, por ejemplo, a cómo se ofende y abruma a gritos e insultos a un equipo ajeno cuando gana, o quien ha presenciado cómo tales o cuales presuntos buenos burgueses atacan a los estudiantes, aunque sólo sea con palabras, está en perfectas condiciones de percibir drásticamente, al hilo de fenómenos tan actuales, la diferencia que media entre lo que es y lo que no es barbarie.

BECKER: Bien, llegados aquí yo diría que a pesar de todo las reflexiones no procuran por sí mismas un patrón de medida contra la presencia de barbarie. Yo puedo, por ejemplo, declararme dispuesto, como dirigente del Estado, a arrojar bombas atómicas en alguna parte del mundo sobre la base de consideraciones muy racionales, y este acto puede ser bárbaro, a pesar de identificarse con un procedimiento de gran calado, altamente controlado y racionalizado y purificado de toda connotación emotiva gracias a la introducción de ordenadores. Las reflexiones y la racionalidad no constituyen, por sí mismas, prueba alguna contra la barbarie.

ADORNO: Nunca he defendido tal cosa. Si no recuerdo mal —soy un prudente padre de familia—, en nuestra discusión he hablado de reflexiones sobre fines transparentes, humanos, no de reflexiones en abstracto. Porque la reflexión puede ponerse, y en eso tiene usted toda la razón, tanto al servicio del dominio ciego como de su contrario. Lo que equivale a decir que estas reflexiones tienen que ser ellas mismas transparentes en su finalidad humana. Esto es algo que yo añadiría en cualquiera de los casos.

BECKER: Llegamos así a un interrogante sumamente complejo: ¿cómo hay que formar a los jóvenes para que apliquen realmente estas reflexiones a fines humanos? O lo que es igual, ¿puede un joven llevar a cabo tal cosa? Yo diría que es, ciertamente, posible, pero que ello implica el abandono de buen número de representaciones que gozan de aprecio. El abandono, por ejemplo, de la tesis pedagógica general, que se escucha una y otra vez en Alemania, según la cual la competencia entre los niños es algo que hay que fomentar al máximo. Se estudia presuntamente con tanto celo el latín porque hay que superar al compañero que está a la izquierda o a la derecha del banco. Y la competencia, una competencia alentada conscientemente por muchos profesores y muchos tipos de escuela entre individuos y entre grupos pasa en el mundo entero, y en los más diferentes sistemas políticos, por ser un principio pedagógico particularmente sano. Por mi parte quisiera formular la tesis —y me gustaría saber si usted asiente a ella— de que la competencia entraña, en los casos, al menos, en que no tiene lugar en formas muy abiertas y de duración muy limitada, un aumento de la educación para la barbarie.

ADORNO: Soy completamente de la opinión de que la competencia es, en el fondo, un principio opuesto a una educación humana. Creo además también que una enseñanza que discurre en formas humanas no puede tender en absoluto a reforzar el instinto de competencia. Por esa vía tal vez puedan educarse deportistas, pero, desde luego, no personas libres de toda barbarie. Si vuelvo la mirada a mi época escolar, no recuerdo en absoluto que la competencia jugara papel alguno en las llamadas materias humanas. Se trataba de realizar lo que se había aprendido; de reflexionar, por ejemplo, sobre los puntos débiles de lo que uno mismo hacía o sobre las aspiraciones relativas a uno mismo y las objetivaciones a las que se tendía; de superar las representaciones primitivas y librarse de los infantilismos de los tipos más diversos.

No recuerdo que en mi propia evolución el llamado impulso agonal jugara, prescindiendo, claro es, de juegos pasajeros, ese papel decisivo que se le adjudica. Éste es, en el caso de la escuela, una de esas mitologías de las que nuestro sistema educativo estuvo y está lleno, y que alguna vez tendrá por fin que ser examinado científicamente con toda seriedad.

BECKER: Me alegro mucho de que fuera usted a una escuela tan agradable, como me alegra mucho también ver que coincidimos en el rechazo de la exagerada idea de la competencia. Creo que, tanto en su época como en la actualidad, la idea de la competencia es asumida por la mayoría de los profesores como un medio central de la educación y un medio para aumentar el rendimiento. Estamos aquí en uno de los puntos en los que puede hacerse algo decisivo para superar la barbarie.

ADORNO: Concretamente, hacer que las personas pierdan la costumbre de utilizar los codos. Los codazos son, sin duda, una expresión de la barbarie. En el sistema educativo inglés —y por poco que a uno le satisfaga ese momento de conformismo que entraña en su exigencia de brillantez, algo que lejos de ser una hermosa máxima viene, en el fondo, a oficiar contra el espíritu— late, en cualquier caso, en la idea de fair play (juego limpio), una cierta consciencia de que la competencia, convertida en una motivación sin formas, encierra algo inhumano. En este sentido, lo que convendría tomar inteligentemente del ideal inglés de formación es el escepticismo frente a la «sana» voluntad de éxito.

BECKER: Yo iría incluso un paso más allá. Creo que hoy cometemos el error de subrayar con mayor énfasis todavía esta idea en el deporte. En una sociedad que se ha liberado lentamente del esfuerzo corporal, en la que a la actividad corporal en el juego y en el deporte se le asigna en la escuela una función importante, mucho más importante de lo que tuvo nunca en la historia de la humanidad, podría tener a través de la competencia un efecto anímico falso. Creo, pues, que descargar también la clase de deporte de las formas primitivas y aceradas de competencia es un punto importante.

ADORNO: Esto llevaría al predominio del juego en el deporte frente a su concepción en términos del llamado rendimiento récord. Constituiría, en mi opinión, una transformación totalmente humana, en esta esfera del ejercicio corporal, que parece estar, desde luego, en radical oposición, si se me permite expresarme así, al actual espíritu del mundo.

BECKER: Esto podría decirse de todas sus observaciones sobre la competencia, porque sería posible, desde luego, defender la tesis de que hay que prepararse para una sociedad competitiva mediante la competencia en la escuela. Soy, por el contrario, enteramente de la opinión de que si la escuela puede hacer algo, es dotar a las personas de un modo de relacionarse con unas determinadas materias. Y esta relación se rompe cuando la competencia ocupa el lugar de esta relación. En este sentido creo que una parte de la superación de la barbarie se alcanza mediante una objetivación de la situación escolar, una objetivación en la que juegan un papel idéntico tanto el cese del pronunciamiento axiológico en la escuela como la diversidad de la oferta de materias, que da al alumno la posibilidad de un espectro mayor y, en consecuencia, de una elección más fuerte de materias en lugar de un sometimiento a materias prescritas de antemano, el llamado canon formativo cerrado.

ADORNO: Permítame que retroceda nuevamente a ciertas cuestiones fundamentales en relación con una posible superación de la barbarie a través de la educación. Freud fundamentó la tendencia a la barbarie de modo esencialmente psicológico y acertó por completo al desvelar en este empeño suyo una serie de momentos, por ejemplo, el de que las personas experimentan ininterrumpidamente fracasos mediante la cultura, que desarrollan bajo ella sentimientos de culpa y que éstos mutan en agresiones. Todo esto es cierto y es, por lo demás, tan conocido que en realidad podrían ser sacadas las consecuencias en lo que afecta a la educación si ésta condescendiera por fin a recibir seriamente los resultados de Freud en lugar de dar vueltas en torno a todo ello al hilo de una pseudoprofundidad de sexta mano.

Pero lo que quiero decir ahora es algo muy distinto. Me parece que, prescindiendo de estos factores subjetivos, hay un fundamento objetivo de la barbarie, al que me gustaría caracterizar simplemente como el fracaso de la cultura. La cultura, que por esencia lo promete todo a los seres humanos, ha incumplido esta promesa. Ha dividido a los seres humanos. La división entre trabajo corporal y trabajo espiritual es la más importante de todas. Con ello ha hecho que las personas pierdan la confianza en sí, la confianza en la cultura misma. Y como acostumbra a ocurrir en las cosas humanas, la consecuencia de ello ha sido que el odio de las personas no ha elegido como blanco el hecho de que esta promesa de un estado de paz y plenitud, que late realmente en el concepto de cultura, no haya sido satisfecha. En lugar de ello, el odio se dirige contra la promesa misma y se manifiesta en la figura fatal de la negativa a ésta.

Ahora bien, si las personas son incitadas a elevar clarificadoramente a consciencia contextos y circunstancias tales como la del fracaso de la cultura, la de la perpetuación socialmente forzosa de la barbarie y mecanismos de desplazamiento como los que acabo de caracterizar, tal vez no se consiga transformar esto de entrada y sin más, pero sí podría quizá crearse un clima mucho más favorable a una transformación de lo que lo es el ambiente todavía hoy dominante en el sistema educativo alemán. Esta cuestión central es la que realmente me importa; a esto es a lo que apunto también cuando hablo de la función de la ilustración y de la clarificación, no a que los hombres se conviertan ahora todos en corderitos. Todo lo contrario: lo corderil es ello mismo muy probablemente tan sólo una forma de lo bárbaro, en la medida en que está dispuesto a contemplar meramente lo abominable y a inclinar la cabeza en el momento decisivo.

BECKER: En eso estoy completamente de acuerdo. Tanto más cuando que muy al comienzo de sus reflexiones llegué a temerme que la superación de la barbarie tuviera que partir de una suerte, digámoslo así, de consideración a la baja de las agresiones. De todos modos, usted mismo se pronuncia ya contra tal opción con la cita de Strindberg. Creo, con todo, que hay que tener aquí buen cuidado en evitar malentendidos. Conocerá usted, sin duda, los puntos de vista un tanto sorprendentes de Konrad Lorenz, quien en sus estudios sobre la agresión ha desarrollado la idea de que si la paz mundial tiene que ser salvaguardada, entonces hay que abrir otros ámbitos de juego a las agresiones de las personas. Y en sus representaciones aparece, por ejemplo, el estadio que usted citaba antes en el lugar de la guerra que debe ser evitada. Por mi parte no puedo menos de pensar que, por interesantes e incitantes que resulten las observaciones de Konrad Lorenz sobre las agresiones en los animales, la conclusión extraída, esto es, la recomendación de agresiones para desahogarse, es muy peligrosa.

ADORNO: Lo es por razones de darwinismo social. También me parece muy peligrosa porque tiende a rebajar, en cierto modo, a las personas al nivel de seres naturales.

BECKER: No creo que Lorenz quiera decir eso.

ADORNO: No, no quiere decirlo. Pero en todo este tipo de pensamiento, también en el de Portmann, laten, sin duda, ciertas tendencias de este tipo. En el fondo, con educación contra la barbarie no deseo sino que el último imberbe del país se avergüence por —qué sé yo— agredir de un modo salvaje a un camarada o por comportarse brutalmente con una chica; lo que deseo es que las personas comiencen a empaparse ya en el sistema educativo de repugnancia contra la violencia física.

BECKER: Bueno, con la repugnancia sería yo algo más prudente…

ADORNO: Podría preguntarme también, claro es, si no hay situaciones en las que no es posible proceder sin dicha violencia. Pero esto es, diría yo, una sutileza. Creo más bien que antes de hablar sobre las excepciones, sobre la dialéctica latente en el hecho de que en determinadas circunstancias la barbarie exija barbarie, hay que tener perfectamente claro que en los seres humanos todavía no ha tomado cuerpo efectivo la vergüenza por la brutalidad incluida en el principio de la cultura. Y que sólo una vez que hayamos conseguido despertar esa vergüenza, hasta el punto de que ningún ser humano pueda ya contemplar impasible cómo se ejerce brutalidad contra otros, sólo entonces podamos hablar tranquilamente de todo lo demás.

BECKER: Bueno, la palabra «vergüenza» me gusta mucho más que la anterior, «repugnancia». Hay una amplia bibliografía —que no necesito detallarle— de ese género que fomenta la lucha contra la barbarie a través de algún tipo de descripción de la misma, que hace el deleite de muchos. Y en la repugnancia, excesivamente subrayada, contra la barbarie pueden encontrarse elementos análogos. En esa medida encuentro mucho más adecuada su tesis de la conveniencia de generar «vergüenza».

A ello añadiría, yendo aún más lejos, que la educación en estas cuestiones ha de ser situada en un estadio infantil temprano (tal vez por eso esté la palabra «ilustración» algo necesitada de ilustración ella misma). Es preciso que en la edad escolar —como diríamos hoy—, en la que acontecen con carácter definitivo no sólo adaptaciones sociales decisivas, como sabemos ya, sino también adaptaciones de la disposición anímica no menos decisivas, tengan lugar evoluciones muy determinadas. Y la verdad es, y así tenemos que reconocerlo aquí con toda claridad, que sabemos poco sobre el proceso global de socialización. Como tampoco sabemos, o no sabemos con la suficiente fundamentación científica, qué consecuencias pueden tener en esa edad tales o cuales influencias. De lo que se trata, en definitiva, es de dejar que se desarrollen en esa edad las agresiones, pero comenzando a trabajar de cara a su conformación y elaboración. Y esto es lo que plantea al educador las más difíciles exigencias, y lo que deja a la vez bien claro que la formación de nuestros educadores, que es lo que aquí nos importa, está, respecto al problema que acaba usted de tipificar, en sus comienzos absolutos, en el supuesto de que haya comenzado.

ADORNO: En alguien que piensa en términos psicológicos esto me parece algo obvio. Únase a ello el hecho de que la perpetuación de la barbarie en la educación se sirve esencialmente como medio del principio de autoridad, que hunde sus raíces en esta misma cultura. La tolerancia frente a las agresiones que usted reclama, con razón, como paso previo para la pérdida, por parte de las propias agresiones, de su carácter bárbaro, presupone una renuncia de vasto calado tanto al comportamiento autoritario como a la formación de un super-yo riguroso, rígido y a la vez alienado. Precisamente por eso la erradicación de todo tipo posible de autoridad no esclarecida, sobre todo en la educación en la primera infancia, es uno de los presupuestos más importantes de una supresión de la barbarie. Debo señalar también que en lo referente a estos asuntos, soy el último interesado en trivializarlos, ya que los padres con los que tenemos que contar son, a su vez, productos de esta cultura, y tan bárbaros como ella. El derecho al castigo cuenta aún, como es bien sabido, en los países alemanes como uno de esos bienes todavía sacrosantos que las personas consideran tan intangibles como la pena de muerte o instituciones similarmente bárbaras.

BECKER: Así pues, en la medida en que estamos de acuerdo sobre la decisiva importancia que corresponde a esta educación en la temprana infancia coincidimos también en que la autoridad ilustrada no representa, según formula usted la cosa, algo así como una suerte de compensación de la autoridad mediante la ilustración, sino que en la edad infantil temprana debe haber, por el contrario, también fenómenos de autoridad.

ADORNO: Ciertos fenómenos de autoridad, que asumen, desde luego, un significado muy distinto en la medida en que ya no son ciegos, no se derivan del principio de la violencia, sino que son conscientes, y sobre todo: que tienen un momento de transparencia también para el propio niño. Si los padres dan al niño unos cachetes en la mano, por haber cortado las alas a una mosca, estamos ante un momento de autoridad que contribuye a la superación de la barbarie.

BECKER: Totalmente cierto. Creo que estamos de acuerdo en que en esta temprana edad, y desde la perspectiva de la superación de la barbarie, el niño no debe ni ser sometido autoritariamente a violencia ni encontrarse privado de toda seguridad por falta de directrices.

ADORNO: Creo, de todos modos, que son precisamente los niños a los que tendríamos que considerar, en el sentido de los puntos de vista dominantes de los adultos y también de los pedagogos, como anémicos, como plantas de invernadero, esto es, esos niños a los que les ha sido posible y en un estadio relativamente temprano algo así como una sublimación de la agresión, gozarán probablemente también como adultos o púberes de una mayor inmunidad relativa frente a las agresiones bárbaras. De eso es precisamente de lo que se trataría. Creo que es importante superar en el ámbito de la educación el tabú sobre la diferencia, sobre el refinamiento, sobre la espiritualidad, que impone su ley en nombre del llamado muchacho sano y de la llamada chica espontánea; de modo que consigamos diferenciar a las personas de tal modo en el proceso educativo y hacerlas tan delicadas que se apodere efectivamente de ellas esa vergüenza en cuya importancia hemos coincidido ambos.