Tabúes sobre la profesión de enseñar

Voy a limitarme a plantear un problema; no esperen de mí una teoría perfectamente elaborada, algo para lo que, no siendo especialista en pedagogía, tampoco estaría en modo alguno legitimado. Tampoco esperen la transmisión de resultados concluyentes de una investigación empírica. Para ello habría que añadir a lo que digo comprobaciones y, sobre todo, estudios de casos individuales, especialmente en la dimensión psicoanalítica. Mis observaciones apuntan, en cualquier caso, a poner de relieve algunas dimensiones del rechazo a la profesión de maestro, que juegan un papel que, si no ha salido a la luz en la notoria crisis de la última generación, sí es, y tal vez precisamente por ello, relevante. Rozaré al mismo tiempo, cuanto menos, una serie de cuestiones que guardan alguna relación con la profesión docente y con su problemática en la medida en que las dos cosas difícilmente pueden separarse.

Permítanme ustedes citar, ante todo, la experiencia que va a servirme de punto de partida: mi experiencia de que son precisamente los más dotados de entre los graduados que han pasado por el examen de estado los que mayor aversión muestran contra aquello para lo que este examen los cualifica y contra lo que tras este examen se espera de ellos. Convertirse en maestros es algo que perciben como una especie de coacción, a la que sólo se someten como a una ultima ratio (última razón). He tenido, en cualquier caso, la oportunidad de entrar en contacto con una muestra nada desdeñable de tales graduados que han pasado con éxito el examen y no tengo motivos para suponer que represente una selección negativa.

Muchos de los motivos de dicha aversión son de índole racional y ustedes los tienen tan presentes que no necesito detenerme en ellos. Pienso, por ejemplo, en la antipatía contra la rígida reglamentación que ha ido imponiendo la evolución a lo que mi amigo Hellmut Becker ha llamado la escuela administrada. También juegan aquí un papel motivos materiales: la imagen del maestro como alguien entregado a una profesión de hambre persiste más tenazmente de lo que autorizaría la realidad. La desproporción a la que me refiero me parece, si se me permite anticiparlo, característica del complejo global del que voy a ocuparme: las motivaciones subjetivas de la aversión a la profesión de maestro y esencialmente, sin duda, las inconscientes. A ello apunto cuando hablo de tabúes: a representaciones inconscientes o preconscientes de los candidatos a esta profesión, pero también de los demás, sobre todo de los propios alumnos, que la anatemizan con una suerte de veto psíquico que la expone a dificultades sobre las que reina muy poca claridad. Empleo, pues, el concepto de tabú en un sentido más bien estricto, en el sentido de la sedimentación colectiva de imágenes y representaciones que, de modo similar a las relativas a lo económico a las que antes me refería, han perdido en gran medida su base real, incluso más que las económicas, pero que se conservan tenazmente como prejuicios psicológicos y sociales, y accionan, a su vez, de nuevo sobre la realidad, de modo que acaban transformándose en fuerzas reales.

Permítanme que me base en algunas pruebas triviales de ello. Quien lea, por ejemplo, anuncios matrimoniales en los periódicos —algo de lo más instructivo—, observará que cuando quienes los insertan son profesores o profesoras, tienen buen cuidado de dejar claro que no son maestros corrientes, que no son simples maestros de escuela. Apenas se encontrará un solo anuncio matrimonial que no venga acompañado de esta tranquilizadora garantía. O: no solo en el alemán, sino también en otros idiomas, existe una serie de expresiones despectivas para la profesión docente; en alemán la más conocida es «Pauker» (el que toca el bombo); más vulgar, y procedente asimismo de la esfera de la percusión, «Steisstrommler» (tamborilero de nalgas); en inglés: schoolmarm para las maestras solteronas, entecas, amargadas y marchitas. Es evidente que comparada con otras profesiones académicas, como la abogacía o la medicina, la docencia posee, en cierto modo, el aroma de algo socialmente no del todo aceptado. En general la población distingue, y la sociología de la educación y de la universidad apenas se ha ocupado de ello, entre especialidades y materias distinguidas y no distinguidas; a las primeras pertenecen la jurisprudencia y la medicina, pero no así, en absoluto, la carrera de filología; en las facultades humanísticas constituye claramente una excepción la historia del arte, que ocupa un lugar elevado en la escala del prestigio. Si no estoy mal informado —no puedo controlar el dato, porque no mantengo relaciones directas con los círculos afectados—, los filólogos no son aceptados, de modo tácito, en una asociación estudiantil muy exclusiva, la más exclusiva, según parece, de las hoy existentes. Así pues, y según la opinión corriente, el maestro sería alguien de condición académica, sí, pero escasamente valorado en sociedad; alguien, cabría casi decir, que no es considerado como «Herr» (señor), con la especial resonancia que la voz «Herr» ha encontrado en la jerga del alemán reciente, en relación, según parece, con la presunta igualdad de oportunidades en el ámbito de la formación.

En curiosa relación de complementariedad con ello figura el, hasta ahora, intacto e incluso estadísticamente confirmado prestigio del catedrático de universidad. Semejante ambivalencia —por una parte, la del catedrático de universidad como profesión máximamente valorada, por otra, el sordo menosprecio de la profesión de enseñante— apunta a algo más profundo. A este mismo contexto corresponde el hecho de que en Alemania los catedráticos universitarios hayan vetado el título de «Professor» (catedrático) a los profesores de enseñanzas medias o «Studienraten» (consejeros de estudios), como se les llama ahora; en otros países, como Francia, el sistema, que posibilita un ascenso continuo, no ha trazado un límite tan tajante. No entro a enjuiciar ahora si esto influye también sobre la propia consideración pública de la profesión docente y sobre los aspectos psicológicos de los que hablo.

A estos síntomas habrían de unirse, sin duda, otros más próximos a la cosa misma y de mayor fuerza coactiva. Para empezar, podrían servirnos de base para algunas especulaciones. Dije antes que la imagen de la pobreza del maestro no se corresponde ya con la realidad; persiste, sin embargo, más allá de toda duda la discrepancia entre la pretensión del espíritu al estatus y a la influencia, que el maestro hace, sin duda, suya, al menos en el orden ideológico y, por el otro lado, su posición material. Esta discrepancia no deja de tener consecuencias para el espíritu. Ya lo señaló Schopenhauer a propósito, precisamente, de los catedráticos de universidad. El carácter subalterno que percibía en ellos estaba, en su opinión, interiormente vinculado a lo escaso de sus ingresos. Hay que tener asimismo en cuenta que la aspiración del espíritu a status e influencia —problemática, por lo demás, en sí misma— jamás se vio satisfecha en Alemania. Tal vez debiéramos buscar la explicación de ello en el retraso del desarrollo burgués, en la larga supervivencia del feudalismo alemán, nada proclive, ciertamente, a las cosas del espíritu, que generó la figura del preceptor como sirviente. Permítanme que en este contexto les recuerde una historia que me parece de lo más característica. Tuvo lugar en Frankfurt. En una reunión de la alta sociedad surgió el tema de Hölderlin y de su relación con Diotima. Entre los presentes se encontraba una descendiente directa de la familia Gontard, una señora muy anciana, sorda, además, como una tapia; nadie imaginaba que pudiera seguir la conversación. Inesperadamente tomó, sin embargo, la palabra y dijo una sola frase, con el mejor acento frankfurtiano: «Sí, sí, pero por más que se diga no dejaba de ser su preceptor…». Bien adentrados ya en nuestro tiempo, hace pocos decenios, seguía, pues, considerando esa historia de amor desde el punto de vista del patriciado, para quien el preceptor particular no es sino el mejor de los lacayos, expresión ésta con la que el señor de Gontard aludía literalmente a Hölderlin, como es bien sabido.

El maestro es, en el sentido de este imaginario, un heredero del escriba, del escribiente. Su menosprecio tiene, como ya sugerí, raíces feudales y lo encontramos documentado desde la Edad Media y del primer Renacimiento; así, por ejemplo, en el Poema de los Nibelungos, el desdén de Hagen por el endeble capellán, que es quien luego escapa, precisamente, con vida. Los caballeros que habían recibido una instrucción suficiente como para poder leer un libro eran la excepción; de otra suerte, Hartmann von der Aue no se habría vanagloriado tanto de esa capacidad. Tal vez jueguen aquí algún papel viejos recuerdos de cuando los maestros eran esclavos[7]. El espíritu está separado de la fuerza física. Cierto es que al primero siempre correspondió alguna función en el gobierno de la sociedad, pero pasó a resultar sospechoso dondequiera que la vieja preeminencia de la fuerza física sobrevivió a la división del trabajo. Este momento inmemorial vuelve una y otra vez al primer plano. El menosprecio del maestro, en Alemania desde luego, pero también quizá en los países anglosajones, y en cualquier caso en Inglaterra, podía ser caracterizado como el resentimiento del guerrero, que penetra luego en la población mediante un interminable mecanismo de identificación. Los niños tienen, por lo común, una fuerte inclinación a identificarse con los héroes de la milicia, como hoy tan bellamente se dice; recuerden cómo les gusta disfrazarse de cowboys, con qué alegría corren de un lado para otro con sus rifles. Recorren ontogenéticamente, del modo más evidente, el proceso filogenético que libró a los hombres poco a poco de la fuerza física; el complejo global, ambivalente en grado sumo y cargado de afectividad, de la fuerza física en un mundo en el que ya sólo se ejerce directamente en las situaciones límite muy conocidas, desempeña aquí un decisivo papel. Es famosa la anécdota del condotiero Georg von Frundsberg, quien en la Dieta Imperial de Worm palmeó en la espalda a Lutero y le dijo: «Frailecillo, frailecillo, vas por un camino muy peligroso»; un comportamiento en el que se mezclan el respeto a la independencia del espíritu y el leve desprecio al que no lleva armas y puede ser en cualquier momento liquidado por los esbirros. Los analfabetos consideran por rencor a los instruidos como gente inferior tan pronto como éstos se presentan ante ellos provistos de alguna autoridad sin pertenecer, por ejemplo, al alto clero, ni ocupar, en consecuencia, un elevado rango social y ejercer poder social. El maestro es el heredero del fraile; el odio o la ambivalencia que suscitaba la profesión de este último han pasado a él tras la pérdida en amplia medida, por parte del fraile, de su función.

La ambivalencia frente al sabio es arcaica. Verdaderamente mítica es la magnífica historia de Kafka sobre el médico rural que tras seguir la falsa llamada de la campana nocturna, fue convertido en víctima; la etnología enseña que el curandero o jefe de tribu tanto disfrutan de los honores que les corresponden como pueden, en determinadas situaciones, ser asesinados, sacrificados, ustedes podrían preguntarme ahora, con toda la razón, cómo es posible que un tabú y una ambivalencia tan arcaicos hayan pasado precisamente al maestro y no a otras profesiones de índole asimismo espiritual o intelectual. Explicar por qué algo no ha ocurrido es cosa que entraña siempre notables dificultades epistemológicas. Me limitaré a transmitirles una consideración de sentido común. Juristas y médicos, que ostentan profesiones de índole no menos intelectual, no están sometidos a dicho tabú. Pero las suyas son hoy profesiones libres. Están sometidos al mecanismo de la competencia; sus posibilidades económicas son, ciertamente mayores, si bien no pueden, en cambio, escudarse ni encontrar protección en una jerarquía funcionarial, lo que, por otra parte, al restringirles menos, aumenta la valoración de que gozan. Se insinúa aquí una contradicción social de alcance posiblemente mucho más amplio; una fractura, dentro de la misma clase burguesa, o al menos pequeño-burguesa, entre los profesionales libres, que ganan más, pero cuyos ingresos no están garantizados, y que pueden disfrutar de cierta prestancia y darse un aire señorial, y los funcionarios y empleados fijos, por otra parte, con jubilación garantizada, a los que se envidia, sí, por su seguridad, pero a los que se mira por encima del hombro como chupatintas y burócratas, con horarios fijos y una vida rutinaria. Por otro lado, jueces y funcionarios del Estado poseen, por delegación, algún poder efectivo, en tanto que la conciencia pública toma probablemente poco en serio el de los maestros, que es un poder ejercido sobre sujetos que no lo son de pleno derecho, esto es, sobre niños. Si se menosprecia el poder del maestro es porque constituye la parodia del poder real, al que se admira. Expresiones como «tirano de escuela» recuerdan que el tipo de maestro al que se aplican es tan irracionalmente despótico como sólo puede serlo la caricatura del despotismo, ya que no es capaz de hacer otra cosa que encerrar, a lo sumo, una tarde a sus víctimas, unos pobres niños.

El reverso de esta ambivalencia es la veneración mágica de que disfrutan los maestros en algunos países, como antiguamente en China, y en algunos grupos, como entre los judíos piadosos. El aspecto mágico de la relación con los maestros parece ser más fuerte en todos aquellos lugares en los que la profesión docente viene unida a la autoridad religiosa, en tanto que la valoración negativa gana terreno con la decadencia de dicha autoridad. Es notable que los profesores que gozan en Alemania de mayor consideración, es decir, los catedráticos de universidad, en la práctica casi nunca ejercen funciones de tipo disciplinario, dedicándose, idealmente, al menos, y según la imagen pública que de ellos se tiene, a la investigación productiva, de modo que no están reducidos al ámbito pedagógico, secundario y, como dije, aparentemente sospechoso. El problema de la inmanente no verdad de la pedagogía radica en que talla la cosa a la medida de los recipiendarios, no se erige en un trabajo puramente objetivo por la cosa misma. Se trata más bien de un trabajo «pedagogizado». Ya por esta sola razón deberían los niños sentirse inconscientemente engañados. Los maestros no sólo transmiten receptivamente algo ya establecido, sino que su función mediadora arrastra hacia sí, como todas las actividades socialmente un poco sospechosas en el ámbito de la circulación algo de la aversión general. Max Scheler dijo en una ocasión que él había tenido influencia pedagógica por la sencilla razón de no haber tratado pedagógicamente nunca a sus alumnos. Algo que desde mi propia experiencia corroboraría enteramente, si se me permite una referencia personal. Es evidente que el éxito como profesor universitario se obtiene gracias a la ausencia de todo cálculo respecto de la adquisición de influencia, gracias a la renuncia a persuadir.

Con la objetivación de la profesión docente que se anuncia, se produce hoy un cierto viraje en esta cuestión. Incluso en lo que afecta al catedrático universitario se advierte un cambio estructural. Como hace ya mucho tiempo en los Estados Unidos de América, donde tales procesos discurren más enérgicamente que en Alemania, el catedrático se convierte lenta, pero pienso que inconteniblemente, en un vendedor de conocimientos, al que se compadece un poco por su incapacidad para sacar de éstos un mayor provecho material en su propio interés. Frente a la concepción del maestro como el buen Dios que aparece aún en Los Buddenbrooks no deja de haber en ello, ciertamente, un progreso de ilustración; sólo que el espíritu se ve reducido a la vez por esta racionalidad mesológica al valor de cambio, y esto resulta tan problemático como todo progreso en lo existente.

Hablé de la función disciplinaria. Con ello llego, si no me engaño, al centro de la cuestión; debo, con todo, insistir de nuevo en que lo que aquí presento son consideraciones hipotéticas, no resultados de una investigación. Tras de la imagen negativa del maestro está de la del apaleador, palabra ésta, por cierto, que aparece en El proceso de Kafka. Tengo este complejo, incluso tras la prohibición del castigo corporal, por determinante de cara a los tabúes sobre la profesión docente. Esta imagen presenta al maestro como alguien físicamente más fuerte que golpea al más débil. En esta función, que aún se le adjudica después de oficialmente abolida, aunque, a decir verdad, en algunas partes del país es conservada como si se tratara de un valor eterno y de una obligación genuina, el maestro infringe un viejo código de honor, transmitido inconscientemente de generación en generación y conservado, con toda seguridad, por los niños burgueses. El maestro no es, digámoslo así, fair, no juega limpio. Algo de tal unfairness (falta de parcialidad) tiene también —y cualquier docente, incluido el catedrático de universidad, puede percibirlo— la ventaja de su saber frente al de sus alumnos, una ventaja de la que se aprovecha ilegítimamente, puesto que es inseparable de su función, en tanto que lo que en realidad hace es extraer de ella una autoridad de la que le resulta difícil prescindir. En la ontología del maestro hay pues, si por una vez y excepcionalmente se me permite usar en este contexto tal expresión, unfairness. Quien sea capaz de reflexionar un instante sobre sí mismo se encontraría en seguida con que como enseñante, incluso como profesor universitario, en la cátedra, tiene la posibilidad de usar la palabra en largos desarrollos argumentales sin que nadie le contradiga. Con esta situación cuadra irónicamente el hecho de que si se concede a los estudiantes la oportunidad de plantear cuestiones y se intenta aproximar el curso convencional a la forma del seminario, se obtiene poca correspondencia, dado que lo que parecen desear hoy los estudiantes en los grandes cursos es más bien la lección magistral dogmática. Pero no es, en cierta medida, sólo una profesión, esto es, el hecho de saber más, de tener una preeminencia a la que no puede renunciar, lo que obliga al maestro a unfairness, a no jugar limpio. Se ve obligado a ello también, y esto me parece más esencial, por la sociedad. Como ésta se funda, hoy como ayer, en la fuerza física, y sólo es capaz de imponer, cuando las cosas se ponen difíciles, sus ordenamientos mediante la fuerza física (por remota que parezca esta posibilidad en la vida presuntamente normal, en las circunstancias actualmente dominantes) no puede cumplir la función de integración civilizatoria, como se la llama, que corresponde, según la doctrina general, a la educación, sino con el potencial de la fuerza física. La sociedad delega esta fuerza física y reniega de ella, a la vez, en los delegados. Éstos, los que la ejercen, son chivos expiatorios de quienes establecen las normas. El prototipo investido negativamente —y hablo de un imaginario, de representaciones que actúan inconscientemente, y no, o sólo rudimentariamente, de una realidad—, el prototipo de ese imaginario es el carcelero, y quizá aún más el suboficial. No sé hasta qué punto corresponde a los hechos el que en los siglos XVII y XVIII se colocara como maestros de escuela a los soldados retirados. En cualquier caso, esta representación popular es característica en grado sumo de la imagen del maestro. Resonancias militares tiene la expresión Steisstrommler (tamborilero de nalgas); quizá inconscientemente se representa a los maestros como a aquellos veteranos, como a una especie de mutilados, como personas que carecen de función dentro de la vida real, dentro del proceso de reproducción real de la sociedad, y que sólo de forma escasamente transparente, y por la vía de una gracia que se les concede, contribuyen a que el todo y su propia vida sigan de algún modo marchando. De ahí que quienes se oponen a los castigos corporales defienden, en realidad, por la fuerza misma de ese imaginario, el interés del maestro tanto al menos como el del alumno. Sólo una vez desaparecida de las escuelas hasta la última huella de los azotes en el recuerdo, como tal vez es ya en buena medida el caso en los Estados Unidos, cabrá esperar una transformación del complejo global al que me estoy refiriendo.

Respecto de la íntima composición de ese complejo me parece esencial el hecho de que la fuerza física de la que tiene necesidad una sociedad basada en el dominio, sea a la vez negada radicalmente por ella, al menos en la medida en que ésta se autointerpreta como liberal-burguesa. Esto determina tanto la delegación de la violencia —un señor no azota— como el desprecio por el maestro, que hace aquello sin lo que no es posible arreglárselas, aquello de lo que se sabe muy bien que es lo malo, y a lo que se desprecia doblemente, porque a la vez que se apoya se es demasiado bueno como para practicarlo directamente. Mi hipótesis es que la imagen inconsciente del apaleador influye sobre la imagen del maestro mucho más que los simples castigos corporales. Si tuviera que poner en marcha investigaciones empíricas sobre el complejo de maestro, ésta sería la primera que me interesaría. En la imagen del maestro se reproduce, todo lo atenuada que se quiera, algo de la imagen, máximamente investida en sentido afectivo, del verdugo.

Que este imaginario consigue reforzar la creencia de que el maestro no es un verdadero señor, sino un ser endeble que pega palmetazos o un fraile desposeído de lo numinoso es cosa que se muestra drásticamente en la dimensión erótica. Por una parte, eróticamente no cuenta en realidad, por otra desempaña en la adolescente soñadora, por ejemplo, un importante papel libidinoso. Pero las más de las veces tan sólo como objeto inasequible; basta con que se observen en él leves impulsos de simpatía para que se le difame como injusto. La inasequibilidad se une a la representación de un ser tendencialmente excluido de la esfera erótica. Desde el punto de vista psicoanalítico este imaginario del maestro tiende a coincidir con la castración. Un maestro que se vista, por ejemplo, con elegancia, porque goza de buena posición, como en el caso de un maestro de mi infancia, que era muy humano, o que se comporte, llevado de su autoimagen de hombre de formación académica, de forma un tanto llamativa, cae de inmediato en el ridículo. Resulta difícil calibrar hasta qué punto semejantes tabúes específicos son de naturaleza meramente psicológica o si además no es la propia práctica, la idea del maestro de vida intachable como modelo para la juventud inmadura, lo que le obliga realmente a un ascetismo erótico mucho más severo que el exigido a otros profesionales, como, por sólo citar un caso, a los parlamentarios. En las novelas y piezas teatrales escritas alrededor de 1900, en las que se critica la escuela, los maestros son presentados las más de las veces como seres especialmente represivos en el ámbito erótico, como en Wedekind; incluso como mutilados sexuales. Esta imagen del cuasi castrado, o, el menos, eróticamente neutralizado, no libremente desarrollado, de persona que no cuenta en la competencia erótica, se solapa con el infantilismo real o presunto del maestro. Quisiera remitirme, en este sentido, a la novela, tan importante, de Heinrich Mann Professor Unrat, que probablemente los más sólo conozcan a través de su versión cinematográfica El ángel azul. El tirano de la escuela, cuya caída constituye el contenido de la novela, no aparece aureolado, como en la novela, de un humor rutilante y ominoso. De hecho se comporta con la prostituta, a la que llama la artista feliz, exactamente igual que sus alumnos, estudiantes de instituto. Se parece a ellos, como el propio Heinrich Mann dice explícitamente en un pasaje, en la totalidad de su horizonte anímico y en su forma de reaccionar. En realidad él mismo es un niño. El menosprecio por el maestro tendría, de acuerdo con esto, otro aspecto, toda vez que en la medida en que viene inserto en un mundo infantil que es, sin más, el suyo, o al que se adapta, no es considerado totalmente como un adulto, cuando en realidad lo es y funda sus exigencias en su condición de tal. La dignidad, un tanto torpe, de que se reviste es percibida, además, como una compensación insuficiente de esta discordancia.

Todo esto es sólo la figura específica que en el caso del maestro asume un fenómeno conocido en su carácter genérico por la sociología con el nombre de deformación profesional. Sólo que en la imagen del maestro la deformación profesional se convierte, precisamente, en la definición de la profesión misma. En mi juventud me contaron una anécdota de un profesor de un instituto de segunda enseñanza de Praga, que había dicho: «O sea, por poner un ejemplo de la vida cotidiana: el general conquista la ciudad». Por vida cotidiana se entiende aquí la de la escuela, donde en las clases de latín, al analizar los paradigmas, aparecen a cada paso oraciones de este tipo, en las que se habla de generales que conquistan urbes, tomadas como modelos. Lo escolar, tantas veces citado hoy y felicitado como si fuera un valor en y por sí mismo, reemplaza la realidad, a la que mantiene, mediante su tejido organizativo, cuidadosamente lejos de sí. El infantilismo del maestro se manifiesta en su forma de confundir el microcosmos de la escuela, más o menos impermeable respecto de la sociedad de los adultos —los consejos de padres de alumnos y similares son intentos desesperados de ruptura de esa impenetrabilidad, con la realidad; en su confusión, en fin, de ese mundo ilusorio encerrado entre cuatro paredes con la realidad misma—. Esto es, en buena medida, la causa de que la escuela defienda tan tenazmente sus muros.

A menudo los maestros son percibidos bajo las mismas categorías que el protagonista desgraciado de una tragicomedia de estilo naturalista; cabría hablar, con la mirada puesta en él, de un complejo de ensoñación. Están bajo la permanente sospecha de vivir fuera del mundo. Es probable, desde luego, que no estén más alejados de la realidad de lo que lo están los jueces sobre los que llamó la atención Karl Kraus en sus análisis de los juicios sobre delitos contra la moral. En el cliché de esa vida fuera del mundo se entremezclan los rasgos infantiles de algunos maestros con los de muchos alumnos. Infantil es su desmesurado realismo. El realismo de los alumnos que se creen capaces de adaptarse al principio de realidad mucho mejor que el propio maestro, que está obligado a proclamar continuamente y a encarnar ideales del super-yo, y que compensan así lo que perciben como su propio déficit, esto es, el no ser todavía sujetos autónomos. Por esta razón gozan de tanta preferencia entre los alumnos los maestros que juegan al fútbol o que demuestran gran resistencia a la bebida, porque responden a su ideal de hombre de mundo. En mis años de estudiante de instituto gozaban de especial simpatía los que con razón o sin ella pasaban por haber sido miembros, en otra época, de corporaciones estudiantiles. Impera una suerte de antinomia: maestros y alumnos son injustos unos con otros cuando los primeros parlotean sobre verdades eternas, que por lo general no son tales, y los segundos responden a ello con una adoración estúpida por los Beatles.

En contextos de este tipo hay que analizar las extravagancias del maestro que tantas veces constituyen blancos de ataque del rencor de los alumnos. El proceso civilizatorio, del que los maestros son agentes, es en buena medida un proceso de nivelación. Su objetivo es la eliminación, en los alumnos, de esa naturaleza informe que, reprimida, reaparece en las extravagancias, en los modismos amanerados, en los síntomas de rigidez, en los tics y en las torpezas del maestro. Triunfan los alumnos que son capaces de calar en el maestro, contra quien instintivamente apunta el entero y doloroso proceso educativo. Lo que no deja, en cualquier caso, de implicar una crítica al propio proceso educativo, que en esta cultura ha fracasado, hasta hoy, en general. Testimonio de este fracaso constituye, asimismo, la doble jerarquía observable dentro de la escuela: una jerarquía oficial, basada en el espíritu, en el rendimiento, en las calificaciones, y otra latente, no oficial, basada en la fuerza física, en «ser un hombre», en ciertas capacidades mentales también, de orden práctico, no honradas por la jerarquía oficial. Esta doble jerarquía fue explotada por el nacionalsocialismo —y no, por cierto, sólo en la escuela—, que instigó la segunda en contra de la primera, de modo similar a como en la forma política instigó al partido contra el Estado. La investigación pedagógica debería prestar una atención muy especial a la jerarquía latente en la escuela.

Las resistencias de los niños y de los adolescentes, institucionalizadas en cierto modo en la segunda jerarquía, les fueron en parte transferidas, con toda seguridad, por los padres. Muchas se basan en estereotipos inveterados; pero algunas hunden sus raíces, como he intentado explicar, en la situación objetiva del maestro. A esto se asocia algo esencial, familiar al psicoanálisis. Al hilo de la superación del complejo de Edipo, de la separación respecto del padre y de la interiorización de la imagen paterna, los niños se dan cuenta de que sus padres no responden al ideal del yo que ellos mismos les transmiten. Con los maestros se encuentran por segunda vez con el ideal del yo, posiblemente de un modo más claro, y esperan poder identificarse con ellos. Sólo que, una vez más, esto no les resulta posible por muchas razones, ante todo porque los propios maestros son fruto, en medida muy considerable, de la compulsión al conformismo contra la que apunta el yo ideal del niño, todavía poco dispuesto a los compromisos. La profesión de maestro no deja de ser también una profesión burguesa; sólo el más hipócrita de los idealismos lo desmentiría. El maestro no es ese ser humano puro, íntegro y cabal que, todo lo confusamente que se quiera, esperan los niños, sino alguien que de modo inevitable se restringe, entre todas las otras posibilidades y todos los otros tipos profesionales, a su propia profesión, concentrándose en ella como especialista; en realidad, lo contrario ya a priori de lo que de él espera el inconsciente: precisamente, que no sea un especialista, cuando, en realidad, eso es lo que tiene que ser de modo cabal. La idiosincrásica susceptibilidad de los niños frente a las extravagancias del maestro, proviene del hecho de que la extravagancia desautoriza el ideal de hombre cabal y normal en sentido enfático con que los niños se acercan originariamente a los maestros, por mucho que, escarmentados por expresiones anteriores, estén ya un tanto endurecidos por los clichés.

A esto se suma un momento social que ocasiona tensiones casi insuperables. El niño es arrancado, a menudo ya, por cierto, en el jardín de infancia, de la primary community (comunidad primaria), de las relaciones inmediatas, acogedoras, cálidas, y experimenta súbitamente en la escuela, por vez primera, el shock (trauma) de la alienación; la escuela es para la evolución del individuo particular el prototipo casi de la alienación social. La vieja costumbre burguesa del regalo de rosquillas a sus pupilos el primer día de clase por el maestro revela el presentimiento de tal hecho: su función era la de mitigar el shock (trauma). El agente de esta alienación es la autoridad del maestro y la respuesta a ello es la carga negativa de su imagen. La civilización que les proporciona, las renuncias que exige de ellos, movilizan automáticamente en los niños las imágenes del maestro que se han acumulado a lo largo de la historia y que, como todo desecho que late en el inconsciente, pueden ser revitalizadas de nuevo, de acuerdo con las necesidades de la economía psíquica. De ahí lo desesperadamente difícil que resulta a los maestros cumplir cabalmente con su cometido, porque su profesión les impide efectuar la separación, posible en la mayor parte de las otras profesiones, entre su trabajo objetivo —y su trabajo con personas vivas es tan objetivo como él, en eso análogo, del médico— y el afecto personal. Porque su trabajo acontece en la forma de una relación inmediata, en un dar y un recibir, a la que aquél nunca podrá hacer plena justicia bajo la coacción de sus fines máximamente mediatos. Lo que sucede en la escuela queda, por razones básicas y de principio, muy por detrás de lo esperado con tanta pasión. En este sentido, la propia profesión docente ha quedado arcaicamente rezagada respecto de la civilización cuya representación ostenta; tal vez las máquinas docentes pasen algún día a dispensarle de una aspiración humana cuyo cumplimiento le está vedado. Este arcaísmo, propio de la profesión de maestro como tal, no sólo favorece los arcaísmos de los símbolos que la acompañan, sino que suscita también tales arcaísmos en el cumplimiento del propio maestro, en sus refunfuños, en sus lamentos, en sus reprimendas y similares; en formas de reaccionar que están siempre cerca de la fuerza física pero que, a la vez, revelan algo de inseguridad y debilidad. Ahora bien, si el maestro no reaccionara subjetivamente, si estuviera tan objetivado que ni siquiera fuera capaz ya de falsas reacciones, se presentaría a los niños como radicalmente frío e inhumano, y sería probablemente rechazado por ellos de modo aún más violento. No he hablado, pues, a este respecto, y así espero que lo vean ustedes, de una antinomia por el mero gusto de las grandes palabras. Sólo un modo de comportamiento transformado de los maestros podría, si se me permite sugerirlo, contribuir a su superación. No deberían reprimir sus afectos para dejar al fin que salieran de nuevo a la luz debidamente racionalizados, sino que deberían reconocer los afectos ante sí y ante los demás, desarmando de este modo a los alumnos. Probablemente sea más convincente un maestro que diga: «Sí, es cierto, soy injusto, soy una persona como vosotros, unas cosas me gustan y otras no», que otro que se aferre con severidad ideológica a la justicia, pero que luego cometa, sin poderlo remediar, la injusticia que había reprimido. De todas estas reflexiones se deduce inmediatamente, dicho sea al margen, la necesidad de una formación y de una autoconsciencia psicoanalíticas en la profesión de maestro.

Llego al final y con ello a la pregunta inevitable: ¿qué hacer? Una pregunta para la que —como, en general, para todo lo que aquí está en juego— soy por completo incompetente. Una pregunta que conspira muchas veces contra el desarrollo consecuente del curso del conocimiento, sin cuya previa consumación nada podría transformarse. La actitud del «Has hablado muy bien, pero no trabajas en lo nuestro» surge de modo casi automático precisamente en las discusiones sobre los problemas de que me he ocupado hoy. Me gustaría, con todo, enumerar algunos motivos, sin pretensiones sistemáticas, y sin creer tampoco que puedan realmente llevarnos muy lejos. Por de pronto, pues, se precisa ilustración sobre el complejo global que he descrito, e ilustración, concretamente, de los propios maestros, de los padres y, en la medida de lo posible, también de los alumnos, con los que los maestros deberían hablar claramente sobre todas estas cuestiones tan cargadas de tabúes. No me asusta la hipótesis de que sea posible hablar, por lo general, mucho más seria y maduramente con los niños de lo que los adultos dan en reconocer, autorratificándose así en su propia madurez. No debemos, con todo, sobrevalorar la posibilidad de semejante ilustración. Los motivos que intervienen aquí son, como he indicado ya, en buena medida inconscientes, y la mera nominación de estados de cosas inconscientes es, como se sabe, ociosa, si aquéllos en quienes tales estados de cosas se dan no los clarifican espontáneamente al hilo de su propia experiencia, esto es, si tal clarificación tiene lugar sólo desde fuera. Desde la perspectiva de este conocimiento, psicoanalíticamente trivial, no cabe esperar, pues, demasiado de la ilustración puramente intelectual, aunque debería comenzarse, de todos modos, con ella; siempre es preferible una ilustración insuficiente y sólo parcialmente eficaz que ninguna. Tendrían que ser, además, incondicionalmente eliminadas ciertas inhibiciones y limitaciones, todavía realmente existentes, que refuerzan los tabúes de los que viene cargada la profesión docente. Deberían, ante todo, tratarse los puntos neurálgicos ya en la formación de los maestros, en lugar de orientar ésta, a su vez, de acuerdo con los tabúes vigentes. La vida privada de los maestros no deberá ser sometida en circunstancia alguna a controles, del tipo que sean, que vayan más allá de lo establecido por el derecho penal. Habría que combatir la ideología de lo escolar, difícilmente aprehensible en el plano teórico, y que es incluso negada, pero que todavía influye tenazmente, hasta donde he podido observar, en la práctica escolar. La escuela tiene una tendencia inmanente a establecerse como una esfera dotada de vida propia y con una legislación propia. No resulta fácil determinar hasta qué punto es esto necesario para el cumplimiento de su tarea; no es sólo ideología, con toda seguridad. Una escuela abierta por completo hacia fuera, sin trabas ni inhibiciones, perdería posiblemente también lo que en ella hay de acogedor y formativo. No tengo el menor reparo en reconocerme como reaccionario en la medida en que me parece mucho más importante que los niños aprendan bien el latín en la escuela, incluso estilística latina, si es posible, a que hagan estúpidos viajes de estudios a Roma, que las más de las veces acaban en indisposiciones generales, y en los que no pueden experimentar nada esencial de Roma. Dado, por otra parte, que quienes se mueven en el ámbito escolar no admiten la menor intromisión en su territorio, está claro que la tendencia de éste a cerrarse en sí mismo tiende a acentuarse, al menos frente a la crítica. Tucholsky ha contado, a este respecto, el ejemplo de aquella maligna directora de una escuela rural que, ante la afable pareja que fue a protestarle por alguna atrocidad cometida con sus alumnos, justificó lo hecho con un «Ésta es aquí la costumbre». No sabría cuántos «ésta es aquí la costumbre» dominan, hoy como ayer, la práctica escolar. Esta actitud es la tradicional. Habría que hacer comprender que la escuela no es un fin en sí misma, que su carácter cerrado es una necesidad, no la virtud, como han defendido determinadas formas del movimiento juvenil, como la estúpida fórmula de Gustav Wynekens sobre la cultura juvenil como una cultura propia, una fórmula que goza hoy, en la ideología de la juventud como subcultura, de un alegre ascendiente.

Es posible que, de momento, y por mucho que su base social haya hecho ya quiebra, la deformación psicológica de los maestros subsista, si mis observaciones en el examen de graduación no me engañan. Tendría que ser corregida, prescindiendo de la liquidación de los controles aún subsistentes, ante todo por la formación. En el caso de los colegas de más edad habría sencillamente que apelar —con perspectivas problemáticas— al hecho de que las actitudes y formas autoritarias de comportamiento ponen en peligro el objetivo de la educación, un objetivo que ellos hacen también racionalmente suyo. A menudo se escucha, y voy a limitarme a indicarlo, sin atreverme a formular un juicio propio al respecto, que los candidatos al profesorado fueron quebrados, nivelados, en sus años de formación, que se yuguló su élan (espíritu dinámico), lo mejor que había en ellos. Las investigaciones sobre el proceso de formación se insinúan, pues, como un requisito previo ineludible de cara a posibles cambios radicales. Habría que averiguar, sobre todo, hasta qué punto reprime el concepto de necesidad escolar la libertad de espíritu y la formación espiritual. Esto se manifiesta en la hostilidad al espíritu de algunas administraciones escolares, que obstruyen sistemáticamente el trabajo científico de los maestros y les ponen otra vez los pies sobre la tierra desconfiando de quienes, como ellos dicen muy bien, anhelan algo superior o distinto. Tal hostilidad, que actúa contra los maestros, se prolonga fácilmente en la actitud de éstos frente a los alumnos.

He hablado de tabúes sobre la profesión docente, no de la realidad de esta profesión, ni de la manera de ser real de los maestros; pero no se trata de cosas enteramente independientes entre sí. Se observan síntomas, de todos modos, que permiten abrigar la esperanza de que cuando la democracia aproveche sus oportunidades en Alemania y se desarrolle en serio, todo esto cambiará. Éste es uno de esos pequeños retazos de la realidad en los que el individuo activo y reflexivo puede aportar algo. No es ninguna casualidad que el libro que me parece más relevante, políticamente hablando, de los publicados en Alemania en los últimos veinte años, «Über Deutschland» («Sobre Alemania»), de Richard Matthias Müller, provenga de un maestro. Tampoco hay que olvidar, ciertamente, que la clave de un cambio radical esté en la sociedad y en su relación con la escuela. Y, sin embargo, la escuela no es sólo un objeto. Mi generación ha vivido la recaída de la humanidad en la barbarie, en el sentido literal, indescriptible y verdadero del término. La barbarie es un estado en el que todas esas formaciones a cuyo servicio está la escuela se revelan como fracasadas. Mientras sea la sociedad la que genera, a partir de sí misma, la barbarie, es seguro que la resistencia de la escuela sólo podrá ser mínima. Pero si la barbarie, esa sombra terrible que se abate sobre nuestra existencia, es precisamente lo opuesto a la formación cultural, entonces lo esencial depende también de que los individuos sean ayudados a salir de la barbarie, a superarla. La superación de la barbarie por parte de la humanidad es el presupuesto inmediato de su supervivencia. A él debe servir la escuela, por limitados que sean su ámbito y sus posibilidades, y para ello necesita liberarse de los tabúes bajo cuya presión se reproduce hoy la barbarie. El pathos (pasión) de la escuela, su seriedad moral, radica hoy en el hecho de que, en el marco de lo existente, ella es la única que puede trabajar de modo inmediato, si toma consciencia de ello, en el sentido de la superación de la barbarie por parte de la humanidad. Cuando hablo de barbarie no me refiero, claro es, a los Beatles, aunque su culto pertenezca a ella, sino a lo extremo: al prejuicio delirante, a la represión, al genocidio y a la tortura; sobre esto no debe quedar la menor duda. En un mundo como el actual, en el que no se vislumbran, al menos de momento, posibilidades de más amplio alcance, oponerse a ello es cosa que compete ante todo a la escuela. De ahí que sea tan extremadamente importante, a despecho de cuantos argumentos teórico-sociales puedan esgrimirse en contra, que la escuela cumpla su misión, a conciencia de que a ese fin ayuda el que la propia escuela tome consciencia de la funesta herencia de representaciones que pesa sobre ella.