La pregunta «¿Qué significa superar el pasado?» tiene que ser clarificada. Parte de una formulación que en los últimos años se ha convertido, como frase hecha, en altamente sospechosa. Cuando con ese uso lingüístico se habla de superar el pasado no se apunta a reelaborar y asumir seriamente lo pasado, a romper su hechizo mediante la clara consciencia; sino que lo que se busca es trazar una raya final sobre él, llegando incluso a borrarlo, si cabe, del recuerdo mismo. La indicación de que todo ha de ser olvidado y perdonado por parte de quienes padecieron injusticia es hecha por los correligionarios de los que la cometieron. En una controversia científica escribí ocasionalmente: en casa del verdugo no hay que hablar de la soga, porque de lo contrario se suscita resentimiento. Pero el que la tendencia al rechazo, inconsciente y a la vez no tan inconsciente, de la culpa se una de modo tan absurdo a la idea de acabar con lo pasado, ofrece ocasión suficiente para reflexiones referidas a un terreno del que todavía hoy emana tal horror que se vacila y titubea a la hora de llamarlo por su nombre.
Se tiene la voluntad de liberarse del pasado: con razón, porque bajo su sombra no es posible vivir, y porque cuando la culpa y la violencia sólo pueden ser pagadas con nueva culpa y nueva violencia, el terror no tiene fin; sin razón, porque el pasado del que querría huir aún está sumamente vivo. El nacionalsocialismo sobrevive, y hasta la fecha no sabemos si solamente como mero fantasma de lo que fue tan monstruoso, o porque no llegó a morir, o si la disposición a lo indescriptible sigue latiendo tanto en los hombres como en las circunstancias que los rodean.
No es mi deseo ocuparme del problema de las organizaciones neonazis. En mi opinión, la supervivencia del nacionalsocialismo en la democracia es potencialmente mucho más amenazadora que la supervivencia de tendencias fascistas contra la democracia. Cuando se habla de infiltración se habla de algo objetivo; si figuras sospechosas hacen su come back (retorno) a posiciones de poder, es exclusivamente porque las circunstancias les son favorables.
Está fuera de discusión que en Alemania el pasado aún no ha sido superado única y exclusivamente en el ámbito, con el que hay que contar, de lo llamado incorregible. Se remite aquí una y otra vez al llamado complejo de culpa, sugiriéndose a menudo la asociación de que éste sólo ha tomado realmente cuerpo como consecuencia de la construcción de una culpa colectiva alemana. Es evidente que en la relación con el pasado laten muchos elementos neuróticos: gestos de defensa allí donde no se ha sido atacado; intensas pasiones en lugares que apenas las justifican realmente; falta de afección por lo más serio; no pocas veces incluso pura y simple represión de lo sabido o lo semisabido. Así, a menudo nos hemos encontrado, en experimentos de grupos en el Instituto de Investigación Social, con que, a propósito de recuerdos de deportaciones y asesinatos masivos y cuando éstos eran evocados, se recurría a expresiones dulcificadas o descripciones eufemísticas, o bien se producía un vacío en el discurso; la tan generalizada como casi inocente expresión de «noche de los cristales»[1] para el pogromo de noviembre de 1938 documenta bien esta inclinación. Es muy alto el número de los que entonces no quisieron darse por enterados de los acontecimientos, a pesar de que desaparecían judíos por doquier, y aunque apenas pueda creerse que los que vivieron lo que pasó en el Este hayan tenido que callar siempre sobre lo que tuvo que ser para ellos una pesada carga; cabe bien suponer, en efecto, que entre la actitud de «no-haber-sabido-nada-de-todo-ello» y la indiferencia medrosa y cuanto menos obtusa hay una proporción. En cualquier caso, los enemigos decididos del nacionalsocialismo estuvieron muy pronto perfectamente al tanto.
Conocemos todos también, en cualquier caso, la disposición a negar lo ocurrido o a minimizarlo, por difícil que resulte comprender que el argumento de que los judíos gaseados fueron apenas cinco millones y no seis no llene a algunos de vergüenza. Igualmente irracional resulta, por otra parte, la difundida compensación de la culpa, como si Dresden hubiera amortizado Auschwitz. En la elaboración de estos cálculos, en la prisa por dispensarse mediante contrarreproches de la autorreflexión y del autoconocimiento hay de entrada algo de inhumano; y hechos bélicos ocurridos en la guerra, de los que Coventry y Rotterdam pueden constituir modelo, apenas resultan comparables con el asesinato administrativo de millones de seres inocentes. Incluso esta inocencia, la más simple y plausible, es negada. La desmesura de lo cometido sirve a su justificación: algo así —se consuela la consciencia laxa— no hubiera podido ocurrir de no haber dado las víctimas algún motivo, y este vago «algún» puede acrecentarse seguidamente a voluntad. Y así el enmascaramiento y la ofuscación cubren con su manto protector la sangrante desproporción entre una culpa máximamente ficticia y un castigo máximamente real. En ocasiones son convertidos los vencedores incluso en autores de lo que hicieron los vencidos cuando aún estaban arriba, y se declaran responsables de las monstruosidades de Hitler a quienes toleraron que tomara el poder, no a quienes lo aclamaron. Lo idiota de todo ello es signo, realmente, de una falta psíquica de dominio y superación; es signo de una herida, aunque pensar aquí en heridas es algo que debería venir más bien referido a las víctimas.
En todo esto el discurso sobre el complejo de culpa tiene, sin embargo, algo de insincero. En la psiquiatría, de donde ha sido tomado y cuyas asociaciones arrastra, indica que el sentimiento de culpa es enfermizo, que no se adecua a la realidad, que es psicógeno, como dicen los analíticos. Con la ayuda de la palabra «complejo» se suscita la impresión de que la culpa, cuyo sentimiento tantos rechazan, reaccionando contra él y deformándolo mediante racionalizaciones de los tipos más disparatados, no sería en realidad tal culpa, sino que radicaría sólo en ellos, en su constitución psíquica: el pasado terriblemente real pasa a ser convertido en algo anodino, en mera imaginación de los que se sienten por él afectados. ¿O bien vendría incluso la propia culpa a no ser ella misma sino un complejo, siendo enfermizo asumir el peso del pasado, a diferencia del hombre sano y realista que vive en el presente y se dedica a sus fines prácticos? Tal consecuencia sacaría la moral de aquel «Es tan bueno como si no hubiera ocurrido», que proviene de Goethe, pero que es dicho en un pasaje decisivo de Fausto por el demonio para desvelar su principio más profundo: la destrucción del recuerdo. A los asesinados ha de serles sustraído así también lo único que nuestra impotencia puede regalarles, la memoria. La endurecida actitud de los que nada quieren saber de todo ello no dejaría, ciertamente, de sintonizar con una poderosa tendencia histórica. Hermann Heimpel ha hablado repetidamente de la atrofia de la consciencia de continuidad histórica en Alemania, un síntoma de ese debilitamiento social del yo cuya génesis intentamos reconstruir Horkheimer y yo mismo en Dialektik der Aufklärung («Dialéctica de la Ilustración»). Datos empíricos como el del desconocimiento por parte de la joven generación de quiénes fueron Bismarck y el Emperador Guillermo I han confirmado la sospecha de pérdida de la historia.
Pero esta evolución, flagrante sólo desde la Segunda Guerra Mundial, sintoniza muy bien con la animosidad contra la historia de la consciencia americana verbalizada por Henry Ford con su «History is bunk» («la historia es charlatanería»), con el espectro de una humanidad sin recuerdo. No se trata de un nuevo producto de la decadencia, de una forma de reacción de una humanidad agobiada, como suele decirse, por estímulos con los que no sabe ya cómo arreglárselas; es un fenómeno necesariamente vinculado a la progresividad del principio burgués. La sociedad burguesa está de modo universal bajo la ley del intercambio, del «igual por igual» de cálculos y cuentas, que pasan y de los que en realidad nada permanece. El intercambio es por definición algo intemporal, como la ratio misma, como las operaciones de la matemática, que en su forma pura apartan de sí el momento temporal. Así desaparece también el tiempo concreto de la producción industrial. Esto discurre cada vez más en ciclos idénticos e intermitentes, potencialmente uniformes, no necesitando ya apenas la experiencia acumulada. Economistas y sociólogos como Werner Sombart y Max Weber adscribieron el principio del tradicionalismo a las formas feudales de la sociedad y el de racionalidad a las burguesas. Lo que en definitiva no significa sino que el recuerdo, el tiempo y la memoria son liquidados de la sociedad burguesa, según va avanzando ésta, como una especie de resto irracional, de modo similar a como la racionalización progresiva de los métodos de producción industrial reduce, junto con otros restos artesanos, también categorías como la del tiempo de aprendizaje, o lo que es igual, de adquisición de experiencia. Privándose del recuerdo y agotándose, perdido todo largo aliento, en la adecuación a lo que en el momento cuenta como actualidad, la humanidad se limita a reflejar una ley evolutiva objetiva[2].
El olvido del nacionalsocialismo ha de ser comprendido más bien a partir de la situación social general que de la psicopatología. Incluso los mecanismos psicológicos que operan en el rechazo de recuerdos penosos y desagradables sirven a objetivos ajustados al máximo a la realidad. Son precisamente los que proceden al rechazo quienes dan más claro testimonio de ello. Por ejemplo, cuando argumentan, haciendo gala de sentido práctico, que recordar de forma demasiado concreta e insistente lo sucedido podría dañar la imagen alemana en el extranjero. Sin embargo, tal celo encaja poco con el dicho de Richard Wagner —quien no dejaba, por su parte, de ser muy nacionalista— de que ser alemán quiere decir hacer una cosa por ella misma, sin que tal cosa venga, pues, determinada a priori como negocio. La cancelación del recuerdo es más un rendimiento de la consciencia demasiado despierta que su debilidad frente a la prepotencia de los procesos inconscientes. En el olvido de lo apenas ingresado en el pasado resuena la exasperada creencia de que lo que todos saben tiene que excusarse a sí mismo antes de poder pedir a los otros excusas por ello.
Todas estas reacciones, actitudes y modos de comportamiento no son, ciertamente, racionales en sentido inmediato, toda vez que desfiguran los hechos a los que se refieren. Pero son racionales en la medida en que se apoyan en tendencias sociales y en que quien reacciona así se sabe en sintonía con el espíritu de los tiempos. Esta forma de reaccionar se ajusta de modo inmediato al imperativo de salir adelante y hacer progresar. Quien no tiene ideas estériles, no tira arena en la maquinaria para dificultar su funcionamiento. Lo recomendable es hablar por boca de lo que Franz Böhm dio tan pragmáticamente en llamar opinión-no-pública. Quienes se adecuan a un talante que es, ciertamente, mantenido en jaque por los tabúes oficiales, pero que pone, precisamente por eso, tanta mayor virulencia, se cualifican a un tiempo como fieles a sus compromisos y como hombres independientes. En definitiva, el movimiento alemán de resistencia no llegó a tener nunca una base de masas, y ésta difícilmente podría ser convocada por la derrota. Sin duda, puede suponerse que la democracia ha arraigado más profundamente que tras la Primera Guerra Mundial: el nacionalsocialismo, profundamente burgués y anti-feudal, ha preparado incluso, en cierto sentido y contra su voluntad, mediante la politización de las masas, la democratización. Tanto la casta de los Junker prusianos como el movimiento obrero radical han desaparecido; por vez primera ha cristalizado algo así como un estado burgués homogéneo. Que la democracia llegara demasiado tarde a Alemania, o lo que es igual, que no coincidiese en el tiempo con el esplendor del liberalismo económico y fuera introducido por los vencedores, es cosa que no ha podido menos de influir sobre la relación del pueblo con ella. De modo directo se habla muy poco de esto, porque de momento las cosas van muy bien con la democracia, y también porque no sintonizaría con la comunidad de intereses institucionalizados en alianzas políticas con Occidente y sobre todo, con América. Pero el rencor que suscita la reeducación resulta de lo más elocuente. Lo más que se puede decir es que el sistema de la democracia política ha sido, sin duda, aceptado en Alemania al modo de lo que en América se llama a working proposition (una proposición que funciona), esto es, como algo funcionante, como algo que hasta el momento ha posibilitado o incluso fomentado prosperidad. Pero la democracia no ha echado raíces hasta el punto de que las personas la experimenten como cosa propia, sabiéndose a sí mismas como sujetos de los procesos políticos. Es percibida como un sistema entre otros, como si se pudiera elegir en un muestrario entre comunismo, democracia, fascismo, monarquía; pero no como idéntica con el pueblo mismo, como expresión de su emancipación, de su mayoría de edad. Es valorada a tenor del éxito o del fracaso, de un éxito o de un fracaso en el que pasan a participar los diferentes intereses individuales, pero no como unidad del interés propio con el interés general; algo que no deja, ciertamente, de convertir en demasiado difícil la delegación parlamentaria de la voluntad popular en los modernos estados de masas. A menudo se encuentra uno en Alemania, entre alemanes, ante la singular opinión de que los alemanes no están maduros para la democracia. Se hace de la inmadurez propia una ideología, de modo no muy distinto al de los jóvenes que, al ser pillados en algún acto de violencia, insisten en su pertenencia al grupo de los teenagers (adolescentes). Lo grotesco de este modo de argumentar muestra una flagrante contradicción en la consciencia. Las personas que tan ingenuamente se dejan llevar por su propia ingenuidad y su inmadurez política, se sienten por una parte ya como sujetos políticos, a los que incumbiría determinar un destino y organizar en libertad la sociedad. Pero por otra tropiezan con que a tal empeño le vienen impuestos unos límites férreos por las circunstancias. Y precisamente por no ser capaces de penetrar con su propio pensamiento en estos límites, adscriben la imposibilidad ante la que se encuentran y que en realidad les es impuesta, a sí mismos o a los grandes o a otros. Y al hacerlo se escinden otra vez, ellos mismos, en sujeto y objeto. De acuerdo con la ideología hoy dominante, cuanto más se ven los seres humanos a merced de constelaciones objetivas sobre las que carecen de todo poder o sobre las que no creen posible saber nada, tanto más subjetivizan esta incapacidad. Con la frase de que lo único que cuenta son las personas y de que todo depende de ellas, achacan a las personas lo que es debido a las circunstancias, de modo que éstas prosiguen en la penumbra. En el lenguaje de la filosofía podría bien decirse que en el extrañamiento del pueblo respecto de la democracia se refleja el autoextrañamiento de la sociedad.
Entre todas estas constelaciones la evolución de la política internacional es quizá la más influyente. Parece justificar a posteriori la agresión de Hitler a la Unión Soviética. En la medida en que el mundo occidental se determina como unidad esencialmente por recurso al rechazo de la amenaza rusa, parece como si los vencedores de 1945 hubieran destruido sólo por necedad el acreditado bastión contra el bolchevismo, para reconstruirlo pasados unos pocos años. Entre el tan traído y llevado «ya lo dijo Hitler» y la extrapolación de que también en otras cosas tenía razón hay nada más que un paso. Sólo oradores dominicales edificantes podrían pasar por alto la fatalidad histórica de que la concepción que en su día llevó a Chamberlain y a sus seguidores a tolerar a Hitler como fuerza de seguridad frente al Este haya venido a sobrevivir al propio Hitler. Realmente una fatalidad, porque la amenaza del Este de apoderarse del promontorio de Europa Occidental es evidente. Quien no se enfrenta a ella se hace literalmente culpable de la repetición del appeasement (conciliación) de Chamberlain. Olvidemos simplemente —¡simplemente!— que fue precisamente la acción de Hitler la que provocó esta amenaza, que fue él quien trajo sobre Europa lo que de acuerdo con la voluntad del appeaer (conciliador) estaba destinado a impedir con su fuerza expansiva. La trama política es, más que el propio destino individual, un contexto de culpa. La resistencia contra el Este tiene en sí misma una dinámica que evoca lo ocurrido en Alemania. No sólo ideológicamente (porque el lema de la lucha contra el bolchevismo ha ayudado de antiguo a camuflarse a aquéllos a quienes la libertad no importa más que a éste), sino también realmente. Según una observación hecha ya durante la época de Hitler, la capacidad de penetración organizadora del sistema totalitario impone a sus enemigos algo de su propia esencia. Mientras dure el desnivel económico entre el Este y el Oeste, el modo fascista de hacer tiene más oportunidades con las masas que la propaganda oriental, siempre, claro está, que la última ratio fascista no obligue por la fuerza a ser aceptada. Pero a ambas formas de totalitarismo son propensos los mismos tipos. Se enjuiciarían de modo decididamente falso los caracteres necesitados de autoridad de querer construirlos a partir de una determinada ideología económico-política; las bien conocidas oscilaciones de millones de electores antes de 1933 entre el partido comunista y el nacionalsocialismo no son tampoco precisamente un azar desde un punto de vista psicológico-social. Una serie de investigaciones americanas han mostrado hasta qué punto dicha estructura de carácter no va tan vinculada a unos determinados criterios económico-políticos. Más bien la definen rasgos como un pensamiento de acuerdo con las dimensiones de poder e impotencia, como rigidez e incapacidad de reacción, como convencionalismo, conformismo y escasa autorreflexión, así como, finalmente, una precaria capacidad de experiencia. Los caracteres necesitados de autoridad se identifican sin más con el poder real, antes de adquirir contenido específico. En el fondo sólo disponen de un yo débil y para compensarlo necesitan identificarse con grandes colectivos en los que encuentran apoyo y protección. Que sea posible dar de nuevo a cada paso con figuras como las presentadas en la película de los niños prodigio no es cosa que dependa de la maldad del mundo como tal ni de presuntas propiedades peculiares del carácter nacional alemán, sino de la identidad de esos conformistas que tienen de antemano una relación con las palancas de mando de todos los aparatos de poder, con los séquitos potencialmente totalitarios. Pensar, por otra parte, que el régimen nacionalsocialista no haya significado otra cosa que miedo y sufrimiento, aunque también significara eso incluso para muchos de sus seguidores, no deja de ser una ilusión. A innumerables personas no les fue nada mal bajo el fascismo. La punta extrema del terror iba dirigida tan sólo a unos pocos y bastante bien definidos grupos. Tras las experiencias de las crisis de la era anterior a Hitler, pasó a predominar el sentimiento de que «hay quien vela por nosotros», y no sólo en el sentido de las vacaciones pagadas o de las canastillas de flores en las fábricas. Frente al laissez faire, el mundo de Hitler protegía realmente hasta cierto punto a los suyos de las catástrofes naturales de la sociedad, a las que las personas estaban expuestas. Anticipó violentamente el actual dominio de las crisis; un experimento bárbaro de dirección estatal de la sociedad industrial. La tantas veces invocada integración, la condensación organizativa de la red social, llamada a atraparlo todo, procuraba también protección contra el temor universal a caer a través de las mallas y hundirse. La frialdad de la situación de alienación y extrañamiento a muchos les pareció superada por el calor que da la unión de unos con otros, por manipulada y artificialmente mantenida que fuera ésta. La comunidad de los desiguales y carentes de libertad, siendo una mentira, constituía también la satisfacción de un viejo y, por supuesto, mal sueño antiguo del burgués. Con todo, el sistema que ofrecía tales gratificaciones encerraba dentro de sí el potencial de la propia decadencia. El florecimiento económico del Tercer Reich descansaba en buena medida en el rearme de cara a la guerra que trajo la catástrofe. Sólo que la memoria debilitada de la que antes hablaba se esfuerza por rechazar estas argumentaciones. Oscurece y desfigura tenazmente la fase nacionalsocialista en la que se vieron satisfechas las fantasías colectivas de poder de quienes, como individuos aislados, eran impotentes y en absoluto podían darse importancia y creerse alguien sino en función y al hilo de un poder colectivo así. Ningún análisis, por penetrante que sea, podrá eliminar en el futuro del mundo la realidad de esta satisfacción y las energías pulsionales en ella invertidas. Ni siquiera era tan irracional el juego va-banque[3] de Hitler como entonces dio en imaginárselo la razón liberal media y hoy se lo imagina la mirada histórica retrospectiva al fracaso. El cálculo de Hitler de aprovechar la ventaja temporal sobre los otros Estados procurada por el rearme gigantesco no era, en el sentido de lo que él quería, en modo alguno insensato. A quien contempla la historia del Tercer Reich o, cuanto menos, la de la guerra, se le aparecen, en efecto, una y otra vez los diferentes momentos en los que Hitler sufría reveses como casuales considerando necesario tan sólo el proceso global. Sin duda, en dicho proceso acabó finalmente por imponerse el superior potencial económico-técnico del resto de la tierra, el cual no quería, por supuesto, ser devorado: en cierto modo una necesidad estadística, en absoluto una lógica recognoscible jugada a jugada. La simpatía hacia el nacionalsocialismo que sobrevive no necesita recurrir a demasiados sofismas para convencerse a sí mismo y a los otros de que pudieran ir las cosas siempre bien de otro modo, de que en realidad se cometieron simplemente algunos fallos, y que la caída de Hitler fue un accidente histórico mundial, llamado posiblemente a ser corregido aún por el Espíritu del Mundo.
En el orden subjetivo, en el psiquismo humano, el nacionalsocialismo elevó el narcisismo colectivo o, más simplemente, la vanidad nacional, al infinito. Los impulsos narcisistas de los individuos a los que el mundo endurecido promete una y otra vez satisfacción, y que lejos de obtenerla siguen en pie mientras la civilización les niega una y otra vez tantas cosas, encuentran una satisfacción sustitutiva en la identificación con el todo. Este narcisismo colectivo es el que fue máximamente dañado con el desplome del régimen de Hitler; con un daño acontecido en el ámbito de la nueva facticidad, sin que los individuos llegaran a tomar consciencia, ajustando así cuentas con él y superándolo. Éste es el sentido psicológico-socialmente pertinente del discurso sobre el pasado no superado. Incluso permaneció vivo ese pánico que surge, según la teoría expuesta por Freud en Psicología de masas y análisis del yo, allí donde las identificaciones colectivas entran en quiebra. Si no se quiere echar en saco roto la indicación del gran psicólogo, la consecuencia a sacar es unívoca: que aquellas identificaciones y el narcisismo colectivo no han sufrido destrucción alguna, que prosiguen en secreto con vida, ardiendo de forma inconsciente y precisamente por eso con redoblado poder. La derrota ha sido interiormente tan poco ratificada como tras 1918. Incluso a la vista de la evidente e inminente catástrofe, el colectivo aglutinado por Hitler se mantuvo unido, aferrado a esperanzas quiméricas como la cifrada en aquellas armas secretas, poseídas en realidad por los otros. A ello habría que unir, desde una perspectiva psicológico-social, la expectativa alentada por el narcisismo colectivo dañado de obtener una reparación, una expectativa que se aferra a cuanto en la consciencia puede poner el pasado en sintonía con los deseos narcisistas, y que pasa así a modelar seguidamente la realidad de un modo tal que aquel daño pase a convertirse en algo no acontecido. Tal cosa ha sido hecha hasta cierto punto posible por el auge económico, por la consciencia de lo muy hábiles y capaces que somos. Pero tengo mis dudas de que el llamado milagro económico, en el que todos sin duda participan, pero sobre el que no dejan al mismo tiempo de hablar con cierta sorna, llegue psicológico-socialmente tan adentro como cabría suponer en tiempos de relativa estabilidad. Precisamente porque el hambre prosigue en continentes enteros, aunque podría ser eliminada de forma técnica, nadie osa nombrar abiertamente su alegría por el bienestar. Al igual que el espectador individual ríe con desaprobación cuando, por ejemplo, en una película alguien con servilleta al cuello se da un banquete con fruición manifiesta, la humanidad no se permite a sí misma un disfrute respecto del que percibe que sigue pagándolo con carencias; no hay felicidad que no se vea afectada por el resentimiento, ni siquiera la propia. La saciedad se ha convertido en un insulto a priori, cuando en realidad lo único malo que habría en ella es que hay quienes nada tienen para comer; el presunto idealismo que de una forma tan farisaica arremete precisamente en la Alemania de hoy contra el presunto materialismo, debe en realidad más bien lo que cree que es su profundidad a instintos reprimidos. El odio al disfrute coadyuva en Alemania al malestar por la abundancia, y el pasado se le transfigura en clave de tragedia. Sólo que tal malaise (malestar) no nace únicamente de fuentes turbias, sino también de algo mucho más racional. El bienestar es coyuntural, nadie confía en una duración ilimitada. Y si se busca consuelo en la convicción de que sucesos como el del Viernes Negro de 1929 y la consiguiente crisis económica apenas son ya repetibles, no deja de latir implícitamente ahí también la confianza en un poder estatal fuerte, del que espera protección aunque no funcionen la libertad económica ni la política. Incluso en medio de la prosperidad, incluso en medio de la escasez temporal de fuerzas de trabajo, es posible que la mayoría de las personas se perciban secretamente como parados potenciales, como receptores de beneficios y, en consecuencia, más bien como objetos, no como sujetos de la sociedad. Tal es la raíz sobremanera legítima y racional de su malestar. Es cosa evidente que en un momento dado puede ser utilizado con fines retrógrados y para la renovación misma del mal.
El ideal fascista confluye hoy sin problemas con el nacionalismo de los países llamados infradesarrollados, a los que no se conoce ya como tales, sino como países en vías de desarrollo. Ya durante la guerra se expresaba en los eslóganes de las plutocracias occidentales y de las naciones proletarias el acuerdo con los que pensaban haberse quedado atrás en la competencia imperialista y pedían un puesto en la mesa. No resulta nada fácil calibrar si y hasta qué punto ha podido desembocar ya esta tendencia en la corriente subterránea anticivilizadora, antioccidental, de la tradición alemana. Como tampoco lo resulta calibrar si también en Alemania se dibuja una convergencia entre el nacionalismo fascista y el comunista. Hoy el nacionalismo está superado y es a la vez actual. Superado, porque en virtud de la forzada unión de naciones en grandes bloques bajo la supremacía de la más poderosa (tal como lo dicta ya incluso la mera evolución de la técnica armamentística), la nación soberana individual ha perdido, cuanto menos en la Europa continental avanzada, su substancialidad histórica. La idea de la nación, en la que en otro tiempo se sintetizaba la unidad económica de los intereses de los ciudadanos libres y autónomos frente a las barreras territoriales del feudalismo, se ha convertido ella misma en una barrera frente al evidente potencial de la sociedad global. Pero el nacionalismo es también actual en la medida en que sólo la idea heredada y psicológicamente muy cargada de nación (que sigue oficiando aún de expresión de una comunidad de intereses en la economía mundial) tiene la suficiente fuerza como para unir a cientos de millones en torno a objetivos que no pueden considerar como suyos en un sentido inmediato. El nacionalismo ya no se cree a sí mismo del todo, pero resulta, no obstante, políticamente necesario como medio eficaz para conseguir que las personas se aferren a situaciones y relaciones objetivamente anticuadas. De ahí que como algo no del todo bueno para sí mismo e intencionadamente ofuscado ostente hoy rasgos grotescos. Es cierto que nunca le faltaron enteramente, dada su condición de herencia de bárbaras y primitivas estructuras tribales, pero estuvieron reprimidos durante todo el tiempo en el que el liberalismo pudo asegurar también realmente el derecho del individuo como condición del bienestar colectivo. Sólo en la época en la que ésta había dado ya un vuelco pudo el nacionalismo convertirse en algo enteramente sádico y destructivo. De este cuño era ya la furia del mundo de Hitler contra todo lo que era diferente, el nacionalismo como sistema paranoico de locura; la fuerza de atracción precisamente de estos rasgos no es hoy sin duda menor. La paranoia, el delirio persecutorio que acosa a los otros, sobre los que proyecta cuanto él mismo desea, se contagia. La patología del individuo que no se muestra capaz de enfrentarse psíquicamente al mundo y que se ha arrojado a un ilusorio reino interior se ve confirmada por alucinaciones colectivas como el antisemitismo. Pueden dispensar muy bien, de acuerdo con la tesis del psicoanalítico Ernst Simmel, al medio loco de convertirse en un loco completo. Con la misma claridad con la que lo demencial del nacionalismo salta hoy a la vista en el miedo racional a nuevas catástrofes, fomenta el nacionalismo su propagación. El delirio es la compensación por el sueño del que el mundo ha arrojado tenazmente a la humanidad de una organización humana del mundo por la propia humanidad. Pero con el nacionalismo radical y su pathos (pasión) converge cuanto ocurrió entre 1933 y 1945.
La supervivencia del fascismo y la imposibilidad de conseguir, hasta el momento, la tan traída y llevada superación del pasado —que ha degenerado en su caricatura, el frío y vacío olvido—, hunden sus raíces en la subsistencia de los presupuestos sociales objetivos que hicieron posible la irrupción del fascismo. En lo esencial no puede ser derivado de disposiciones subjetivas. El orden económico, así como la organización económica de acuerdo con su modelo, lleva, ayer como hoy, a la mayoría a depender de acontecimientos sobre los que carece de toda posibilidad de disposición, y a la minoría de edad. Si quieren vivir no tienen otro remedio que adaptarse a lo dado, que someterse; tienen que erradicar precisamente esa subjetividad autónoma a la que apela la idea de democracia; sólo pueden mantenerse renunciando a su propio yo. Penetrar cognitivamente en el contexto de ofuscamiento y descifrarlo les exige precisamente ese esfuerzo doloroso del conocimiento que la organización de la vida y, no en última instancia, la industria cultural totalitariamente hipertrofiada, les veda. La necesidad de semejante adaptación, de identificación con lo existente, con lo dado, con el poder como tal, crea el potencial totalitario, que es reforzado por el descontento y la rabia que produce y reproduce la propia coacción a la adaptación. En la medida, por otra parte, en que la realidad no procura la autonomía que efectivamente promete el concepto de democracia, como tampoco aquella posible felicidad, permanecen indiferentes frente a ella, cuando no pasan a odiarla ocultamente. La forma de organización política es percibida como inadecuada a la realidad social y económica; y así como uno se ve obligado a adaptarse, se quiere que se adapten también las formas de la vida colectiva, tanto más cuanto que de esta adecuación se espera el streamlining (abalizamiento) del ente estatal como empresa gigantesca en una competencia general en absoluto tan pacífica. Aquéllos cuya impotencia real perdura, no soportan lo mejor ni siquiera como apariencia; prefieren librarse de la obligación a una autonomía de la que sospechan que no podría ayudarles a sobrevivir, y se arrojan al magma del yo colectivo.
He exagerado los aspectos sombríos siguiendo la máxima de que hoy tan sólo la exageración puede ser ya, en términos absolutos, el medio de la verdad. No malentiendan mis observaciones fragmentarias y en buena medida rapsódicas en clave spengleriana, una clave que hace causa común con el mal. Mi intención era más bien la de caracterizar una tendencia oculta por la fachada plana de la cotidianidad, antes de que alcance y desborde los diques institucionales que de momento la detienen. El peligro es objetivo; no radica primariamente en las personas. Mucho es, como ya dije, lo que indica que la democracia, y cuanto a ella comprende, ha echado en las personas raíces mucho más profundas que en la época de Weimar. Al subrayar lo no tan evidente he descuidado algo que la sensatez obliga a tomar en consideración: que en el seno de la democracia alemana desde 1945 hasta hoy, la vida material de la sociedad se ha reproducido de modo más rico que en cualquier otro tiempo de que pueda tenerse recuerdo, y esto no deja de resultar psicológico-socialmente relevante. La afirmación de que la democracia alemana no padece de mala salud y que, en consecuencia, la superación real del pasado será posible con sólo algo más de tiempo, entre otras cosas, no sería, sin duda, demasiado optimista. Sólo que en esta idea de que hay que dar tiempo al tiempo hay algo de ingenuo y, a la vez, algo de contemplativo en el sentido peyorativo del término. Ni somos meros espectadores de la historia mundial, que pueden moverse más o menos impunemente dentro de sus grandes espacios, ni la propia historia del mundo, cuyo ritmo se parece cada vez más al de la catástrofe, parece otorgar a sus sujetos una época en la que las cosas pudieran ir a mejor por sí mismas. Esto remite de modo inmediato a la práctica pedagógica democrática. Ante todo hay que oponer laboriosamente ilustración sobre lo ocurrido a un olvido que sintoniza con demasiada facilidad con la justificación de lo olvidado, como en el caso de esos padres que, ante la penosa pregunta de sus hijos sobre Hitler, optan, autojustificándose así al mismo tiempo, por hablar de los aspectos positivos, razonando que, en definitiva, tampoco fue algo tan grave. En Alemania está de moda denigrar la instrucción política, y ésta podría ser, desde luego, mucho mejor; pero los sociólogos de la educación poseen ya datos que indican que la instrucción política consigue, allí donde es practicada responsablemente y no como una pesada obligación, resultados más positivos de lo que acostumbra a creerse. Si se toma, con todo, el potencial objetivo de una supervivencia del nacionalsocialismo tan en serio como yo creo que hay que hacerlo, resulta innegable que tal fenómeno impone también sus límites a la práctica pedagógica clarificadora y a sus posibilidades de ilustración. Tanto si es de carácter sociológico como si lo es de carácter psicológico, prácticamente sólo alcanza, por lo general, a los que están ya abiertos a ella y, en consecuencia, muy poco disponibles para el fascismo. Tampoco resulta superfluo, con todo, reforzar estos grupos mediante ilustración contra la opinión no pública. Cabría incluso suponer que a partir de ahí podrían formarse algo así como cuadros, cuya iluminación en los más diferentes ámbitos acaba por alcanzar el todo, y las oportunidades para ello son tanto más favorables cuanto más conscientes sean éstos. La ilustración no debería darse, obviamente, por satisfecha sólo con estos grupos. Prefiero, de todos modos, no entrar en la cuestión, tan difícil y tan cargada de responsabilidad, de hasta qué punto ha podido llegarse en los intentos de ilustración pública sobre el pasado y de si no habrá venido la insistencia en ello, a pesar de la tenaz resistencia, a dar como resultado lo contrario de lo buscado. En cuanto a mí, me parece más bien que la elevación a consciencia nunca tiene consecuencias tan funestas como la inconsciencia, la semiconsciencia y la preconsciencia. Lo realmente importante aquí es cómo se representa y actualiza el pasado; si la cosa se queda al nivel del nuevo reproche o hace frente a la consternación mediante la capacidad y la fuerza de llegar a comprender incluso lo incomprensible. Resultaría necesaria a tal efecto una educación de los educadores. El hecho de que en Alemania apenas estén representadas, o lo estén de modo muy deficitario, las que en América se llaman behavioral sciences (ciencias del comportamiento) no deja de dificultar gravemente el empeño. Sería urgente fomentar el desarrollo en las Universidades de una sociología que confluyera con la investigación histórica de nuestro propio período. La pedagogía, por una parte, debería, en lugar de disparatar con profundidad de segunda mano sobre el ser del hombre, hacer suya precisamente esa tarea, cuyo insuficiente desarrollo tantas veces se reprocha a la reeducation (reeducación). La criminología aún no ha alcanzado en Alemania el estándar moderno, y hay que pensar sobre todo en el psicoanálisis, tan reprimido hoy como ayer. O bien brilla por su ausencia, o ha sido sustituido por corrientes que a la vez que se vanaglorian de superar el tan denigrado siglo XIX, en realidad caen por debajo de la teoría freudiana, cuando no se convierten en su antítesis. Su conocimiento exacto y no desleído es más actual que nunca. El odio al psicoanálisis se une al antisemitismo, y en modo alguno no sólo porque Freud fuera judío, sino porque consiste precisamente en el tipo de autorreflexión crítica que enfurece a los antisemitas. Si bien algo así como un análisis de masas resultaría muy difícil de ser llevado a cabo, aunque sólo fuera ya por el factor tiempo, parece fuera de discusión que sería demasiado beneficioso que el psicoanálisis estricto encontrara su lugar institucional en Alemania y pudiera influir en su clima espiritual, aunque tal influencia se limitara a generalizar la convicción de que mejor que golpear hacia fuera es siempre reflexionar sobre uno mismo y sobre la relación de uno con aquéllos a los que la consciencia endurecida acostumbra a convertir en blanco de sus agresiones. Pero, en cualquier caso, los intentos de enfrentarse subjetivamente al potencial objetivo del mal, elevándolo a consciencia, no deberían darse por satisfechos con legitimaciones que no desenmascararan la gravedad de aquello contra lo que hay que proceder. Alusiones, por ejemplo, a las grandes aportaciones de los judíos en el pasado, apenas ayudan nada, por ciertas que puedan ser, sino que saben a propaganda. Y la propaganda es, en cuanto manipulación racional de lo irracional, patrimonio del totalitarismo. Quienes se enfrentan a él no deberían imitarlo de un modo que los deja en retaguardia. Las loas a los judíos que los separan como grupo conceden incluso demasiado al antisemitismo. Si éste es tan difícil de vencer, es porque la economía psíquica de innumerables personas, ha precisado, y presumiblemente aún sigue precisando hoy, de él. Lo que se hace propagandísticamente permanece siempre en la ambigüedad. Me contaron en una ocasión la historia de una señora que asistió a una representación dramática del Diario de Ana Frank y que a la salida exclamó conmovida: «Sí, pero al menos a la chica deberían haberla dejado con vida». Como un primer paso para ver con claridad, es posible que no estuviera mal. Pero el caso individual, llamado a cooperar a la ilustración sobre el horror del todo, pasaba a convertirse mediante su propia individuación en coartada del todo, del que aquella señora se olvidaba. Lo funesto de tales observaciones reside en el hecho de que ni siquiera por mor de ellas pueden desaconsejarse representaciones de la pieza de Ana Frank o de otras similares, porque su efecto beneficia el potencial de mejora, por mucho que a uno le repugnen y por mucho que parezcan incluso ofender la dignidad del muerto. Tampoco creo que, organizando encuentros y reuniones entre jóvenes alemanes y jóvenes israelitas, así como otras actividades amistosas, pueda conseguirse mucho, por deseables que sean, a pesar de todo, tales contactos. Se parte demasiado en todo ello del supuesto de que el antisemitismo tiene algo esencial que ver en los judíos y que podría ser combatido mediante experiencias concretas con judíos, cuando el antisemita genuino queda definido más bien por su incapacidad para hacer experiencias, por su negativa a ser interpelado. Si el antisemitismo tiene un fundamento objetivo primario en lo social objetivo, y sólo después en los antisemitas, entonces éstos, aunque no existieran los judíos, tendrían que inventarlos, en el sentido del chiste nazi. En la medida en que se desee combatir el antisemitismo en los sujetos, convendría no esperar mucho de la remisión a hechos, contra los que tal vez se atrincheren o neutralicen como excepciones. Más bien habría que dirigir la argumentación a los sujetos a los que se habla. Habría que hacerles conscientes de los mecanismos que causan en ellos mismos el prejuicio racial. Superación del pasado como ilustración es esencialmente este viraje al sujeto, es el reforzamiento de su autoconsciencia y, en consecuencia, también de su yo. Tendría que unirse al conocimiento del par de trucos propagandísticos indestructibles que apuntan precisamente a esas disposiciones psicológicas cuya presencia en las personas debemos suponer. Como estos trucos son rígidos y escasos, tipificarlos, darlos a conocer y convertirlos en una especie de vacuna no es tarea que presente demasiadas dificultades. El problema de la realización práctica de una ilustración subjetiva de este tipo sólo puede ser resuelto por un esfuerzo conjunto de pedagogos y psicólogos que no estén dispuestos a abdicar, bajo la excusa de la objetividad científica, de la urgente tarea a que sus disciplinas han de hacer hoy frente. Es evidente, sin embargo, que, dada la fuerza objetiva del potencial sobreviviente, esta ilustración subjetiva no basta, por enérgica e innovadoramente que sea acometida, y por hondas que sean las dimensiones alternativas a que apunta. Si se quiere oponer objetivamente algo al peligro objetivo, no basta para ello una mera idea, ni siquiera la de libertad y humanidad que, como hemos podido aprender entretanto, en su configuración abstracta no significa demasiado para las personas. Si el potencial fascista apela a sus intereses, por limitados que sean, entonces el remedio más eficaz es la remisión veraz y, por tanto, clarificadora a éstos y, desde luego, a los más inmediatos. Bastantes concesiones se hicieron ya al psicologismo fantasioso cuando en esfuerzos de este tipo no se tomó en consideración que, si bien la fuerza y el sufrimiento que el fascismo llevó al pueblo alemán, no bastaron, desde luego, para aniquilar ese potencial, no por ello dejaron de debilitarlo. Si se recuerda a las personas lo más simple (que las renovaciones fascistas abiertas o encubiertas, el sufrimiento y las carencias bajo un sistema coactivo, lo que presumiblemente acabarían por traer es el predominio ruso sobre Europa, en una palabra, que llevan por el camino de las catástrofes políticas), eso les impresionará más profundamente que la apelación a ideales o incluso al sufrimiento de terceros. Un sufrimiento del que los seres humanos suelen librarse con bastante facilidad, como sabía ya La Rochefoucauld. Frente a esta perspectiva el malestar actual significa poco más que el lujo de un estado de ánimo. Estalingrado y los bombardeos nocturnos no están tan olvidados, a pesar de tanta represión, como para que no pueda hacerse inteligible a todos el nexo existente entre una revitalización de la política que llevó a ello y la perspectiva de una tercera guerra púnica. Aunque se consiga esto, el peligro prosigue. El pasado sólo habrá sido superado el día en que las causas de lo ocurrido hayan sido eliminadas. Y si su hechizo todavía no se ha roto hasta hoy, es porque las causas siguen vivas.