11

Cuatro días después de que Shimamoto y yo fuéramos a Ishikawa, mi suegro me telefoneó. Me dijo que tenía algo importante que decirme y me invitó a comer al día siguiente. Acepté, aunque lo cierto es que me sorprendió un poco. Mi suegro estaba siempre muy ocupado y era excepcional que almorzara con alguien por asuntos ajenos al trabajo.

Apenas medio año atrás, la sede de la empresa de mi suegro se había trasladado de Yoyogi a Yotsuya, a un edificio nuevo de siete plantas. El edificio pertenecía a la empresa, pero las oficinas sólo ocupaban del sexto piso para arriba y, del quinto para abajo, lo habían alquilado a otras compañías, restaurantes y tiendas. Era la primera vez que visitaba el edificio. Todo relucía, recién estrenado. El suelo del vestíbulo era de mármol; el techo, alto; y había un enorme jarrón de cerámica repleto de flores. Al bajar del ascensor en el sexto piso, me encontré ante una recepcionista con un pelo tan bonito que parecía sacada de un anuncio de champú. Me anunció por teléfono a mi suegro. El aparato, con calculadora incorporada, era gris oscuro, en forma de espátula. Luego me dijo sonriendo:

—Adelante, por favor. El señor presidente lo espera en su despacho.

Una sonrisa deslumbrante, pero no tanto como la de Shimamoto.

El despacho del presidente estaba en el último piso. La ciudad se extendía tras un gran ventanal. Aquella vista no serenaba el espíritu, pero la estancia era luminosa y amplia. En la pared colgaban cuadros impresionistas. Había uno de un barco y un faro. Parecía un Seurat, posiblemente fuera un original.

—Parece que los negocios marchan —le dije a mi suegro.

—No van mal —admitió. Se puso a un lado del ventanal y señaló hacia fuera—. No puedo quejarme. Y de aquí en adelante aún irán mejor. Ahora es un buen momento para ganar dinero. En nuestro negocio, se da una ocasión así cada veinte o treinta años. Si uno no gana dinero ahora, no lo ganará nunca. ¿Y sabes por qué?

—Ni idea. No tengo ni idea del mundo de la construcción.

—Acércate y mira Tokio. ¿Ves todos aquellos espacios? Terrenos vacíos aquí y allá, como bocas desdentadas. Desde arriba se ve muy bien. Andando casi ni te das cuenta. Son casas y edificios viejos que han sido derruidos. Últimamente, el precio del suelo se ha disparado y los viejos edificios son cada vez menos rentables. En un edificio viejo no se pueden pedir alquileres altos y hay pocos inquilinos. Se necesitan edificios nuevos y grandes. Al subir el precio del suelo, entre impuestos sobre bienes inmuebles e impuestos sucesorios, mantener un domicilio particular en el centro de la ciudad se hace imposible, así que todos acaban vendiendo. Dejan sus casas en el centro y se mudan a la periferia. Esas casas las compran empresas inmobiliarias especializadas. Y los de las inmobiliarias derriban los edificios viejos y construyen otros nuevos mucho más rentables. Es decir, que en los solares que ves allá se irán levantando, rápidamente, uno al lado del otro, edificios nuevos. Sucederá en unos dos o tres años. En esos dos o tres años, el aspecto de Tokio cambiará por completo. Tampoco hay escasez de capital. La economía japonesa está en un momento de plena actividad, la Bolsa continúa subiendo. Los bancos tienen las arcas llenas. Y si tienes solares, los bancos te los hipotecan y te prestan tanto dinero como quieras. Si tienes terrenos, no te faltará efectivo. Por eso se va levantando un edificio tras otro. ¿Y quién crees que los construye? Nosotros, por supuesto. Eso no hace falta ni decirlo.

—Ya —comenté—. Pero si se construyen tantos edificios, ¿qué pasará con Tokio?

—¿Qué pasará? Pues que será una ciudad más dinámica, mucho más bonita, más funcional. El aspecto de las ciudades refleja fielmente el estado de su economía.

—Todo eso de que sea más dinámica, más bonita, más funcional, está muy bien. Me parece positivo. Pero las calles de Tokio ya están atestadas de coches. Si aumenta el número de edificios, será imposible circular por las calles. ¿Qué pasará con el agua? Sólo con que no llueva, faltará agua. Y cuando en verano todos los edificios pongan en marcha el aire acondicionado, quizá la energía eléctrica resulte insuficiente. Y nosotros obtenemos la energía del petróleo de Oriente Medio. ¿Qué sucedería si hubiera otra crisis del petróleo?

—Todo eso es asunto del gobierno y del ayuntamiento de Tokio. Para algo pagamos impuestos tan altos. Que vayan pensándoselo los funcionarios salidos de la Universidad de Tokio. Esos tipos siempre se van dando aires, fanfarroneando. Ponen cara de ser ellos quienes mueven el país. Así que, por una vez, no estaría mal que usaran su exquisita cabeza y pensaran un poquito. Yo no lo sé; sólo soy un humilde constructor. Si me hacen un encargo, levanto un edificio. Éste es el principio de la ley de mercado, ¿no es verdad?

No dije nada. Tampoco había ido allí para discutir con mi suegro sobre la economía japonesa.

—¡Va! Dejémonos de hablar de cosas complicadas y vayamos a comer. Tengo hambre —dijo mi suegro.

Montamos en su gran Mercedes negro con teléfono y nos dirigimos a un restaurante de Akasaka especializado en anguilas. Nos condujeron a un reservado, al fondo del restaurante, tomamos asiento el uno frente al otro, comimos anguila y bebimos alcohol. Como era mediodía, sólo me mojé los labios, pero mi suegro bebió bastante.

—¿Y de qué quería hablarme? —le pregunté, decidido a abordar el tema. Si se trataba de algo desagradable, prefería oírlo pronto.

—Quiero pedirte un favor —dijo—. No es nada importante. Sólo que necesito tu nombre.

—¿Mi nombre?

—Quiero fundar una empresa nueva, pero necesito un testaferro. No hace falta ningún requisito especial. Basta con que figure tu nombre. No te causará molestia alguna y yo sabré recompensarte como es debido.

—No hace falta que me recompense. Si lo necesita, puede usar mi nombre tanto como quiera. Pero ¿qué clase de empresa es? Ya que mi nombre figura como fundador, quiero saber al menos de qué se trata.

—Para ser precisos, no es propiamente una empresa —respondió mi suegro—. A ti te diré la verdad. Es una empresa que no hace nada. Sólo existe nominalmente.

—Es decir, una empresa fantasma. Una compañía falsa.

—Más o menos.

—¿Y el objetivo? ¿Ahorrarse impuestos?

—No exactamente —dijo con reticencia.

—¿Dinero negro? —pregunté.

—Pues algo parecido —dijo—. Ya sé que no es nada agradable, pero en negocios como el nuestro, a veces es necesario.

—¿Y si hay algún problema? ¿Qué pasará conmigo?

—Fundar una empresa, en sí, es algo legal.

—Me refiero a las actividades de la empresa.

Mi suegro se sacó el tabaco del bolsillo, encendió una cerilla y la aplicó al cigarrillo. Lanzó el humo hacia arriba.

—No habrá ningún problema. Y, aún suponiendo que lo hubiera, todo el mundo comprendería que te has visto obligado a dejarme usar tu nombre. Que tratándose del padre de tu mujer no te ha quedado otro remedio. Nadie te lo echaría en cara.

Reflexioné un momento.

—¿Y adónde va a parar ese dinero negro?

—Eso es mejor que no lo sepas.

—Quiero conocer un poco mejor los mecanismos del mercado —dije—. ¿Acabará en los bolsillos de algún político?

—Algo por el estilo.

—¿De un burócrata?

Mi suegro sacudió la ceniza en el cenicero.

—¡Cuidado! Estás hablando de soborno. Podrían detenerme por algo así.

—Pero, en el mundo de los negocios, todo el mundo, en mayor o menor medida, lo hace, ¿me equivoco?

—Bien, un poco sí —reconoció. La expresión se le endureció—. Pero en un grado que no te comprometa.

—¿Y los matones a sueldo? Ésos deben de ir bien a la hora de comprar terrenos.

—Jamás. A mí nunca me han gustado. Yo no monopolizo solares. Da dinero, pero no lo hago. Yo soy un simple constructor.

Suspiré profundamente.

—Ya imaginaba que no te gustaría esto.

—No, pero tanto si me gustaba como si no, usted ha tirado para adelante incluyéndome en sus planes, ¿no es así? Ha dado por supuesto de antemano que aceptaría.

—La verdad es que sí —dijo y se rió con desgana.

Suspiré otra vez.

—Oiga, padre. Sinceramente, no me gusta este tipo de cosas. No lo digo porque sea ilegal. Como usted sabe, soy un hombre corriente y llevo una vida corriente. Y en lo posible, no me gustaría verme involucrado en asuntos turbios.

—Te comprendo muy bien —dijo mi suegro—. Lo entiendo. Así que déjamelo a mí. Ante todo, puedes estar seguro de que no haré nada que pueda ocasionarte problemas. Si resultaras perjudicado, en última instancia, serían Yukiko y mis nietas las que pagarían las consecuencias. Y yo jamás lo permitiría. Tú sabes lo importantes que ellas son para mí, ¿verdad?

Asentí. Dijera lo que dijese, no estaba en condiciones de rehusar. Al pensarlo, me sentí angustiado. Poco a poco, me iría atando más y más a su mundo. Aquél era sólo el primer paso. Ahora aceptaba aquello. Más adelante, tal vez viniera otro compromiso distinto.

Seguimos comiendo. Yo bebía té mientras mi suegro seguía tomando alcohol.

—Oye, ¿cuántos años tienes? —me preguntó de repente.

—Treinta y siete —respondí.

—Una buena edad para pasárselo bien —dijo—. A esa edad, trabajas con energía, tienes confianza en ti mismo. Así que las mujeres se te acercan, ¿no es así?

—En mi caso, no muchas, por desgracia —dije riendo. Y observé atentamente su expresión. Por un momento, creí que sabía lo de Shimamoto y que me había llamado para hablarme de ello. Pero en su tono no había nada que indicara que persiguiera ningún fin concreto con la conversación. Se trataba de una simple charla.

—A esa edad, yo me divertí mucho. Así que no puedo decirte que no vayas con otras mujeres. Puede parecer raro que te hable así siendo como eres el marido de mi hija, pero incluso te aconsejaría echar, de vez en cuando, una cana al aire. A veces puede ser reconfortante. Ayuda a que la familia marche bien, a concentrarse en el trabajo. Así que no te criticaré si te acuestas por ahí con otras mujeres. ¡Ah, eso sí! Divertirse es bueno, pero debes tener cuidado de con quién lo haces. Si metes la pata, puedes arruinar tu vida. Lo he visto miles de veces.

Asentí. Recordé, de repente, que Yukiko me había contado que su hermano y su esposa no se llevaban bien. Su hermano era un año menor que yo, había encontrado otra mujer y apenas aparecía por su casa. Supuse que mi suegro estaría preocupado por su hijo mayor y que, por eso, había sacado el tema a colación.

—Óyeme. No te acuestes nunca con mujeres estúpidas. Si lo haces, acabarás volviéndote estúpido tú también. Quien va con tontas, termina tonto. Pero tampoco vayas con mujeres que valgan demasiado la pena. Si te juntas con mujeres demasiado buenas, ya no podrás volver atrás. Y no poder volver atrás significa perderse. ¿Me entiendes?

—Más o menos.

—Basta con tener en cuenta algunas cosas. Primero, jamás debes ponerle un piso a una mujer. Eso es fatal. Además, y pase lo que pase, regresa siempre a casa antes de las dos de la madrugada. Es la hora límite. Y una cosa más. Nunca utilices a los amigos como pretexto para ocultar una infidelidad. Puede descubrirse todo. Si eso sucede, ¡mala suerte! Pero no tienes por qué perder además a un amigo.

—Ya veo que habla la voz de la experiencia.

—Sí. El hombre sólo aprende de la experiencia —dijo—. También los hay que no aprenden nada de ella. Pero ése no es tu caso. Tú tienes buen ojo con la gente. Y eso es algo que jamás posee alguien que no aprenda de la experiencia. Yo sólo he ido a tus bares unas dos o tres veces, pero, a simple vista, se ve que has reunido un puñado de gente que vale la pena y que sabes cómo tratarlos.

Yo permanecía en silencio, intentando averiguar adónde quería ir a parar.

—También has tenido buena vista eligiendo esposa. Hasta ahora has sabido montarte muy bien tu vida matrimonial. Yukiko es feliz contigo. Tus dos hijas son un encanto. Te estoy muy agradecido por ello.

«Está muy borracho», pensé. Pero yo lo escuchaba en silencio, sin decir nada.

—Quizá no lo sepas, pero Yukiko intentó suicidarse una vez. Tomó somníferos. Tuvimos que llevarla al hospital y permaneció dos días en coma. Pensaba que no saldría de aquélla. Tenía el cuerpo helado, casi no respiraba. Creí que se me moría. El mundo se me hundió.

Levanté los ojos y miré a mi suegro.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando tenía veintidós años. Poco después de acabar la universidad. Lo hizo por un hombre. Estaban prometidos. Él era un imbécil. Yukiko parece muy tranquila, pero no le falta carácter. Y es inteligente. En realidad, todavía no entiendo cómo pudo enredarse con aquel estúpido. —Sentado en el suelo, se apoyó en una columna, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió—. Claro que fue su primer novio. Y la primera vez todo el mundo se equivoca en mayor o menor medida. Pero para ella el golpe fue terrible. Por eso intentó suicidarse. Y después, jamás quiso salir con otros hombres. Hasta aquel momento había sido una chica muy activa, pero entonces se volvió taciturna, siempre encerrada en casa. Claro que, desde que te conoció y empezasteis a salir, recuperó la alegría. Cambió por completo. Os conocisteis en un viaje, ¿verdad?

—Sí. En Yatsugatake.

—Ella fue casi a la fuerza. Le dije que no le iría mal salir de vez en cuando.

Asentí.

—No sabía lo del suicidio —dije.

—Pensé que era mejor que no lo supieras. Por eso no te había comentado nada hasta ahora. Pero he creído que ya iba siendo hora de informarte. De aquí en adelante os quedan todavía muchos años de vida juntos, así que es mejor que lo sepas todo. Lo bueno y lo malo. Además, hace ya mucho de eso. —Mi suegro cerró los ojos y lanzó el humo hacia arriba—. No está bien que lo diga yo, que soy su padre, pero Yukiko es una buena chica. Estoy convencido. He ido con muchas y tengo vista para las mujeres. Aunque sea mi hija, soy capaz de discernir si una mujer es buena o no. Su hermana pequeña es tan hija mía como Yukiko, y guapa lo es más, pero, en cuanto a calidad humana, es distinta. Tú tienes vista con la gente.

Yo permanecía en silencio.

—Oye, tú no tienes hermanos, ¿verdad?

—No —dije.

—Yo tengo tres hijos. ¿Crees que los quiero a los tres por igual?

—No lo sé.

—¿Y tú? ¿Quieres igual a tus dos hijas?

—Sí, las quiero igual.

—Eso es porque todavía son pequeñas —dijo—. Cuando crezcan, aparecerán las preferencias. A los hijos les pasa, a nosotros también. Ya te darás cuenta.

—Ah, ¿sí?

—A ti te lo puedo decir. De mis tres hijos, es a Yukiko a quien prefiero. Me sabe mal por los otros dos, pero es así. Nos llevamos bien, puedo confiar en ella.

Asentí.

—Tú tienes vista con la gente y tener vista con la gente es un gran talento. Cuídalo. Que te dure. Yo soy un don nadie, pero eso no quiere decir que haga cosas de poca monta.

Instalé a mi suegro, bastante borracho, en el Mercedes. Al desplomarse en el asiento de atrás, abrió las piernas y cerró los ojos. Yo cogí un taxi y volví a casa. De vuelta, Yukiko quiso saber de qué habíamos hablado.

—No se trataba de nada importante —le expliqué—. Sólo quería beber con alguien. Al final, parecía muy borracho. No sé si estaba en condiciones de volver a la oficina y trabajar.

—Siempre hace igual —dijo riendo—. A mediodía bebe y acaba durmiéndose. Luego, durante una hora, hace la siesta en el sofá de la oficina. Y la empresa aún no ha quebrado, ¿verdad? Así que no pasa nada, dejémoslo en paz.

—Me da la impresión de que aguanta el alcohol mucho menos que antes.

—Tal vez sí. Tú no lo sabrás, pero antes de que muriese mamá, podía beber tanto como quisiera y no se le notaba. Era fuerte como un roble. ¡Qué le vamos a hacer! Los años pasan para todos.

Hizo café y lo tomamos sentados ante la mesa de la cocina. No le conté a Yukiko que su padre me había pedido que fuera testaferro en la fundación de una compañía fantasma. Si lo hubiera sabido, seguro que se habría enfadado pensando que su padre me ocasionaba molestias. «Sí, de acuerdo. Mi padre te ha prestado dinero», diría. «Pero ésa es otra historia. ¡Vamos! ¿Acaso no le devuelves el dinero con intereses?». Pero la cuestión no era tan sencilla.

Mi hija pequeña estaba profundamente dormida en su habitación. Acabamos de tomar el café y yo incité a Yukiko a meternos en la cama. Nos desnudamos y nos abrazamos en silencio bajo la clara luz del mediodía. La excité tomándome el tiempo necesario y la penetré. Pero aquel día, mientras estaba dentro de ella, no me quité de la cabeza a Shimamoto. Cerré los ojos y pensé que era a Shimamoto a quien abrazaba. Imaginé que era a Shimamoto a quien penetraba. Eyaculé violentamente.

Después de ducharme, volví a acostarme decidido a dormir un poco. Yukiko ya se había vestido, pero cuando me metí en la cama, se tendió a mi lado y pegó los labios a mi espalda. Permanecí en silencio con los ojos cerrados. Me sentía culpable por haber hecho el amor con Yukiko pensando en Shimamoto. Permanecí en silencio con los ojos cerrados.

—¿Sabes? —dijo Yukiko—. Te quiero de veras.

—Llevamos casados siete años y tenemos dos hijas —dije yo—. ¿No crees que ya va siendo hora de que empieces a estar cansada de mí?

—Quizá. Pero te quiero.

La abracé. Empecé a desnudarla. Le quité el jersey, la falda y la ropa interior.

—¡Oye! No me digas que otra vez… —dijo Yukiko sorprendida.

—¿Por qué no?

—¡Caramba! Eso tendré que apuntarlo en mi diario.

Esta vez me esforcé en no pensar en Shimamoto. Estreché con fuerza a Yukiko entre mis brazos, la miré a la cara y únicamente pensé en ella. Le besé los labios, la garganta, los pezones. Y eyaculé dentro de ella. Incluso después de eyacular, seguí abrazándola con fuerza.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Yukiko mirándome—. ¿Ha ocurrido algo hoy con mi padre?

—No, nada —respondí—. Nada en absoluto. Pero quiero seguir así un ratito más.

—Como quieras —dijo ella. Y me abrazó con fuerza. Yo seguía dentro de ella. Cerré los ojos, pegué mi cuerpo al suyo como si temiera que me arrancaran de allí.

Mientras la abrazaba, recordé de pronto la historia de la tentativa de suicidio que me acababa de contar su padre. «Pensaba que no saldría de aquélla. Creí que se me moría», había dicho. «Sólo con que las cosas se hubieran torcido un poco, este cuerpo ya no estaría aquí», pensé. Le acaricié los hombros, el pelo, los pechos. Estaban húmedos, eran cálidos, suaves. Eran reales. Pude sentir la existencia de Yukiko a través de la palma de mi mano. Pero nadie podía decir hasta cuándo seguiría viviendo. Todo cuanto tiene forma puede desaparecer en un instante. Yukiko y la habitación donde estábamos. Las paredes, el techo, la ventana. Antes de que te dieras cuenta, todo podía haberse borrado para siempre. De repente me acordé de Izumi. Quizá la había herido tan hondamente como aquel hombre a Yukiko. Yukiko me había conocido después, pero tal vez Izumi no hubiera encontrado a nadie. Le besé el suave cuello.

—Voy a dormir un poco —dije—. Luego iré a recoger a la niña a la guardería.

—Que duermas bien —dijo ella.

Apenas dormí. Cuando me desperté, eran las tres de la tarde pasadas. Por la ventana del dormitorio se veía el cementerio de Aoyama. Me senté en una silla junto a la ventana y permanecí largo tiempo con los ojos clavados en las tumbas. Tenía la impresión de que muchas cosas eran distintas ahora que Shimamoto había vuelto. De la cocina llegaban los ruidos de Yukiko preparando la cena. Resonaban en mis oídos. Huecos, como si me llegaran a través de una larga tubería desde un mundo remoto.

Luego saqué el BMW del garaje subterráneo, me dirigí a la guardería a recoger a mi hija mayor. Aquel día había habido alguna celebración y la niña salió poco antes de las cuatro. Delante de la guardería había aparcados, como de costumbre, coches lujosos bruñidos con esmero. Saabs, Alfa Romeos, Jaguars. Jóvenes madres envueltas en costosos abrigos se apeaban, recogían a sus hijos, volvían a subir al coche y regresaban a sus casas. Mi hija era la única niña a quien había ido a buscarla su padre. Cuando la localicé, la llamé por su nombre y agité la mano. Ella, al verme, me saludó con la manita y vino hacia mí. Pero antes de llegar a mi altura, descubrió a una niña sentada en el asiento de al lado del conductor de un Mercedes 260E de color azul y corrió hacia ella gritándole algo. La otra niña, que llevaba un gorro de lana de color rojo, sacó la cabeza por la ventanilla del coche parado. Su madre vestía un abrigo también rojo de cachemir y unas grandes gafas de sol le cubrían los ojos. Me acerqué y, cuando cogí a mi hija de la mano, la mujer se volvió hacia mí y me sonrió. Le devolví la sonrisa. El abrigo rojo y las gafas de sol me recordaron a Shimamoto el día que la seguí desde Shibuya hasta Aoyama.

—Buenas tardes —la saludé.

—Buenas tardes —dijo ella.

Era hermosa. No aparentaba tener más de veinticinco años. Por el estéreo del coche sonaba Burning Down the House de Talking Heads. En el asiento posterior había unas bolsas de papel de Kinokuniya. Tenía una sonrisa maravillosa. Mi hija le cuchicheó algo a su amiga al oído y le dijo: «¡Adiós!». Su amiga le contestó: «¡Adiós!». Luego, apretó el botón y subió el cristal de la ventanilla. Conduje de la mano a mi hija hasta el lugar donde había dejado el BMW.

—¿Cómo ha ido el día? ¿Ha pasado algo divertido? —le pregunté.

Negó con un enérgico movimiento de cabeza.

—No ha pasado nada divertido. ¡Ha sido horrible! —dijo.

—¡Vaya! Veo que hoy no ha sido un buen día para ninguno de los dos. —Me incliné y la besé en la frente. Recibió el beso con la misma expresión con que un gerente cursi de un restaurante de cocina francesa toma una tarjeta de American Express—. Pero mañana irá mejor. Seguro.

Así quería creerlo yo. Quería creer que cuando, a la mañana siguiente, abriera los ojos, el mundo habría tomado una consistencia más liviana, todas las cosas serían, sin duda, más fáciles. Pero no era probable que sucediera. A la mañana siguiente, la situación no podía sino complicarse más aún. Porque yo estaba enamorado. Y ya tenía una esposa. Y dos hijas.

—Oye, papá —dijo—. Quiero montar a caballo. ¿Cuándo me comprarás uno?

—Ah, pues, algún día.

—¿Algún día cuándo es?

—Cuando ahorre dinero. Entonces te lo compraré.

—¿Tú también tienes una hucha?

—Sí, una hucha muy grande. Tan grande como este coche. Y cuando la llenemos de dinero, entonces podré comprarte el caballo.

—¿Y si se lo pido al abuelito? ¿Crees que me lo comprará? El abuelito es rico.

—Sí —dije—. El abuelito tiene una hucha tan grande como aquel edificio. Una hucha llena de dinero. Pero es tan grande que cuesta mucho sacar dinero de dentro.

Mi hija estuvo pensándoselo un rato.

—Pero ¿crees que se lo puedo pedir? ¿Le puedo pedir que me compre un caballo?

—Pídeselo. Quizá te lo compre.

Hablamos del caballo hasta que llegamos al garaje de casa. De qué color lo quería. Qué nombre le pondría. Adónde iría montada en él. Dónde lo dejaría a dormir. La acompañé hasta el ascensor y después me dirigí al bar. «¿Qué diablos pasará mañana?», pensé. Con ambas manos sobre el volante, cerré los ojos. No tenía la sensación de estar dentro de mi propio cuerpo. Sentía que mi cuerpo era un recipiente transitorio que me habían prestado de forma provisional. «¿Qué diablos pasará mañana conmigo?». Quería comprarle un caballo a mi hija lo antes posible, antes de que desaparecieran muchas cosas, antes de que se estropeara todo.