La corriente fluía rápida entre las rocas, con tranquilos remansos y, a trechos, pequeñas cascadas. En la superficie de los remansos se reflejaba débilmente la luz opaca del sol. En la parte más alta del río había un viejo puente de hierro. Sin embargo, era tan estrecho que apenas podía atravesarlo un coche. Su negra e inexpresiva armazón se sumía en el silencio helado de febrero. Sólo lo utilizaban el personal de un hotel cercano, los clientes que se dirigían a los baños termales y los guardabosques. Cuando pasamos por aquel viejo puente, no nos cruzamos con nadie y, luego, aunque en varias ocasiones nos volvimos a mirar, tampoco vimos que nadie lo atravesara. Paramos en el hotel a tomar un almuerzo ligero, cruzamos el puente y nos encaminamos al río. Shimamoto se había subido las gruesas solapas del chaquetón y llevaba la bufanda enrollada hasta justo debajo de la nariz. Vestía ropa adecuada para andar por la montaña, muy distinta a la que solía ponerse. Se había recogido el pelo hacia atrás, calzaba botas duras de trabajo. De su hombro colgaba un bolso de nailon de color verde. Vestida así, parecía una estudiante de bachillerato. En el prado, aquí y allá, se veían manchas blancas de nieve endurecida. En lo alto del puente había dos cuervos, inmóviles, que miraban hacia abajo, hacia el río, lanzando de vez en cuando agudos graznidos de reprobación. Su voz resonaba helada en el bosque pelado, cruzaba el río y se clavaba en nuestros oídos. Un camino estrecho sin asfaltar seguía el curso del río. No sé hasta dónde continuaba ni adónde conducía, pero parecía sumido en un silencio terrible y daba la impresión de que no lo pisara nunca un alma. Por las cercanías no se veía ninguna casa, sólo campos helados. En los surcos arados de los campos, la nieve se acumulaba trazando líneas de color blanco. Había cuervos por todas partes. Al vernos pasar, lanzaban breves graznidos, como si emitieran alguna señal para otros congéneres. No huían cuando nos acercábamos. Podíamos apreciar de cerca su pico afilado como un arma mortífera y la viva tonalidad de sus patas.
—¿Todavía tenemos tiempo? —preguntó Shimamoto—. ¿Podemos andar un poco?
Miré el reloj.
—Sí, aún hay tiempo. Creo que podemos entretenernos alrededor de una hora más.
—¡Qué lugar tan tranquilo! —dijo mirando con atención a su alrededor. Al abrir la boca, su aliento blanco quedó suspendido en el aire.
—¿Te parece bien este río?
Ella me miró y sonrió.
—Veo que entendiste perfectamente lo que te pedía.
—Desde el color a la forma, pasando por el tamaño —dije—, siempre he tenido buen gusto para los ríos.
Se rió. Su mano enguantada asió la mía también enguantada.
—¡Pues menos mal! Si después de llegar hasta aquí, dices que el río no te gusta, ya me dirás qué habríamos hecho —comenté.
—Tranquilo. Ten más confianza en ti mismo. Jamás te equivocarías tanto —dijo—. Pero caminar así, uno junto al otro, ¿no te parece que es como en los viejos tiempos? ¿Como cuando volvíamos juntos de la escuela?
—Pero tú ya no cojeas como antes.
Shimamoto sonrió y me miró.
—Parece que te sabe mal.
—Tal vez sí —dije y le devolví la sonrisa.
—¿De verdad?
—Es broma. Me alegro mucho de que tu pierna esté mejor. Sentía nostalgia, eso es todo, de la época en que cojeabas.
—Oye, Hajime. Te estoy muy agradecida por esto. Quiero que lo sepas.
—No tiene importancia —dije—. Total, sólo hemos cogido un avión y venido hasta aquí.
Shimamoto caminó unos instantes en silencio mirando hacia delante.
—Pero tú has tenido que mentirle a tu mujer, ¿verdad?
—Sí —reconocí.
—Y eso para ti ha sido muy duro, ¿no? No habrías querido tener que mentirle, ¿me equivoco?
No sabía qué responder, permanecí en silencio. Los cuervos volvían a graznar en un bosquecillo cercano.
—Oye, dejemos eso, ¿de acuerdo? Ya que hemos venido hasta aquí, hablemos de cosas más alegres.
—¿De qué, por ejemplo?
—Con esa pinta, pareces una colegiala.
—Gracias —dijo—. Me alegro.
Caminamos despacio río arriba. Permanecimos un rato en silencio, concentrados sólo en andar. Al parecer, ella no podía caminar muy deprisa, pero su paso, aunque lento, era firme, seguro. Me asía la mano con fuerza. El camino estaba helado, las suelas de goma de nuestros zapatos apenas hacían ruido.
Pensé que Shimamoto tenía mucha razón al decir lo maravilloso que habría sido poder andar de este modo durante nuestra adolescencia, de los veinte a los treinta años. Lo feliz que me habría sentido si un domingo por la tarde, cogidos de la mano, hubiésemos andado por un sendero que discurriera a lo largo de un río. Pero ahora ya no estábamos en la escuela. Yo tenía mujer e hijas, un trabajo. Para venir aquí, había tenido que mentirle a mi mujer. Dentro de poco, subiría al coche, me dirigiría al aeropuerto, tomaría el vuelo que llegaba a Tokio a las seis y media de la tarde y volvería corriendo a casa donde me esperaba Yukiko.
Poco después, Shimamoto se detuvo y miró a su alrededor frotándose las manos enguantadas. Recorrió el río con la mirada. En la otra orilla se erguía una cadena montañosa, a la izquierda había una hilera de árboles pelados. No se veía un alma. El hotel de los baños termales, donde habíamos descansado, y el puente de hierro quedaban ocultos tras la sombra de las montañas. El sol aparecía de vez en cuando, como si se acordara de repente, entre las nubes. No se oía más que el graznido de los cuervos y el murmullo del agua. Contemplando ese paisaje, se me ocurrió que estaba escrito que yo debía ver esta escena algún día. No se trataba de un déjà vu. No era la sensación de haberlo visto antes, sino el presentimiento de que algún día encontraría un paisaje como aquél. Ese presentimiento extendió sus largos brazos y agarró con fuerza la base de mi conciencia. Pude sentir cómo me asía. Y en la punta de sus dedos estaba yo. Yo, en el futuro, con muchos años a cuestas. Claro que no pude ver cómo sería yo entonces.
—Éste es un buen lugar —dijo.
—¿Para hacer qué? —pregunté.
Shimamoto me miró esbozando su pálida sonrisa de siempre.
—Para hacer lo que voy a hacer.
Luego bajamos hasta la orilla. Había un pequeño remanso con una fina capa de hielo en la superficie. En el fondo del remanso reposaban en silencio unas cuantas hojas caídas como si fueran peces muertos. Recogí un canto rodado de la orilla y lo hice rodar sobre la palma de la mano. Shimamoto se quitó los guantes y los metió en el bolsillo de su chaquetón. Luego descorrió la cremallera de su bolso, extrajo una bolsa de tela gruesa de buena calidad. Dentro había un bote pequeño. Desató los lazos del bote, lo abrió. Permaneció unos instantes mirando fijamente su interior.
Yo la observaba en silencio. Dentro del bote había unas cenizas blancas. Shimamoto fue vertiendo despacio, con cuidado de que no se derramaran, las cenizas del bote en la palma de su mano. Había la cantidad justa para llenarle la palma. Me pregunté de qué o de quién serían. Era una tarde tranquila, sin viento, las cenizas blancas permanecieron inmóviles en la palma de su mano. Shimamoto introdujo el bote vacío dentro del bolso, posó la punta del dedo índice sobre las cenizas, se lo llevó a los labios y lo lamió. Me miró e intentó sonreír. Pero no pudo. Aún mantenía el dedo sobre los labios.
A su lado, de pie, contemplé cómo Shimamoto, de cuclillas en la orilla del río, echaba las cenizas al agua. En un instante, el montoncito de cenizas que había reposado en la palma de su mano fue arrastrado por la corriente. De pie en la orilla, Shimamoto y yo observamos inmóviles el fluir de las aguas. Ella mantuvo los ojos clavados en la palma de su mano, pero, poco después, se lavó con agua los restos de ceniza y se puso los guantes.
—¿De verdad crees que llegarán hasta el mar? —preguntó Shimamoto.
—Posiblemente —dije, aunque no confiaba mucho en ello. El mar estaba lejos. Y era posible que se sedimentaran en algún remanso. Claro que una parte tal vez sí alcanzara su destino.
Shimamoto empezó a cavar luego en una zona de tierra blanda con un trozo de madera que encontró. La ayudé. Cuando logramos abrir un pequeño hoyo, Shimamoto enterró el bote metido en la bolsa de tela. En alguna parte se oía graznar a los cuervos. Tal vez nos habían estado observando desde el principio. «No importa», pensé. «Si quieren mirar, que miren. No hacemos nada malo. Sólo estamos arrojando unas cenizas al río».
—¿Crees que acabará lloviendo? —preguntó Shimamoto allanando la tierra con la puntera del zapato.
Levanté los ojos hacia el cielo.
—Me parece que aguantará todavía un poco —dije.
—No, no me refiero a eso. Lo que quiero decir es si las cenizas del bebé llegarán al mar, se evaporarán mezcladas con el agua, se convertirán en nube y caerán en forma de lluvia.
Volví a alzar la mirada hacia el cielo; luego la bajé a la corriente del río.
—Tal vez sí —dije.
Nos dirigimos al aeropuerto en el coche de alquiler. El tiempo empezó a cambiar rápidamente. Oscuras nubes cubrieron el cielo y los retazos de azul que hasta entonces habían asomado de vez en cuando desaparecieron por completo. Parecía que iba a ponerse a nevar de un momento a otro.
—Eran las cenizas de mi bebé. Del único bebé que he tenido —dijo Shimamoto como si hablara para sí.
La miré y, luego, volví a concentrarme en la carretera. Un camión nos salpicaba con el agua turbia del deshielo y me obligaba a poner en marcha el limpiaparabrisas de vez en cuando.
—Murió enseguida, el día después de nacer —dijo—. Sólo vivió un día. Sólo pude abrazarlo dos o tres veces. Era un bebé precioso. Tan suave… No sé muy bien por qué, pero no podía respirar. Cuando murió, había cambiado de color.
No pude decir nada. Alargué la mano izquierda y la posé sobre la suya.
—Era una niña. Aún no tenía nombre.
—¿Cuándo ocurrió?
—El año pasado por estas fechas. En febrero.
—¡Pobre! —dije.
—No quería enterrarla. No quería meterla en un lugar oscuro. Preferí conservarla conmigo un tiempo y, luego, dejar que fluyera hasta el mar arrastrada por la corriente y que se convirtiera en lluvia.
Shimamoto enmudeció. Permaneció largo tiempo en silencio. Yo seguí conduciendo sin decir nada. Creía que ella prefería no hablar. Opté por dejarla en paz. Pero, de pronto, me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Shimamoto empezó a hacer un ruido extraño al respirar. Un ruido, para entendernos, parecido al de una máquina. Al principio, pensé incluso que le pasaba algo al motor del coche. Pero el ruido llegaba, sin duda alguna, del asiento de al lado. No era un sollozo. Era como si Shimamoto tuviera un agujero en la tráquea, como si el aire fuera escapándosele por él al respirar.
Mientras esperaba en un semáforo, le miré el perfil. Blanca como el papel. Su rostro mostraba una rigidez antinatural, como si lo hubiesen untado con algo. La cabeza apoyada en el asiento, miraba fijamente hacia delante. No efectuaba el más mínimo movimiento, apenas un ligero parpadeo, casi mecánico, de vez en cuando. Conduje hasta dar con una zona adecuada y detuve el coche. Era el aparcamiento desierto de una bolera cerrada. En el tejado del edificio, que parecía un hangar vacío, se erguía un enorme bolo. Era un paisaje tan desolado que parecía que hubiésemos llegado al fin del mundo. En el enorme aparcamiento no había ningún otro coche.
—¡Shimamoto! —la llamé—. ¿Estás bien?
No respondió. Apoyada en el respaldo, seguía haciendo aquel extraño ruido al respirar. Le toqué la mejilla. Exangüe, tan helada como si hubiera absorbido la escena que nos rodeaba. En su frente no percibí rastro de calor. Contuve el aliento. Pensé que tal vez fuera a morir allí mismo. Sus ojos carecían de expresión. Le miré las pupilas. No se veía nada. Y en el fondo de ellas se adivinaba, fría y oscura, la muerte.
—¡Shimamoto! —la llamé de nuevo en voz alta. No obtuve respuesta. Ni la menor reacción. Sus ojos no miraban a ninguna parte. Ni siquiera sabía si estaba consciente. Pensé que lo mejor sería llevarla a urgencias de un hospital. Pero si íbamos, seguro que perderíamos el avión. No era el momento de pensar en ello. Quizá se estuviera muriendo. Y yo debía tratar de impedirlo, fuera como fuese.
Cuando acababa de poner el motor en marcha, me di cuenta de que Shimamoto intentaba decirme algo. Apagué el motor, apliqué el oído a sus labios, pero no pude entenderla. Más que palabras, aquellos sonidos parecían aire que se escapara por un resquicio. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, repetía una palabra una vez y otra vez. Me concentré en descifrarla. Al parecer, estaba pronunciando «medicina».
—¿Tienes aquí algún medicamento? —le pregunté.
Asintió débilmente. Fue un movimiento de cabeza casi imperceptible. Por lo visto, era el único gesto que podía permitirse. Le registré los bolsillos del abrigo. Había un monedero, un pañuelo y un manojo de llaves. Pero ningún medicamento. Luego abrí su bolso. En el bolsillo interior había un sobrecito de papel con cuatro cápsulas pequeñas. Se las mostré.
—¿Son éstas?
Asintió sin mover los ojos.
Incliné hacia atrás el respaldo del coche, le abrí la boca, le introduje una cápsula. Tenía la boca reseca, no lograba empujar la cápsula hasta el fondo de la garganta. Miré alrededor buscando una máquina expendedora de bebidas. No descubrí ninguna. Tampoco tenía tiempo de buscarla. El único líquido que podía conseguir allí era nieve licuada. Y nieve, por suerte, la había en abundancia. Bajé del coche, escogí entre la nieve helada bajo un alero del edificio la que me pareció más limpia y la metí en su gorro de lana. Luego me la fui introduciendo poco a poco en la boca para disolverla. Tardaba mucho tiempo en deshacerse y acabé perdiendo la sensibilidad en la punta de la lengua, pero no se me ocurrió un método mejor. Le abrí la boca a Shimamoto y pasé el agua de mi boca a la suya. Cuando acabé de pasársela toda, le pellizqué la nariz e hice que se tragara el agua a la fuerza. Entre ahogos, lo fue haciendo. Tras repetir la operación varias veces, la cápsula se deslizó finalmente hasta el fondo de su garganta.
Miré el sobre donde había encontrado el medicamento. No había nada escrito. Ni el nombre, ni el de Shimamoto, ni la posología. Nada. «¡Qué extraño!», pensé. Normalmente, en los sobres de medicamentos siempre se da algún tipo de información. Para que nadie pueda equivocarse al tomarlos, para que cuando te los administra otra persona, sepa lo que debe hacer. De todos modos, devolví el sobre al bolsillo interior de su bolso y me quedé observando cómo evolucionaba. No sabía qué tipo de medicamento era, tampoco conocía los síntomas, pero si llevaba la medicina siempre consigo, algún efecto debía de tener. Como mínimo, aquello no era inesperado, sino algo que Shimamoto, de alguna manera, preveía.
Diez minutos después, sus mejillas empezaron a cobrar color. Apliqué con suavidad mi mejilla contra la suya. Aunque poco, el calor había vuelto a su rostro. Lancé un suspiro de alivio y me dejé caer contra el respaldo. Al fin y al cabo, parecía que no iba a morir. Le rodeé los hombros con el brazo y, de vez en cuando, apretaba mi mejilla contra la suya. Comprobé cómo regresaba, poco a poco, a este mundo.
—Hajime —dijo con un hilo de voz.
—Oye, ¿necesitas que te lleve a un hospital? Si crees que es mejor, puedo buscar uno con servicio de urgencias —dije.
—No hace falta —dijo Shimamoto—. Ya estoy bien. Cuando tomo la medicina, ya está. Dentro de poco, estaré completamente repuesta. No te preocupes. Lo que sí importa es la hora. Si no vamos rápido al aeropuerto, perderemos el avión.
—Tranquila. No te preocupes por la hora. Nos quedaremos aquí hasta que te sientas bien —dije.
Le enjugué la boca con mi pañuelo. Ella me lo cogió y lo contempló unos instantes.
—¿Eres tan amable con todo el mundo?
—No, no lo soy con cualquiera —dije—. Contigo sí. Mi vida tiene demasiadas limitaciones para que pueda ser amable con cualquiera. Incluso tengo limitaciones para ser amable sólo contigo. Si no las tuviera, podría hacer más cosas por ti. Pero no es así.
Shimamoto se volvió hacia mí y me clavó la mirada.
—Hajime, no creas que ha sido intencionado, que quería hacerte perder el avión —dijo en voz baja.
La miré sorprendido.
—¡Cómo se te ocurre! No hace falta que lo digas. Ya lo sé. Te encontrabas mal. Y contra eso, no hay nada qué hacer.
—Lo siento —dijo.
—No tienes por qué disculparte. Tú no tienes ninguna culpa.
—Sí, pero he arruinado todos tus planes.
Le acaricié el pelo, me incliné y posé los labios en su mejilla. Hubiera querido abrazarla y sentir en mi piel el calor de su cuerpo. Pero no podía. Me limité a besarla. Su mejilla estaba caliente, suave y húmeda.
—No debes preocuparte por nada. Al final, todo saldrá bien —dije.
Llegamos al aeropuerto y devolvimos el coche de alquiler mucho después de la hora de embarque. Por fortuna, el vuelo se había retrasado. El avión con destino a Tokio aún permanecía en la pista de despegue y los pasajeros aún no habían subido. Al saberlo, lanzamos un suspiro de alivio. A cambio, todavía nos hicieron esperar más de una hora para embarcar. En el mostrador nos dijeron que se debía a algún problema de mantenimiento en los motores. No les habían dado más información. Tampoco sabían cuándo estaría listo. Los copos de nieve que habían empezado a caer cuando llegamos al aeropuerto, se habían convertido en una espesa nevada. Era muy probable que, de seguir así, el avión no pudiera despegar.
—Hajime —me dijo—, ¿qué harás si no puedes volver hoy a Tokio?
—No te preocupes. El avión despegará —le respondí. Claro que no tenía ninguna garantía de que eso sucediera. Nada más pensar en la posibilidad de que el vuelo fuera cancelado se me caía el mundo encima. En ese caso, tendría que inventarme una buena excusa. De por qué estaba en el aeropuerto de Ishikawa. «Ya veremos qué hago», pensé. «Ya me lo plantearé cuando llegue el momento». Lo primero, entonces, era Shimamoto.
—¿Y tú? ¿Y si no puedes volver hoy a Tokio? —le pregunté.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Por mí no te preocupes —dijo—. A mí me es igual. El problema lo tienes tú. Eres tú quien se hallará en apuros.
—Bueno, un poco sí. Pero no te preocupes. Aún no han dicho que no vaya a salir.
—Sabía que ocurriría algo así —dijo Shimamoto en voz baja, como si hablara para sí misma—. Estando yo, tenía que pasar algo raro. Todo lo que tiene que ver conmigo acaba estropeándose. Cosas que funcionaban sin problemas, cuando intervengo, empiezan a ir mal.
Me senté en un banco pensando en la llamada telefónica que tendría que hacer si el vuelo se cancelaba. Barajé diversas excusas. Ninguna era plausible. Había salido de casa un domingo por la mañana diciendo que iba a reunirme con mis amigos del club de natación y ahora estaba en el aeropuerto de Ishikawa retenido por la nieve. Aquello no había forma de explicarlo.
«Al salir de casa me han entrado unas ganas locas de ver el mar de Japón y me he ido al aeropuerto de Haneda», podía decirle. Aquello era una solemne estupidez. Antes que eso, era preferible no decir nada. Tal vez fuera mejor confesarle la verdad. De pronto, descubrí con estupor que yo, en el fondo, deseaba que el vuelo se cancelara. Deseaba que el avión no despegase, que la nevada nos retuviera allí. En mi fuero interno deseaba que mi mujer descubriera que Shimamoto y yo habíamos ido hasta tan lejos juntos. No daría ninguna excusa. No volvería a mentir. Me quedaría allí con Shimamoto y, luego, me limitaría a dejarme llevar por los acontecimientos.
Al final, el vuelo salió con una hora y media de retraso. En el avión, Shimamoto permaneció todo el tiempo recostada sobre mí, durmiendo. O tal vez sólo tuviera los ojos cerrados. Le rodeé los hombros con el brazo y la estreché contra mí. De vez en cuando, parecía llorar en sueños. Ni ella ni yo dijimos nada. Sólo abrimos la boca cuando el avión inició las maniobras de aterrizaje.
—Shimamoto, ¿de verdad te encuentras bien?
Asintió entre mis brazos.
—Sí, estoy bien. Si me tomo la medicina, se me pasa. Así que no te preocupes. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. Pero no me hagas preguntas. Ni por qué me ha ocurrido ni nada por el estilo.
—De acuerdo. No te preguntaré nada.
—Muchas gracias por lo de hoy.
—¿Por lo de hoy?
—Por llevarme hasta allí. Por haberme hecho beber agua pasándola de tu boca a la mía. Por soportarme.
La miré. Sus labios estaban justo frente a mí. Los labios que había besado cuando le daba agua de mi boca. Aquellos labios me requerían de nuevo. Se entreabrían mostrando unos hermosos dientes blancos. Aún recordaba el tacto de la lengua suave que había rozado por un instante cuando le hacía beber agua. Al mirar aquellos labios, experimenté una terrible sensación de asfixia, me vi incapaz de pensar en nada. Sentí cómo me ardía el cuerpo. Pensé que ella me deseaba. Y que yo también la deseaba. Pero me contuve. Tenía que detenerme en aquel punto. Si daba un paso más, ya no podría retroceder. Pero, para detenerme, me fue preciso un gran esfuerzo.
Telefoneé a casa desde el aeropuerto. Ya eran las ocho y media.
—Lo siento —le dije a mi mujer—. Se me ha hecho tarde y me ha sido imposible llamarte antes. Volveré en una hora.
—Te he estado esperando, pero no he podido aguantar más y ya he cenado.
Hice subir a Shimamoto a mi BMW, que había dejado en el aparcamiento del aeropuerto.
—¿Adónde te llevo?
—Si te va bien, déjame en Aoyama. Desde allí, ya volveré sola a casa —dijo.
—¿De verdad puedes volver sola?
Asintió sonriendo.
Hasta que, en Gaien, bajé por la calle principal, apenas dijimos nada. En el coche sonaba a bajo volumen un concierto para órgano de Haendel. Shimamoto tenía los ojos clavados fuera y ambas manos posadas sobre los muslos, una junto a la otra. Era domingo por la noche y en los coches se veían familias que volvían de pasar el día fuera. Yo cambiaba de marcha con más vigor que de costumbre.
—Oye, Hajime —me dijo antes de que saliéramos a la avenida Aoyama—. La verdad es que deseaba que no despegase el avión.
Quería decirle que yo deseaba lo mismo. Pero no pude. Tenía la boca reseca, no me salían las palabras. Me limité a asentir en silencio y a estrecharle suavemente la mano. Detuve el coche en la esquina de Aoyama Itchôme, tal como ella me había indicado.
—¿Puedo volver a verte? —me preguntó en voz baja antes de bajar del coche—. ¿Todavía no me odias?
—Te estaré esperando. Hasta pronto.
Mientras conducía por la avenida Aoyama, pensé que, si no volvía a verla, me volvería loco. En el instante en que ella bajó del coche, mi mundo perdió de golpe todo sentido.