Durante los diez días siguientes a que mi fotografía y mi nombre aparecieran publicados en la revista Brutus, viejos conocidos fueron desfilando por el bar para saludarme. Antiguos compañeros de escuela y de instituto. Hasta entonces, cada vez que entraba en una librería y veía aquellos ingentes montones de revistas, me preguntaba extrañado quién debía leerlas. Pero cuando aparecí en una, descubrí que la gente las devoraba con mucha más pasión y asiduidad de lo que imaginaba. Tras tomar conciencia de ello, me di cuenta de que a mi alrededor, en peluquerías, en bancos, en cafeterías, en trenes, por todas partes, la gente, como poseída, coge una revista y la lee. Quizá tengan miedo de matar el tiempo sin hacer nada, así que echan mano a lo primero que ven y lo leen.
Encontrarme a viejos conocidos no me resultó demasiado divertido. No es que no me gustara hablar con ellos. Al contrario, sentía nostalgia. Ellos también se alegraban de verme. Pero me hablaban de cosas que, al fin y al cabo, apenas me importaban. Cómo había cambiado nuestra ciudad y qué había sido de los compañeros de clase eran cuestiones que habían dejado de interesarme. Estaba demasiado alejado de todo aquello, en el espacio y en el tiempo. Además, sus palabras me recordaban inevitablemente a Izumi. Cada vez que mencionaban mi ciudad natal, me representaba el cuadro de Izumi viviendo sola en aquella pequeña casa de Toyohashi. «Ella ha perdido todo su encanto», había dicho. «Los niños le tienen miedo». Estas dos frases resonaban sin cesar dentro de mi cabeza. Izumi no me había perdonado.
Tras la publicación de la revista y pese a la publicidad añadida que representaba, durante un tiempo me arrepentí de haber consentido tan a la ligera que hicieran el reportaje. No quería que Izumi lo leyese. ¿Cómo se sentiría si supiera que yo vivía feliz y contento sin cicatrices del pasado?
Pero, un mes después, cesaron las visitas. Eso es lo bueno de las revistas. Te hacen famoso en un instante, pero caes en el olvido el instante siguiente. Suspiré aliviado. Por lo menos, no había tenido noticias de Izumi. Seguro que ella no leía Brutus.
Sin embargo, un mes y medio más tarde, cuando ya casi había olvidado la revista por completo, vino a verme una última visita. Shimamoto.
Un lunes por la noche de principios de noviembre me encontraba sentado solo en la barra de mi jazz club (se llamaba Robin’s Nest; había tomado el nombre de una vieja melodía que me gustaba) bebiendo tranquilamente un daiquiri. No me había dado cuenta de que en la misma barra, tres taburetes más allá, estaba Shimamoto. Sólo había constatado con admiración que había una hermosa clienta en el local. Debía de ser la primera vez que venía. De haberla visto antes, me hubiera acordado, tan llamativa era su belleza. Pensé que estaría esperando a alguien que llegaría de un momento a otro. También venían a veces mujeres solas. Algunas daban por sentado que los hombres tratarían de entablar conversación, a veces lo esperaban. Mirándolas, enseguida te dabas cuenta. Pero, según había podido constatar, las mujeres hermosas de verdad nunca salían solas a tomar una copa, porque no les parecía divertido que los hombres intentaran darles conversación. Para ellas era un fastidio.
Por eso, apenas me fijé en la desconocida. Al principio, le eché un vistazo y luego me limité a mirarla de vez en cuando. Iba maquillada de una forma muy natural y vestía ropas caras y de buen gusto. Llevaba un vestido azul de seda y, encima, una chaqueta de cachemir beige claro. Una chaqueta tan fina como una piel de cebolla. Sobre la barra había depositado un bolso de color muy parecido al del vestido. Era imposible adivinar su edad: sólo podía decir que tenía la justa. Su belleza cortaba el aliento, pero no parecía ni una actriz ni una modelo. Por mi bar solían aparecer mujeres de ese tipo y la conciencia de saberse observadas por los demás creaba un tenue halo a su alrededor. Pero esa mujer era distinta. Se la veía completamente relajada y cómoda en su entorno. Acodada en la barra con el mentón entre las manos, escuchaba la música del piano trio y sorbía de vez en cuando su cóctel como si estuviera deleitándose con una hermosa frase. De tanto en tanto, echaba una ojeada en mi dirección. Yo sentía sus miradas directamente sobre mi piel. Pero no pensaba que me estuviera observando.
Yo llevaba, como era habitual, traje y corbata. La corbata de Armani, el traje de Soprani Uomo y la camisa también de Armani. Los zapatos de Rossetti. No soy del tipo de personas que les guste atildarse. Pienso que gastar en ropa más dinero de la cuenta es una estupidez. De ordinario, me bastan unos tejanos y un jersey. Pero tengo mi pequeña filosofía. Una persona que administre un local debe ir vestida de la misma forma que desea que vayan vestidos sus clientes. Así provoca, tanto en los clientes como en los empleados, cierta tensión. Por eso siempre aparecía por el bar con un traje elegante y corbata.
Allí, mientras probaba un cóctel, observaba a los clientes y escuchaba la música. Al principio, el bar estaba muy lleno, pero pasadas las nueve se puso a llover a cántaros y los clientes empezaron a escasear. A las diez, podían contarse con los dedos de una mano las mesas ocupadas. Pero la mujer permanecía allí, sola y en silencio, bebiendo su daiquiri. Empezó a despertarme la curiosidad. No parecía estar esperando a nadie. Ni echaba ojeadas al reloj ni miraba hacia la puerta.
Poco después, la vi coger el bolso y bajar del taburete. El reloj marcaba casi las once. La hora de marcharse si pensaba regresar en metro. Pero no se fue. Se me acercó despacio, con naturalidad, y se sentó a mi lado. Un tenue perfume llegó hasta mí. Tras acomodarse en el taburete, sacó una cajetilla de Salem y se puso un cigarrillo entre los labios. Yo seguía sus movimientos con disimulo.
—¡Qué bar tan fantástico! —me dijo.
Levanté los ojos del libro que estaba leyendo y me la quedé mirando sin comprender. Entonces sentí que algo me golpeaba. Tuve la sensación de que, de repente, el aire se hacía más pesado dentro de mi pecho. Me acordé del magnetismo.
—Gracias —dije. Debía de saber que yo era el propietario del local—. Me alegro de que le guste.
—Sí, me encanta. —Ella me miró a los ojos y sonrió. Era una sonrisa maravillosa. Los labios se ensancharon súbitamente y, en el rabillo del ojo, se le formaron unas pequeñas arrugas llenas de gracia. Esa sonrisa me evocó algo.
—La música también es fantástica —dijo señalando el piano trio de jazz—. Por cierto, ¿no tendrá fuego?
Yo no llevaba encima ni cerillas ni encendedor. Llamé al barman y le pedí que trajera cerillas del bar. Le encendí yo mismo el cigarrillo.
—Gracias —dijo.
La miré de frente. Y al fin caí en la cuenta. Era Shimamoto.
—¡Shimamoto! —musité con un hilo de voz.
—Has tardado mucho en darte cuenta, ¿no? —dijo ella tras una pausa, mirándome divertida—. Una eternidad. Pensaba que no lo descubrirías nunca.
Mantuve los ojos clavados en su rostro durante largo tiempo, mudo, como si estuviera frente a un extrañísimo mecanismo de relojería del que sólo hubiera oído rumores. Ciertamente, ante mis ojos tenía a Shimamoto. Pero era incapaz de aceptar esa realidad. Había pensado demasiado tiempo en ella, convencido de que jamás volvería a verla.
—Es muy bonito ese traje —dijo—. Te sienta muy bien.
Asentí sin articular palabra. Era incapaz de hablar.
—¿Sabes, Hajime? Estás mucho más guapo que antes. Y se te ve mucho más fuerte.
—Es que practico la natación. —Al fin había recuperado la voz—. Empecé en secundaria y no lo he dejado.
—Debe de ser divertido, ¿verdad? Siempre he creído que nadar debe de ser muy divertido.
—Sí, lo es. Pero eso cualquiera puede aprenderlo —dije. Apenas había pronunciado esas palabras, cuando me acordé de su pierna. «¡Pero qué estás diciendo!», pensé. Confundido, intenté añadir algo más afortunado. Pero me había quedado en blanco. Metí las manos en el bolsillo del pantalón y busqué una cajetilla de tabaco. Luego me acordé de que hacía cinco años que había dejado de fumar.
Shimamoto siguió con la mirada toda esa sucesión de acciones sin decir nada. Luego, levantó la mano, llamó al barman y pidió otro daiquiri. Cuando le pedía algo a alguien, siempre sonreía abiertamente. Tenía una sonrisa maravillosa. Una sonrisa que casi te obligaba a poner a sus pies cuanto por allí hubiera. En labios de otra mujer, aquella sonrisa tal vez hubiese resultado irónica. Pero si la esbozaba Shimamoto, parecía que el mundo entero estuviera sonriendo.
—Sigues vistiéndote de azul —comenté.
—Sí, siempre me ha gustado el color azul. Veo que te acuerdas.
—De ti me acuerdo de casi todo. De cómo afilabas los lápices, de cuántos terrones de azúcar te ponías en el té…
—¿Cuántos?
—Dos.
Me miró entornando un poco los ojos.
—Oye, Hajime —dijo Shimamoto—. ¿Por qué me seguiste aquel día? Hace unos ocho años, ¿te acuerdas?
Suspiré.
—No estaba seguro de que fueras tú. La manera de andar era idéntica. Pero, a la vez, me daba la impresión de que se trataba de otra persona. Dudaba. Por eso te seguí. Bueno, de hecho no te seguía. Buscaba la oportunidad de dirigirte la palabra.
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué no me hablaste directamente? Habría sido más rápido.
—Ni yo mismo lo sé —le respondí con franqueza—. En aquel momento no pude. Ni siquiera me salía la voz.
Ella se mordió los labios durante un instante.
—Entonces no me imaginaba que fueras tú. Sólo pensaba en una cosa: alguien me seguía. Y tenía miedo. De verdad. Mucho miedo. Pero cuando subí al taxi y pude al fin respirar, caí de pronto en la cuenta de que podías ser tú.
—Oye, Shimamoto —dije—. Guardo algo desde aquel día. No sé qué relación tendrá aquel hombre contigo, pero me dio…
Ella levantó el dedo índice y se lo llevó a los labios. Negó ligeramente con la cabeza como diciendo: «Dejémoslo correr. Por favor, no me vuelvas a hablar de ello».
—¿Estás casado? —preguntó intentando cambiar de tema.
—Y con hijos —dije—. Tengo dos niñas. Aún son pequeñas.
—¡Qué bien! Me parece que a ti te van más las niñas. No sé explicarte por qué, pero me da esa impresión. Te veo más con hijas.
—Quizá sí.
—¡No sé por qué! —repitió Shimamoto sonriendo—. Al menos, has decidido tener más de uno.
—No es que lo haya decidido. Ha resultado así.
—¿Qué sensación da? Tener dos niñas, quiero decir.
—No sé. Un poco rara. ¿Sabes?, en la guardería donde va mi hija mayor, más de la mitad de los niños son hijos únicos. ¡Cómo han cambiado las cosas de cuando nosotros éramos pequeños! En una gran ciudad, ser hijo único es lo más natural del mundo.
—Será que nacimos demasiado pronto.
—Tal vez —dije. Y sonreí—. Quizás el mundo nos ha ido siguiendo. Pero cuando veo a las dos niñas jugar juntas, tengo una sensación extraña. Me admira que también exista esa manera de crecer. Cuando yo era pequeño, siempre jugaba solo. Y creía que así jugaban todos los niños.
El piano trio acabó de tocar Corcovado y los clientes aplaudieron. Como siempre, al acercarse medianoche, la interpretación se había vuelto más distendida, más íntima. El pianista, entre una melodía y otra, bebía de una copa de vino tinto, y el contrabajo se encendía un cigarrillo de vez en cuando.
Shimamoto tomó un sorbo de su cóctel.
—¿Sabes, Hajime? A decir verdad, me lo he pensado mucho antes de venir. He estado dudando casi un mes. Dándole vueltas. Hojeé la revista en alguna parte y me enteré de que tenías aquí un bar. Al principio creí que se trataba de una equivocación y es que no te veía llevando un bar. Pero era tu nombre, tu foto. ¡El Hajime de mi viejo y querido barrio! Me sentía feliz sólo con mirar tu fotografía. Pero no sabía si era bueno volver a verte en carne y hueso. Me daba la impresión de que para ambos sería mejor no reencontrarnos. Sabía que estabas bien y eso bastaba.
La escuché en silencio.
—Pero ya que tenía tus señas, pensé que no pasaría nada por venir a echar un vistazo. Y hoy me he sentado en aquel taburete y te he estado observando. Había decidido que, si no me reconocías, me iría sin decirte nada. Pero no me he podido contener. Sentía nostalgia y no he podido evitar hablarte.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué pensabas que era mejor no verme?
Ella pasó el dedo por el borde de la copa mientras reflexionaba.
—Porque si me veías, quizá querrías saber cosas de mí. Por ejemplo, si estaba casada, dónde vivía, qué había estado haciendo hasta ahora. Ese tipo de cosas. ¿Me equivoco?
—Bueno, esas cosas suelen salir en una conversación.
—Sí, es lo natural. Ya sé que estos temas salen espontáneamente.
—Pero tú no quieres hablar de ello, ¿no es así?
Sonrió incómoda y asintió. Al parecer, Shimamoto poseía una amplia gama de sonrisas.
—Así es. No me apetece demasiado hablar de eso. No me preguntes la razón. Pero no quiero hablar de mí misma. Pero no es normal, resulta extraño. Parece que me quiero envolver en un halo de misterio, que me estoy haciendo la interesante. Por eso pensé que era mejor no verte. No quería que pensaras que soy una mujer rara o vanidosa. Ésa es una de las razones por las que no quería venir.
—¿Y las otras?
—No quería decepcionarme.
Me había quedado mirando la copa que ella sostenía en la mano. Luego contemplé el pelo que le caía liso hasta los hombros, contemplé sus labios finos y bien dibujados. Me fijé en sus pupilas negras, tan profundas que parecían no tener fondo. En sus párpados descubrí una fina y discreta línea. Me recordó la línea del horizonte que se recortaba en la lejanía.
—Hace tiempo me gustabas mucho. No quería sentirme decepcionada al verte.
—¿Y te he decepcionado?
Negó con un ligero movimiento de cabeza.
—Te he estado observando desde allí. Al principio, me parecías otra persona. Estás más corpulento, llevas traje. Pero, mirándote bien, he comprendido que eras el Hajime de siempre. ¿Sabes?, tus gestos son casi los mismos de cuando tenías doce años.
—No lo sabía —dije. Intenté sonreír, pero no pude.
—La manera de mover las manos, la manera de mover los ojos, la costumbre de dar golpecitos con la punta de las uñas, la manera de fruncir las cejas con aire enfurruñado. Son idénticas. Aunque lo cubras con un traje de Armani, el interior apenas ha cambiado.
—No es Armani —dije—. La camisa y la corbata sí, pero el traje no.
Ella sonrió.
—¿Sabes, Shimamoto? —dije—. Siempre había querido verte. Verte y hablar contigo. ¡Tenía tantas cosas que contarte!
—También yo tenía ganas de verte a ti. ¡Pero no viniste! Lo sabes, ¿verdad? Cuando te fuiste del barrio, estuve mucho tiempo esperando que vinieras a verme. ¿Por qué no lo hiciste? Me sentía muy sola. Pensaba que tendrías nuevos amigos y que te habías olvidado de mí.
Shimamoto aplastó el cigarrillo en el cenicero. Llevaba las uñas pintadas con laca transparente. Unas uñas que parecían un objeto pulido con esmero. Liso, sin nada superfluo.
—Tenía miedo.
—¿Miedo? —dijo Shimamoto—. ¿Y a qué le tenías miedo? ¿A mí?
—No, tú no me dabas miedo. Lo que temía era sentirme rechazado. Sólo era un niño. No podía imaginar que me estuvieras esperando. Me aterraba que me rechazaras. Que te molestara que te visitase. Por eso dejé de ir. Me daba la impresión de que, antes de pasar por algo tan amargo, era preferible vivir con el recuerdo de cuando estábamos unidos.
Ladeó un poco la cabeza. Hizo rodar un anacardo en la palma de la mano.
—Las cosas no son fáciles, ¿verdad?
—No, no lo son.
—Y pensar que hubiéramos podido seguir siendo amigos… Si te soy sincera, ni en la escuela, ni en el instituto, ni en la universidad, tuve un solo amigo de verdad. Siempre me sentí sola. Siempre pensaba lo maravilloso que sería que hubiéramos mantenido nuestra relación. Aunque no estuvieras a mi lado, al menos podríamos escribirnos. Las cosas habrían podido ser muy distintas. Todo hubiese sido mucho más soportable. —Shimamoto hizo una pausa—. No sé por qué, al empezar secundaria, las cosas en la escuela empezaron a irme mal. Y me fui encerrando más en mí misma. Era un círculo vicioso.
Asentí.
—En primaria —dije yo—, todo me había ido bien, pero después fue un desastre. Fue como vivir en el fondo de un pozo. Luego, durante los diez años que van desde mi ingreso en la universidad hasta que me casé con Yukiko, experimenté lo siguiente: una cosa empieza a ir mal, ésta hace que otra también funcione mal y la situación va empeorando indefinidamente. Acabas por no poder salir de allí. Hasta que viene alguien y te arrastra fuera.
—Yo era coja. Por eso no podía hacer lo mismo que los demás. Así que no hacía otra cosa que leer, me costaba mucho abrirme a la gente. Mi apariencia resultaba, además, no sé cómo decirlo, llamativa. Por eso casi todos creían que era una chica arrogante y complicada. Claro que quizá tuvieran razón.
—Eres demasiado bonita —dije.
Ella se puso otro cigarrillo entre los labios. Prendí una cerilla y se lo encendí.
—¿De verdad te parezco bonita? —preguntó Shimamoto.
—Claro. Pero seguro que todo el mundo te lo dice.
Shimamoto sonrió.
—No creas. Además, para serte sincera, a mí no me acaba de gustar mi cara. Así que me alegra que me lo digas. Sea como sea, no suelo caer bien a las otras mujeres, por desgracia. Lo he pensado muchas veces: «Total, a mí qué más me da que me llamen guapa. Lo que quiero es ser alguien corriente, hacer amigos como todo el mundo».
Shimamoto alargó la mano y rozó la mía sobre la barra.
—Pero estoy contenta. De que seas feliz.
Permanecí en silencio.
—Porque eres feliz, ¿verdad?
—No sabría decirte. Al menos, no me siento infeliz. Ni tampoco solo —dije. Y añadí tras una pequeña pausa—: Pero a veces se me ocurre, sin más, que las horas que pasamos juntos en la sala de estar de tu casa fueron las más felices de mi vida.
—¿Sabes?, aún guardo aquellos discos. Nat King Cole, Bing Crosby, Rossini, Peer Gynt, todos. Los conservo todos, no he perdido ninguno. Mi padre me los dejó de recuerdo al morir. Los ponía con muchísimo cuidado, así que, incluso ahora, están en perfecto estado. Te acordarás de lo bien que los cuidaba, ¿no?
—¿Tu padre ha muerto?
—Hace cinco años, de un cáncer de colon. Tuvo una muerte horrible. Y pensar que era un hombre tan fuerte…
Había visto varias veces al padre de Shimamoto. Un hombre recio como los robles que crecían en su jardín.
—¿Y tu madre está bien? —le pregunté.
—Supongo que sí.
Algo en el tono de su voz me llamó la atención.
—¿No te llevas bien con tu madre?
Shimamoto apuró el daiquiri, dejó la copa sobre la barra y llamó al barman. Luego me preguntó:
—¿Tenéis algún cóctel especial de la casa?
—Tenemos muchos cócteles exclusivos. El de más éxito es uno que se llama como el bar, Robin’s Nest. Me lo inventé yo. La base es de ron y vodka. Sabe muy bien, pero enseguida se te sube a la cabeza.
—Especialmente indicado para seducir a las mujeres.
—Quizá no lo sepas todavía, Shimamoto, pero los cócteles son para eso.
Se rió.
—Bueno, entonces lo probaré.
Cuando se lo trajeron, tras observar el color, dio un sorbo y permaneció unos instantes con los ojos cerrados dejando que el sabor se infiltrara en su cuerpo.
—¡Qué delicado! Ni dulce ni amargo. Es ligero y sencillo, pero con cuerpo. No sabía que tuvieras tan buenas manos.
—No sé hacer una estantería. Tampoco sé cambiar el filtro del aceite del coche. Ni siquiera sé pegar derecho un sello. Cuando he de marcar un número de teléfono, me equivoco a menudo. Pero he creado unos cuantos cócteles. Y tienen mucho éxito.
Dejó la copa del cóctel sobre el posavasos y permaneció unos instantes mirando dentro con fijeza. Al inclinar la copa, el reflejo de las luces del techo tembló ligeramente dentro.
—Hace mucho que no veo a mi madre. Diez años atrás, tuvimos algún problema y, desde entonces, apenas nos hemos visto. En el funeral de mi padre sí nos encontramos, claro.
El piano trio acabó de ejecutar un blues propio y el pianista empezó a interpretar Star-Crossed Lovers. Cuando yo estaba en el local, solían tocarme esta balada. Sabían que me gustaba. Ni es una de las melodías más conocidas de Ellington ni yo la asociaba a ningún recuerdo personal, pero desde que la oí casualmente por primera vez, me conmovió de una manera especial. Tanto en mi época de universidad como cuando trabajaba en la editorial, por la noche solía escuchar una vez tras otra el álbum Such Sweet Thunder, que contiene Star-Crossed Lovers. En él, Johnny Hodges ejecuta un sensible y elegante solo. Cada vez que escuchaba esa hermosa melodía, los recuerdos de aquella época revivían en mi mente. No habían sido unos años felices y me sentía lleno de deseos insatisfechos. Era más joven, más ávido, estaba más solo. Pero era yo mismo, con un perfil más simple, más agudo. En aquella época, podía sentir cómo mi cuerpo absorbía cada nota que escuchaba, cada línea que leía. Mis nervios estaban afilados como una cuña y en mis ojos brillaba una luz acerada que penetraba en quien tenía delante. Así era entonces. Y cada vez que escuchaba Star-Crossed Lovers, recordaba mis ojos reflejados en el espejo.
—A decir verdad, en tercero de secundaria fui a verte una vez. Me sentía tan solo que no lo podía soportar —dije—. Llamé por teléfono, pero no contestó nadie. Así que cogí el tren y me acerqué a tu casa. Pero en la puerta había una placa con otro nombre.
—Dos años después de que te fueras, nos mudamos a Fujisawa por el trabajo de mi padre. Está cerca de Enoshima. Y nos quedamos allí hasta que entré en la universidad. Al mudarnos, te envié una postal con mi nueva dirección. ¿No la recibiste?
Negué con la cabeza.
—De haberla recibido, te habría contestado. ¡Qué raro! Debía de haber algún error.
—O quizás es sólo que tenemos mala suerte —dijo Shimamoto—. No hay un error, sino montones. Nuestros caminos se han cruzado una vez tras otra sin que nos encontráramos. En fin, háblame de ti. Cuéntame qué ha sido de tu vida hasta ahora.
—No es una historia muy divertida.
Le resumí a grandes rasgos lo que había hecho desde entonces. Le conté que en el instituto había salido con una chica, pero que, al final, le había hecho daño. No le detallé los pormenores. Pero le conté que había ocurrido algo y que esos sucesos la habían herido a ella y, al mismo tiempo, también a mí. Le conté que había ingresado en la universidad y que, al graduarme, había empezado a trabajar en una editorial de libros de texto. Le conté cómo había pasado la veintena viviendo, un día tras otro, inmerso en la soledad. Sin nadie a quien pudiera llamar amigo. Le conté que había salido con algunas mujeres, pero que no había logrado ser feliz. Desde que salí del instituto hasta que encontré a Yukiko y me casé con ella, no había conocido a nadie que me gustara de verdad.
—Durante aquella época pensaba mucho en ti. Siempre pensaba lo maravilloso que sería verte y hablar contigo, aunque fuera sólo una hora.
Cuando se lo dije, sonrió.
—¿Pensabas mucho en mí?
—Sí.
—Yo también pensaba en ti —dijo Shimamoto—. Cada vez que sufría. Tú has sido el único amigo que he tenido en toda mi vida.
Permaneció unos instantes con los ojos cerrados, apoyando una mejilla en la mano, como si las fuerzas hubiesen abandonado su cuerpo. No llevaba ningún anillo. Le temblaban ligeramente las pestañas de vez en cuando. Poco después, abrió los ojos despacio y miró su reloj. Yo hice lo mismo. Ya era cerca de medianoche.
Cogió el bolso, bajó del taburete con un movimiento mínimo.
—Buenas noches. Me alegro de haberte visto.
La acompañé hasta la puerta.
—¿Quieres que llame un taxi? Si has de coger un taxi, te será difícil encontrar uno con esta lluvia —dije.
Shimamoto negó con la cabeza.
—No te preocupes. Ya me las apañaré.
—¿De verdad no te has sentido decepcionada?
—¿De ti?
—Sí.
—No. No te preocupes —dijo Shimamoto sonriendo—. Tranquilo. Pero ese traje, ¿de verdad no es de Armani?
Me di cuenta de que no cojeaba como antes. Su paso no era muy rápido y, si se observaba con atención, se notaba que había algo artificial en su manera de andar. Pero parecía casi natural.
—Me operé hace cuatro años —me explicó Shimamoto como disculpándose—. No es que haya quedado bien del todo, pero ha mejorado mucho. Fue una operación muy seria, pero salió bien. Tuvieron que cortar hueso por aquí, añadir por allá.
—¡Pero eso es estupendo! Ya no cojeas.
—Sí, está muy bien. Me alegro de haberme operado. Tendría que haberlo hecho antes.
Recogí su abrigo en el guardarropa y la ayudé a ponérselo. De pie a mi lado, ya no era tan alta. Me extrañó un poco. A los doce años medía lo mismo que yo.
—¿Podré volver a verte?
—Quizá —dijo. Y esbozó una sonrisa. Una sonrisa que parecía una pequeña columna de humo alzándose en silencio un día sin viento. Quizá.
Abrió la puerta y se marchó. Cinco minutos después, subí las escaleras y salí a la calle. Me preocupaba que no hubiese podido encontrar un taxi. Seguía lloviendo. Shimamoto ya no estaba. En la calle no se veía un alma. Sólo las luces de los faros de los coches extendiéndose borrosas sobre el pavimento mojado.
«Tal vez haya sido una ilusión», pensé. Permanecí allí de pie largo tiempo mirando cómo la lluvia caía sobre la calle. Me daba la impresión de haber vuelto a los doce años. Cuando era pequeño, los días lluviosos solía quedarme inmóvil, sin mover un músculo, contemplando la lluvia. Al mirar la lluvia sin pensar en nada, tienes la sensación de que tu cuerpo se va soltando poco a poco y que te vas separando del mundo real. Quizá la lluvia tenga un poder hipnótico. Como mínimo, eso me parecía entonces.
Pero no había sido una ilusión. Al volver al bar, en el sitio donde había estado sentada Shimamoto quedaban su copa y el cenicero. Y dentro del cenicero había algunas colillas manchadas de carmín. Me senté al lado y cerré los ojos. El eco de la música fue alejándose poco a poco y me quedé solo. La lluvia seguía cayendo en silencio a través de la dulce oscuridad.