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Sobre mis cuatro años de universidad apenas tengo nada que contar.

El primer año fui a varias manifestaciones e incluso me enfrenté a la policía. Participé en huelgas estudiantiles y asistí a asambleas. Allí conocí a muchas personas interesantes. Pero jamás me apasionó la lucha política. Me sentía incómodo dando la mano a quienes estaban a mi lado en las manifestaciones y, cuando arrojaba piedras a las fuerzas antidisturbios, tenía la impresión de que había dejado de ser yo. «¿Es eso realmente lo que querías?», me preguntaba. Era incapaz de sentirme solidario con la gente que me rodeaba. El olor a violencia que inundaba las calles, las palabras contundentes que la gente pronunciaba, iban perdiendo poco a poco su brillo en mi interior. Empecé a recordar con cariño creciente los días que había pasado con Izumi. Pero no podía regresar. Aquel mundo ya lo había dejado atrás.

Por otra parte, me interesaba muy poco lo que enseñaban en la universidad. La mayor parte de las clases eran absurdas y aburridas. No había nada que despertara mi curiosidad. Estaba tan ocupado haciendo trabajillos por horas que apenas aparecía por el campus, así que no es exagerado decir que me saqué la carrera en cuatro años por pura chiripa. Salí con algunas chicas. En tercero, viví casi medio año con una. Pero no resultó. En aquella época, yo no tenía ni la más remota idea de qué esperaba de la vida.

Y un día me di cuenta de que había finalizado la era de la política. Aquel oleaje imponente que durante un tiempo había sacudido el siglo perdió su empuje y acabó engullido por una cotidianeidad inevitable y desprovista de color.

Al terminar la universidad, gracias a la recomendación de un conocido, entré en una empresa de redacción y edición de libros de texto. Me corté el pelo, me calcé zapatos de piel, me vestí con traje. A todas luces, era una empresa gris, pero las perspectivas de trabajo no es que fueran muy halagüeñas para los licenciados en literatura y, además, con mis notas y mi falta de contactos, en una empresa más interesante me habrían dado con la puerta en las narices.

El trabajo me aburría. El ambiente de la oficina, en sí, no era malo, pero yo, por desgracia, no lograba sentir el menor entusiasmo por la redacción de libros de texto. Con todo, el primer medio año me sumergí en la labor intentando encontrarle algún aliciente. Pensaba que cualquier cosa, si te esfuerzas lo bastante, tiene sus compensaciones. Pero al final desistí. La conclusión definitiva a la que llegué era que aquel trabajo, se mirara por donde se mirase, no me iba. Me sentía decepcionado. Parecía que mi vida fuera a acabar allí. «Tal vez, a partir de ahora, vaya quemando aquí los meses y los años haciendo sólo aburridos libros de texto», pensaba. Durante los treinta y tres años que me faltaban para la jubilación me sentaría, día tras día, frente a la mesa a mirar galeradas, contar líneas y comprobar tablas de caracteres chinos. Y me casaría con una buena chica, tendría varios hijos y viviría con la única ilusión de las pagas extraordinarias dos veces al año. Recordaba lo que me había dicho Izumi tiempo atrás: «Seguro que serás una persona maravillosa. Hay algo magnífico dentro de ti». Cada vez que pensaba en esas palabras me entristecía. «Dentro de mí no hay ni una sola cosa magnífica, Izumi. Claro que ahora también tú debes de saberlo. ¡Qué le vamos a hacer! Todos nos equivocamos».

En la oficina, hacía el trabajo que me asignaban casi maquinalmente y, el tiempo libre, lo pasaba solo, leyendo o escuchando música. Me hice a la idea de que el trabajo era en sí una labor mecánica y aburrida y que debía disfrutar al máximo de la vida empleando el tiempo libre de la forma que más me conviniera. Por eso jamás iba de copas con los compañeros. No es que fuera insociable o que me sintiera apartado de los demás. Sólo que, acabadas las horas de trabajo, fuera de la oficina, no estaba dispuesto a entablar activamente relaciones personales con mis compañeros. En lo posible, quería preservar mi tiempo para mí.

Y así pasaron, en un abrir y cerrar de ojos, cuatro o cinco años. En ese periodo tuve algunas novias. Pero no duré mucho con ninguna. Salía algunos meses con ellas. Y luego pensaba: «¡No, no es eso!». No lograba descubrir en su interior algo hecho sólo para mí. Me acosté con algunas de ellas. Pero no encontré nada que me emocionara. Aquélla fue la tercera etapa de mi vida. Los doce años que transcurrieron desde mi ingreso en la universidad a la treintena los pasé sumido en la desilusión, la soledad y el silencio. Fueron para mí unos años gélidos.

Me encerré más en mi propio mundo. Me acostumbré a comer solo, a pasear solo, a ir a la piscina, a los conciertos y al cine solo. No sentía por ello ni soledad ni amargura. A menudo pensaba en Shimamoto y en Izumi. Dónde estarían, qué harían. Tal vez se hubiesen casado. Tal vez tuviesen hijos. De cualquier modo, me habría gustado verlas y hablar con ellas, aunque fuera sólo un rato. Una hora siquiera. A Shimamoto y a Izumi hubiera podido expresarles mejor mis sentimientos. Pasaba las horas imaginando la forma de reconciliarme con Izumi o la forma de reencontrar a Shimamoto. Pensaba en lo maravilloso que sería volver a verlas. Pero no hice nada para realizar ese sueño. Al fin y al cabo, eran dos seres que se habían perdido ya lejos de mi vida. Es imposible que el reloj avance en dirección contraria. Empecé a hablar a solas y a beber solo por las noches. También fue en esta época cuando me convencí de que jamás me casaría.

Sucedió dos años después de que entrara en la empresa. Quedé para salir con una chica coja. Se trataba de una cita doble. Me invitó un compañero de trabajo.

—Cojea un poco —me dijo con apuro—. Pero es bonita y muy buena chica. Te gustará. Además, la cojera apenas se nota. Sólo arrastra un poco la pierna.

—No importa —dije.

A decir verdad, si no hubiera sacado a colación la cojera de la chica, no habría ido. Ya estaba harto de citas dobles, citas a ciegas y cosas por el estilo. Pero al decirme que era coja, no me pude negar.

«La cojera apenas se nota. Sólo arrastra un poco la pierna».

La chica era amiga de la novia de mi compañero de trabajo. Creo que habían ido juntas al instituto o algo parecido. Menuda, de facciones correctas, su belleza no era, sin embargo, espectacular, sino dulce y serena. Me recordó a un animalito que se esconde en el corazón del bosque y que raramente se deja ver. El domingo por la mañana fuimos al cine los cuatro y después almorzamos. Ella apenas abrió la boca. Aunque la incité a hablar, se limitó a sonreír en silencio. Luego, nos separamos de la otra pareja y dimos un paseo. Fuimos al parque de Hibiya y tomamos algo. Arrastraba la pierna contraria que Shimamoto. También la manera de torcerla era un poco distinta. Shimamoto avanzaba haciéndola rotar ligeramente y ella dirigía la punta del pie un poco hacia el lado y arrastraba la pierna en línea recta. Con todo, la manera de andar de las dos era parecida.

Vestía un jersey rojo de cuello alto y unos tejanos, y calzaba unas botas normales. Apenas llevaba maquillaje e iba peinada con cola de caballo. Me había dicho que estaba en cuarto de carrera, pero parecía más joven. Era una chica muy callada. Fui incapaz de juzgar si era callada de por sí, si no hablaba porque estaba nerviosa en la primera cita o, simplemente, porque tenía poco que decir. En cualquier caso, al principio no mantuvimos una verdadera conversación. Lo único que logré sacar en claro era que estudiaba farmacia en una universidad privada.

—¿Y qué? ¿Es interesante farmacia? —le pregunté. Estábamos en la cafetería del parque tomando un café.

Ella se sonrojó.

—¡Uff, tranquila! Hacer libros de texto no es muy interesante que digamos. Este mundo está lleno de cosas poco interesantes. ¡Si tuviéramos que preocuparnos por eso!

Reflexionó unos instantes. Luego, finalmente, habló.

—No es muy interesante. Pero mi familia tiene una farmacia.

—Pues a ver si me enseñas algo del tema. No sé nada. Lo siento, pero en los últimos seis años no he tomado ni una sola pastilla.

—Así que estás sano, ¿eh?

—Sí, por suerte. Ni siquiera tengo nunca resaca —dije—. Aunque de pequeño era muy debilucho y siempre estaba enfermo. Tomaba también muchos medicamentos. Como era hijo único, seguro que mis padres me protegían en exceso.

Ella asintió y se quedó unos instantes mirando el interior de su taza de café. Transcurrió bastante tiempo antes de que volviera a abrir la boca.

—No creo que farmacia sea una carrera interesante —dijo—. Supongo que habrá mil cosas más interesantes en este mundo que aprenderse de memoria la composición de un medicamento. No es tan romántica como astronomía, que es otra carrera de ciencias. Tampoco es tan dramática como medicina. Pero, con todo, posee algo más cercano, más familiar. No sé, supongo que puede decirse que está hecha a escala humana.

—Es verdad —dije. Aquella chica, cuando quería, sabía hablar. Sólo que tardaba un poco más que la mayoría en encontrar las palabras.

—¿Tienes hermanos? —le pregunté.

—Dos hermanos mayores. Pero uno ya está casado.

—Que te hayas especializado en farmacia significa que serás farmacéutica y que continuarás con el negocio familiar.

Se sonrojó de nuevo. Luego permaneció largo tiempo en silencio.

—No lo sé. Mis dos hermanos trabajan en otras cosas, así que tal vez siga yo con el negocio. Pero no hay nada decidido. Mi padre dice que si no quiero, no importa. La llevará él mientras pueda y, después, la venderá y listos. —Asentí y esperé a que prosiguiera—. Pero a mí me parece bien quedármela. Siendo coja, no me sería fácil encontrar trabajo.

Pasamos la tarde juntos hablando de este modo. Hubo muchos silencios, le costaba charlar con normalidad. Cuando le preguntaba algo, se ponía roja. Pero hablar con ella no me pareció ni aburrido ni incómodo. No es exagerado decir que disfruté de la conversación. Algo infrecuente en mí en aquella época. Después de haber estado hablando en la cafetería sentados frente a frente, con la mesa de por medio, me dio la impresión de que la conocía desde mucho tiempo atrás. Era algo ligeramente parecido a la nostalgia.

¿Quiere eso decir que sentí una fuerte atracción hacia ella? La verdad es que no. Me pareció simpática, a su lado me lo pasé muy bien. Era bonita y, tal como me había dicho mi compañero de trabajo, también una buena chica. Pero si me preguntan si logré descubrir en ella algo que fuera más allá de la enunciación de esos hechos, que hiciera estremecer mi corazón, la respuesta, por desgracia, es que no.

«Shimamoto sí poseía ese algo», pensé. Mientras estaba con aquella chica, no dejaba de pensar en mi amiga de la infancia. Está mal, pero no pude evitarlo. Sólo con pensar en Shimamoto, me estremecía con una excitación febril que parecía abrir una puerta situada en lo más hondo de mi corazón. Sin embargo, mientras paseaba con aquella bonita chica por el parque de Hibiya, no logré sentir ninguna excitación ni ningún estremecimiento parecidos. Sólo una especie de simpatía y una serena dulzura.

Su casa, es decir, la farmacia, se encontraba en Kobinata, en el distrito de Bunkyô. La acompañé hasta allí en autobús. Mientras estuvimos sentados uno al lado del otro en el autobús, apenas dijo nada.

Unos días después, mi compañero de trabajo vino y me dijo que, por lo visto, le había gustado mucho a la chica. Me propuso volver a salir los cuatro juntos el siguiente día festivo. Busqué una excusa y me negué. Volver a verla y hablar con ella no era en sí ningún problema. A decir verdad, me habría gustado. Creo que si nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, habríamos terminado siendo muy buenos amigos. Pero se trataba de una doble cita. Y el objetivo último de estas citas era encontrar novio. Si quedaba una segunda vez con la misma chica, estaba adquiriendo cierto compromiso. Y yo no quería herir sus sentimientos de ninguna de las maneras. No podía sino rehusar. Y, por supuesto, no volví a verla.