1

Nací el 4 de enero de 1951. Es decir: la primera semana del primer mes del primer año de la segunda mitad del siglo XX. Algo, si se quiere, digno de ser conmemorado. Ésta fue la razón por la que decidieron llamarme Hajime («Principio»). Pero, aparte de eso, nada de memorable hubo en mi nacimiento. Mi padre trabajaba en una importante compañía de valores, mi madre era un ama de casa corriente. Durante la guerra, a mi padre lo reclutaron en una leva de estudiantes y lo enviaron a Singapur, donde, tras la rendición, permaneció un tiempo internado en un campo de prisioneros. La casa de mi madre fue bombardeada por los B-29 y ardió hasta los cimientos el último año de la guerra. Ambos pertenecen a una generación marcada por aquella larga contienda.

Sin embargo, en la época en que yo nací, apenas quedaban ya huellas de la guerra. En los alrededores de casa no había ruinas calcinadas, tampoco se veía rastro de las fuerzas de ocupación. Vivíamos en un barrio pequeño y apacible, en una casa que la empresa de mi padre nos había cedido. Era una casa construida antes de la guerra, un poco vieja, tal vez, pero amplia. En el jardín crecían grandes pinos, incluso había un pequeño estanque y una linterna votiva de piedra.

Nuestro barrio era el prototipo perfecto de zona residencial de clase media de las afueras de una gran ciudad. Los compañeros de clase con los que trabé amistad vivían todos en casas relativamente bonitas y pulcras. Dejando de lado las diferencias de tamaño, todas tenían recibidor y jardín, y en el jardín crecían árboles. La mayoría de los padres de mis amigos trabajaba en alguna empresa o ejercía profesiones técnicas. Eran contados los hogares donde la madre trabajara. En casi todas las casas había un perro o un gato. Y en cuanto a personas que vivieran en apartamentos o pisos, yo, en aquella época, no conocía a ninguna. Más adelante me mudaría a un barrio cercano, pero que tenía unas características similares. Así que, hasta que ingresé en la universidad y me fui a Tokio, estuve convencido de que las personas corrientes se anudaban, todas, la corbata; trabajaban, todas, en empresas; vivían, todas, en una casa con jardín; y tenían, todas, un perro o un gato. Respecto a otros tipos de vida, no lograba hacerme, en el mejor de los casos, una imagen real.

La mayoría de las familias tenía dos o tres niños. Ése era el promedio de hijos en el mundo donde crecí. Cuando evoco el rostro de los amigos que tuve en la infancia y la adolescencia, todos sin excepción, como timbrados por un mismo sello, formaban parte de familias de dos o tres hijos. Si no eran dos hermanos, eran tres; si no eran tres, eran dos. Se veían pocos hogares con seis o siete hijos, pero menos aún con uno solo.

Yo no tenía hermanos. Era hijo único. Y por eso sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad. Yo era un ser aparte en aquel mundo, carecía de algo que los demás poseían de la forma más natural.

Durante toda mi infancia odié la expresión «hijo único». Cada vez que la oía, era consciente de que me faltaba algo. Estas palabras parecían un dedo acusador que me apuntaba, señalándome: «Tú eres un ser imperfecto».

Que los hijos únicos fueran niños consentidos por sus padres, enfermizos y egoístas era una convicción profundamente arraigada en el mundo en que crecí. Se consideraba un hecho indiscutible de la misma especie que el de que, cuando se sube a una montaña, baja la presión atmosférica, o que las vacas dan leche. Yo detestaba con toda mi alma que me preguntaran cuántos hermanos tenía. Porque, al oír que ninguno, los demás pensarían en un acto reflejo: «Hijo único. Seguro que es un niño consentido, enfermizo y egoísta». Esta reacción estereotipada de la gente me irritaba, y no poco, y también me hería. Pero lo que en realidad me irritó e hirió durante toda mi niñez fue que todas esas ideas fuesen absolutamente ciertas.

En mi escuela, los niños sin hermanos eran una excepción. A lo largo de los seis años de primaria, sólo conocí a otro. Sólo a uno. Por eso me acuerdo muy bien de él (de ella, porque era una niña). Nos hicimos buenos amigos y hablábamos de muchas cosas. Nos comprendíamos. Incluso llegué a sentir un tierno afecto por ella.

Se apellidaba Shimamoto. También era hija única. Y, al andar, arrastraba ligeramente la pierna izquierda, secuela de una parálisis infantil que había sufrido al nacer. Venía, además, de otra escuela (Shimamoto se incorporó a mi clase a finales del quinto curso de primaria). Por todo ello, puede afirmarse que acarreaba sobre sus espaldas una carga psicológica incomparablemente más pesada que la mía. Sin embargo, y quizá también por las mismas razones, era, en tanto que hija única, mucho más fuerte y consciente que yo. Jamás se quejaba. No sólo no manifestaba su disgusto con palabras, sino que tampoco lo dejaba traslucir en su expresión. Aunque algo le desagradara, sonreía siempre; cuanto más le desagradaba, más sonreía. Y la suya era una sonrisa maravillosa. A mí a veces me confortaba, a veces me alentaba. «¡Tranquilo!», parecía decirme, «¡Ánimo! ¡Resiste un poco más y todo pasará!». Tiempo después, cada vez que evocaba su rostro, veía aquella sonrisa.

Shimamoto sacaba muy buenas notas y, por lo general, era amable con todo el mundo. De ahí que toda la clase la respetara. En este sentido, y pese a ser hija única como yo, era muy distinta a mí. Claro que no podía asegurarse que sus compañeros de clase la quisieran sin reservas. No se metían con ella, tampoco le tomaban el pelo. Pero, aparte de mí, no tenía a nadie a quien pudiera llamar amigo.

Tal vez fuera demasiado serena y consciente para ellos. Es posible que algunos lo interpretaran como muestra de frialdad o de orgullo. Sin embargo, yo podía percibir algo cálido y vulnerable oculto tras esa fachada. Y ese algo, pese a ocultarse en su interior más recóndito, deseaba, igual que los niños pequeños cuando juegan al escondite, que alguien lo descubriera un día. Yo, a veces, vislumbraba de repente la sombra de ese algo en sus palabras, en su expresión.

Debido al trabajo de su padre, Shimamoto había cambiado muchas veces de escuela. No recuerdo con exactitud qué hacía el padre. Ella me lo explicó una vez con todo detalle, pero a mí, como a la mayoría de niños que había a mi alrededor, me interesaba muy poco la profesión de los padres de los demás. Creo que se trataba de un trabajo técnico, algo relacionado con la reconversión de empresas, una oficina de impuestos, tal vez, o un banco.

Vivía en una casa grande de estilo occidental, más amplia de lo que solían serlo las viviendas cedidas por las compañías, rodeada por un magnífico muro de piedra que me llegaba hasta la cintura. Sobre el muro crecía un seto de hoja perenne y, a través de los resquicios que se abrían a trechos, se vislumbraba un jardín cubierto de césped.

Shimamoto era de constitución grande, de facciones muy marcadas y casi tan alta como yo. Con el paso de los años se convertiría en una belleza espléndida, de esas que hacen volver la cabeza a su paso. Pero, en la época en que la conocí, sus cualidades innatas aún no habían conseguido armonizar unas con otras. Por aquellos años, algunas partes de su cuerpo aún mantenían cierto desequilibrio y eso hacía que a muchas personas no les pareciera muy atractiva. Supongo que se debía a que los rasgos ya adultos y los que aún conservaba de la niñez no se habían desarrollado de una manera sincrónica. Esta falta de armonía a veces incomodaba a los demás.

Como vivía cerca (su casa estaba literalmente a dos pasos de la mía), durante los primeros días de clase le asignaron un asiento a mi lado. Yo la informé sobre todos los pormenores de la vida escolar. Libros de texto, exámenes semanales, material que necesitaba en cada una de las clases, la página del libro por donde íbamos, los turnos de limpieza y comedor. Una regla básica de la escuela era que se encargara del alumno recién llegado el que viviese más cerca de su casa. Además, como ella cojeaba, el profesor me llamó aparte y me pidió que le dedicara durante un tiempo toda mi atención.

Al principio, como es habitual en dos niños de once o doce años de diferente sexo y que acaban de conocerse, nuestra relación fue poco fluida, incómoda. Pero en cuanto descubrimos que ambos éramos hijos únicos, nuestra conversación cobró de inmediato viveza e intimidad. Porque era la primera vez que tanto ella como yo conocíamos a otro hijo único. Así que empezamos a hablar con entusiasmo sobre lo que esa situación representaba. Teníamos mucho que decirnos al respecto. No sucedía todos los días, pero sí eran muchas las veces que volvíamos a casa andando. Y mientras recorríamos el trayecto de poco más de un kilómetro con lentitud (ella cojeaba y sólo podía andar despacio) hablábamos de todo. Así descubrimos que los dos teníamos muchas cosas en común. A ambos nos gustaba leer. Y escuchar música. A ambos nos encantaban los gatos. A ambos nos costaba expresar nuestros sentimientos. La lista de comidas que no nos gustaban era bastante larga. No nos importaba lo más mínimo estudiar las materias que nos interesaban, pero odiábamos a muerte las asignaturas que nos aburrían. Si alguna diferencia había entre nosotros era que Shimamoto se esforzaba mucho más que yo en protegerse a sí misma. Ella, aunque detestara una asignatura, la estudiaba con ahínco y sacaba notas bastante buenas; yo, no. Ella, aunque le dieran para comer algo que detestaba, se aguantaba y se lo comía todo; yo, no. En otras palabras, el muro de defensa que había levantado a su alrededor era mucho más alto y sólido que el mío. Pero el ser que se escondía detrás se me parecía de una manera asombrosa.

Enseguida me acostumbré a estar con ella a solas. Para mí era una experiencia nueva. A su lado no me sentía intranquilo, como me pasaba con las demás niñas. Me gustaba volver a casa con ella. Shimamoto cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. A medio camino, a veces nos sentábamos en un banco del parque y descansábamos. Pero eso jamás me pareció una molestia. Al contrario, disfrutaba de aquel tiempo añadido.

Empezamos a pasar mucho tiempo juntos, aunque no recuerdo que nadie se riera de nosotros por ello. Entonces no caí en la cuenta, pero ahora incluso me extraña un poco. A esa edad, los niños suelen burlarse de las parejas de compañeros de diferente sexo que se llevan bien. Tal vez se debiera a la personalidad de Shimamoto. Había en ella algo que producía una ligera tensión en quienes se encontraban a su alrededor. La envolvía un aire que hacía pensar a los demás: «A esa niña no se le pueden decir estupideces». Incluso los profesores la trataban con miramiento. Tal vez se debiese a su cojera. En cualquier caso, todo el mundo parecía creer que no era propio burlarse de Shimamoto y a mí eso me favorecía.

A causa de su pierna coja, Shimamoto apenas asistía a clases de gimnasia. Cuando íbamos de excursión o a la montaña, se quedaba en casa. En verano tampoco venía al campamento de natación. Durante el festival de deportes anual, parecía sentirse un poco fuera de lugar. Pero, aparte de eso, llevaba una vida escolar de lo más normal. Apenas mencionaba su cojera. Que yo recuerde, no lo hizo ni una sola vez. Incluso cuando volvíamos juntos de la escuela, jamás la oí decir: «Me sabe mal hacerte andar tan despacio», ni nada por el estilo; tampoco en su rostro se traslucía esa preocupación. Pero yo sabía muy bien que le importaba y que, precisamente porque le importaba, jamás tocaba el tema. No le gustaba ir de visita a casa de los demás porque tenía que quitarse los zapatos en el recibidor. Sus zapatos derecho e izquierdo tenían diferente forma, el grosor de la suela era distinto, y odiaba que los demás se fijaran en ello. Creo que esos zapatos se los hacían a medida. Me di cuenta al ver cómo, al regresar a casa, se apresuraba a descalzarse y a guardarlos tan rápido como podía en el mueble zapatero.

En la sala de estar tenían un equipo estéreo último modelo y yo iba a menudo a su casa a escuchar música. Era un equipo magnífico. Sin embargo, la colección de discos de su padre no estaba en consonancia con tan maravilloso aparato y el número de elepés no pasaba de quince. Además, en su mayor parte, eran discos de música clásica ligera, para principiantes. Pero yo escuchaba una vez tras otra aquellos quince discos. De modo que, incluso ahora, recuerdo a la perfección cada una de sus notas.

Era Shimamoto quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco. Cuando acababan de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería. Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa. Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana.

En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música. Rock and roll y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la Pastoral de Beethoven y Peer Gynt. Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.

De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa. Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces. Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.

Por desgracia, he olvidado el nombre del pianista que interpretaba los conciertos de Liszt. Sólo recuerdo aquella funda de brillante colorido y el peso del disco. El disco era de un grosor y un peso que rozaban lo misterioso.

Aparte de música clásica, la colección de discos de casa de Shimamoto incluía un disco de Nat King Cole y otro de Bing Crosby. También esos dos los escuché muchas veces. El de Crosby era de villancicos, pero yo lo escuchaba en cualquier estación del año. Aún hoy me sorprende que no me hartara de oírlos tantas veces.

Un día del mes de diciembre, próxima ya la Navidad, me encontraba con Shimamoto en la sala de estar de su casa. Escuchábamos música, en el sofá, como de costumbre. Su madre había salido por alguna razón y estábamos los dos solos. Era una tarde de invierno oscura, nublada y gris. La luz del sol resaltaba las microscópicas partículas de polvo y asomaba tímidamente a través de unas nubes plomizas. Todo cuanto se reflejaba en mis pupilas carecía de contornos definidos y movimiento. El atardecer se acercaba y la habitación estaba tan oscura como si fuera de noche. Creo que no había ninguna luz encendida. Sólo la placa al rojo vivo de la estufa de gas iluminaba tenuemente las paredes. Nat King Cole cantaba Pretend. Yo, claro está, no entendía ni una palabra de la canción en inglés. A mis oídos sonaba como un conjuro. Pero a nosotros nos gustaba y, como la habíamos escuchado tantas veces, nos habíamos aprendido de memoria los primeros versos.

Pretend you’re happy when you’re blue

It isn’t very hard to do.

Ahora sí entiendo lo que significa. «Cuando estés triste, finge que eres feliz. No es tan difícil»: igual que la sonrisa que ella esbozaba siempre. Ésa es, desde luego, una manera de ver las cosas. Pero a veces cuesta.

Shimamoto llevaba un jersey azul de cuello redondo. Tenía varios jerséis azules. Tal vez le gustaran de ese color. O quizá fuese porque combinaban con el abrigo azul marino que se ponía para ir a la escuela. Por debajo del jersey asomaba el cuello de una camisa blanca. Llevaba, además, una falda a cuadros y unos calcetines blancos de algodón. El jersey, suave y ajustado, realzaba la pequeña protuberancia de sus pechos. Ella estaba en el sofá, sentada sobre ambas piernas. Con un codo apoyado en el respaldo, escuchaba la música con los ojos perdidos en la lejanía.

—Oye, ¿crees que es verdad lo que dicen? —me preguntó—. ¿Que los padres que sólo tienen un hijo no se llevan bien?

Reflexioné un instante. Pero no logré establecer la relación causa-efecto.

—¿De dónde has sacado tú eso?

—Me lo dijo alguien. Hace mucho tiempo. Que los padres que no se llevan bien sólo tienen un hijo. Al oírlo, me puse muy triste.

—Umm.

—¿Tu madre y tu padre se llevan bien?

No pude responder enseguida. Jamás se me había ocurrido planteármelo.

—En el caso de mi familia es que mi madre no era muy fuerte —le expliqué—. No lo sé muy bien, pero me parece que dar a luz a otro hijo era una carga excesiva para su cuerpo y por eso ya no pudo tener más.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo sería si tuvieras hermanos?

—No.

—¿Y por qué? ¿Por qué no?

Tomé la funda del disco de encima de la mesa y la miré. Pero estaba demasiado oscuro para poder leer lo que ponía. Volví a dejarla sobre la mesa y me froté varias veces los ojos con la muñeca. Mi madre, en cierta ocasión, me había preguntado lo mismo. Y mi respuesta ni la alegró ni la entristeció. Se limitó a poner cara de extrañeza. Sin embargo, al menos para mí, la respuesta no podía haber sido más honesta y sincera.

Fue una respuesta larga. No había sabido expresarme con mayor precisión. Pero lo que había pretendido decirle era: «El yo que está ahora aquí ha crecido sin hermanos. Si hubiera tenido alguno, sería distinto a como es ahora, así que preguntar al yo que ahora está aquí qué le parecería haber tenido hermanos es antinatural». Por lo tanto, a mis ojos, la pregunta de mi madre carecía de sentido.

A Shimamoto, aquel día, le respondí lo mismo. Ella se me quedó mirando fijamente. En su expresión había algo que atraía a los demás. Algo lleno de sensualidad, como si —esto, por supuesto, lo pensé más tarde— fuera pelando con dulzura, capa a capa, el corazón de las personas. Aún hoy recuerdo muy bien el sutil movimiento en el dibujo de sus finos labios que acompañaba a sus cambios de expresión y la tenue luz que se le encendía y apagaba chispeante en el fondo de las pupilas. Esa luz me recordaba la llama de una pequeña vela temblando en un rincón de una habitación oscura, larga y estrecha.

—Me parece que te entiendo, más o menos —comentó con un tono maduro y tranquilo.

—Ah, ¿sí?

—Sí —dijo Shimamoto—. En este mundo hay cosas que son recuperables y otras que no. Y el paso del tiempo es algo definitivo. Una vez has llegado hasta aquí, ya no puedes retroceder. ¿No crees? —Asentí—. A mí me parece que con el paso del tiempo hay cosas que se solidifican. Como el cemento dentro de un cubo. Y entonces ya no se puede retroceder. Lo que quieres decir es que el cemento que tú eres ya ha fraguado del todo y que no es posible ningún otro tú que el de ahora, ¿no es así?

—Sí, eso debe de ser —respondí con aire dubitativo.

Shimamoto se quedó abstraída contemplándose las manos.

—Yo, ¿sabes?, a veces imagino cosas —añadió por fin—. Pienso en cuando sea mayor y me case. En qué casa viviré, qué cosas haré. También pienso en cuántos hijos quiero tener.

—¡Caramba! —exclamé.

—¿Tú no lo piensas?

Hice un gesto negativo con la cabeza. A un niño de doce años no se le ocurren esas cosas.

—¿Y cuántos hijos quieres tener?

Puso la mano que hasta entonces había reposado en el respaldo del sofá sobre su rodilla. Contemplé distraídamente cómo sus dedos reseguían despacio la trama a cuadros de la falda. Había algo misterioso en ese gesto. Como si de las yemas de los dedos le brotaran unos finos hilos transparentes que fueran tejiendo un tiempo nuevo. Cerré los ojos y vi como si se alzaran remolinos de las tinieblas. Diversas volutas nacían y se desvanecían en silencio. A lo lejos, Nat King Cole cantaba South of the Border. Nat King Cole se refería a México, claro. Pero yo entonces no lo sabía. Las palabras «Al sur de la frontera» me sonaban enigmáticas. Cada vez que las oía, me preguntaba qué diablos debía de haber allí, al sur de la frontera. Abrí los ojos. Shimamoto todavía estaba moviendo los dedos por encima de la falda. Y sentí un dolor dulce, casi imperceptible, en las entrañas.

—Es raro —dijo—. No sé por qué, pero no me imagino más que con un solo hijo. Puedo verme a mí misma, de alguna manera, con un niño. Yo soy la madre y tengo un hijo. Pero me resulta imposible imaginarme a ese niño con hermanos. Ese niño no tiene hermanos. Es hijo único.

No cabía duda de que era una niña precoz y de que se sentía atraída por mí como representante del sexo opuesto. Y yo, por mi parte, también me sentía atraído por ella, pero no sabía qué hacer con mis sentimientos. Tal vez tampoco Shimamoto lo supiera. Me tomó de la mano una sola vez. Fue un día que me llevaba a algún sitio, y el gesto decía: «Rápido, es por aquí». Nuestras manos permanecieron unidas como mucho diez segundos, pero a mí me parecieron treinta minutos. Y cuando me soltó, deseé que el contacto no se hubiera interrumpido. Yo lo sabía, sabía que ella me había cogido la mano de una manera espontánea, pero que, en realidad, lo había hecho porque deseaba hacerlo. Aún hoy recuerdo el tacto de su mano aquel día. Es un tacto diferente a cualquier otro que haya experimentado después. Era simplemente la mano pequeña y cálida de una niña de doce años. Pero en aquellos cinco dedos y en aquella palma se concentraban, como en un catálogo, todas las cosas que yo quería saber, todas las cosas que tenía que saber. Y ella, al tomarme de la mano, me las enseñó. Me enseñó que en el mundo real existía un lugar como aquél. Durante diez segundos tuve la sensación de haberme convertido en un pajarillo perfecto. Surcaba el aire, sentía el viento. Desde las alturas, podía ver paisajes lejanos. Tan remotos que no era capaz de vislumbrar con claridad lo que había. Pero supe que existían. Y que algún día iba a visitarlos. Esa certeza me dejó sin aliento, me hizo estremecer.

Al regresar a casa, me senté ante la mesa de mi habitación y mantuve largo rato los ojos clavados en la mano que Shimamoto había sostenido. Me sentía lleno de felicidad. Aquel dulce tacto me caldeó el corazón durante muchos días. Pero, al mismo tiempo, me turbó, me confundió, me angustió. ¿Qué diablos tenía que hacer con aquella felicidad? ¿Hacia dónde debía conducirla?

Al terminar la enseñanza primaria, Shimamoto y yo fuimos a escuelas distintas. Por diversas circunstancias, dejé la casa donde había vivido hasta entonces y me mudé a otro barrio. Aunque hable de un barrio distinto, la verdad es que sólo estaba a dos paradas de tren, así que, incluso entonces, la visité algunas veces. Tres o cuatro, durante los tres meses que siguieron a la mudanza. Pero ahí acabó todo. Pronto dejé de ir a verla. Me disponía por entonces a entrar en una edad extremadamente delicada. Sentía que nuestro mundo había cambiado por completo por el mero hecho de vivir a dos estaciones de distancia. Nuestros amigos eran distintos, el uniforme era distinto, el libro de texto era distinto. Mi físico, mi voz y mi sensibilidad frente a muchas cosas estaban sufriendo cambios acelerados y, paralelamente, la atmósfera de intimidad que había existido entre Shimamoto y yo parecía desvanecerse. También ella experimentaba cambios físicos y psicológicos, y mayores aún que los míos. Eso me hacía sentir incómodo. Además, tenía la impresión de que su madre empezaba a mirarme de una manera extraña. Parecía decir: «¿Por qué seguirá viniendo este niño a casa? Ya no vive en el barrio, van a escuelas distintas». Quizá fuesen figuraciones mías. Pero, de cualquier modo, me inquietaban sus miradas.

Así que fui espaciando mis visitas y, al final, dejé de ir a verla. Y eso fue, probablemente (sólo puedo usar la palabra «probablemente», ya que no es mi función escudriñar dentro de esa enorme amalgama de recuerdos que se llama pasado y juzgar qué fue correcto y qué no lo fue), una equivocación. Yo debía haber seguido estrechamente ligado a Shimamoto. La necesitaba y ella, por su parte, tal vez me necesitara a mí. Pero era demasiado consciente de mí mismo, tenía demasiado miedo a que me hirieran. Y no volvimos a vernos durante mucho tiempo.

Incluso después de dejar de visitarla, la seguí recordando con cariño. A lo largo de aquella época angustiosa que fue la adolescencia, el calor de su recuerdo me confortó y alentó incontables veces. Y durante mucho tiempo ocupó un lugar especial dentro de mi corazón. Lo guardé para ella, de la misma forma que se pone un aviso de «reservado» en la mesa más tranquila al fondo de un restaurante. Y eso pese a creer que no volvería a verla jamás.

En la época en que íbamos juntos, yo sólo tenía doce años y no sentía deseo sexual propiamente dicho. Un vago interés hacia la turgencia de sus pechos o a lo que se ocultaba debajo de la falda, eso sí, pero no sabía, en concreto, lo que significaba ni tampoco adónde iba a conducirme. Me limitaba a imaginar, aguzando el oído y cerrando los ojos, qué debía de haber en aquel lugar. Era todavía un cuadro incompleto. Todas las cosas que intuía allí eran vagas, brumosas, de contornos imprecisos. Pero adivinaba que en esa escena se ocultaba algo vital para mí. Y yo sabía que Shimamoto estaba contemplando la misma escena.

Ambos éramos seres incompletos, sentíamos que algo nuevo y todavía por aprender aparecería delante de nosotros para llenar nuestro vacío. Estábamos de pie ante una puerta cerrada, desconocida. Bajo una luz mortecina, los dos juntos, con las manos estrechamente unidas durante diez segundos.