Capítulo IX

La lluvia golpeaba con fuerza por encima del techo de vigas. El aire de la habitación era oscuro y límpido.

Junto a su lecho se inclinaba una mujer, cuyo rostro le era conocido, un rostro orgulloso, gentil, coronado de oro.

Quiso decirle que Mogien había muerto, pero no pudo articular las palabras. Y luego experimentó una penosa confusión; ahora recordaba que Haldre de Hallan era una anciana de cabellos blancos y que la mujer de cabellos de oro que conociera tiempo atrás estaba muerta; y además, él la había visto una sola vez, en un planeta a ocho años-luz de distancia, muchos años antes, cuando él era un hombre llamado Rocannon.

Intentó hablar. Pero ella no se lo permitió, y le hablaba en Lengua Común, aunque con alguna diferencia fonética:

—Calla, mi Señor. —Estaba sentada a su lado; con voz suave le dijo lo que él aguardaba—. Este es el Castillo de Breygna. Has llegado aquí con otro hombre, entre la nieve, de las alturas de las montañas. Estabas casi a las puertas de la muerte y aún estás herido. Habrá tiempo…

Había mucho tiempo, y se deslizaba vago y en paz entre el sonido de la lluvia.

Al día siguiente, o tal vez al otro, Yahan se llegó hasta él cojeando, con la cara marcada por las quemaduras de la nieve. Pero había en él otro cambio menos comprensible; era su actitud, sumisa y rendida. Después de un corto diálogo, incómodo, Rocannon preguntó:

—¿Tienes miedo de mí, Yahan?

—Trataré de no tenerlo, Señor —tartamudeó el joven.

Cuando estuvo en condiciones de bajar hasta el salón del castillo, el mismo respeto, el mismo temor reverencial se reflejaba en todos los rostros que se volvían hacia él, rostros animosos y cordiales. Cabellos de oro, piel oscura, gentes de elevada estatura, la vieja cepa de la que los Angyar eran sólo una tribu, partida mucho tiempo atrás hacia el norte, por mar: éstos eran los Liuar, los Señores de la Tierra, que desde entonces vivían en la memoria de todas las razas, tanto al pie de las colinas como en las anchas llanuras del sur.

En su primer momento pensó que los desconcertaba su aspecto distinto, su cabello oscuro y piel blanca; pero Yahan también era de tez clara y oscuros cabellos, y nadie experimentaba temor ante Yahan. A él le brindaban el trato de señor entre los señores, lo que constituía motivo de regocijo y de aturdimiento para el antiguo siervo de Hallan. Pero a Rocannon lo consideraban señor por encima de todos los señores, perteneciente a una casta distinta.

Había una persona que le hablaba como a un hombre. La Señora Ganye, hija política y heredera del anciano señor del castillo, había enviudado pocos meses antes; su rubio hijito pasaba con ella la mayor parte del día. Aunque tímido, el niño no temía a Rocannon, y más bien se sentía atraído por él y le preguntaba sobre las montañas y las tierras del norte y el mar. Rocannon respondía a todas sus preguntas. La madre escuchaba, serena y bella como la luz del sol, en ocasiones volviendo hacia el hombre su rostro sonriente, el mismo que él reconociera al verlo por primera vez.

Por fin le preguntó qué pensaban de él en el Castillo de Breygna y ella respondió con candidez:

—Piensan que eres un dios.

Era el vocablo que recordaba haber oído ya en la aldea de Tolen: pedan.

—No lo soy —dijo, hosco. Ganye sonrió.

—¿Por qué lo piensan? —inquirió—. ¿Los dioses de los Liuar tienen cabellos grises y manos tullidas? —El rayo láser del helicóptero lo había alcanzado en la muñeca derecha y había perdido el uso de la mano casi por completo.

—¿Por qué no? —dijo Ganye con su sonrisa cándida y majestuosa—. Pero la razón es que tú has bajado de la montaña.

Rocannon consideró esa explicación.

—Dime, Señora Ganye, ¿sabes algo acerca de… el guardián del manantial? Sus facciones cobraron un aire grave.

—Sólo conocemos leyendas sobre esas gentes. Mucho tiempo ha transcurrido, nueve generaciones de Señores de Breygna, desde que Iollt el Largo se dirigió hacia las alturas y descendió cambiado. Sabemos que te has encontrado con ellos, con los Ancianos.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—En el sueño de tu fiebre has hablado del precio, del don otorgado y de su precio. También Iollt lo pagó… ¿Ese precio ha sido tu mano derecha, Señor Olhor? —preguntó Ganye, con repentina timidez, en tanto que levantaba su mirada hacia él.

—No. Habría dado mis dos manos para conservar lo que he perdido.

Se levantó y caminó hasta la ventana de la habitación de la torre. Desde allí podía contemplar el espacioso territorio entre las montañas y el mar distante. Abajo, al pie de las altas colinas sobre las que se asentaba el Castillo de Breygna, describía sus meandros un río, ancho y brillante entre las lomas, desvanecido luego en brumosas lejanías, en las que se adivinaba una aldea, campos, torres, un castillo, reapareciendo una vez más, luminoso entre azules aguaceros y jirones de sol.

—Esta es la más hermosa tierra que he visto en mi vida —dijo. Aún pensaba en Mogien, quien no vería ya aquel paisaje.

—Para mí no es tan hermosa hoy como lo fuera en otro tiempo.

—¿Por qué, Señora Ganye?

—¡Por los Extranjeros!

—Háblame de ellos, Señora.

—Llegaron cuando ya moría el último invierno, muchos, cabalgando por el viento en grandes naves, blandiendo armas que queman. Nadie puede decir de qué tierra vienen; no hay leyendas sobre ellos. Ahora toda la tierra entre el río Viam y el mar les pertenece. Han echado de sus campos y asesinado a las gentes de ocho dominios. En estas colinas nosotros somos prisioneros; no nos atrevemos ni siquiera a llegar a nuestros antiguos pastos con el ganado. En un comienzo hemos luchado contra los Extranjeros. Ganhing, mi marido, ha muerto bajo sus armas que queman. —Por un segundo su mirada se desvió hasta la mano quemada e inútil del etnólogo; por un segundo calló—. En… en el tiempo del primer deshielo fue muerto y aún no ha tenido su venganza. Nosotros hemos inclinado la cabeza y hemos evitado esos campos.

¡Nosotros, los Señores de la Tierra! Y no hay un hombre que haga pagar a esos Extranjeros por la muerte de Ganhing.

Magnífica ira, pensó Rocannon, que volvía a oír las trompetas perdidas de Hallan en aquella voz.

—Pagarán, Señora Ganye; pagarán un alto precio. Aun cuando sabías que no soy un dios, ¿me has considerado un hombre por entero común?

—No, Señor —respondió—. No por entero.

Transcurrieron los días, los largos días del prolongado verano. Las laderas de los picos que dominaban el Castillo de Breygna azulearon; las cosechas, en los campos, llegaron a su sazón, fueron recogidas, hubo otra siembra y volvía a madurar el grano cuando una tarde Rocannon se sentó junto a Yahan, en el patio de la cuadra, donde dos bestias aladas jóvenes recibían entrenamiento.

—Partiré hacia el sur, Yahan. Tú permanecerás aquí.

—¡No, Olhor! ¡Déjame ir…!

Yahan se interrumpió; quizá recordaba aquella playa neblinosa, donde en su anhelo de aventura había desobedecido a Mogien. Rocannon sonrió:

—Solo lo haré mejor. No llevará mucho tiempo, ocurra lo que ocurra.

—Pero yo soy tu fiel sirviente, Olhor, te he jurado fidelidad. Déjame ir, te lo suplico.

—Los juramentos se quiebran cuando se han perdido los nombres. Has prometido fidelidad a Rokanan, al otro lado de las montañas. En esta tierra no hay siervos y no hay ningún hombre llamado Rokanan. Como amigo te pido, Yahan, que nada más digas, ni a mí ni a ninguna otra persona; sólo ensíllame la bestia de Hallan mañana, al alba.

Lealmente, antes de que despuntara el día, Yahan le aguardaba en la cuadra, sosteniendo las bridas de la única montura de Hallan que había sobrevivido: la gris rayada de negro. El animal había llegado a Breygna unos días después que ellos, semihelado y hambriento. Ahora estaba rozagante, lleno de fuerzas, ronroneando y batiendo su cola listada.

—¿Llevas tu segunda piel, Olhor? —preguntó Yahan en un murmullo, mientras ligaba los correajes de batalla de la montura—, dicen que los Extranjeros lanzan fuego a quienquiera que cabalgue cerca de sus tierras.

—Sí, la llevo.

—¿Y ninguna espada?

—No, ninguna espada. Oye, Yahan, si no regreso, busca en la alforja que he dejado en mi cuarto. Hay alguna tela, con… con marcas y pinturas de la tierra. Si alguien de mi gente llegara aquí, se la darás, ¿verdad? También el collar está allí. —Su rostro se ensombreció distante la mirada—. Dáselo a la Señora Ganye. Si no regreso para hacerlo yo mismo. Adiós, Yahan; deséame buena suerte.

—Que tu enemigo muera sin hijos —dijo Yahan, ferozmente, llenos los ojos de lágrimas, Y entregó las riendas. La bestia saltó hacia el cielo tibio y descolorido del alba veraniega, giró con un poderoso batir de sus alas y, penetrando en el viento del norte, se perdió sobre las colinas. Yahan la miró, inmóvil. Desde una alta ventana de la Torre de Breygna, otro rostro, suave y oscuro, también la miró desvanecerse, y seguía allí largo tiempo después, cuando ya el sol se había alzado.

Era un viaje extraño. Rocannon marchaba hacia un lugar que nunca había visto, pero que conocía por dentro y por fuera a través de las distintas impresiones de cientos de mentes distintas. Aun cuando la telepatía no implicaba visión, transmitía sensaciones táctiles, percepción de espacio y de relaciones espaciales, de tiempo, de movimiento y posición. Durante horas y horas había analizado esas sensaciones, en cien días de práctica, mientras permanecía inmóvil en su habitación del Castillo de Breygna. Así había adquirido, aunque no visual ni verbalizado, un conocimiento exacto de cada edificio y de toda la superficie de la base enemiga. Y de la percepción directa y de las extrapolaciones que ésta le permitía efectuar, había deducido qué era la base, por qué estaba allí, cómo entrar en ella y dónde hallar lo que necesitaba.

Pero fue muy difícil, tras la prolongada e intensa práctica, no utilizar su telepatía al acercarse a sus enemigos: cortarla, amordazarla, confiarse sólo a sus ojos, oídos e intelecto. El incidente en la ladera de la montaña le había hecho comprender que, a poca distancia, individuos sensitivos podían llegar a captar su presencia, siquiera en forma vaga, como una premonición indefinible. El había arrastrado al piloto del helicóptero hacia la montaña, aunque probablemente éste jamás había llegado a saber qué lo obligaba a volar en aquella dirección o por qué se sentía forzado a abrir fuego contra los hombres que allí veía. Ahora, al entrar solo en la enorme base, Rocannon no quería atraer la atención de nadie sobre su presencia. No, porque venía como un ladrón en la noche.

A la puesta del sol había atado su montura en un claro, junto a una colina, y luego de varias horas de caminar se acercaba a un grupo de edificios al otro lado de una amplia pista de lanzamiento, el campo de aterrizaje de los cohetes espaciales. Sólo había uno y poco lo utilizaban ahora que todos los hombres y el material requerido estaban allí. No se sostenía una guerra con cohetes de velocidad lumínica cuando el planeta civilizado más cercano estaba a una distancia de ocho años-luz.

La base era enorme, terroríficamente enorme cuando se veía con los ojos, pero el mayor espacio de terreno y edificios estaba destinado al alojamiento de los hombres. Los rebeldes tenían el grueso de su ejército allí. Mientras la Liga perdía el tiempo escudriñando y sometiendo su planeta de origen, ellos apostaban a la muy probable eventualidad de no ser hallados en éste, un mundo sin nombre entre todos los mundos de la galaxia. Rocannon sabía que algunas de las gigantescas barracas estaban vacías otra vez; un contingente de soldados y técnicos habían partido días atrás para tomar posesión —y él lo había adivinado— de un planeta que estaba conquistado o al que habían persuadido para que se les uniese como aliado. Los soldados no arribarían a aquel mundo sino en diez años. Los faradianos se sentían muy seguros de sí mismos; todo debía estar funcionando a la perfección en su guerra. Todo lo que habían necesitado para echar a pique la seguridad de la Liga de todos los Mundos era una base bien oculta y sus seis potentes armas.

Rocannon eligió una noche en la que, de las cuatro lunas, sólo el pequeño asteroide capturado, Heliki, estuviese en el cielo antes de la medianoche. El diminuto satélite brillaba sobre las colinas mientras él se acercaba a una hilera de hangares, como un punto negro en el mar gris de cemento, pero nadie lo vio y no telecaptó a nadie en las cercanías. No había vallas y muy escasos guardias. La vigilancia era cumplida por máquinas que, en extensiones de años-luz, rastreaban el espacio en torno al sistema Fomalhaut. Después de todo, ¿qué podían temer de los aborígenes de la Edad de Bronce de aquel pequeño planeta sin nombre?

Heliki brillaba en su apogeo cuando Rocannon abandonó la sombra de los hangares. Y estaba en la mitad de su ciclo menguante cuando el etnólogo llegó a su meta: las seis naves hiperlumínicas. Como seis inmensos huevos de ébano descansaban una junto a otra bajo una alta cubierta, una red de camuflaje. A los lados de las naves, como juguetes, se erguían algunos árboles del linde del bosque de Viam.

Ahora tenía que utilizar su telepatía, estuviese o no a seguro. Inmóvil, con extremas precauciones, se detuvo en la sombra de un grupo de árboles, tratando de mantener ojos y oídos alerta; desde allí investigó las naves ovoidales, por fuera y por dentro. En cada una —lo había sabido en Breygna— un piloto estaba presto día y noche para partir, quizá hacia Faraday, en caso de emergencia.

Para los seis pilotos, emergencia significaba una sola cosa: el Centro de Control, a unos siete kilómetros del lugar, en el límite este de la base, había sido saboteado o bombardeado. En tal caso, cada uno de ellos debía poner a salvo su nave, utilizando sus propios controles, ya que aquellas HL tenían controles, como cualquier otro vehículo espacial, independientes de computadoras y fuentes de energía externas y vulnerables. Pero volar en esas naves era un suicidio; ningún ser viviente sobrevivía a un «viaje» a velocidad hiperlumínica. De modo que aquellos pilotos, además de matemáticos de alta especialización, eran fanáticos de la inmolación. Constituían un grupo selecto. Pero aun así, los dominaba el hastío de estar sentados y esperar su improbable halo de gloria. Esa noche Rocannon sintió, en una de las naves, la presencia de dos hombres. Ambos estaban absortos. Entre ellos había una superficie marcada de cuadros. Rocannon había percibido esa misma sensación durante muchas noches anteriores, y su mente racional había inferido tablero de ajedrez; ahora registró la nave contigua. Estaba vacía.

Avanzó rápidamente por el campo gris, entre los árboles talados, hacia la quinta nave de la línea; trepó por su rampa y franqueó el acceso abierto. Por dentro no se parecía a ningún otro vehículo espacial. Era un conjunto abigarrado de hangares para cohetes, rampas de lanzamiento, computadores, reactores, un laberinto apretado y mortal de conductos para misiles. En razón de que la nave no avanzaba en el espaciotiempo común, no tenía proa ni popa, ni lógica ninguna. Tampoco pudo interpretar el lenguaje de los signos. Y no había ninguna mente viva, cercana, para utilizarla como guía. Empleó veinte minutos en la búsqueda del centro de control; lo hizo en forma metódica, reprimiendo su pánico, obligándose a no emplear su telepatía, para que el piloto ausente no se sintiera inquieto.

Sólo por un instante, una vez que hubo hallado el centro de control y el transmisor instantáneo y se sentó frente a él, permitió que su telepatía se deslizara hacia la nave que descansaba al este. Allí captó la vívida sensación de una mano vacilante sobre un alfil blanco. Abandonó inmediatamente esa escena. Tras anotar las coordenadas en que estaba centrado el emisor del aparato, las cambió a las coordenadas de la Base de Estudios Exoetnológicos para el Área Galáctica 8, de la Liga, en Kerguelen, en el planeta Nueva Georgia del Sur: las únicas coordenadas que sabía de memoria. Activó el canal de transmisión y empezó a teclear.

Tan pronto como sus dedos (sólo la mano izquierda, torpemente) tocaban cada tecla, la letra aparecía, en forma simultánea, en una pequeña pantalla negra en un cuarto de una ciudad de un planeta situado a ocho años-luz de distancia:

URGENTE AL PRESIDIUM DE LA LIGA. La base de guerra de naves HL de los rebeldes faradianos está en Fomalhaut II, Continente Sudoeste, 28' 28” norte, 121' 40' oeste, a unos 3 Km. de un río importante. Base oscurecida, pero visibles sus cuatro edificios cuadrangulares, veinticinco grupos de barracas y hangar sobre pista de aterrizaje, Sentido E-O. Las seis HL no están en la base, sino en un claro al SO de la pista, en el límite de un bosque; camufladas con red absorción luz. No atacar indiscriminadamente; aborígenes inocentes. Aquí, Gaverel Rocannon, del Estudio Etnográfico de Fomalhaut, único sobreviviente de la expedición, transmitiendo desde una HL enemiga, en tierra. Quedan cinco horas de oscuridad.

Pensó en añadir: «dadme un par de horas para alejarme», pero no lo hizo. Si lo apresaran al salir, los faradianos podrían tomar precauciones y trasladar las HL. Desconectó el emisor y cambió las coordenadas a su anterior posición. Mientras avanzaba por las pasarelas de los corredores sombríos, estableció contacto telepático con la nave contigua. Los jugadores de ajedrez estaban de pie, se movían. Echó a correr, solo en los penumbrosos cuartos y pasillos desconocidos. Creyó haber errado el camino, pero desembocó en el acceso; se precipitó por la rampa, al aire libre, en loca carrera a lo largo de la interminable longitud de la nave, luego a través de la siguiente nave y, por fin, la oscuridad del bosque.

Ya bajo los árboles, no pudo correr, porque le faltaba el aliento y las negras ramas no permitían el paso de la luz de la luna. Tan velozmente como le era posible, desanduvo su camino en torno a la base, hasta la pista de aterrizaje, luego hacia el sendero que lo había traído, a campo traviesa, ahora con el auxilio del plenilunio de Heliki, y, luego de una hora, con la luz naciente de Feni. Le pareció que no lograba avanzar a través de la campiña oscura y el tiempo corría, vertiginoso. Si bombardeaban la base mientras él estuviese en las cercanías, la onda expansiva o el fuego lo alcanzarían y, entre las sombras, trataba de dominar el temor irreprimible hacia esa luz que podría estallar a sus espaldas y destruirlo. Pero ¿por qué no venían, por qué se demoraban?

No despuntaba aún el día cuando llegó a la colina en que había dejado su montura. La bestia, inquieta por la larga noche de inmovilidad en un lugar de buena caza, lo recibió con un gruñido. Rocannon se apoyó en su lomo tibio, le acarició las orejas, pensando en Kyo.

Tras recuperar el aliento montó y ordenó al animal que caminara. Pero la bestia, echada como una esfinge, se negaba a ponerse en pie. Por último se incorporó, con monótonos maullidos de protesta, y marchó hacia el norte a pasos de exasperante lentitud. Colinas y campos, aldeas abandonadas, árboles quemados se hacían visibles a su alrededor, pero hasta que la luz del sol no se esparció por las colinas del este la bestia alada no se decidió a volar. Por fin se elevó, halló una corriente de aire favorable y sus alas se desplegaron en la clara y brillante luz del amanecer. Una y otra vez Rocannon volvía la mirada. Detrás de él, nada que no fuera la tierra apacible, la niebla en la ribera oeste del río. Su sentido telepático le dio cuenta de los pensamientos y sensaciones, de los sueños y el despertar de sus enemigos; todo se desarrollaba con normalidad.

Había hecho todo lo que estuvo a su alcance. Fue una tontería pensar que podría hacer algo. ¿Qué era un hombre solo contra un pueblo, empeñado en una guerra? Rendido, rumiando su cruda derrota, cabalgaba hacia Breygna, único lugar al que podía ir. Ya no se preguntó por qué la Liga demoraba su ataque. No vendrían. Habrían pensado que su mensaje era un engaño, una trampa. O, quizá, no había utilizado las coordenadas correctas; un solo signo errado y su mensaje se habría perdido en el vacío donde no existía tiempo ni espacio. Y para eso había muerto Raho, había muerto Iot, había muerto Mogien: para que se enviara un mensaje a ninguna parte. Y él estaba exiliado allí por el resto de su vida, inútil, un extranjero en un mundo ajeno.

No era importante, después de todo. El no era más que un hombre. El destino de un hombre no tiene importancia.

«Si es así, ¿qué es lo importante?»

No podía tolerar el recuerdo de aquellas palabras imborrables. Miró hacia atrás, otra vez, para apartar de su mente la imagen del rostro de Mogien… Con un grito se cubrió con su brazo lisiado para evitar la luz intolerable; el elevado árbol blanco de fuego creció, sin sonido, en la campiña que quedaba a su espalda.

Entre el estrépito y las ráfagas, la cabalgadura rugió desbocada y bajó a tierra, ciega de terror. Rocannon desciñó sus correas y se echó al suelo, la cabeza oculta entre los brazos. Pero no logró aislarse: no de la luz, sino de la oscuridad, de la oscuridad que encegueció su mente, del conocimiento en su propia carne de la muerte instantánea de mil hombres. Muerte, muerte, muerte una y otra vez en una fracción de segundo, en su propio cuerpo, en su cerebro. Y luego, silencio.

Levantó la cabeza; escuchó y sólo se oía silencio.