A Rocannon se le doblaban las piernas. Se sentó en el piso pulido y rojo, intentando reprimir su terror y sus náuseas y pensar qué podía hacer. Qué hacer. Debía regresar a la bóveda y hallar el modo de sacar de allí a Mogien, Yahan y Kyo. Ante el pensamiento de volver junto a las esbeltas y angélicas figuras cuyas nobles cabezas contenían cerebros degenerados o especializados, pero al nivel de los insectos, se le erizaron los cabellos en la nuca; con todo, debía hacerlo. Sus amigos estaban allí y él debía liberarlos. ¿Estarían las larvas y sus custodios tan dormidos como para no atacarle? Desechó las preguntas inútiles. Antes que nada tendría que inspeccionar todo el contorno de la pared exterior, porque si no hallaba una puerta todo esfuerzo sería en vano. No podría llevarse a sus amigos por encima de un muro de casi cinco metros de altura.
Probablemente existían tres castas, pensó mientras bajaba por la calle silenciosa y perfecta: nodrizas para las casas en la bóveda, constructores y cazadores en las salas más externas, y en aquellas casas quizá viviesen los individuos fértiles, que desovaban e incubaban los huevos. Las dos que habían llevado agua a los prisioneros debían de ser nodrizas, que conservaban vivas a las presas paralizadas hasta el momento en que las larvas las succionaran. Le habían dado agua a Raho, aun cuando estaba muerto.
¿Cómo no había comprendido que eran mentalmente subnormales? Había querido creerlosinteligentes porque los había visto angelicales, humanos. «¿Especie destructiva?», dijo con tono salvaje y como para su perdido Manual. En ese momento algo cruzó la calle, en la esquina siguiente; era una criatura baja, marrón, que en la irreal perspectiva de fachadas idénticas no se podía definir como grande o pequeña. Sin duda no era habitante de la ciudad. Por lo visto los ángeles-insecto tenían parásitos que infectaban su bella colmena. Prosiguió su marcha con paso rápido y decidido en el silencio profundo, llegó hasta el muro exterior y torció hacia la izquierda.
A pocos pasos de él uno de los animales marrones estaba agazapado. Incluso erguido, le llegaría apenas a la altura de las rodillas. Como la mayoría de los animales de bajo nivel de inteligencia del planeta, carecía de alas. Estaba agazapado, lleno de terror, y el etnólogo lo evitó, tratando de no despertar su desconfianza, y continuó la marcha. En todo lo que su vista alcanzaba, no había accesos en la pared curva.
—¡Señor! —gritó una voz débil, desde algún lugar—. ¡Señor!
—¡Kyo! —exclamó Rocannon girándose mientras su voz reverberaba entre las paredes. Nada se movía. Muros blancos, sombras negras, líneas rectas, silencio.
El animalito oscuro se acercó brincando.
—¡Señor! —gritaba con voz débil—. ¡Señor, oh, ven, ven! ¡Oh, ven, Señor!
Rocannon se detuvo, con los ojos desorbitados. La diminuta criatura se había sentado sobre sus poderosas corvas, frente a él; jadeaba y los latidos de su corazón agitaban su pecho peludo, contra el que oprimía sus manecillas negras. Unos ojos negros, llenos de pavor, miraban con fijeza el rostro de Rocannon. El extraño ser repitió, en Lengua Común, trémulo:
—Señor…
Rocannon se hincó; sus ideas bullían ante la visión; por fin logró articular, con suavidad:
—No sé cómo llamarte.
—¡Oh, ven! —repitió la voz trémula—. ¡Señores…, señores, ven!
—Los otros señores… ¿mis amigos?
—Amigos —repitió la criatura—, amigos, castillo. Señores, castillo, fuego, bestia alada, día, noche, fuego. ¡Oh, ven!
—Voy —contestó Rocannon.
El animalito comenzó a brincar y él lo siguió. Bajaron por la calle radial, torcieron por una de las laterales hacia el norte y dieron con una de las doce puertas de la bóveda. Allí, en el patio de mosaicos rojos, yacían sus compañeros, tal como los dejara poco antes. Más tarde, cuando tuvo tiempo de pensar, comprendió que había salido de la bóveda por otra puerta y así había perdido a sus amigos.
Otras cinco criaturas marrones aguardaban allí, reunidas en un grupo casi ceremonioso junto a Yahan. Rocannon volvió a hincarse, para disimular la diferencia de altura, e hizo una reverencia tan profunda como su posición se lo permitía.
—Salud, pequeños señores —dijo.
—Salud, salud —respondieron los peludos seres.
Uno de ellos, con listas negras en torno al hocico se presentó:
—Kiemhrir.
—¿Tú eres Kiemhrir? —todos se inclinaron, imitando la reverencia de Rocannon— Yo soy Rokanan Olhor. Hemos venido desde el norte, de Angien, del castillo de Hallan.
—Castillo —dijo Caranegra; su voz aguda temblaba; como reflexionando, se rascó la cabeza—. Días, noche, años, años —dijo—. Los Señores marcharon. Años, años, años… Kiemhrir no marcharon. —Miró al etnólogo con ojos esperanzados.
—¿Los Kiemhrir… permanecieron aquí? —Preguntó Rocannon.
—¡Permanecieron! —gritó Caranegra con una voz de sorprendente volumen—.
¡Permanecieron! ¡Permanecieron! —Y los demás repitieron la palabra con evidente placer.
—Día —dijo Caranegra con decisión, señalando el sol—, señores llegan… ¿Van?
—Sí, querríamos irnos. ¿Podéis ayudarnos?
—¡Ayudar! —dijo el Kiemhrir, aferrando la palabra con aquel tono de deleite y avidez—. Ayudarlos. ¡Quédate, Señor!
Rocannon, pues, se quedó: sentado observó cómo los Kiemhrir se entregaban a su tarea. Caranegra silbó e inmediatamente una docena más de sus semejantes aparecía brincando, con precaución. El etnólogo se preguntaba dónde habrían hallado lugares para ocultarse y vivir dentro de la matemática perfección de la ciudad colmena; pero era evidente que lo habían logrado. Y también tenían sus lugares de aprovisionamiento: uno de ellos traía entre sus manecitas negras una forma redondeada y blanca que parecía un huevo; era una cáscara vacía, ahora haciendo las veces de redoma; Caranegra la cogió con cuidado y la destapó. Dentro había un fluido denso y transparente, con el que mojó las punzadas de los hombros de los durmientes; los otros, con dulzura y temor, levantaron las cabezas de los tres hombres y él vertió unas gotas del líquido en sus bocas. Pero no tocó a Raho. Los Kiemhrir no hablaban entre sí, sino que se comunicaban con silbidos o gestos muy silenciosos y con un enternecedor aire de cortesía.
Caranegra volvió junto a Rocannon y le dijo como para confortarlo:
—Quédate, Señor.
—¿Esperar? Si, sin duda.
—Señor —dijo el Kiemhrir con un gesto hacia el cuerpo de Raho.
—Muerto —explicó Rocannon.
—Muerto, muerto —repitió la criatura. Se tocó la base del cuello y el etnólogo asintió.
El patio rodeado de muros plateados se colmaba de una luz cálida. Yahan, que yacía junto a Rocannon, exhaló un hondo suspiro.
Los Kiemhrir se sentaron sobre sus corvas, en semicírculo detrás de su jefe, a quien Rocannon preguntó:
—Pequeño señor, ¿puedo saber tu nombre?
—Nombre —susurró el animalito; todos los demás estaban inmóviles—. Liuar —dijo, utilizando la misma antigua palabra que Mogien empleara al referirse a nobles y normales como un todo, es decir, a los que el Manual denominaba Especie II—. Liuár, Fiia, Gdemiar: nombres. Kiemhrir: no nombre.
Rocannon asintió preguntándose cuál seria el significado de la expresión. El vocablo «kieniherl kiemhrir» era en rigor, infería él, un adjetivo, con el significado de flexible o veloz.
A sus espaldas, Kyo, ya recuperado el ritmo respiratorio, se incorporó; el etnólogo se dirigió hacia él. Los animalitos sin nombre observaban con sus negros ojos atentos y calmos. Yahan se puso de pie y por último lo hizo Mogien, a quien debían de haber administrado una dosis mayor del agente paralizante, pues, en un primer momento, fue incapaz hasta de levantar una mano. Uno de los Kiemhrir, con gran timidez, explicó mediante gestos que serían buenos para Mogien masajes en brazos y piernas, cosa que Rocannon puso en práctica en tanto explicaba lo ocurrido y dónde estaban.
—El tapiz —murmuró Mogien.
—¿Qué dices? —preguntó Rocannon con suavidad, pensando que el joven estaba aún aturdido y por ello desvariaba.
—El tapiz de Hallan… los gigantes alados.
Entonces Rocannon recordó que había estado con Haldre, en el Gran Salón de Hallan, bajo un tapiz que representaba guerreros de cabellos rubios luchando contra figuras aladas.
Kyo, que había observado a los Kiemhrir, tendió su mano. Caranegra brincó hasta él y apoyó su manecita negra y sin pulgar sobre la palma larga y delicada de Kyo.
—Señores de las palabras —dijo el Fian suavemente—. Amantes de palabras, los devoradores de palabras, los sin nombre, los brincadores de larga memoria. ¿Aún recordáis las palabras de las gentes altas, oh, Kiemhrir?
—Aún —repuso Caranegra.
Con ayuda de Rocannon, Mogien se puso en pie; se le veía demacrado, pero firme. Estuvo quieto por un instante, junto a Raho, cuyo rostro aparecía devastado bajo la poderosa y blanca luz solar. Luego el joven Angyar dio las gracias a los Kiemhrir, y, en respuesta a una pregunta del etnólogo, dijo que ya se sentía con fuerzas.
—Si no hay salidas, podremos cavar algún hueco de sostén en los muros y saltar —propuso Rocannon.
—Silba a las monturas, Señor —pidió Yahan.
Parecía muy complejo preguntar a los Kiemhrir si el silbato llegaría a despertar a las criaturas de la bóveda. Pero en vista de que los seres alados parecían ser enteramente nocturnos, optaron por afrontar el posible riesgo. Mogien extrajo un diminuto silbato, atado debajo de su capa con cadenilla, y emitió una señal que Rocannon no alcanzó a oír, pero que hizo retorcerse a los Kiemhrir.
En el término de veinte minutos una gran sombra se proyectó sobre la cúpula, en su torno y se lanzó hacia el norte para regresar al cabo de unos pocos minutos más, pero esta vez con un compañero. Ambos animales se dejaron caer en el patio, entre un despliegue de alas: la montura rayada y la gris de Mogien; la blanca, en cambio, no llegaría jamás. Debía de ser la que Rocannon hallara en la rampa entre la rancia y polvorienta atmósfera dorada de la cúpula, alimento para las larvas de los ángeles.
Los Kiemhrir estaban aterrorizados con la presencia de las bestias aladas. La gentileza, la mesurada cortesía de Caranegra se habían diluido en un pánico apenas controlado cuando Rocannon quiso agradecerle y darle su adiós.
—¡Oh, vuela, Señor! —decía con una mueca lastimera, manteniéndose a buena distancia de las garras de las monturas; de modo que no demoraron la partida.
A una hora de camino de la ciudad-colmena, todas sus ropas y pieles utilizadas como camas y el resto de su equipo estaba aún esparcido por tierra, junto a las cenizas frías del fuego. Al otro lado de la colina yacían tres seres alados muertos y junto a ellos las dos espadas de Mogien, una, quebrado el acero cerca de la empuñadura. Mogien se había despertado en el momento en que los alados se inclinaban sobre Yahan y Kyo. Uno lo había mordido.
—Ya no pude hablar —relató. Pero se había resistido y dado muerte a tres antes de que la parálisis lo abatiese—. Oí la voz de Raho, llamándome. Por tres veces me llamó y no pude brindarle ayuda.
Y se quedó allí, sentado entre las ruinas cubiertas de hierba, aquellas que habían sobrevivido a nombres y leyendas; la espada rota descansaba sobre sus rodillas y ya no habló más.
Alzaron una pira de ramas y pajas, sobre la que pusieron el cadáver de Raho, traído desde la ciudad, y a su costado su arco de caza y las flechas. Yahan preparó la lumbre y Mogien pegó fuego al túmulo funerario. Montaron en las bestias aladas y se elevaron, Mogien con Kyo a la grupa, Rocannon con Yahan, confundidos en el humo y el calor del fuego que ardía a la luz del mediodía en la cima de una colina de una tierra extraña.
Por largo rato siguieron divisando la débil columna de humo, delgada a sus espaldas, mientras volaban.
Los Kiemhrir les habían explicado con claridad que debían alejarse y que debían ocultarse durante la noche, porque de lo contrario los alados les darían caza en la oscuridad. Hacia el atardecer descendieron junto a un arroyo en un profundo desfiladero boscoso y acamparon cerca de una caída de agua. Había humedad, pero el aire era fragante y musical y aligeraba sus espíritus. Para la cena hallaron un bocado delicioso, un animal con caparazón, acuático, que se movía con lentitud, de exquisito sabor. Pero Rocannon no pudo comer: en las articulaciones y en la cola había trazas de pelo. Eran ovovivíparos, como muchos de los animales de aquella tierra, como los Kiemhrir quizá.
—Cómetelos tú, Yahan. No puedo devorar algo que tal vez llegaría a hablarme —dijo, colérico y hambriento, y fue a sentarse cerca de Kyo.
El Fian sonrió, en tanto que se frotaba la punzada del hombro.
—Si pudieras llegar a oír a todas las cosas…
—Yo, por lo menos, moriría de hambre.
—Bien, las criaturas verdes son mudas —dijo el Fian, acariciando el tronco rugoso de un árbol que se inclinaba sobre el arroyo. En esa zona los árboles, coníferas en su totalidad, estaban a punto de florecer y el bosque se cubría con el suave polen disperso en el viento. Todas las flores se valían del viento para la polinización, tanto las de los prados como las de los árboles: no había insectos ni corolas de pétalos variopintos. La primavera de aquel mundo innominado era verde, toda verdes profundos y verdes pálidos con grandes nubes de polen dorado.
Mogien y Yahan se echaron a dormir cuando llegó la oscuridad, tendidos junto a las cenizas tibias. No dejaron lumbre encendida por temor a que atrajese a los alados. Como Rocannon había supuesto, Kyo era más resistente que los hombres y ya estaba por completo repuesto de los efectos del paralizante; ambos se sentaron en la orilla del arroyo, entre la oscuridad, y hablaron.
—Te he oído saludar a los Kiemhrir como si los conocieras —observó Rocannon. Y el Fian repuso:
—Lo que uno de nosotros recordaba en mi aldea, Olhor, todos lo recordaban. Así es como tantas historias y murmuraciones y mentiras y verdades nos son conocidas; y nadie sabe cuán grande es la antigüedad de muchas de esas cosas…
—¿Pero nada sabías de los alados?
En un primer instante pareció que Kyo Ignoraría la pregunta, pero finalmente dijo:
—Los Fiia no tienen memoria para el temor, Olhor. ¿Para qué? Hemos elegido. La noche, las cuevas y las espadas de metal se las hemos dejado a los gredosos cuando nuestro camino se apartó del de ellos y escogimos los verdes valles, la luz del sol, el cuenco de madera. Y por eso somos una media-raza. Y hemos olvidado, ¡hemos olvidado mucho! —Más que en ocasiones anteriores, aquella noche la voz del Fian era firme, urgente, y resonaba clara entre el rumor del arroyo que corría debajo de ellos y entre el ruido de los saltos de agua al fondo del desfiladero—. En cada día de viaje hacia el sur he cabalgado por los relatos que mi gente aprende en la niñez, en los valles de Angien. Y he hallado que todos esos relatos eran verdaderos. Los pequeños devoradores de palabras, los Kiemhrir, poblaban las canciones que nos hemos transmitido de mente en mente; pero no los alados. Los amigos, pero no los enemigos. La luz del sol, no la oscuridad. Y yo soy compañero de Olhor, quien marcha hacia el sur, hacia la leyenda, sin llevar espada. He cabalgado con Olhor, que busca oír la voz de su enemigo, que ha viajado a través de la gran oscuridad, que ha visto el mundo suspendido como una piedra azul en la oscuridad. Sólo soy una media-persona. No puedo ir más allá de las colinas. ¡No iré a los lugares elevados contigo, Olhor!
El etnólogo apoyó su mano con delicadeza sobre el hombro de Kyo. El Fian quedó en silencio. Permanecieron allí, sentados, escuchando el sonido del arroyuelo, la caída de agua en la noche, viendo el brillo gris de las estrellas sobre la corriente, bajo ráfagas arremolinadas de polen, en el helado frío de las montañas del sur.
Al día siguiente, durante el vuelo, vieron por dos veces, hacia el este, las cúpulas y las calles radiales de ciudades-colmena. Esa noche montaron doble guardia; a la noche siguiente ya se hallaban muy arriba, en las colinas; una lluvia fría los azotó durante toda la noche y durante el vuelo del día siguiente. Cuando las nubes de lluvia se abrieron, había montañas dominando las colinas, a ambos lados. Otra noche de inquieta guardia y fría los sorprendió en una elevación, entre las ruinas de una torre antigua. A la mañana siguiente, temprano, atravesaron un desfiladero que los condujo hacia la luz del sol y a un valle amplio que se extendía hacia el sur, en medio de cordones montañosos, alejados en la bruma.
A su derecha ahora, mientras volaban sobre el valle, como si fuese una verde carretera, se erguían los picos elevados en hileras remotas y sombrías. El viento era penetrante y dorado y las monturas se deslizaban en él como hojas a la luz del sol. Sobre la verde concavidad aterciopelado, por debajo de ellos, en la que parecían esmaltados pequeños grupos de arbustos y algunos bosquecillos, flotaba un velo estrecho y gris. La montura de Mogien giró en el instante en que Kyo señaló hacia abajo y, en el viento dorado, descendieron hacia la aldea extendida entre una colina y un arroyo, bañada por el sol, con sus pequeñas chimeneas arrojando humo. Un rebaño pastaba en los alcores cercanos. En el centro del irregular círculo de casas, todas abiertas, con grandes ventanas y patios soleados, se alzaban cinco árboles altos; junto a ellos tocaron tierra los viajeros, y los Fiia les salieron al encuentro, tímidos y sonrientes. Aquellos aldeanos casi no hablaban Lengua Común y, lo que es más, casi no tenían costumbre de hablar en voz alta. Pero, con todo, fue como un regreso al hogar penetrar en sus casas aireadas, comer en cuencos de madera pulida, refugiarse por una noche de la intemperie en aquella gozosa hospitalidad. Un Pueblo extraño, tangencial, gracioso, evasivo: media-raza había llamado Kyo a su propia gente. Pero era evidente que Kyo no era ya uno más entre ellos; aunque con las ropas que le habían dado se movía y gesticulaba como los aldeanos, en todo momento sobresalía por completo de entre ellos. ¿Sería porque como extranjero no podía dialogar en la mente con libertad, o quizá porque, tras su relación con Rocannon, había cambiado, se había convertido en un ser distinto, más solitario, doliente y completo?
Los Fiia les hicieron una descripción de aquella tierra. Más allá de la franja que bordeaba el valle por el oeste se extendía el desierto, dijeron; hacia el sur continuaba el valle que se abría al este de las montañas y las acompañaba hasta que el propio cordón montañoso torcía hacia el este.
—¿Podremos atravesarlo? —preguntó Mogien.
Los pequeños huéspedes respondieron entre sonrisas:
—Sin duda, sin duda.
—¿Y sabéis qué hay más allá de los pasos?
—Los pasos están a mucha altura, mucho frío —dijo, cortés, un Fian.
Los viajeros permanecieron en la aldea durante dos noches, para descansar, y partieron con sus alforjas llenas de comida que los Fiia les regalaron. Luego de dos días más de viaje llegaron a otra aldea de aquellas diminutas gentes, donde una vez más fueron recibidos con tanta cordialidad que el suyo podría haber sido no el arribo de unos extranjeros, sino un regreso aguardado con largueza. Tan pronto como las monturas descendieron, un grupo de hombres y mujeres se acercó a recibirles, saludando a Rocannon, primero en desmontar, con un «salud, Olhor» que lo dejó maravillado; y la admiración seguía aun después de repetirse a sí mismo que esa palabra significaba «Vagamundo», cosa que él era evidentemente. Pero, claro, había sido Kyo quien le adjudicara ese nombre.
Luego de otro día de viaje tranquilo, más avanzados en el recorrido del valle, preguntó a Kyo:
—¿No tenías entre tu gente un nombre propio, Kyo?
—Me llamaban «pastor» o «hermano menor» o «corredor». Yo era muy veloz en la carrera.
—Pero ésos son apodos, descripciones, como Olhor O Kiemhrir. Vosotros los Fiia sois muy afectos a poner nombres. A cada uno lo saludáis con un apodo: señor de las estrellas, portador de espadas, el de los cabellos de sol, señor de las palabras… Creo que los Angyar aprendieron de vosotros ese gran amor por el apodo. Y a pesar de todo, vosotros no tenéis nombres.
—Señor de las Estrellas, viajero de lejanías, cabellos de ceniza, portador de la joya —dijo Kyo sonriente —; ¿qué es un nombre, pues?
—¿Cabellos de ceniza? ¿Es que he encanecido?… No sé muy bien qué es un nombre. El nombre que me dieron al nacer era Gaverel Rocannon. En el momento en que lo digo, no describo nada; sólo he dado mi nombre. Y cuando veo un nuevo tipo de árbol en esta tierra te pregunto, o se lo pregunto a Yahan o a Mogien, ya que tú pocas veces respondes, cuál es su nombre. Siento algo como una molestia, si no sé el nombre.
—Bien, ése es un árbol; como yo soy un Fian, como tú eres un… ¿qué?
—¡Pero ésas son clasificaciones, Kyo! En las aldeas que hemos visto, he preguntado cómo se llaman las montañas occidentales, el cordón que se yergue sobre sus vidas desde que han nacido hasta que mueren, y me han respondido «ésas son montañas, Olhor».
—Y lo son —dijo Kyo.
—¡Pero hay otras montañas: el cordón más bajo, al este, a lo largo de este mismo valle! ¿Cómo distingues un cordón de otro, un ser de otro, sin nombres?
El Fian, palmeando rítmicamente sus rodillas, fijó los ojos en las cimas altas que ardían en la profunda luz del poniente. Tras unos instantes, Rocannon comprendió que no habría respuesta.
Los vientos se tornaron más cálidos y los días se prolongaban, pues avanzaba la estación calurosa; entretanto continuó el vuelo hacia el sur. La doble carga que soportaban las monturas les impedía volar con mucha velocidad y a menudo se detuvieron por un día o dos para cazar y permitir que las bestias aladas cazasen. Pero por fin vieron que las montañas torcían en un círculo convergente con el cordón costero por el este, cerrándoles el paso. El valle se detuvo frente a una vastedad de colinas. Más arriba emergían manchas verdes y parduscas, los valles de la montaña; luego el gris de rocas y taludes y, por último, a medio camino entre tierra y cielo, la luminosa blancura de las altas cimas batidas por la borrasca.
Entre las colinas hallaron una aldea Fian. El viento se cernía frío desde las alturas que dominaban el frágil poblado, esparciendo humo azul entre las luces y sombras del lento atardecer. Como otras veces, fueron recibidos con gozosa animación y agasajados con agua y carne fresca y verduras en cuencos de madera, en la tibieza de una casa, en tanto que chiquillos vivaces limpiaban sus capas de polvo y alimentaban y reconfortaban a las bestias aladas. Después de la cena, cuatro muchachas de la aldea bailaron para ellos, sin música. Y sus movimientos eran leves y rápidos, tanto que parecían seres etéreos en aquel juego cambiante y huidizo de brillos y oscuridades frente a las ascuas de la lumbre. Rocannon dirigió una sonrisa complacida hacia Kyo que, como siempre, estaba sentado junto a él. El Fian devolvió la mirada, con seriedad, y dijo:
—Aquí me quedaré, Olhor.
Rocannon contuvo sus palabras de réplica, continuaba la danza con sus pasos ingrávidos, sus formas móviles ante la luz del fuego. Una música de silencios se entretejía entre ellos y un apartamiento entre sus mentes. La luz tembló sobre las paredes de madera y se hizo más débil.
—Se ha dicho que el Vagamundo podrá escoger sus compañeros. Por un tiempo.
No supo si había hablado él, Kyo o su memoria. Las palabras estaban en su mente y en la de Kyo. Esfumadas sus sombras de las paredes, las bailarinas se separaron y el cabello suelto de una de ellas brilló un instante. La danza que no tenía música había finalizado, las bailarinas que no tenían más nombre que luz y sombra estaban inmóviles. Del mismo modo, entre Kyo y él había finalizado una alianza, en la quietud y el silencio.