Capítulo VI

Mogien saltó de la silla antes de que la bestia tocara suelo, corrió hacia el etnólogo y lo abrazó como a un hermano. Su voz vibró con deleite y alivio:

—¡Por la lanza de Hendin, Señor de las Estrellas! ¿Por qué andas totalmente desnudo en este desierto? ¿Cómo has hecho para llegar tan al sur, si te diriges hacia el norte?

¿Estás…? —Mogien encontró los ojos de Yahan y su voz murió.

—Yahan es mi siervo —explicó Rocannon.

Mogien no repuso. Tras una evidente lucha interior comenzó a sonreír, y por fin estalló en carcajadas.

—¿Has aprendido nuestras costumbres para robarme los sirvientes, Rokanan? Pero ¿quién te robó tus ropas?

—Olhor lleva más de una piel —dijo Kyo, acercándose con su paso diminuto a través de la hierba—. ¡Salud, Señor del Fuego! te oí en mi mente.

—Kyo nos ha conducido hasta ti —dijo Mogien—. Desde que desembarcáramos en la costa de Fiern, diez días atrás, no volvió a decir palabra. Pero anoche, sobre la orilla del estrecho, cuando surgió Lioka, escuchó con atención, bajo la luz de la luna, y dijo «hacia allá». Amanecido el día, volamos hacia donde él nos indicara y así te hemos hallado.

—¿Dónde está Iot? —preguntó Rocannon, al ver que sólo Raho sostenía las riendas de las bestias.

—Muerto —repuso Mogien, sin cambiar de expresión—. Los Olgyior nos atacaron entre la niebla, en la playa. Tenían sólo piedras, no armas; pero eran muchos. Mataron a Iot y tú te perdiste. Nos ocultamos en una cueva, en los acantilados, hasta que las bestias pudieran volar nuevamente. Raho fue a merodear y oyó la historia de un extranjero que soportaba el fuego sin arder y que llevaba una piedra azul. De modo que cuando las bestias volaron, nos dirigimos hacia el fuerte de Zgama; al no hallarte, pusimos fuego a sus techos hediondos, espantamos los rebaños hacia el bosque y comenzamos a buscarte por la costa del estrecho.

—La joya, Mogien —interrumpió Rocannon—, el Ojo del Mar… he tenido que comprar nuestras vidas con él. Lo he entregado.

—¿La joya? —exclamó Mogien, con los ojos fijos—. ¿El collar de Semley? ¿Te has desprendido de él? ¡No para comprar tu vida! A ti, ¿quién puede hacerte daño? ¿Para comprar una vida inútil, la de este medio hombre desobediente? ¡Has vendido bien barata mi herencias…! ¡Toma! ¡Aquí está! ¡No es tan fácil perderla! —arrojó algo al aire con una carcajada, lo cogió y se lo tendió a Rocannon, que inmóvil vio de pronto en su mano la piedra azul, brillante, la maciza cadena de oro.

—Ayer nos encontramos con dos Olgyior, y uno muerto, sobre la otra ribera del estrecho; nos detuvimos para preguntarles acerca de un viajero desnudo que tendrían que haber visto, por fuerza, de camino con su inútil sirviente. Uno de ellos bajó la cabeza y nos contó la historia, así es que cogí la joya de manos del otro. También su vida, porque hubo pelea. Entonces supimos que habías atravesado el estrecho. Y Kyo nos condujo directamente a ti. Pero ¿por qué ibas hacia el norte, Rokanan?

—Iba… iba en busca de agua.

—Hay un arroyo hacia el oeste —intervino Raho—. Lo divisé antes de veros a vosotros.

—Hacia allí, pues. Yahan y yo no hemos bebido ni una gota desde anoche.

Montaron. Y con Raho, Kyo en su antiguo puesto, junto a Rocannon. La hierba batida por el viento se alejó de ellos, que, suspendidos entre la vasta planicie y el sol, volaron hacia el sudoeste.

Acamparon junto al arroyo, que corría cristalino y lento entre matas sin flor. Por fin Rocannon pudo quitarse el traje protector y vestirse con al prendas de Mogien. Comieron duro pan, traído de Tolen, raíces de peya y cuatro gazapos alados que cazaran Raho y Yahan, feliz otra vez al volver a coger un arco. Los seres vivientes de la llanura, en su mayoría, volaban por encima de las flechas, pero se dejaban atrapar por las monturas en el vuelo, pues no huían. Incluso las bestezuelas verdes, moradas y amarillas —kilar era su nombre— parecidas a insectos, aunque en rigor perteneciesen a la especie marsupial, no mostraban miedo allí sino que desplegaban su curiosidad rondando las cabezas de los viajeros, observándolos con sus redondos ojos dorados, posándose sobre una mano o una rodilla, rozándolos en el vuelo. Toda la enorme llanura herbosa se mostraba falta de vida inteligente. Mogien aseguró que no habían visto trazas de hombres ni de otros seres, durante su vuelo.

—Hemos creído ver algo, anoche, cerca del fuego —dijo Rocannon, dubitativo, porque, ¿qué habían visto en realidad? Kyo miró al etnólogo, desde su lugar junto a la lumbre; Mogien se desprendió el cinturón que portaba las dos espadas y nada dijo.

Levantaron el campamento al alba y durante todo el día marcharon con el viento entre llanura y sol. Volar sobre la planicie era tan grato como duro había sido andar por ella. Así transcurrió el día siguiente, y poco antes de la noche, mientras miraban por alguno de los arroyuelos que muy de trecho en trecho quebraban la superficie herbosa, Yahan giró sobre la silla y gritó en el viento:

—¡Olhor! ¡Mira al frente!

Lejos, en el horizonte sur, una línea grisácea y entrecortado rompía la suavidad de la planicie.

—¡Las montañas! —exclamó Rocannon, y al mismo tiempo oyó que, a su espalda, Kyo respiraba entrecortadamente, como con temor.

En el siguiente día de vuelo vieron que las praderas se elevaban en ondulaciones graduales y suaves collados; amplias olas en un mar inmóvil. Por encima de sus cabezas, las nubes se apiñaban hacia el norte y a lo lejos el terreno se mostraba cambiante, quebrado, creciente en la oscuridad. Al anochecer las montañas estaban claras aún; mientras la planicie ya se había hundido en las sombras, los apenas visibles picos de las lejanas cimas del sur brillaban, dorados. Por detrás surgió la luna Lioka, el gran astro amarillo, e inició su carrera presurosa. También brillaban Feni y Feli, marchando imponentes de este a oeste; la cuarta, Heliki, se mostró luego para darse a la persecución de las otras, radiante en sus fases continuadas y breves, creciendo y decreciendo. Rocannon yacía de espaldas sobre la hierba alta y oscura, contemplando la ininterrumpida y luminosa complejidad de aquella danza lunar.

Por la mañana, cuando, junto con Kyo, estaba a punto de montar, Yahan le advirtió, de pie junto a la cabeza de la bestia alada:

—Cabalga con cuidado hoy, Olhor. —La bestia emitió un rugido hondo, que parecía corroborar las palabras del joven, y al que hizo eco la montura de Mogien.

—¿Qué las inquieta?

—¡El hambre! —repuso Kyo que mantenía tensas las riendas de su blanca bestia—. Se hartaron de la carne de los ganados de Zgama, pero desde que iniciamos el viaje por esta llanura no han olido gran cosa y esas bestezuelas aladas no son más que un bocado. Cíñete la capa, Señor Olhor, porque si llega al alcance de sus mandíbulas, serás la cena de tu propia montura.

Yaho, cuyo cabello castaño y oscura piel daban testimonio de la atracción que una de sus abuelas había ejercido en algún noble Angyar, era más brusco y burlón que la mayoría de los hombres normales. Mogien jamás lo había regañado por ello y la rudeza de Raho no ocultaba su apasionada lealtad hacia su señor. Hombre ya maduro, pensaba que aquel viaje era una empresa descabellada, pero a la vez sólo se cuidaba de acompañar a su joven amo en cualquier peligro que se presentara.

Yahan tendió las riendas a Rocannon y se apartó de la bestia gris, que brincó en el aire como una flecha. Todo ese día los tres animales volaron infatigables hacia los cotos que presentían o husmeaban en el sur; el viento del norte los favorecía. Por debajo de la barrera flotante de montañas, romos cerros montuosos y oscuros se divisaban ahora con claridad. Surgían aquí y allá bosquecitos y sotos, como islas en el mar, inmenso de hierba. Los sotos se fueron convirtiendo en montes separados por superficies verdes, y antes del anochecer el pequeño grupo arribó a un lago rodeado de juncias, entre colinas boscosas. Con rapidez y cautela los dos normales liberaron a las bestias de arreos y monturas y las dejaron marchar. Una vez en el aire, bramando y con las alas vertiginosas en su batir, cogieron tres direcciones distintas y desaparecieron sobre las colinas.

—Volverán cuando estén satisfechas —dijo Yahan a Rocannon—, o cuando el Señor Mogien haga oír su silbido sordo.

—En ocasiones traen consigo alguna hembra… de las salvajes —agregó Raho para ilustrar al etnólogo, lego en estos temas.

Mogien y sus siervos se dispersaron para cazar cualquier presa que pudiesen hallar; Rocannon arrancó algunas raíces de peya y, envueltas en sus propias hojas, las metió entre las cenizas de la lumbre para que se asaran. Se había convertido en un experto del aprovechamiento de los dones de la tierra y esto le hacía feliz; los días de vuelos prolongados desde el alba hasta el crepúsculo, de hambre nunca saciada, de dormir sobre el suelo desnudo, en el viento primaveral, lo habían purificado y se sentía abierto a cualquier sensación, a todas las impresiones. Se puso de pie; vio que Kyo se había aproximado a la orilla del lago y allí estaba su figura diminuta, tan grácil como las juncias que crecían en el agua. El Fian tenía fijos los ojos en las montañas grisáceas del sur, que en sus picos reunían todas las nubes y el silencio del firmamento. Al llegar junto a él, Rocannon advirtió en su rostro una sombra desolada y ansiosa a la vez; sin volverse, con voz débil y temblorosa, Kyo dijo:

—Olhor, tienes la joya contigo, nuevamente.

—Aún trato de librarme de ella —repuso Rocannon, con una mueca.

—Tendrás que dar más que oro y piedras preciosas… ¿Qué podrás dar, Olhor, allá entre el frío, en los lugares altos, en los lugares grises? Del fuego al hielo…

Rocannon le oyó y, aunque tenía los ojos fijos en él, no vio que sus labios se movieran. Un estremecimiento le recorrió, y cerró su mente para evitar el contacto con un extraño poder que penetraba en su ser íntimo, en el núcleo mismo de su identidad. Tras un minuto de silencio, Kyo giró la cabeza, sereno y sonriente, y habló con su voz calmosa de siempre:

—Al otro lado de estas colinas hay Fiia, al otro lado de los bosques, en los valles verdes. Mi pueblo busca los valles, también aquí, la luz del sol y los sitios llanos. Encontraremos las aldeas en pocos días más de vuelo.

Estas fueron buenas nuevas para los otro cuando Rocannon las transmitió.

—He pensado que no hallaríamos seres con habla aquí. ¡Una tierra tan bella y rica y vacía! —comentó Raho.

En tanto que observaba una pareja de kilar revoloteando como amatistas sobre el lago, Mogien recordó:

—No siempre ha estado vacía. Mi pueblo la cruzó mucho tiempo ha, en la época anterior a los héroes, antes de que Hallan o el elevado Oynhall fueran construidos, antes de que Hendin asestara su golpe y de que Kirfiel muriese en la colina de Orren. Vinimos desde el sur, en botes con cabezas de dragón en la proa; en Angien hallamos un pueblo salvaje que se ocultaba en bosques y cuevas, un pueblo de caras blancas. Tú conoces la canción, Yahan, la Balada de Orho-gien:

Cabalgan en el viento,

marchan sobre la hierba,

rozan el mar oscuro,

siempre en pos de Brehen,

estrella luminosa,

siguiendo el sendero

de la radiante Lioka…

—El camino de Lioka va de sur a norte. Y la canción dice cómo, en batallas duras, nosotros, los Angyar, luchamos y vencimos a los cazadores salvajes, los Olgyior, los únicos de nuestra raza en Angien; porque ambos pueblos hemos sido una raza, los Liuar. Pero la balada no habla de estas montañas. Es un poema antiguo; quizá se haya perdido el comienzo. O quizá mi pueblo partió desde estas colinas. Esta tierra es bella; bosques para cazar, colinas para el ganado y alturas para asentar una fortaleza. Aunque aquí no se ven trazas de seres humanos…

Esa noche Yahan no pulsó su lira de plata; todos durmieron intranquilos, tal vez porque las monturas se habían ido y porque el silencio de las colinas era de muerte, como si ninguna criatura osase moverse durante la noche.

Al día siguiente, acordes todos en que el suelo era demasiado pantanoso junto al lago, decidieron trasladarse, sin prisas, deteniéndose para cazar y coger hierbas secas. Al atardecer llegaron a un collado; en la zona más elevada, bajo la hierba, se advertían restos de alguna construcción; nada quedaba en pie ya, pero pudieron adivinar que había sido el emplazamiento de las cuadras de una pequeña fortaleza, tan antigua que ninguna leyenda hablaba de ella. Acamparon, allí; las monturas los habrían de hallar con facilidad a su regreso.

Muy avanzada la larga noche, Rocannon se despertó incorporándose. No brillaba más luna que la menuda Lioka; la lumbre se había extinguido, pues no habían establecido vigilancia. Mogien estaba de pie a unos cinco metros de distancia, inmóvil, una forma alta, de contornos vagos a la luz de las estrellas. Soñoliento, Rocannon le echó una mirada mientras se preguntaba por qué razón la capa le hacía aparecer tan alto y delgado. La capa de los Angyar flotaba siempre en torno a los hombros, abierta como el techo de una pagoda, e incluso cuando no llevaba su capa, Mogien era identificable por la anchura de su tórax. ¿Por qué estaba allí de pie, tan aislado, abatido y sombrío?

El rostro giró con lentitud y no era el rostro de Mogien.

—¿Quién está ahí? —preguntó Rocannon, de pie ahora, y su voz sonó recia en el silencio de muerte. Junto a él, Raho despertó; mirando alrededor, cogió el arco y saltó en pie. Por detrás de la alta figura algo se movió apenas: otra sombra igual. En torno de ellos, sobre las ruinas cubiertas de hierba, a la luz de las estrellas, se erguían altas, magras y silenciosas formas, enfundadas en sus capas, las cabezas gachas. Junto a las cenizas frías de la lumbre, sólo se hallaban Raho y el etnólogo.

—¡Señor Mogien! —gritó Raho. No hubo respuesta.

—¿Dónde está Mogien? ¿Quiénes sois vosotros? ¡Hablad!

Las sombras no respondieron, pero comenzaron a adelantarse. Raho arrojó una flecha. Tampoco ahora hubo palabras, pero el círculo fantasmal se dilató, las capas llamearon y el ataque se precipitó desde todas las direcciones; las sombras avanzaban a brincos altos y lentos. Rocannon luchaba como si lo hiciera para despertar de un mal sueño, pues eso debía ser la lentitud, el silencio, todo era irreal y ni siquiera percibía el contacto de aquellas extremidades, porque llevaba su traje protector. Oyó la voz desesperada de Raho, llamando a su amo. Los atacantes habían abatido a Rocannon, superiores como eran en peso y número; antes de que pudiera rechazarlos desde el suelo, se sintió izado y se columpiaba cabeza abajo y una sensación de náusea lo poseía. Mientras, entre contorsiones, intentaba liberarse de aquellas manos, colinas y bosques fluctuaban oscilantes lejos muy lejos de él. Una violenta sensación de vértigo le inundaba y se aferró con ambas manos a las delgadas extremidades de aquellos seres. Todos lo rodeaban, lo sostenían con sus manos y el aire estaba lleno de negras alas batientes.

La situación se prolongaba más y más; siguió luchando por emerger de aquella monotonía de terror, en tanto continuaban a su alrededor las voces suaves y sibilantes, el aleteo reiterado que lo sacudía sin cesar. Luego el movimiento se convirtió en un deslizarse sesgadamente y el oriente radiante se precipitó hacia él y la tierra también y las manos suaves y firmes que lo sostenían se abrieron y cayó. No estaba herido; sólo atontado e incapaz de mantenerse en pie. Se quedó tendido con brazos y piernas abiertos, mirando a su alrededor.

Bajo su cuerpo, un piso de pulidos y frágiles mosaicos. A la izquierda, a la derecha y por encima de él se elevaba un muro, plateado en la luz de la mañana, alto, recto y limpio, como si estuviera hecho de acero. Por detrás, se levantaba la vasta mole de un edificio, y por delante, a través de una puerta abierta, vio una calle de casas plateadas y sin ventanas, en perfecta alineación todas semejantes; una pura perspectiva geométrica en la claridad sin sombras del amanecer. Era una ciudad, y no una aldea de la época de piedra ni una fortaleza de la edad de bronce; era una gran ciudad, y era grandiosa, sólida y exacta, producto de una tecnología desarrollada. Rocannon se sentó; su sensación de vértigo seguía aún.

Con la claridad creciente logró captar ciertos contornos en la penumbra del patio, ciertos bultos amorfos en principio; una línea de reluciente amarillo. Un sacudimiento quebró su estado: estaba viendo el oscuro rostro bajo la mata de cabello dorado. Los ojos de Mogien estaban abiertos, fijos en el cielo, no parpadeaban. Sus cuatro compañeros yacían rígidos con los ojos abiertos. El rostro de Raho se convulsionaba en una mueca horrible. Incluso Kyo, a quien se habría creído invulnerable en su fragilidad, estaba tendido de espaldas y sus grandes ojos reflejaban la palidez del cielo.

Pero todos respiraban en profundas, silenciosas y espaciadas inspiraciones; Rocannon buscó con su oído en el pecho de Mogien y oyó los latidos, muy débiles y lentos, como si llegaran desde muy lejos.

De pronto silbó el aire a sus espaldas, e instintivamente se echó de bruces, tan inmóvil como los cuerpos parados de sus compañeros. Unas manos, cogiéndolo de hombros y piernas, lo volvieron de espaldas al suelo y se halló ante un rostro de amplias facciones, sombrío y dulce. La cabeza oscura no tenía cabellos y tampoco cejas; los ojos, de un color amarillo oro, asomaban entre anchos párpados carentes de pestañas; pequeña y delicada en sus trazos, la boca estaba cerrada con firmeza. Las suaves y fuertes manos tiraban de sus mandíbulas para abrirle la boca.

Otra figura alta se inclinó sobre él; sofocado, tosió mientras algo se deslizaba por su garganta: agua tibia, sucia y nauseabunda. Las dos altas criaturas lo soltaron y se puso en pie, escupiendo y gritando:

—¡Estoy bien, dejadme!

Pero ya le habían dado la espalda. Se detuvieron junto a Yahan: uno forzaba las mandíbulas del joven, el otro le vertía en la boca un chorro de agua de una gran redoma plateada.

Eran altos, muy delgados, semihumanoides; fuertes y delicados, se movían con cierta torpeza Y lentitud sobre la tierra, que no era su elemento. Su estrecho tórax se proyectaba entre los músculos, en los hombros, de largas y suaves alas que caían, curvas, a sus espaldas, como capas grises. Las piernas eran delgadas y cortas y las nobles cabezas oscuras se inclinaban hacia adelante, como empujadas por las alas.

El Manual de Rocannon se hallaría bajo las aguas cubiertas de niebla del canal, pero su memoria lo evocó: Formas de vida de alto nivel de inteligencia: Especie no confirmada (?): se dice que grandes humanoides habitan amplias ciudades (?). y ahora era él quien tenía la suerte de confirmarlo, de poner por primera vez los ojos sobre una especie nueva, una nueva cultura avanzada, un nuevo miembro para la Liga. La limpia e impecable belleza de los edificios, la impersonal caridad de las dos grandes figuras angélicas que trajeran al agua, su silencio majestuoso, todo aquello le sobrecogía. En ningún mundo había visto una raza similar a ésta. Se acercó a ambas criaturas, que estaban vertiendo agua en la boca de Kyo, y les preguntó con tímida cortesía:

—¿Habláis la lengua común, señores alados?

Ni siquiera repararon en él, sino que prosiguieron su ronda, con el paso torpe, hacia Raho, en cuya boca contraída echaron agua; el líquido se derramó por las mejillas del sirviente. Los alados se volvieron hacia Mogien y Rocannon los siguió:

—¡Escuchadme! —clamó enfrentándolos, pero se detuvo; había comprendido con estupor que los grandes ojos dorados estaban ciegos, que aquellos seres eran ciegos y sordos: no le contestaban ni le miraban y se alejaron erguidos, aéreos, envueltos del cuello hasta los tobillos en sus tersas alas. Y la puerta se cerró con suavidad tras ellos.

Como saliendo de una pesadilla, Rocannon se acercó a cada uno de sus compañeros con la esperanza de que aquel estado de parálisis desapareciese. No advirtió cambios. En cada uno comprobó la persistencia de la respiración lenta y el débil latido; en todos, excepto uno. El pecho de Raho estaba silencioso, su cara, contraída en una mueca penosa, estaba fría. El agua que le dieran los alados mojaba sus mejillas.

La ira se alzó por entre el asombro reverencial de Rocannon. ¿Por qué aquellos hombres angélicos les trataban, a él y a sus amigos, como si fuesen animales salvajes prisioneros? Se apartó de sus compañeros y atravesó el patio hacia la puerta que daba a la calle de la increíble ciudad.

Nada se movía. Todas las puertas permanecían cerradas. Altos, sin ventanas, uno junto a otro, los frentes plateados dejaban ver su silencio en la luz temprana del sol.

Rocannon contó seis travesías antes de llegar hasta el cabo de la calle: una pared, cinco metros de altura que se extendían hacia los lados, sin discontinuidades. No exploró la calle periférica para buscar una salida, pues adivinaba que no la habría.

¿Para qué necesitaban los seres alados una ciudad con puertas? Por la calle radial regresó hacia el edificio del centro, del que había salido, el único edificio distinto y más alto que las elevadas casas de plata, dispuestas en hileras geométricas. Penetró en el patio. Todas las casas estaban cerradas las calles limpias y vacías, el cielo desierto; no había más ruido que el de sus propios pasos.

Golpeó la puerta del extremo más lejano en el patio. Ninguna respuesta. Pero a la primera presión de su mano, la puerta se abrió.

En el interior reinaba una oscuridad tibia, una dulce agitación sibilante, sensaciones de altura y vastedad. Una forma larga se balanceó a su lado, luego se detuvo silenciosa. En el rayo de luz del primer sol de la que la puerta dejaba entrar, Rocannon vio los ojos amarillos de aquella criatura, parpadeando. La luz solar los cegaba. Sin duda volaban y recorrían sus calles de plata sólo en la oscuridad.

Ante aquella mirada insondable, Rocannon adoptó la actitud que los exoetnólogos denominaban «ICA» —iniciador de comunicación abierta—: en una pose teatral, receptiva, preguntó en galáctico:

—¿Quién es vuestro jefe?

Dicha con énfasis, por lo común la pregunta obtenía alguna respuesta. Sin embargo nada hubo esta vez. El ser alado tenía sus ojos fijos en el intruso; parpadeó por una vez con una impasibilidad que iba más allá del desdén, cerró los ojos y permaneció quieto, aparentemente dormido.

La visión del etnólogo se iba adecuando a la casi oscuridad; descubrió en el ámbito tibio y abovedado grupos y filas de cuerpos longilíneos, todos inmóviles y con los párpados cerrados.

Caminó entre ellos y ninguno hizo un movimiento.

Muchos años atrás, en Davenant, su planeta natal, recordaba haber caminado a través de un museo lleno de estatuas; era entonces un niño que atisbaba los rostros estáticos de los antiguos dioses haineses.

Armándose de su valor, se acercó a uno de ellos ¿o ellas?, bien podían ser hembras y le tocó el brazo. Los ojos dorados se abrieron y el hermoso rostro se volvió hacia él, oscuro y alto en la penumbra.

—¡Hassa! —reclamó el ser alado, que, con una rápida inclinación, le besó un hombro y retrocedió luego tres pasos; otra vez se envolvió en sus alas y cerró los ojos, inmóvil Rocannon desistió de la idea de comunicarse con ellos en aquel momento y a tientas buscó una salida a través de la pacífica, dulce, oscuridad de la vasta sala. La halló, al cabo de unos instantes, y era una puerta que desde el suelo llegaba hasta el techo elevadísimo; al otro lado se abría un ámbito más claro, donde la luz accedía a través de orificios estrechos que desde el cielo raso filtraban un halo dorado y polvoriento. Las paredes laterales, curvas, se empinaban hasta una cúpula ceñida. Parecía un pasaje circular que rodeaba la médula, el corazón de la ciudad radial misma. La pared interna mostraba una magnífica decoración compuesta por un abigarrado diseño de triángulos y hexágonos, repetido hasta la cúpula. Revivía en Rocannon el entusiasmo etnológico por desentrañar las pautas de una raza. Aquel pueblo era maestro en el arte de la arquitectura. Todas las superficies del enorme edificio eran perfectas, cada unión impecable; la concepción hacia gala de esplendidez y sutil factura. Sólo una cultura muy avanzada podía haber logrado todo eso. Pero el etnólogo jamás se había topado con una raza de elevado nivel cultural tan poco comunicativa. Después de todo, ¿por qué los habían llevado hasta allí a él y a sus compañeros? ¿Quizá en su silenciosa y angelical arrogancia habrían salvado a los vagabundos de algún peligro de la noche?

¿O usarían a otras especies a modo de esclavos? Si así era, resultaba extraño que hubiesen ignorado la aparente inmunidad de Rocannon al agente paralizante que obraba en Mogien y los demás.

Quizá se comunicaran por completo sin palabras, pero se inclinó a pensar, en aquel increíble palacio, que las explicaciones provendrían de la existencia de un tipo de desarrollo intelectual que estaba más allá de cualquier perspectiva humana, simplemente. Avanzó por el pasaje hasta hallar en la pared interior una tercera puerta, de escasísima altura, tanto, que debió inclinarse para franquearla; un ser alado debería arrastrarse al atravesarla.

Otra vez la misma tibia, amarillenta y dulzona atmósfera. Pero allí predominaban la agitación, los roces y susurros, junto con un constante y suave murmullo de voces y leves movimientos de innumerables cuerpos y alas. Arriba, muy arriba, el ojo de la cúpula dominaba la escena, amarillo. Una amplia rampa describía una suave espiral adosada a la pared, hasta la parte superior de la bóveda. Aquí y allá, sobre dicha rampa, se advertía cierta agitación, y, por dos veces, la figura desplegó en lo alto sus alas, volando sin ruido a través del gran cilindro colmado de aire dorado y polvoriento. Cuando se disponía a cruzar la estancia, hacia la rampa, algo se precipitó desde la mitad de la espiral y cayó a tierra con un golpe seco. El etnólogo observó que se trataba de un cuerpo alado; aunque el impacto había deshecho el cráneo no se veía sangre. Era un cuerpo pequeño y, en apariencia, las alas no estaban totalmente desarrolladas.

Prosiguió su camino, tercamente, e inició la ascensión por la rampa.

A unos diez metros del suelo, advirtió un nicho triangular en el muro, en el que estaban acuclilladas varias de las extrañas criaturas, pequeñas y con las alas plegadas. Había nueve, agrupadas en forma regular en tres grupos de tres, equidistantes, en torno de un pálido bulto; a Rocannon le llevó cierto tiempo advertir que era una de las bestias aladas de Hallan, con los ojos abiertos, ausentes; estaba viva y paralizada. Las boquitas de delicado trazo de los nueve pequeños alados se inclinaban hacia el animal una y otra vez, besándolo, besándolo.

Otro golpe resonó en el piso de la sala. Esta vez Rocannon vio con claridad el cuerpo que se deslizaba en un vuelo inmóvil; era el cuerpo seco y mustio de un kilar.

Desanduvo el camino a través del adornado pasaje circular y cruzó tan pronta y suavemente como pudo entre las figuras durmientes de la sala de entrada. Salió al patio. Estaba vacío. La luz blanca del sol caía de lado y brillaba sobre el piso. Sus compañeros ya no estaban. Las crías los habían arrastrado al salón abovedado, para succionarlos hasta la desecación.