Capítulo V

Feni y Feli, las dos enormes lunas, mecían sus blancos reflejos sobre la superficie del agua, cuando Yahan le tendió un segundo cuenco para que bebiera. La lumbre del hogar se había reducido a unas pocas ascuas. El salón estaba en sombras; los rayos lunares proyectaban sus listas plateadas. Algunos ronquidos y la respiración pesada de los hombres de Zgama quebraban, pausados, el silencio.

Con infinita precaución Yahan lo libró de sus cadenas; Rocannon apoyó todo el peso de su cuerpo en la estaca: sus piernas estaban entumecidas y casi no le sostenían.

—Durante toda la noche hay vigilancia en la puerta exterior —murmuraba Yahan junto a su oído— y los guardias están siempre en vela. Mañana, cuando se reúnan…

—Mañana por la noche. No puedo correr. Tendré que engañarlos. Engancha la cadena, así podré descansar sobre ella, Yahan. Pon aquí el cierre, junto a mi mano.

Uno de los normales se revolvió, muy cerca, y Yahan, con un gesto de inteligencia dibujado apenas en la claridad lunar, se echó entre las sombras.

Al amanecer Rocannon lo vio cuando, junto con otros hombres, llevaba a pacer los alados rebaños de herilor, vestido como los demás, con una piel sucia, y con el cabello negro pegoteado a las sienes. Nuevamente apareció Zgama, para observar a su cautivo. Rocannon sabía que aquel hombre habría dado la mitad de sus gentes y de sus esposas por librarse de su huésped extraterreno, pero que estaba atrapado en su propia crueldad: el carcelero era prisionero del prisionero. Zgama había dormido entre las cenizas calientes y su cabello estaba sucio, de modo que él parecía ser el hombre quemado, y no Rocannon, cuya piel desnuda aparecía intacta. Todos fueron partiendo y una vez más la habitación quedó vacía por el resto de la jornada, aunque algunos guardias permanecían junto a la puerta. Rocannon dedicó su tiempo a ejecutar, en forma subrepticia, algunos ejercicios isométricos. Cuando, al pasar, una mujer lo sorprendió estirándose, prosiguió con sus flexiones mientras canturreaba por lo bajo, con voz mal modulada. La mujer se echó al suelo y gateando entre sollozos se alejó de prisa.

La niebla oscura se dejaba entrever detrás de las ventanas. Sombrías mujeres pusieron a cocer unos trozos de carne y de pescado; los rebaños alborotaban afuera, a su regreso del pastoreo; Zgama y sus hombres llegaron con las barbas y las ropas brillantes de gotas de agua. Todos se sentaron en el suelo, para comer. El salón se llenó de ruidos, humo, vapores. La tensión de volver a enfrentarse, una vez más, con lo desconocido era evidente.

—¡Echad leña a la pira! ¡Aún lo hemos de asar! —Los rostros estaban hoscos, las voces sonaban irritadas. Zgama se acercó para acercar un leño encendido a la pira, pero ninguno de sus hombres se movió.

—¡Me comeré tu corazón, Olhor, cuando esté frito entre tus costillas! Usaré tu piedra azul de nariguera! —Zgama se sentía enloquecer frente a la mirada fija y silenciosa que por dos noches lo persiguiera—. ¡Yo te haré cerrar los ojos! —vociferó, y cogiendo un pesado leño del suelo lo arrojó con fuerza contra la cabeza de Rocannon; al propio tiempo dio un salto hacia atrás, como si lo poseyera el terror. El leño cayó entre las ascuas, un extremo fuera del fuego.

Lentamente, Rocannon hizo descender su mano derecha hasta asir el leño; lo removió entre las llamas hasta encenderlo; lo elevó luego hasta la altura de los ojos de Zgama y, muy lentamente, dio un paso adelante. Las cadenas cayeron. Las llamas brincando, esparcían chispas y ascuas sobre sus pies desnudos.

—¡Fuera! —dijo marchando en línea recta hacia Zgama, que retrocedía paso a paso—. No eres tú el amo. El hombre sin ley es un esclavo, el hombre cruel es un esclavo, y el hombre estúpido es un esclavo. Tú eres mi esclavo; serás mi bestia de carga. ¡Fuera!

Zgama bloqueó la puerta con sus brazos, pero el leño ardiente se acercaba a sus ojos y él brincó hacia el patio. Los guardias, echados por tierra, estaban inmóviles. En la puerta exterior, antorchas resinosas iluminaban la niebla; no había más ruido que el del movimiento de los rebaños en sus establos y el bronco rumor del mar más allá de los acantilados. Paso a paso Zgama retrocedía hacia la puerta iluminada por la luz de las antorchas. Su rostro blanco y negro estaba pálido en una mueca mientras el leño ardiente se le aproximaba. Paralizado por el pavor, el normal se apoyó en una de las jambas de la puerta; su cuerpo macizo bloqueaba la salida. Rocannon, exhausto y vengativo, le hizo trastabillar, empujándolo con el leño ardiente, sobre su cuerpo y se internó en la negrura brumosa. Caminó cincuenta pasos en la oscuridad, tropezó y ya no logró alzarse.

Nadie le perseguía. Nadie acudió en su busca. Se tendió semiinconsciente sobre la hierba de la duna. Después de largo tiempo las antorchas se extinguieron o fueron apagadas; sólo quedó la noche. El viento silbaba entre las hierbas, el mar murmuraba allá abajo.

Cuando la niebla comenzó a disiparse, cuando las lunas brillaron entre las volutas brumosas, Yahan lo halló cerca del borde del acantilado. Con su ayuda, Rocannon se puso en pie y caminó. A ciegas casi, tropezando, arrastrándose sobre manos y rodillas cuando el camino era difícil y la oscuridad los envolvía, se encaminaron hacia el sudeste, lejos de la costa. Por dos veces detuvieron la marcha para recuperar fuerzas y Rocannon quedó dormido en el mismo instante. Pero Yahan lo despertó y obligó a andar en ambas ocasiones, hasta que al amanecer se hallaron en un valle cubierto de árboles. Los ramajes se veían negros entre la niebla densa. Yahan y Rocannon continuaron por el lecho que habían estado siguiendo, pero no avanzaron mucho. Rocannon se detuvo y dijo en su propia lengua:

—No puedo seguir.

Yahan halló un espacio arenoso cubierto por arriba, y allí se echaron; como un animal en su guarida, Rocannon durmió.

Al despertar, quince horas más tarde, al atardecer, Yahan estaba a su lado y le tendió algunas hojas y raíces verdes para que comiera.

—Aún no estamos en la estación cálida; no hay frutas —dijo con pesar— y aquellos estúpidos cogieron mi arco; he armado unas trampas, pero habrá que esperar hasta la noche.

Rocannon comió las raíces con avidez, y cuando hubo bebido y desentumecido sus músculos, pudo volver a pensar. Preguntó:

—Yahan, ¿cómo es que estabas con la gente de Zgama?

El joven normal bajó los ojos y enterró algunos restos de las raíces en la arena.

—Bien, Señor, tú sabes que yo… he desafiado a mi Señor Mogien. Así que después he pensado que debía unirme a los rebeldes.

—¿Sabías de ellos?

—En mi tierra se habla de lugares en los que nosotros, los Olgyior, somos a la vez señores y sirvientes. También se ha dicho que en los viejos tiempos sólo nosotros, los normales, vivíamos en Angien, cazando en los montes, y no teníamos amos; y los Angyar llegaron desde el sur en botes con cabezas de dragón… Bien, hallé el fuerte y la gente de Zgama me tomó por un fugitivo de alguna otra plaza costera. Cogieron mi arco, me pusieron a trabajar, no hicieron preguntas. Así ha sido; luego te he hallado a ti. Aunque no hubieras llegado, me habría escapado. ¡No quiero ser señor entre tales idiotas!

—¿Sabes dónde estarán nuestros compañeros?

—No. ¿Los buscarás, Señor?

—Llámame por mi nombre, Yahan. Si; si existe la posibilidad de hallarlos, los buscaré. No podremos cruzar un continente solos, a pie, sin ropas ni armas.

Yahan nada dijo; continuó revolviendo la arena, con la vista fija en el arroyuelo que corría entre las luces y sombras que dejaban pasar las ramas de las coníferas.

—Si mi amo Mogien me halla, me matará. Es su derecho.

De acuerdo con el código Angyar, así era; y si alguien respetaba ese código, era Mogien.

—Si hallaras un nuevo amo, el antiguo no podría tocarte, ¿no es verdad, Yahan? El muchacho asintió.

—Pero el hombre rebelde jamás hallará un nuevo amo.

—No lo creas. Prométeme tu servicio y yo responderé por ti ante Mogien… si damos con él. No sé qué palabras usáis vosotros.

—Decimos —Yahan habló con voz débil— a mi Señor entrego las horas de mi vida y el uso de mi muerte.

—Los acepto. Y con ellos mi propia vida que tú me has devuelto.

El arroyo corría ruidoso desde las piedras altas y el cielo se oscureció con solemnidad. Avanzado el crepúsculo, Rocannon se quitó su traje protector y, tendiéndose en la corriente, permitió que el agua corriera por su cuerpo y lavara el sudor, la fatiga, el miedo y el recuerdo del fuego lamiendo sus ojos. El traje era un manojo transparente y semiinvisible de tubos delgadísimos, cordeles y un par de cubos translúcidos del tamaño de una uña. Yahan le echó una mirada inquieta cuando Rocannon volvió a ponerse el protector, ya que no tenía otra ropa y Yahan había debido cambiar sus prendas Angyar por dos sucias pieles.

—Señor Olhor —preguntó el joven, por fin—, ¿ha sido… ha sido esa piel la que te ha protegido? ¿O el… el collar?

El collar estaba oculto ahora en la bolsa de amuletos de Yahan, en torno del cuello de Rocannon, que respondió con suavidad:

—La piel. Nada de hechizos. Se trata de una armadura muy fuerte.

—¿Y el leño blanco?

Reparó en el palo con uno de sus extremos carbonizado. Yahan lo había cogido de entre la hierba, junto al acantilado, y ya antes los hombres de Zgama lo habían llevado al fuerte junto con él. Todos parecían empeñados en que conservara el leño: ¿qué podía hacer un brujo sin su vara?

—Vaya —dijo—, será un buen bastón, si debemos caminar. —Volvió a estirarse y, por toda cena, bebió de la corriente del arroyo, sombría, fresca, ruidosa.

Por la mañana siguiente, tarde, al despertarse, se sintió recuperado y hambriento. Yahan había partido al alba, para revisar sus trampas y porque tenía demasiado frío para quedarse quieto en el húmedo refugio. Regresó sólo con un puñado de hierbas y buena cantidad de pésimas noticias. Había trepado por el cerro boscoso a cuyo pie, de frente al mar, se hallaban; desde la cima había visto otra amplía extensión de mar, al otro lado.

—Esos malnacidos comedores de pescado de Tolen, ¿nos habrán dejado en una isla? —gruñó, perdido el habitual optimismo a causa del frío, el hambre y la duda.

Rocannon intentó recordar el trazado de la costa, tal como lo había visto en sus perdidos mapas. Un frío procedente del oeste desembocaba al norte de una amplia lengua de tierra, ocupada por un cordón montañoso costero, orientado de este a oeste; entre esa lengua y la porción continental de tierra, había un estrecho, tan amplio como para haber quedado bien registrado en los mapas y en su memoria. ¿Cien, doscientos kilómetros?

—¿Muy ancho? —preguntó a Yahan.

—Muy ancho —fue la desalentada respuesta—. No sé nadar, Señor.

—Podemos caminar. Estos cerros llegan hasta tierra firme, al oeste de aquí. Mogien nos buscará en esta dirección, probablemente.

Ahora le correspondía asumir el liderazgo; Yahan ya había hecho más de la cuenta. Pero su corazón estaba abatido ante la idea del amplio rodeo a través de un país desconocido y hostil. Yahan no se había cruzado con nadie, pero había marchado por senderos perdidos y, sin duda, debía de haber hombres en esos bosques, que traerían dificultades.

Con todo, en la esperanza de que Mogien Podría hallarlos —si vivía aún y estaba libre y todavía conservaba las monturas—, tenían que marchar hacia el sur, hacia el interior, porque allí estaba el objetivo del viaje.

—En marcha —dijo Rocannon, y comenzaron a caminar.

Poco después del mediodía alcanzaron la cima del cerro: una amplia ensenada, gris plomo bajo un cielo amenazante, se extendía de esté a oeste, hasta donde llegaba la vista. De la costa sur sólo se vislumbraba una línea oscura de colinas bajas. El viento que surgía de la ensenada era frío al golpear sus espaldas mientras descendían hacía la playa y reemprendían la marcha hacia el oeste. Yahan observó las nubes, hundió la cabeza entre los hombros y dijo con pesadumbre:

—Está a punto de nevar.

Poco después cayó la nieve, una nevisca ventosa de primavera, que se desvanecía en la tierra y en el agua oscura de la ensenada. El traje protector guardaba a Rocannon del frío, pero la fatiga y el hambre lo llenaban de preocupación. Yahan, además de preocupación, sentía el frío. Marchaban afligidos: nada más podían hacer. Vadearon un riacho, luchando por alcanzar la otra orilla entre las malezas y la nieve. De pronto se encontraron cara a cara con un hombre.

¡Uj! —exclamó el individuo, sorprendido y luego admirado, porque veía a dos hombres avanzando en una tormenta de nieve, uno con los labios violáceos y estremecido de frío, envuelto en unas sucias pieles, el otro tieso y desnudo—. ¡Hey! —volvió a exclamar. Era alto, huesudo, encorvado; llevaba largas barbas y sus ojos oscuros tenían un destello salvaje—. ¡Eh, vosotros! —los interpeló en lengua Olgyior—. ¡Os congelaréis a muertes!

—Hemos tenido que nadar… nuestra barca zozobró —logró improvisar Yahan con rapidez—. ¿Tienes una casa con fuego, cazador de pejijunur?

—¿Estabais cruzando la ensenada desde el sur?

El hombre parecía confuso, y Yahan respondió con un gesto vago:

—Somos del este… hemos venido a comprar pieles de pejijunur, pero todo lo que hemos traído para mercar se ha perdido en el agua.

—Ajá —asintió el salvaje, aún confuso; a pesar de todo, una pizca de astucia parecía sobreponerse a sus temores—. Seguidme, tengo fuego y comida— aseguró y se adentró en la nieve que se abatía sobre ellos en ráfagas. Poco después arribaron a la choza, encaramada sobre una altura entre el cerro boscoso y la ensenada. Por dentro y por fuera se parecía a cualquier choza de invierno de los normales de los bosques y colinas de Angien, y Yahan se acuclilló junto a la lumbre con una expresión de real alivio, como si se hallase nuevamente en casa. El gesto serenó al huésped, más que cualquier ingeniosa explicación.

—Atiza el fuego, tú —ordenó mientras le alcanzaba a Rocannon una capa de tosco tejido para que se envolviera en ella.

Luego de desembarazarse de su propia capa, el hombre acomodó un cuenco rebosante de algún cocido entre las ascuas; acto seguido se acuclilló junto a ellos, de buen talante; sus ojos iban de uno a otro.

—Siempre nieva en esta época del año; muy pronto nevará más aún. Hay lugar para vosotros. Somos tres aquí, durante el invierno. Los otros llegarán esta noche, o mañana, o en seguida; deben de estar pasando la nevisca en el cerro; salieron de caza. Somos cazadores de pejijunur, como tú has dicho. Lo has sabido por mis flautas, ¿eh, muchacho? —Palpó la pesada flauta que pendía de su cintura y sonrió. Tenía un aspecto fiero, salvaje y como enloquecido, pero su hospitalidad era franca. Les sirvió cocido en abundancia y al oscurecer les hizo lugar para que descansaran. Rocannon no perdió tiempo. Se echó entre las pieles hediondas que hacían las veces de cama, para dormirse en el acto, como un niño.

Al día siguiente aún caía la nieve; la tierra estaba blanca, oculta bajo una capa espesa. Los compañeros del dueño de la choza no habían regresado.

—Seguramente habrán dormido al otro lado de la Espina, en la aldea de Timash. Ya vendrán cuando deje de nevar.

—¿La Espina es el brazo de mar?

—No, eso se llama estrecho; no hay aldeas al otro lado. La Espina es el cerro, las colinas de allá arriba. ¿De dónde venís vosotros? Tú hablas casi como yo, pero tu tío no.

Yahan echó una mirada de disculpa a Rocannon, que seguía durmiendo mientras le endosaban un sobrino.

—Oh… él es de las Tierras del Interior; hablan de otro modo. Nosotros también llamamos estrecho a estas aguas. Me gustaría saber de alguien que pudiera cruzarnos en barca.

—¿Queréis ir hacia el sur?

—Bien… ahora que todos nuestros bienes se han perdido, no somos más que pordioseros. Será mejor que regresemos.

—Hay un bote en la playa, cerca. Cuando deje de nevar lo buscaremos; te lo aseguro, chico, cuando hablas tan fresco de ir hacia el sur se me hiela la sangre. Nadie vive entre la ensenada y las grandes montañas, que yo sepa, como no sean los Innombrables. Todas esas son historias viejas, ¿y quién puede decir siquiera que allá haya montañas? Yo he estado al otro lado de la ensenada y no habrá muchos hombres que te puedan decir otro tanto. Allí he estado, cazando, en las colinas. Hay mucho pejijunur allá, cerca del agua. Pero ni una sola aldea. Ni hombres. Nada. Y no me gustaría pasar la noche allá.

—Sólo seguiremos la costa sur hacia el este —dijo Yahan con indiferencia; pero se sentía perplejo, porque, a cada pregunta, sus invenciones debían hacerse más complejas.

Pero al mentir lo había guiado un instinto correcto:

—Por fortuna no vienes del norte —el huésped, Piai, gruñó en tanto que afilaba la hoja de su cuchillo sobre una piedra—. No hay hombre que cruce la ensenada, y al otro lado del mar sólo están esos tipos sarnosos que sirven de esclavos a los cabezas amarillas.

¿No los conoce tu pueblo? En el país del norte, más allá del mar, existe una raza de hombres de cabeza amarilla. Es la verdad. Dicen que las casas en que viven son altas como árboles y que llevan espadas de plata y que cabalgan entre las alas de las bestias aladas. Yo lo creeré cuando lo vea. La piel de esos animales tiene buen precio en la costa; pero son muy peligrosos de cazar, imagínate lo que será domarlos y montarlos, no se puede creer todo lo que la gente cuenta. Con las pieles de los pejijunur me va muy bien. Puedo atraer a todas las bestias que estén a un día de vuelo a la redonda.

¡Escucha! —Aplicó sus labios a la siringa y fue creciendo un lamento apenas audible al principio, cambiante, palpitando quebradamente hasta convertirse en una melodía similar al grito salvaje de una bestia. Un escalofrío atravesó la espalda de Rocannon; ya antes, en los bosques de Hallan, había oído esa melodía. Yahan, entrenado como cazador, reía excitado, gritaba como en las partidas de caza, a la vista de la presa:

—¡Sigue, sigue!

Piai y Yahan pasaron el resto de la tarde intercambiando historias de sus cacerías, en tanto que afuera la nieve caía aún, ahora sin viento, serena.

El día siguiente amaneció despejado. Como en una mañana de la estación fría, el violento brillo del sol cegaba al reflejarse en las colinas nevadas. Antes de mediodía llegaron los dos compañeros de Piai con unas pocas pieles vellosas de pejijunur. De cabello oscuro y robusto, semejantes a todos los Olgyior del sur, parecían más salvajes que Piai; temerosos como animales frente a los forasteros, los evitaban aunque los examinaron de soslayo.

—Llaman a mi gente esclavos —dijo Yahan a Rocannon, en una ocasión en que los otros estaban fuera de la cabaña—. Pero yo prefiero ser un hombre al servicio de hombres que una bestia cazando bestias, como éstos. —Rocannon hizo un rápido gesto y Yahan guardó silencio cuando uno de los sureños volvió a entrar, mirándolos de lado, sin una palabra.

—Será mejor que nos marchemos —musitó Rocannon en lengua Olgyior, que dominaba un poco mejor al cabo de aquellos dos días. Hubiera querido no estar allí al regreso de los compañeros de Piai, y también Yahan se sentía incómodo, de modo que habló con Piai, quien en ese momento llegaba:

—Nos marcharemos, este buen tiempo durará hasta que alcancemos la ensenada. Si no nos hubieras alojado, no habríamos sobrevivido a estos dos días de borrasca. Y nunca he oído la canción del pejijunur tocada como la tocas tú. ¡Que vuestras cacerías sean afortunadas!

Pero Piai estaba quieto y nada decía. Por fin, echó un escupitajo a la lumbre y girando los ojos farfulló:

—¿La ensenada? ¿No quieres cruzar en bote? Hay un bote. Es mío. En fin, puedo usarlo, os llevaremos al otro lado del agua.

—Os ahorraréis seis días de marcha —explicó el más bajo de todos, Karmik.

—Así os ahorraréis seis días de viaje —repetía Piai—. Os cruzaremos con el bote. Ahora podemos ir.

—De acuerdo —contestó Yahan tras intercambiar una mirada con Rocannon; nada podían hacer.

—Adelante, pues —gruño Piai, y así, de forma abrupta, sin ofrecerles ninguna provisión, abandonaron la cabaña, Piai a la cabeza, sus compañeros a la zaga.

El viento era suave, el sol brillante. Aunque la nieve persistía en los lugares protegidos, el camino estaba lleno de fango pegajoso y avanzaron chapoteando por trechos. Siguieron la línea de la costa, hacia el oeste, y ya se había puesto el sol cuando en una pequeña cueva hallaron un bote con sus remos, afianzado con rocas y alguna cuerda. El rojo del poniente teñía el agua y el cielo del oeste; por encima del resplandor rojizo, la diminuta luna Heliki resplandecía en su creciente, y en el profundo firmamento oriental surgió la Gran Estrella. La lejana compañera de Fomalhaut semejaba un ópalo. Por debajo del cielo brillante, por encima del agua brillante, las amplias playas montuosas y oscuras.

—Aquí está el bote —dijo Piai, que se detuvo y los enfrentó; su rostro estaba rojo con la luz del poniente. Los otros dos se acercaron en silencio a Rocannon y Yahan.

—Tendréis que remar en la oscuridad al regreso —dijo Yahan.

—La Gran Estrella ilumina; será una noche clara. Ahora, muchacho, veamos cuál será la paga para que os crucemos al otro lado.

—Ah —dijo Yahan.

—Piai lo sabe: no tenemos nada. Esta capa es presente suyo —intervino Rocannon que, al ver cómo soplaba el viento, no se preocupaba ya de que su acento los delatara.

—Somos unos pobres cazadores. No podemos hacer regalos —dijo Karmik, cuya voz era más suave y cuyo aspecto parecía más común e insignificante que el de Piai y el otro cazador.

—Nada tenemos —insistió Rocannon—. No podremos pagaros. Dejadnos aquí mismo. Yahan comenzó a repetir las palabras de Rocannon con mayor claridad, pero Karmik le interrumpió:

—Llevas una bolsa en tomo al cuello, extranjero, ¿qué tienes ahí?

—Mi alma —repuso Rocannon sin vacilar.

Todos clavaron los ojos en él, incluso Yahan. Pero no estaba en condiciones de baladronear, así que la pausa fue breve. Karmik echó mano de su cuchillo de caza y se acercó; Piai y el otro lo imitaron.

—Vosotros estábais en el fuerte de Zgama —dijo el cazador—. Por allí cuentan un larga historia, en la aldea Timash. Que un hombre desnudo soportó el fuego y que quemó a Zgama con un palo blanco y que salió andando del fuerte, llevando una gran piedra en una cadena de oro alrededor del pescuezo. Hablan de magia y hechizos. Se me hace que están todos locos. Tal vez no se te pueda herir. Pero éste… —sujetó a Yahan, rápido como la luz, cogiéndole por el pelo; le giró la cabeza hacia atrás y hacia un lado y apoyó el cuchillo en su garganta—. Chico, dile al extranjero que lleváis con qué pagar vuestro alojamiento, ¿quieres?

Todos estaban en silencio. El resplandor rojo se deslucía en el agua, la Gran Estrella refulgía en el este, el viento frío los traspasaba, de camino hacia el mar.

—No queremos lastimar al muchacho —farfulló Piai, con una mueca de su tosco rostro.

—Haremos lo que os he dicho: os llevaremos al otro lado, pero pagad. No me dijisteis que teníais oro para pagar. Decís que perdisteis todo vuestro oro. Habéis dormido bajo mi techo. Dadnos esa cosa y os llevaremos al otro lado.

—Os la daré… al otro lado —dijo Rocannon señalando la otra orilla del estrecho.

—No —replicó Karmik.

Indefenso en sus manos, Yahan no movía ni un solo músculo. Rocannon percibía el latido de la arteria en su garganta, sobre la que reposaba el filo del cuchillo.

—Al otro lado —repitió, inflexible, y llevó hacia atrás su palo de apoyo, con la esperanza de impresionar un tanto a los cazadores—. Llevadnos. Os daré la cosa. Esto os digo. Pero lastímalo, y morirás aquí, ahora. ¡Esto os digo!

—Karmik, es un pedan —murmuró Piai—, haz lo que te ha dicho. Han estado conmigo, bajo mi techo, dos noches. Deja al chico. Te ha prometido esa cosa.

Karmik fruncido el ceño, miró a Piai, luego a Rocannon y por último se avino:

—Arroja tu vara. Luego os cruzaremos.

—Antes suelta al chico —ordenó Rocannon, y cuando Karmik quitó sus manos, el etnólogo arrojó la vara lejos, al agua.

Los cuchillos volvieron a sus vainas, los tres cazadores los empujaron hacia el bote; luego de arrastrarlo hasta el agua, lo abordaron saltando desde las rocas resbaladizas junto a las que morían ondas opacas. Piai y el tercer hombre remaban; Karmik, cuchillo en mano, se sentó detrás de los pasajeros.

—¿Les darás la joya? —susurró Yahan en lengua común, que aquellos cazadores de la península no comprendían.

Rocannon asintió.

El susurro de Yahan era ronco y trémulo.

—Salta y nada, llévasela, Señor. Cerca de la costa sur. Me dejarán ir cuando vean…

—Te cortarán el pescuezo. ¡Shh!

—Están diciendo hechizos, Karmik —advertía el tercer hombre—. Hundirán el bote…

—Rema, tú, pescado podrido. Y tú, calla o le cortaré el pescuezo al chico.

Rocannon, sentado en uno de los bancos, observaba, paciente, cómo se elevaba del agua una niebla gris a medida que en ambas costas se imponía la noche. Los cuchillos no podían herirlo, pero podrían matar a Yahan antes de que él lograra hacer algo. Podía nadar, sin mucho esfuerzo, pero Yahan no. No había alternativa. Al menos harían el viaje por el que debían pagar.

Lentamente las oscuras colinas de la costa sur se elevaban, se hacían visibles. En el oeste, unas pocas y débiles sombras grises; en el cielo gris unas pocas estrellas. El remoto brillo solar de la Gran Estrella dominaba incluso a la luna Heliki, ahora en su fase menguante. Ya podían oír el arrullo de las ondas en la playa.

—Basta de remar —ordenó Karmik, y se encaró con Rocannon—. Dame la cosa ahora.

—Más cerca de la playa —fue la respuesta impasible.

—Desde aquí llegaré, Señor —murmuró Yahan, trémulo—. Hay cañas que van hasta la playa…

El bote se movió unos metros más y luego se detuvo.

—Saltarás conmigo —ordenó Rocannon a Yahan; se irguió con lentitud sobre el banco. Abrió el cuello de su protector, que por tantos días llevara, rompió el cordón que le rodeaba el cuello y con un movimiento brusco arrojó la bolsa que contenía el zafiro y la cadena al fondo del bote; volvió a cerrar el traje y al mismo tiempo se zambulló.

Un par de minutos después, junto con Yahan, desde las rocas de la costa, observaba el bote, una mancha oscura sobre el agua, entre la luminosidad grisácea, alejándose.

—¡Oh, que se pudran, que los gusanos les carcoman las tripas, que los huesos se les vuelvan fango! —exclamó Yahan y se echó a llorar. Había sentido mucho temor, pero su autocontrol se había quebrado no por miedo: ver a un «señor» arrojando una joya que representaba el tributo de un reino para salvar la vida de un hombre normal, su propia vida, era ver subvertido todo ordenamiento, implicaba, para Yahan, una responsabilidad intolerable—. ¡Ha sido un error, Señor de las Estrellas! ¡Ha sido un error! —sollozó.

—¿Comprar tu vida con una piedra? Vamos, Yahan, tranquilízate. Te helarás si no encendemos un fuego. ¿Dónde está tu encendedor? Aquí hay buena cantidad de ramas secas. ¡Manos a la obra!

Se ingeniaron para encender un fuego allí, en la playa, y lo alimentaron hasta que fue más fuerte que la noche y el silencioso y agudo frío. Rocannon envolvió a Yahan con la capa del cazador; el joven se tendió y pronto quedó dormido. Rocannon mantenía viva la lumbre, inquieto y sin deseos de dormir. El también estaba perturbado por el episodio del collar; no se trataba del valor de la joya, sino que recordaba habérsela entregado a Semley, la memoria de cuya belleza, a lo largo de muchos años, lo había traído a aquel mundo; recordaba que Haldre se lo había puesto en las manos con la esperanza —y él lo sabía bien— de alejar las sombras, de evitar la temprana muerte de su hijo, tan temida. Tal vez había ocurrido lo mejor; ahora el valor y la belleza de la joya no habrían de interferir. Tal vez, si todos los males se sumaban, Mogien jamás sabría de la pérdida, porque quizá no lo hallaría o quizá estaba muerto. Rechazó la idea. Mogien estaba buscándolos, a él y a Yahan; ésta debía ser su certeza básica. Les estaría buscando en dirección sur. Porque ¿qué otro plan había elaborado, sino el de ir hacia el sur para encontrar al enemigo, o, si sus suposiciones habían sido erradas, no hallarlo? Con la compañía de Mogien, o sin él, marcharía hacia el sur.

Iniciaron la jornada al amanecer, escalando las colinas de la costa a la dudosa luz del alba, para alcanzar las cimas en el momento en que el sol naciente les descubría una elevada y vacía planicie que se extendía hasta el horizonte, oscurecida con la sombra de densas matas. En apariencia, Piai no se había equivocado al asegurar que nadie vivía al sur del estrecho. Cuando menos, Mogien estaría en condiciones de verlos a muchos kilómetros de distancia. Se encaminaron hacia el sur.

Hacía frío, pero el tiempo era bueno. Yahan llevaba todas las ropas de que disponían, Rocannon su traje protector. Vadearon una y otra vez riachuelos que iban a desembocar al estrecho, y con esas aguas apaciguaron la sed. Ese día y otro más transcurrieron; una planta llamada peya les proporcionó algo de comida con sus raíces, y Yahan, con una estaca, cazó un par de animalillos alados, semivoladores, semisaltarines, parecidos a gazapos, a los que coció sobre una lumbre de ramas secas. Ninguna otra cosa viviente se cruzó en su camino. Nítida hasta confundirse con el cielo, la elevada pradera se extendía, sin árboles, sin senderos, silenciosa.

Oprimidos por la inmensidad, los dos hombres estaban sentados junto a la débil lumbre en el vasto desierto, sin decir una palabra. Con largos intervalos, sobre sus cabezas, como una pulsación en la noche, llegaba el grito débil, muy alto en el aire, de los barilor, grandes bestias aladas salvajes de la misma especie que los domesticados horilor, emigraban hacia el norte, pues ya era tiempo de primavera. Las estrellas más grandes podían ser oídas por una manada de aquellos animales, pero nunca se oía más que un único grito breve, una pulsación en el viento.

—¿En qué estrella has nacido, Olhor? —preguntó Yahan con tono suave, mientras observaba el cielo.

—Nací en un planeta al que el pueblo de mi madre llama Hain y el de mi padre Davenant. A su sol vosotros lo llamáis Corona de Invierno. Pero lo dejé hace mucho tiempo…

—Entonces vosotros, la gente de las estrellas, ¿no sois un solo pueblo?

—Varios cientos. Por mi sangre pertenezco por entero a la raza de mi madre; mi padre, que era un terrestre, me adoptó. Es costumbre hacerlo así cuando individuos de distintas especies que no pueden tener hijos entre sí se casan. Como si uno de tu pueblo se casara con una mujer Fian.

—Eso jamás ocurrirá —dijo Yahan, tajante.

—Lo sé. Pero los terrestres y los davenanteses son como tú y yo. Pocos son los mundos que tienen tantas razas distintas como éste. Por lo común hay una sola, parecida a nosotros, y el resto son animales que no poseen habla.

—Has visto muchos mundos —dijo el joven con tono soñador, intentando concebir la idea con claridad.

—Demasiados —dijo el etnólogo—. Según vuestros años, tengo cuarenta. Pero he nacido hace ciento cuarenta años. He perdido cien años sin vivirlos, yendo de un mundo a otro. Si volviese a Davenant o a la Tierra, las personas que conocí estarían muertas hace mucho. Sólo puedo seguir adelante; o detenerme, en algún lugar… ¿Qué es eso? —El aura de una presencia pareció silenciar hasta el silbido del viento entre la hierba. Algo rebulló en la linde de la luz del fuego; una sombra enorme, un trozo de oscuridad. Tenso, Rocannon se incorporó; Yahan brincó lejos de la lumbre.

Nada se movía. El viento silbó otra vez entre la hierba, a la luz grisácea de las estrellas. En el horizonte brillaban, claros, los astros, sin sombra que los enturbiara.

Ambos hombres se reunieron junto al fuego.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Rocannon. Yahan sacudió la cabeza:

—Piai me habló de… algo…

Durmieron por turnos, para mantener una guardia. Cuando llegó el lento amanecer, se sentían rendidos. Buscaron huellas o marcas donde les pareciera ver la sombra, pero la hierba tierna no delataba rastro alguno. Taparon las ascuas y marcharon hacia el sur, bajo la luz del sol.

Habían creído que cruzarían muy pronto alguna corriente de agua, pero no fue así. O bien los cursos tomaban dirección sur a norte ahora, o bien ya no los había, simplemente. La llanura inalterable antes, iba haciéndose cada vez más seca, cada vez mas gris a medida que avanzaban. Durante aquella mañana no vieron ni una sola mata de peya, sólo la tosca hierba verde grisácea, extendida hasta donde alcanzaba la vista.

Al mediodía Rocannon se detuvo.

—Es inútil, Yahan.

Yahan luego volvió su flaco y extenuado rostro hacía Rocannon:

—Si quieres seguir adelante, Señor, lo haré.

—No podemos; no sin agua ni comida. Robaremos un bote en la costa y regresaremos a Hallan. Esto es inútil. Vamos.

Rocannon dio media vuelta y comenzó la marcha hacia el norte. Yahan iba a su lado. El alto cielo de primavera se quemaba en su azul; el viento silbaba sin cesar en la superficie interminable de la hierba. Rocannon marchaba pesadamente, con los hombros caídos; cada paso le hundía más y más en el exilio y la derrota. No se volvió cuando Yahan se detuvo.

—¡Monturas aladas!

Entonces elevó los ojos y los vio, tres grandes felinos, casi míticos grifos, describiendo círculos sobre sus cabezas, con las garras abiertas, las alas negras contra el cálido cielo azul.