Prólogo

Ii-wi em hotep = «Ven en paz», «Bienvenido».

El derecho de la Arqueología a recibir un poco de consideración científica es tan grande como el de cualquier otra forma de investigación.

Howard Carter: La tumba de Tutankhamón

Valle de los Reyes, Egipto.

Un equipo de arqueólogos, dirigidos por el británico Howard Carter y su mecenas, Lord Carnarvon, estaba a punto de hacer un descubrimiento que deslumbraría al mundo y enriquecería el conocimiento de la historia y arqueología egipcias y sus leyendas. Hacía bastante tiempo, casi diez años, que aquellos buscadores de tumbas buscaban el sepulcro de un faraón llamado Tutankhamón, antes Tutankhatón, siguiendo los escasos indicios que el destino y la casualidad les habían proporcionado. Aunque habían descubierto la tumba deseada el día 4 de noviembre, solo veintidós días después, superados trámites burocráticos y protocolarios, se procedió a su apertura.

La alegría de todos los presentes fue inmensa cuando en aquel momento histórico se abrió por primera vez la tumba del famoso faraón-niño, dormido hacía más de 3300 años. Así lo escribió Howard Carter en su diario de excavación:

A media tarde encontramos una segunda puerta sellada a unos diez metros de la puerta exterior, casi una réplica exacta de la primera. La marca del sello era menos clara en este caso, pero todavía se podía identificar como los de Tutankhamón y la necrópolis real. […]

Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda [del muro]. Oscuridad y vacío en todo lo que podía alcanzar una sonda demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar. Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero, coloqué la vela dentro y miré, teniendo tras de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender, que aguardaban la noticia ansiosamente. Al principio no pude ver nada, ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro. Por un momento, quedé aturdido por la sorpresa y cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente: «¿Puede ver algo?», todo lo que pude hacer fue decir: «Sí, cosas maravillosas». Luego, agrandando un poco más el agujero para que ambos pudiésemos ver, colocamos una linterna.

Era el 26 de noviembre de 1922, a media tarde. Esta escena era la continuación de una búsqueda que había comenzado unos años antes, en 1902, cuando el arqueólogo americano Theodor Davies recibió del gobierno egipcio el permiso para comenzar unas nuevas excavaciones en el Valle de los Reyes, en árabe Uadi Biban Al-Muluk o Valle de las Puertas de los Reyes.

En un paisaje sobrecogedor por el silencio que lo envuelve, la expedición se hallaba en la gran necrópolis real del antiguo Egipto, frente a la actual ciudad de Luxor, alteración del nombre árabe El-Qusur («El campo»), la ciudad moderna edificada sobre las ruinas de la antigua Tebas, capital de Egipto durante varios periodos de su larga historia, situada a 664 kilómetros al sur de El Cairo.

Pasando el Nilo, en medio de la nada, en una zona desértica, árida y pedregosa, se encuentran las tumbas de la mayoría de faraones de las más importantes Dinastías del Imperio Nuevo, de la XVIII, la XIX y la XX. Y también las de algunas reinas, príncipes, grandes personajes de la corte, así como de algunos animales considerados especiales.

El entorno, dorado por la fuerte luz del sol egipcio, ofrece al espectador un bello, majestuoso, impresionante y nunca bien alabado escenario natural, que forma parte del conjunto denominado «Antigua Tebas con sus necrópolis», declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979 debido a los tesoros que encierra, aunque muchas de sus tumbas hayan sido violadas desde antiguo y estén vacías. Salvo la tumba de Tutankhamón. Elegido por razones prácticas porque está cerca del Nilo, el Valle de los Reyes ofrecía un fácil acceso a las procesiones funerarias y al traslado de los restos y los enseres a las tumbas, era además muy fácil de vigilar y defender y proporcionaría a los obreros un bello material de piedra caliza fina en el que se podía excavar y decorar los pozos funerarios. El gran Valle está formado por otros dos valles más pequeños.

El más conocido es el Valle Este, oriental o Valle de los Reyes propiamente dicho, en el que se encuentran las tumbas designadas con la clave TT (Theban Tomb = Tumba Tebana), o bien KV (Kings Valley = Valle de los Reyes), de las que la primera fue la del faraón Tutmosis I (1530-1520 a. C.), construida por su gran arquitecto, Ineni. Este Valle Oriental, con la mayoría de las grandes tumbas de los faraones, es el más atractivo y visitado por los turistas.

El otro es el Valle Oeste o Valle de los Monos, con solo cuatro tumbas, designadas con la clave WV (West Valley), de las que solo se pueden visitar las de Amenofis III y Ay.

La suma de los dos valles ofrece un total de sesenta y dos tumbas, además de otros veinte pozos sin terminar. Solo alrededor de un tercio de ellas fueron destinadas a los faraones. El resto se utilizó para los entierros de miembros de la familia real, funcionarios de la corte, para guardar el equipo sobrante de los enterramientos e incluso para animales momificados. A cada tumba del Valle de los Reyes se le ha asignado un número. En 1827, el egiptólogo inglés John Gardner Wilkinson numeró las tumbas del 1 al 22 en orden geográfico de norte a sur. Desde entonces, las tumbas desde la número 23 en adelante han sido numeradas por orden de su descubrimiento. La tumba KV 62, la de Tutankhamón, es la descubierta más recientemente.

A las razones prácticas de su cercanía al Nilo arriba señaladas se unieron las consideraciones religiosas, tan necesarias para las creencias funerarias egipcias. En primer lugar, la protección de la zona por la diosa Hathor, asociada a la montaña tebana y estrechamente vinculada con los faraones egipcios y las ideas del renacimiento de los difuntos tras la muerte física y su inmortalidad. En segundo lugar, la forma de la montaña que domina el valle, llamado al Qurn en árabe, «el cuerno», que solo en este lugar asemeja a una pirámide, una forma asociada a los cultos solares, como el de Ra, el dios del sol. Y, finalmente, la zona total de la necrópolis en sí está protegida por la diosa-cobra Meretseger, «La que ama el silencio», una antigua diosa subterránea que tenía su hogar en Occidente, el lugar donde estaba localizado en Egipto el Más Allá, la morada de los difuntos. Meretseger destruía con su veneno a cualquiera que intentase destrozar las momias o robar las tumbas reales y velaba durante la eternidad el reposo de los cuerpos momificados de los difuntos.

Cuenta una leyenda que los fantasmas de los faraones vuelven al valle de la muerte cada noche, aunque a los ladrones de tumbas parecía no importarles mucho su presencia. Y tampoco a los componentes de la expedición de Napoleón Bonaparte. Fueron ellos quienes encontraron la tumba de Amenofis III. Poco más tarde, Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), un joven gigante italiano que se ganaba la vida en espectáculos circenses y fue uno de los pioneros de la incipiente Egiptología, descubrió la tumba de Seti I. En los últimos años del siglo XIX (1898), tan solo un mes después de haber encontrado la tumba de Tutmosis III, Víctor Loret descubrió, mientras trabajaba para el Servicio de Antigüedades de Egipto, la tumba KV 35, un hecho excepcional y asombroso, pues en ella no solamente se encontraron los restos del faraón Amenofis II, sino también los de su hijo Webensenu, su madre Hatshepsut-Merietre y los restos de diecisiete momias más. Los restos de Amenofis II estaban dentro de su sarcófago, engalanado con flores, con una abertura en la mortaja por donde le habían sido extraídas las joyas reales. Posteriormente, Theodor Davis abrió otros sepulcros, como los de Yuya y Tuya, Tutmosis I, Hatshepsut, Tutmosis IV, Siptah, Tausert, Horemheb, etc. Una multitud de nombres extraños para unos poderosos monarcas cuya civilización y hechos asombran al mundo.

¿Sienten los visitantes respeto por esas tumbas vacías de unos personajes históricos de los que poco o nada conocen, o es solo atracción morbosa la que conduce a los sudorosos turistas a adentrarse como hormigas afanosas tras el guía por las sendas pedregosas, pozos imposibles y largas rampas, provistos de sombrillas-paraguas, máquinas de fotografía y vídeo y una botella de agua en la mochila o bajo el brazo, por si no hay ninguna cafetería en todo el Valle de los Reyes?

Posiblemente, de todo un poco. Unos por morbo y temor supersticioso ante la muerte, y mucha curiosidad por lo que se ha oído de las bellas pinturas de las tumbas, otros porque hay que ir, porque los vecinos del quinto fueron a Egipto y no podemos ser menos que ellos. Otros, más enterados, porque lo estudiaron en clase de Historia o de Arte y aún recuerdan algo de las explicaciones de sus profesores y algo de alguno de aquellos faraones, poco o casi nada que no pasa del gran Ramsés II por alguna película o la «faraona» Hatshepsut, por lo extraño del personaje femenino en cuestión. Y poco más.

El caso es que van y entran y salen de la tumba de Tutankhamón poco a poco. Desde luego, no caben muchos a la vez. Unos suben las escaleras en silencio, meditando. Otros, excitados y parlanchines, comentan detalles, sensaciones, inquietudes, preguntas que los presurosos guías dejan sin respuesta o la indiferencia del sonriente guardia de la puerta.

Nadie queda indiferente. Y alguna vez, alguien hace también un comentario sobre la riqueza, las pinturas, el pequeño tamaño de la tumba…, lo que sea. Y el calor aprieta y ya han llamado, y hay que salir corriendo, hacia cualquier otro lado, que hay mucho que ver y hay que cumplir el plan de las visitas diarias.

Y el valle de la muerte se queda solitario y silencioso un día más hasta las próximas visitas. Y los turistas de hoy se alejan abanicándose hacia el aire acondicionado del autobús, rodeados de vendedores de recuerdos y niños curiosos, tal vez sin saber siquiera que en aquella minúscula tumba que acaban de visitar se encuentra el cadáver momificado de Tutankhamón. O al menos eso se decidió en un primer momento.

Y quienes sí lo saben, tienen, por lo que sea, los ojos llenos de lágrimas. Porque emociona pensar que él está allí. Indiferente ya al paso del tiempo, protegido eternamente por la maternal Hathor, el brillante Ra y Meretseger, la negra serpiente de las sombras.

El descubridor de la tumba real y su equipo quisieron que aquel joven faraón de menos de veinte años reposase allí eternamente, en su tumba original y no en un frío museo. Puede que se cumpla su deseo, cuando definitivamente termine el amargo peregrinar de los dañados pedazos de la momia del joven rey por laboratorios, hospitales, scanners, tomografías y estudios de fotografía. Así pues, los restos de Tutankhamón reposarán definitivamente en el Valle de los Reyes, no por lo que fue, sino por lo que pudo ser.

En el aire de la pequeña estancia del valle donde permanece su ataúd de oro, aún parece escucharse en las noches de luna el gemido de desesperación de su joven viuda, que, antes de abandonar la tumba, posiblemente dejó depositadas en el suelo unas pocas flores como despedida al niño cuyo rostro no volvería a ver en esta vida.

Tutankhamón suponía el fin de una época para su esposa, su familia y Egipto entero. Una esperanza perdida para sus partidarios. Un molesto joven, bello pero tullido, para sus competidores en la lucha por el trono, al que quisieron, según todos los indicios, quitar de en medio. O tal vez no, y Tutankhamón falleció de muerte natural, debido a sus enfermedades, apreciables en la momia, algunas posiblemente hereditarias o debidas a taras genéticas, provocadas por los múltiples matrimonios consanguíneos que se producían en su extraña familia.

Para el mundo moderno, en cambio, el hallazgo de la tumba de Tutankhamón fue el comienzo de una leyenda, dorada, atractiva, sugerente y melancólica si se quiere, que se enriqueció pronto con el misterio que se contaba de la maldición del faraón contra quienes habían osado perturbar su sueño eterno.