El Próximo Oriente en el año 1325 a. C.

Nada puede descifrarse de la nada.

C. W. Ceram, El misterio de los hititas

3.1. La lucha por la hegemonía

En un momento crítico para el Próximo Oriente antiguo, a mediados del siglo XIV a. C., la posición del rico y misterioso país llamado Egipto, ubicado a lo largo del curso del Nilo, en el norte de África, era azarosa e incierta, debido sobre todo a las ambiciones de las grandes potencias emergentes en Anatolia, los hititas de Hatti y la actual Siria, como Mitanni, los pequeños y fluctuantes Estados de la actual costa sirio-libanesa y los grandes Imperios mesopotámicos: Asiria y Babilonia.

Todos luchaban entre sí. O aunaban sus esfuerzos para dominar las grandes zonas de cultivo y sobre todo las grandes vías de comunicación y comercio que desde hacía siglos disputaban al Egipto del Imperio Nuevo, en pugna desde hacía ya tiempo con los poderosos Estados mesopotámicos citados: Asiria al norte y Babilonia al sur, cuyas relaciones con Egipto eran así mismo fluctuantes e interesadas. Y buscaban extender su poder, riquezas y tierras hasta el Mediterráneo a costa del país de los faraones y, sobre todo, de su oro, que, como amigos y clientes, les hacían llegar los reyes de Egipto. Pagos y regalos que a todos interesaban.

Muchos contra todos y todos contra uno, luchaban en la distancia contra Egipto, sin duda el más misterioso y rico de los Estados que participaban en la gran partida de la historia de aquella extensa región en aquellos momentos. Unos países o sus gobernantes le adulaban y le traicionaban a la vez. Otros le envidiaban y conspiraban para terminar con su predominio político y económico. Algunos más le admiraban sinceramente y procuraban mantenerse en su área de influencia, pensando que las migajas que caían de su bien provista mesa les saciarían, cubriendo todas sus necesidades, que en el fondo no eran ni muchas ni muy grandes.

3.2. Jugando al despiste

Pero otros pueblos querían hacer suyo todo el banquete del que disfrutaba el país del Nilo y no repartirlo con nadie. Ni grande ni pequeño. Tal parecía ser el caso de los hititas de Hatti, el poderoso Estado del centro de Asia Menor-Anatolia, que buscaba extenderse hacia el sur, hacia Canaán. Sin embargo, los hititas empezaron yendo al sureste, hacia Babilonia, la rica ciudad-estado mesopotámica que dominaba la mitad sur del actual Iraq, situada en origen a orillas del caudaloso río Éufrates, y que los antepasados de aquellos hititas ya habían devastado hacía algunas generaciones. Aunque en aquella primera ocasión robaron y destrozaron a su antojo, no se quedaron sin embargo a dominar el territorio, como tampoco lo habían hecho en Babilonia y su región.

Pero ahora, los avispados hititas anatolios, tal vez más listos sus reyes que los del pasado, o más necesitados de riquezas, tan abundantes tanto en Babilonia como las que llegaban continuamente a su importante puerto fluvial, lo habían pensado mejor. Y decidieron repetir la aventura de la invasión, dejando su alta meseta de Asia Menor-Anatolia, y aventurándose de nuevo hacia el sur de Mesopotamia, aunque en esta ocasión su intención no era únicamente robar y destrozar.

Porque esta vez querían convertir la gran potencia fluvial en reserva económica de Hatti, hacer de ella un Estado vasallo, similar a los muchos que componían su gran Imperio anatólico, extendido a Siria-Canaán y, si era posible, al sur de Mesopotamia sur. Como quien dice, pretendían montarse una gran finca para pasar los fines de semana, a orillas del soleado Golfo Pérsico, una región muy importante, sobre todo porque era la llave que abría la puerta al comercio del lejano Oriente y sus exóticas y carísimas mercancías: marfiles, oro, piedras preciosas, esclavos, metales «normales» o «no preciosos» como el estaño o el hierro que se estaba poniendo de moda… casi nada.

Los hititas intentaron que sus también poderosos vecinos mitannios y asirios de Mesopotamia norte no les disputasen la apetecible finquita del sur de Mesopotamia que buscaban dominar con disimulo, porque, en realidad, era un magnífico almacén de posibilidades económicas, al que se acercaban, silbando, con las manos en los bolsillos, como quien no quiere la cosa y música de Bailando bajo la lluvia.

3.3. Mándame una novia guapa

Solo había algunos problemillas que solventar antes de quedarse con toda la finca a orillas del Tigris y el Éufrates. Uno de ellos era que los reyes babilonios no se dejaban dominar así como así, sobre todo porque eran miembros de la III Dinastía, los montañeses casitas, que no tenían mucha cultura antigua, pero luchaban que daba gusto y no se dejaban engañar fácilmente. Y tenían muy mal genio, todo hay que decirlo.

Además, los babilonios tenían un potente as escondido en la manga. Sus reyes eran amiguetes de juerga, y familiares, de los faraones egipcios. Y se intercambiaban princesas, aunque siempre con una salvedad: eran las hermosas babilonias de ojos lánguidos, criadas con mimo al lado del Éufrates, bajo las palmeras, las enviadas a cambio de oro y ayuda política a la corte del faraón, como esposas secundarias, en cuanto tenían edad de contraer matrimonio, a veces no más de diez u once años. Luego se las perdía de vista y, o bien morían de parto, o bien de aburrimiento o de enfermedad. O de todo un poco. Y desaparecían.

Pero los faraones, más listos tal vez que los reyes babilonios (o que a las egipcias no se las convencía tan fácilmente como a las lánguidas niñas babilonias, tal vez educadas para ser cambiadas por oro desde la niñez), no enviaban a sus princesas a la corte babilonia. Oro sí. Y embajadores y excusas las que fuesen. Pero las princesas reales egipcias, decía el faraón Amenofis a su amigo el rey babilonio, «solo se casan con su padre o sus hermanos». Pero el rey babilonio no era ni lo uno ni lo otro, así que tenía que conformarse con alguna guapa chica egipcia que no fuese de sangre real. De este modo, el monarca babilonio quedaba bien ante sus súbditos y nadie se enteraba de que no era una verdadera hija del faraón. Como veremos más adelante, este intercambio de chicas guapas no es un invento. De hecho, en una carta hallada en Egipto se puede leer una conversación en términos parecidos a estos. El caso es que babilonios y egipcios estaban unidos. No se dejaron engañar por las mañas hititas e hicieron frente común.

3.4. La excusa del fin de semana

Pero tampoco los reyes de Mitanni y Asiria en el norte de Mesopotamia eran tontos, y no se dejaron convencer fácilmente cuando los norteños hititas, peligrosos guerreros indoeuropeos, armados hasta las pestañas, trataron de hacerles creer que iban al sur de Mesopotamia, Éufrates abajo, pasando por Mitanni-Asiria, como quien va a pasar un fin de semana a tomar las aguas al Golfo Pérsico y bañarse en la playa. Eso sí: llevaban consigo un poderosísimo ejército, por si los bandidos los asaltaban por el camino o había que protegerse de los nómadas del desierto, pero ellos no eran peligrosos en absoluto… Tomarían las aguas, se bañarían en el golfo Pérsico, buscarían conchitas a la orilla del mar y comerían pescadito frito y gambas. Y luego, relajados y contentos, con menos reuma, se volverían a casa, a Asia Menor o Anatolia, la actual Turquía.

Pero no convencieron a nadie. Entre otras cosas, porque los mesopotámicos del norte y del sur, aunque aún no tenían Google Maps ni Internet, sí tenían unos cucos espías muy viajados, algunos de los cuales habían ido, precisamente, a tomar las aguas a balnearios como Pamukkale, que allí el agua está calentita y qué buenísimos son en Turquía los balnearios para el reuma. Así pues, la excusa del reuma hitita y las aguas del mar surbabilonio no coló. Los mesopotámicos se olieron la jugada: los hititas vienen a por la pasta gansa, que para un fin de semana y el reuma no necesitan tanto ejército.

Situados en Mesopotamia norte, al norte (uno al este y otro al oeste) de Babilonia (Mesopotamia sur), mitannios y asirios tenían también importantísimos puertos fluviales. A ambos países llegaban, remontando los dos grandes ríos de Mesopotamia, el Éufrates al oeste y el Tigris al este, respectivamente, los numerosos barcos procedentes del estrecho de Omán, la India y el sur de Persia, cargados de exóticos productos más valiosos que el oro por su rareza. También eran punto de llegada de las «interesantes» y largas caravanas de asnos, mulas, puede que tal vez ya camellos y también de esclavos a pie, procedentes del sur y los Zagros, Elam, Persia, India y Afganistán y donde se acaba el mapa, vía terrestre, que complementaban el comercio fluvial. Los hititas querían dominar estas rutas, obviamente. Y las conocían muy bien desde hacía siglos, cuando los propios asirios habían comerciado con sus antecesores pre-hititas en el centro de su país, Capadocia, en el Karum de Kanish, embajada comercial, muelle y mercado, avanzadilla de los asirios en Anatolia.

Lo que querían los hititas era dejar de comprar a los intermediarios babilonios, asirios y mitannios e ir directamente a las fuentes de la riqueza sin pagar aranceles y los costes multiplicados hasta el infinito. O bien que les llegasen a ellos directamente las grandes caravanas procedentes de países exóticos, evitando que en cada estación intermedia los precios se multiplicasen por mil, igual que ocurre hoy en día. Total, que los hititas querían quedarse con toda Mesopotamia, la del sur (Babilonia) y, de paso, la del norte (Mitanni y Asiria). Y también con Siria-Canaán, despojando a Egipto y a sus aliados y parientes de todas sus posesiones sirio-cananeas, porque, además de con princesas babilonias, los faraones se casaban con bellas princesas mitannias. Una de ellas pudo ser la bella Nefertiti, de la que se decía que «vino de lejos». Quizá era de Mitanni, como veremos más adelante.

3.5. Matar o morir

La razón principal de las disputas entre los diversos Estados eran, por lo tanto, antagonismos políticos, tierras en litigio y el control de las imprescindibles y lucrativas materias primas, que iban y venían por las «autopistas» del desierto en las cargadas caravanas de burros: los apetecidos bellos esclavos y esclavas de cualquier procedencia, sobre todo esclavos de guerra o robados por los piratas en cualquier puerto del Mediterráneo, el Mar Rojo o el Golfo Arábigo. Y también las especias, resinas aromáticas y perfumes, telas, tintes, vidrios, miel y, desde luego, la inapreciable sal, el oro blanco, sin la cual animales y hombres no pueden vivir. Pero sobre todo, eran muy apetecidas, y objeto de negocios fraudulentos, contrabando, traiciones, robos y asesinatos, igual que ahora, las drogas, como el opio. Y no hay que olvidar los valiosos metales preciosos, plata, estaño, hierro y el oro, para los egipcios la carne de los dioses. Un oro abundante en Egipto, que rodeaba de esplendorosa belleza y brillo sin igual la momia del joven faraón Tutankhamón, iluminada por la luz de las antorchas después de tres mil años. Rodeado de una multitud de objetos preciosos y delicados, que hacen aún asombrarse y maravillarse a las sucesivas generaciones de visitantes que los contemplan, expuestos, los pocos que se conservan, en los grandes museos del mundo.

Por lo tanto, la lucha por la hegemonía entre Hatti y Egipto estaba servida. Y a punto de comenzar una partida de póquer, de billar o del antiguo juego egipcio llamado senet si se quiere, un peligroso juego de influencias y contrapartidas, terminadas en cruentas batallas, que dirimiría quién sería el que se quedase con todo aquel inmenso mercado, repleto de riquezas materiales, envueltas en paños bordados de oro, que escondían la ponzoña de la envidia y la rapiña, furiosas cobras cargadas del veneno de la muerte. Todos los grupos políticos, familiares y económicos estaban enfrentados por aquel cúmulo de riquezas que llenaban los corazones de odio y maldad.

Y en medio de aquel juego de pasiones, apareció en escena, como por arte de magia, una curiosa familia real egipcia que, al menos en el caso del extraño faraón Akhenatón, no parecía interesarse mucho por la guerra, ni en mantener alejados de sus aliados y tierras conquistadas a los hititas, los ambiciosos vecinos del norte que comenzaban ya la partida final.

Estos, aprovechándose de un periodo de aparente pasividad o distracción por parte de Egipto, avanzaron hacia el Este, haciendo una carambola que los distrajese. Pero, disimuladamente, iban hacia el Sur. Y no había que ser muy inteligente para darse cuenta de la jugada de billar: «Golpeo la bola, tiro hacia Mitanni, empujo a Asiria, cede Babilonia y de rebote me quedo con ellos y, además, con Siria y Canaán», cuyos príncipes, gobernantes de pequeños pero ricos Estados, situados en medio de las grandes vías de la región por las que pasaban todos los que no viajaban por los grandes ríos, no estaban dispuestos a perder ni su independencia ni los beneficios económicos de los impuestos, tasas, alcabalas y portazgos que pagaban mercaderes, comerciantes, vendedores y traficantes. Y tampoco se iban a resignar a convertirse en meras comparsas en medio de una grandísima y opulenta mesa de juego en la que se acumulaban las riquezas más variadas, pues, si las conseguían ellos, les servirían para costearse sus propios y raros caprichos o para pagar a sus ejércitos mercenarios y, sobre todo, para llenar sus propias arcas y echar una canita al aire de vez en cuando.

El caso es que, mientras estaban en la taberna sirio-cananea-mesopotámica jugando esta interesante partida, los hititas, confiados en su inmenso poder bélico, dejaron la puerta trasera de su casa abierta a otros molestos vecinos: los «gasgas». Aprovechando la oportunidad, los gasgas irrumpieron en la partida de billar sirio-cananea y se quedaron con la partida, la mesa, las bolas y casi, casi, con toda la taberna, que se repartieron con otros emigrantes que acudieron a la pelea suscitada cuando todo se enmarañó. Entre ellos los curiosos y mal conocidos apiru, en quienes muchos investigadores quieren ver a los hebreos clásicos. Luego aparecieron también en escena los filisteos, de los que tampoco se sabe gran cosa. Todos estos grupos vivían sobre todo del pillaje y el robo, así que resulta difícil distinguir sus restos y establecer identidades claras e inequívocas.

Entre todos, hititas, asirios, mitannios, egipcios, gasgas, casitas, apiru y filisteos, terminaron con el juego ordenado de influencias y contrainfluencias que les había permitido sobrevivir juntos durante el segundo milenio a. C. Un juego que ofrecía únicamente un equilibrio inestable, bien es verdad, pero equilibrio y supervivencia al fin y al cabo. Iluminados por una tenue luz de fuentes históricas, aquí y allá, que permite a los arqueólogos e historiadores seguir sus pasos en una incertidumbre sosegada, podemos saber, al menos, algo de lo que ocurrió.

3.6. Los Pueblos (fantasmas) del Mar

Lamentablemente, los continuos y prolongados enfrentamientos acabaron con los escribas y con todos los que sabían leer y escribir. De los que sobrevivieron, muchos emigraron, igual que muchos analfabetos. Y entre todos, al salir, apagaron la luz de las antorchas que los iluminaban y permitían a los historiadores estudiarlos. Y sin esa tenue luz de sus fuentes históricas, que no se hallan por ninguna parte (cuatro tumbas mal contadas y sarcófagos de barro rarísimos y cerámicas con patos que miran hacia atrás), llegó a su fin el segundo milenio a. C. y, con él, la Edad del Bronce.

Solo se conserva lo poco y mal, e inventado, que nos han dejado los artistas egipcios, sobre todo los relieves y textos explicativos del templo de Medinet Habu, con batallas navales, guerreros con la cabeza adornada con extraños tocados, cuerpos revueltos y mezclados de hombres de diversa procedencia, a juzgar por sus diferentes atuendos, adornos y armas:

«Vinieron unos pueblos: pelesets, lukkas y los shardana entre ellos…».

Y después, la ausencia de información, durante una larga temporada, unos quinientos años de nada, a pesar de las esperanzadoras palabras escritas en los muros de aquel templo en tiempos de Ramsés III, faraón de la Dinastía XIX, algunos siglos después de la época en que vivió Tutankhamón:

«Los países extranjeros conspiraron en sus islas, y todos los pueblos fueron removidos y dispersos en la refriega. Ningún país podía sostenerse frente a sus armas: Hatti, Qode, Carchemish, Arzawa y Alashiya, todos fueron destruidos al mismo tiempo. Un campamento fue levantado en Amurru. Asolaron a su pueblo, y su país llegó a ser como si nunca hubiese existido. Se acercaban a Egipto, mientras la llama era preparada delante de ellos. Su confederación era la de los Peleset, Tjeker, Shekelesh, Denyen y Weshesh, países unidos. Pusieron sus manos sobre los países hasta el círculo de la tierra, con los corazones llenos de confianza y seguridad: ¡Nuestros propósitos triunfarán!».

Y dieron lugar a otra leyenda: la de los Pueblos del Mar. Aunque, como veremos más adelante, tal vez no existieron, o bien fueron solo del Delta del Nilo.

3.7. Todos perdieron la partida

El caso es que, a pesar de las sucesivas y posteriores partidas de billar político y económico que se jugaron aproximadamente entre el 1200 y el 750 a. C., y que, en realidad, a día de hoy siguen teniendo lugar en esa región, y a pesar de que los contendientes han cambiado hace siglos y ha aparecido el petróleo, el «oro negro» como apetecida nueva «bola» sobre el gastado tapete de Siria-Canaán-Mesopotamia-Anatolia-Egipto, la época que transcurrió entre los años 1350-1300 a. C. inmediatamente anterior y posterior a la fecha en que murió Tutankhamón, puede considerarse, sin duda, la de los años dorados del Próximo Oriente, una época que poco a poco se encaminó hacia el brusco final o el duradero colapso de todo y todos, caracterizado por la falta de información, por el «misterio» más absoluto que define tanto a esta época como al faraón Tutankhamón.

Casi sin noticias. Sin datos. Sin fuentes históricas durante unos 500 años a los que antaño se denominaba, con mayor o menor duración, «Época oscura», y ahora se ha dado en denominar «submicénica», «protogeométrica» y «geométrica» por los estilos de la cerámica griega, complicando aún más las cosas al ponerlas en relación con los vecinos griegos, de los que también se ignora casi todo a comienzos de este segundo milenio anterior a la era cristiana.

Aquella frase de «Si no hay noticias, son buenas noticias» no cuadra mucho aquí, porque en esta época y en casi toda esta zona no las hay, ni buenas ni malas. Nada. Una sombra de oscuridad informativa cubre estos siglos finales del segundo milenio y principios del primero a. C., como un oscuro y tupido telón que, al final de una obra de teatro, oculta el escenario, en el que se encuentra todo el Mediterráneo oriental, el norte de África y el Próximo Oriente asiático.

No se sabe nada. No se ve nada. Solo se escucha cómo los protagonistas abandonan el escenario. Imperios gloriosos que asombran a los arqueólogos por la grandiosidad de sus realizaciones y llenan de admiración a quienes modernamente se acercan a las ruinas recién descubiertas, se esfumaron en la nada. Sus antiguas ciudades y casas están desiertas. Cubiertas de abrojos, cuesta imaginar que las construyeron poderosos hombres y bellas mujeres, que habitaron en florecientes palacios, poblaron grandes fortalezas llenas de siervos, esclavos, cuidados ganados, amplios almacenes repletos de costosas mercancías y riquezas sin cuento.

Los habitantes de los extensos yacimientos no están, no ya vivos, lógicamente, sino tampoco muertos. Casi no hay tumbas. Al menos no se conservan muchas para justificar estos brillantes panoramas de miles de guerreros poderosos y sus familias que describen los investigadores del mundo antiguo y narran las posteriores epopeyas griegas.

Los cientos de personas que se refugiaron tras los altos muros, ahora rescatados del olvido, o los que generaron aquellas inscripciones que ahora se leen, vasijas llenas de tesoros y punzantes armas, refulgentes joyas alguna vez lucidas con orgullo por bellas mujeres o poderosos reyes, cuyos difíciles nombres recuerdan sellos e inscripciones en piedra y arcilla, desaparecieron entonces sin dejar rastro, sin que se sepan las causas seguras, que permanecen en el más absoluto secreto, prestándose a todo tipo de conjeturas. Muros caídos. Ciudades vacías. Campos yermos. Yacimientos cubiertos de hierba que mordisquean ahora las cabras. Unas cuantas tumbas no justifican aquellas extensas ruinas vacías. ¿Dónde están los cadáveres de quienes las habitaron?

Los actores de aquel drama se han esfumado. O están tan lejos que no se encuentran sus tumbas. O los buitres y carroñeros terrestres se comieron los cadáveres, y los huesos humanos se deshicieron y son parte del polvo sutil que ahora nos rodea.

Quizá el polvo volvió al polvo y aquellos cuerpos humanos nunca desearon sepulturas excavadas. Por eso no se los conoce. O, tal vez, todo fue humo e imaginación, y en aquellos grandes imperios y aquellos grandes yacimientos hubo muchas menos personas de las que a menudo se supone. Aunque de Tutankhamón, al menos, se sabe que sí existió, porque los siglos y el olvido nos han devuelto su tumba. Tal vez para que viviese en muerte, inmortal e imaginado, todo lo que no pudo vivir en vida y los dioses habían decretado para él, como parte de su destino terrenal. Aunque su espíritu resentido espere vengarse aún de quienes violaron su tumba, impidiéndole el eterno descanso, un descanso que el pobre muchacho tiene bien merecido, después de tanto ajetreo con sus maltratados restos.

3.8. Y desaparecieron sin dejar rastro

Aunque suele echarse la culpa de la desaparición de las civilizaciones antiguas a invasiones de poderosos pueblos, imaginando y hasta describiéndose tumultuosas hordas de feroces guerreros que provocaban sangrientas matanzas, pasando a cuchillo a pacíficas e indefensas poblaciones, algunas de estas ignoradas causas del fin de la denominada Edad del Bronce pudieron bien ser fenómenos meteorológicos. Sequías, hambrunas, terremotos o erupciones volcánicas provocaron quizá el abandono de asentamientos previamente destruidos y la búsqueda por parte de las pequeñas poblaciones diezmadas de nuevos horizontes, huyendo de un entorno desolador en el que los ríos habían cambiado su curso o se habían secado, quedando yermos los antes feraces terrenos de huertas y frutales o secos los antaño verdes pastos que habían alimentado durante incontables generaciones a grandes rebaños de caballos, asnos, vacas, ovejas, cabras y cerdos.

Al parecer, pocos habitantes debieron huir y además, debían estar muy sanos, porque no se murieron por el camino hacia no se sabe dónde, ya que tampoco quedan grandes necrópolis intermedias entre los antiguos y los menguados nuevos yacimientos pequeñitos, como de juguete, al lado de los extensos restos de los antiguos abandonados. Y unas cuantas tumbas vacías. Expoliadas, eso sí.

Los calcinados restos de los espesos bosques de antaño no ofrecían ya los largos postes de madera para las construcciones, ni había rectos mástiles para los veloces navíos. Aún así, se supone que los supervivientes, escasos, huyeron. Viajaron. Navegaron. Pasaron ríos y surcaron mares con métodos y medios de navegación que desconocemos. Navegaron y buscaron otras tierras. Otros horizontes. Otros cielos. Y comenzaron en esas otras tierras lejanas la construcción de sus casas, entre cuyas sólidas paredes, mezclado su barro con las lágrimas de dolor y rabia de los pocos y nuevos supervivientes, colocaron los cacharros de cerámica que habían salvado en su huida. Su decoración los delató a los ojos de los modernos arqueólogos, que buscaban su rastro por los países ribereños del Mediterráneo.

Parece cierto que a fines del segundo milenio a. C., algunos siglos después de la muerte de Tutankhamón, unos pocos grupos de población habían sobrevivido a un fenómeno generalizado de turbulencias políticas, enfrentamientos violentos, destrucciones y abandono de asentamientos, que hizo desaparecer a casi todos los grandes imperios de ese segundo milenio y empujó a los escasos supervivientes de aquella época de apogeo a la pobreza, el hambre y el abandono y la huida de los grandes centros de población.

3.9. Se apagó la luz

Se cerró así la etapa que los arqueólogos conocen con el nombre de Bronce Final. Con un episodio y unos protagonistas a los que a veces se llama «Pueblos del Mar», una oleada violenta de muerte y destrucción que acabó con los imperios del segundo milenio a. C. Al parecer, un grupo de esos supervivientes está representado en los relieves del templo egipcio de Medinet Abu, cerca de Tebas.

No se sabe con seguridad quiénes eran esos «Pueblos del Mar». Según A. Nibbi, los egipcios no conocían la palabra «mar», y propone que se trataría, más bien, de pueblos del Delta, no del mar. Y que salieron en la «foto» del templo y los relieves de Medinet Abu porque en el Delta del Nilo se estaba librando una guerra generalizada, y al artista real se le ocurrió que sería bonito representar allí, frente a Tebas, una batalla con los variados habitantes de la zona del Delta, que llevaban vestidos y armamento muy raro y podía resultar exótico. Y al faraón, continúa suponiendo Nibbi, le gustó la idea, porque así parecería más valiente y sería una buena propaganda por si alguien quería invadir Egipto de verdad. Algo así como «No me ataques que ya he vencido a tu primo». Y a lo mejor funcionaba.

Fuesen «Pueblos del Mar», del Delta del Nilo, centroeuropeos, dorios, jonios, troyanos, micénicos, gasga o apiru, el lío, si lo hubo, de la época, debió ser fenomenal. Y al final no quedó ni títere con cabeza.

Se apagó la luz. Y con la luz apagada (es decir, sin saber lo que pasó), el caso es que poderosas civilizaciones se colapsaron y desaparecieron casi sin dejar rastro. Así sucedió con la de los pacíficos minoicos de la isla de Creta, que nunca habían necesitado murallas, rodeados como estaban del violento mar Mediterráneo, color de vino, que les servía de vía de comunicación y comercio, además de hacer de barrera defensiva disuasoria, hasta que los micénicos la franquearon y los invadieron. Y tal vez fueron ellos, poderosos guerreros micénicos del norte, (¿serían ellos los dorios?), feroces soldados armados hasta los dientes con corazas de placas de bronce y altos cascos de colmillos de jabalí, orlados de flamantes cimeras, los que expulsaron a los minoicos de su montañosa isla.

3.10. Mesopotamia a por uvas

Mientras tanto, sin preocuparse por nada de lo que ocurría en el Mediterráneo oriental, en aquella Babilonia donde se hablaban cien lenguas, lo que dio lugar a la leyenda de la Torre de Babel, el poderoso y elevado templo de siete plantas, la zigurat de su dios Marduk, los tranquilos campesinos mesopotámicos se afanaban en recoger sus cosechas en sus fértiles campos, adornados y protegidos por las ramas de las altas y verdes palmeras, todo ello regado por el abundante agua, bien canalizada y aprovechada al máximo, de los grandes ríos Éufrates y Tigris.

Y también estaban a por uvas en las ciudades de Asiria, al norte de Mesopotamia y Babilonia, Nínive y Assur entre ellas, cuando los guerreros hititas de Anatolia, cuyo centro estaba en la amurallada Hattusas, en el centro de la actual Turquía, destruyeron Babilonia, la arrasaron tras robarla y volvieron cargados de riquezas a su país, mientras que la otrora poderosa ciudad-estado se vio invadida por pueblos vecinos que se instalaron en las ruinas aún humeantes durante las dos Dinastías siguientes. Y si afirmamos que tampoco hay grandes necrópolis de este periodo, no es una repetición reiterativa, sino una realidad. Seguimos sin datos. Y sin tumbas. Sin ajuares. Sin textos. Solo con los muros casi inexistentes de las populosas ciudades despobladas ahora, pobladas antes por millones de seres, y también escasos y derruidos montones de adobes machacados. Y mucha imaginación, que no es poco en este caso. Porque el paisaje que queda, aquellas ruinas, es poco más que una desierta playa vacía. Tal fue la maldición de los dioses contra el orgullo de los humanos en Mesopotamia que quizá contribuyó también a su total desaparición.

3.11. Nace la leyenda

Con aquellos grandes imperios extinguidos desaparecieron también sus formas de escritura y, lógicamente, su historia se perdió casi por completo, aunque esos mismos dioses, piadosos con los arrogantes humanos que ellos habían creado y que ahora estaban derrotados y humillados, conservaron algunos de sus restos, lo que ha permitido que los historiadores modernos hayamos podido identificarlos. Parte de su recuerdo se conservó también por medio de leyendas y mitos, muchos de los cuales se conservaron dentro del Antiguo Testamento hebreo. Pero se destruyeron tal vez esos interesantes textos bilingües minoico-micénicos que hoy permitirían a los estudiosos entender las antiguas inscripciones minoicas redactadas en Lineal A, una forma de escritura y una lengua aún indescifradas. Todos aquellos imperios de la actual Grecia, Anatolia, Egipto, Mesopotamia y Siria-Canaán fueron barridos como hojas secas, empujadas por el poderoso huracán generado por enemigos desconocidos. Ese fue el final del segundo milenio a. C. y sus protagonistas: la oscuridad.

Las piquetas de los arqueólogos descubrieron sus restos más de dos mil años después. Restos de edificios, por supuesto, unas pocas tumbas vacías, escasos ajuares. Casi nada. Y algunas de sus escrituras, afortunadamente, se descifraron hace relativamente poco tiempo. Los asiriólogos desentrañaron y leyeron los antiguos documentos mesopotámicos, hititas, micénicos y egipcios, escritos en barro, en pequeñas tablillas de arcilla, troceadas, sus ínfimos fragmentos dispersos por el fuego que los coció, conservándolos casi milagrosamente, cuya reconstrucción, interpretación y lectura llenan las incansables horas de los investigadores, que desafían las lagunas existentes en textos imposibles, a veces chamuscados y casi ilegibles.

Gracias a su paciente mano y labor, hombres, mujeres, instituciones, dioses, leyendas y sueños volvieron a cobrar vida en palacios, tumbas y casas, vueltas a levantar miles de años después. Al fin habían vuelto al escenario vacío los personajes dibujados en los frescos, cobraban vida los hombres y mujeres citados en las tablillas. Hablaban alto y claro los reyes a sus soldados antes de la batalla. Gemían los heridos. Lloraban las viudas y los niños deportados. Se mesaban los cabellos las plañideras, camino de las tumbas, ahora vacías, en cuyas paredes se conservan a veces escritas y dibujadas las biografías de los personajes, cuyas momias las ocuparon antaño. Tal vez un poco maquillados por la imaginación de los historiadores, pero personajes antiguos al fin y al cabo. Y así, han llegado hasta hoy sus historias.

Y aunque a veces sea cierto y asumido que se trata de un pasado plagado de leyendas que han acunado los sueños de muchas generaciones modernas, la realidad de los humildes adobes destruidos, la pureza de las líneas de escritura garabateadas a toda prisa sobre una tablilla de arcilla de contabilidad por un escriba cansado, hacen al erudito soñar con la mano que los trazó. Y un escalofrío de emoción recorre el cuerpo del investigador cuando, al volver del revés la pequeña tablilla cuyo anverso está estudiando, pone sus propios dedos sobre la huella de los dedos que el antiguo escriba dejó marcados en el barro fresco, un hombre cuyos huesos forman parte ahora del polvo vivo de los siglos que rodea las antiguas ruinas donde se encontró la tablilla.

Sin duda, debemos aplaudir a los actores y a quienes han conseguido reescribir las obras de arte que nos permiten captar tanta belleza recobrada. Renacida. Revivida. Que nos permiten sentir cómo sintieron aquellos hombres y mujeres que gimen bajo las murallas destruidas, las reinas que lloran, abrazando a sus hijos camino del incierto exilio. O la música de los arpistas ciegos que amenizaban alegres fiestas en bellos palacios, lotos meciéndose en el Nilo azul, plácidos atardeceres de caza en las doradas marismas del río.

3.12. El renacer del primer milenio

Ya en el primer milenio a. C., tras varios centenares de años sin información sobre aquel mundo, tanto tiempo mudo, callado, inexistente, oscuro (de hecho, los historiadores denominan a este periodo de unos cuatrocientos o quinientos años la «Época oscura»), se hizo la luz. Repentinamente. Porque se volvió a escribir, o, dicho de otra manera, nos ha llegado algo de lo que escribieron los personajes «desaparecidos» y sus escribas oficiales, ahora redactado en una forma de escritura y una lengua, conocidas y nunca perdidas hasta la actualidad: el griego.

Y renacieron así los relatos de antiguos personajes, tal vez fabulados, tal vez inexistentes en realidad. Imaginados. Mucho más modestos de lo que el vate imaginó, convirtiendo a feas campesinas en rubias princesas de cuento o a rudos bandidos asesinos en apuestos príncipes guerreros de buena estampa y gallarda valentía que salvaban a las damas de dragones y ladrones y luego vivían felices y comían perdices.

Efectivamente. Allí y entonces empezaron también los cuentos de hadas y los relatos de ladrones buenos y los destructores aguerridos y valientes y los guapos príncipes que salvan a la chica y la engañan y la abandonan embarazada, tras matar al monstruo, y su padre la echa de casa, pero la salva un dios que se casa con ella y adopta a su hijo, tema generalmente recurrente de muchos de los cuentos infantiles posteriores. O leyendas míticas, con permiso de Teseo, Ariadna, Sargón I, Moisés, o los futuros Rómulo y Remo, por poner algún que otro ejemplo muy conocido, que no se sabe cuál fue el primero, y si fue primero el mito, con base verdadera o todo es inventado y fue pasando de unos a otros mantenido por la ociosa imaginación.

Pero, más allá de todo un misterioso mundo mesopotámico, cananeo, anatolio o egipcio, los griegos salvaron del olvido aquellos recuerdos antiguos, adaptando muchos a su propia génesis legendaria. Y el antiguo Egipto se quedó solo, aislado, incomprendido y abandonado, con sus grandes restos sepultados por la arena del desierto. Mientras, los mundos mesopotámico y anatolio, desconocidos aún para el hombre moderno hasta hace muy poco tiempo, fueron solo citados someramente, y de pasada, en algunos pasajes del Antiguo Testamento judío (por ejemplo, la Torre de Babel, el Diluvio Universal o el Paraíso Terrenal).

La luz, pues, vino de lo que hoy es la Grecia continental y sus miles de islas. Allí, en el siglo VIII a. C., en algún lugar, una colección de relatos atribuidos a Homero, un poeta ciego que algunos historiadores modernos dicen que no existió, sino que fue inventado, cantó en una epopeya la llíada, el asedio de la altiva ciudad de Troya, rica en oro, situada en la costa occidental de Turquía, frente a Grecia. Y en otra epopeya, la Odisea, narró las andanzas de un despistado viajero llamado Ulises que tardó no sé cuánto tiempo en volver a su casa de Ítaca después de que los griegos hubieran conquistado finalmente Troya.

La Ilíada y la Odisea fueron aquellos primeros documentos salvadores de tanta oscuridad. Y aunque narraron los hechos más bien un poco inventados, que no todo, tienen el mérito que haber conservado «algo» del mundo que desapareció unos pocos siglos después de morir Tutankhamón.

3.13. La excusa de la rubia Helena, la de Troya

Troya era una ciudad de costa egea, en la actual Turquía, guardiana de las puertas de los Dardanelos, el estrecho que conecta el mar Egeo con el mar de Mármara y el Bósforo para llegar al mar Negro y sus riberas, ricas sobre todo en oro y cereales. La destrucción de Troya, cantada en los relatos homéricos es, para algunos investigadores, el reflejo de aquellos antiguos enfrentamientos en el Próximo Oriente y el Mediterráneo oriental por el dominio de las rutas comerciales y el poder político. Y también el canto de cisne de las potentes civilizaciones desaparecidas al final de la Edad del Bronce, es decir, el acto final de la obra de teatro de la que hablábamos antes, justo antes de que se bajase el telón del final del segundo milenio a. C. El caso es que los griegos se enfadaron porque les habían robado a una rubia que estaba harta de su rudo esposo. Ella era tan divina que había nacido de un huevo que puso Semele, su madre, después de yacer con Zeus en forma de ánade-cisne-pato.

De aquella unión divina a la que siguió otra con su santo y mortal esposo, la bella Semele puso dos huevos y nacieron dos parejas de gemelos, lo que para una sola noche no está nada mal. Los hijos divinos se llamaron Helena y Pólux, mientras que los humanos, también varón y hembra, fueron Clitemnestra y Cástor. La verdad es que los mitos cuentan a veces unas cosas muy raras.

Total, que tal vez pelín casquivana, una de las hijas de aquella unión, la rubia Helena, se fue de casa con un guapo y potente visitante, hijo del rey de Troya, el príncipe Paris. La hermana gemela de Helena, Clitemnestra, también era la monda. Cuando su marido Agamenón, rey de Micenas, volvió de Troya con una esclava, y a pesar de que ella ya tenía un amante, Egisto, mató al marido y dio con ello origen a más leyendas que su hermana: el ciclo completo de la Orestiada. Así, Helena de Troya y Clitemnestra de Micenas fueron las responsables de una buena parte de los relatos de la mitología griega, y es que las venganzas de esta familia dieron para mucho.

Clitemnestra había estado casada en primer lugar con Tántalo, rey de Micenas al que asesinó Agamenón. Los Dióscuros, nombre con el que se designa a Cástor y Pólux, obligaron a su hermana Clitemnestra a desposarse con Agamenón. De aquella unión nacieron cuatro hijos: Electra, Ifigenia, Orestes y Crisótemis. Como hemos dicho, tiempo después Clitemnestra mató a Agamenón con ayuda de su amante Egisto. La verdad es que motivos no le sobraban: además de ser el asesino de su primer esposo, Agamenón había sacrificado a su hija Ifigenia a la diosa Ártemis para que esta concediese a la flota griega un viento favorable que le permitiera partir hacia Troya. Pese a estos más que razonables motivos, Orestes vengó la muerte de su padre. Total, un culebrón digno de la mejor programación de sobremesa.

Sin embargo, muchos investigadores nunca han creído que absolutamente todo fuese pura invención. Y hubo uno, Schliemann, que hasta encontró la ciudad de Troya. Cogió la Ilíada, se chupó el dedo, lo puso al viento, dijo: «Hacia allá» y allá que se fue. Y excavó y excavó, y no encontró una Troya, sino once al menos. Una encima de otra, y un follón considerable de estratos, muros y construcciones. Y se emocionó tanto que se pasó y encontró un tesoro de collares y vasos y monedas de oro del bueno, que le puso a su señora como modelo y ella las lució tan contenta en fotos de la época. Pero no nos engañemos. Ninguna de estas Troyas es la Troya homérica, aunque digan que, como mucho, la 7 A es la que podría corresponder a la época de finales de la Edad del Bronce.

El mito de la guerra de Troya es solo un reflejo muy posterior de un episodio de la lucha entre hititas y los aqueosmicénicos por el dominio de los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo. Además, parece que la colina de Hisarlick, donde Schliemann creyó encontrar Troya, era, más bien, la ciudad hitita de Wilusas, como se deduce de un sello con caracteres hititas que Blegen encontró durante las excavaciones.

La verdad es que los aqueos no fueron a por la rubia, sino a por el oro. Pero para no reconocer que eran unos piratas de tomo y lomo se inventaron lo de la rubia y el robo, que no se escapó con el guapo príncipe de Troya, sino que él la secuestró. Como se ve, el caso era no contar la verdad y no reconocer que iban a por oro y a por chicas troyanas, igual que, en otro mito, un toro de Creta había robado a la princesa Europa. Y es que parece que todos se robaban las chicas y el oro en cuanto podían.

Solo los babilonios y los egipcios eran un poco más educados y se las pedían unos a otros. Los demás, simplemente, robaban, aunque siempre con una buena excusa inventada. Y además de las chicas, los niños y niñas, se llevaban también el oro, la sal, la obsidiana, el estaño, el ganado, etc.

En fin. Por inventar, los griegos se inventaron incluso a su poeta Homero, cuya obra, analizada por grandes eruditos, ha resultado ser la suma de relatos de estilos totalmente distintos, procedentes de diferentes épocas y lugares. ¡Cómo para fiarse de los relatos antiguos!

3.14. La leyenda de los Pueblos del Mar en Egipto

Los egipcios eran diferentes y, en lugar de escribir una epopeya e inventarse relatos de secuestros de rubias guapetonas, dejaron el recuerdo de estas expediciones, luchas y migraciones masivas de pueblos desarraigados y piratas mediterráneos que atacaban sus costas y el Delta, y con los que tal vez se enfrentaron, en las escenas de batallas terrestres y marítimas representadas en los citados relieves del templo del faraón Ramsés III en Medinet Habu. Unos sucesos que, como hemos dicho, los estudiosos denominan «batalla contra los Pueblos del Mar», aunque ciertos investigadores consideran estos hechos tan irreales como la existencia misma de Helena y de la ciudad de Troya, por mucho que Schliemann se empeñase en situar la ciudad cantada por Homero en la colina de Hisarlik, donde, por tradición, se la sitúa aún. Milagros de conciliar literatura e historia con la arqueología.

Al contemplar los relieves de Medinet Habu, ¿estamos ante mitos para explicar realidades o ante relieves que inventan batallas inexistentes para glorificar a un menguado y débil faraón de un Egipto decadente? ¿Todo son mitos y más mitos por todos lados o hubo algo de realidad en toda esta información dispersa que forma una madeja de un hilo sin fin, que va y viene por artículos, libros y películas, enmarañándose cada vez más? ¡Vaya usted a saber!

3.15. El faraón deforme

Pero el caso es que mucho de este curioso panorama de grandes y poderosas ciudades ricas en oro asaltadas, imperios desaparecidos y egipcios decadentes incluidos, salió a la luz en las primeras décadas del pasado siglo XX con el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón y el hallazgo y lectura de parte de los archivos reales de la ciudad de el-Amarna, (la antigua Ciudad del Horizonte de Atón) donde había vivido desde niño y, tal vez, había nacido. Acompañado todo lo anterior por pinturas, grabados, bajorrelieves, estelas, trozos de cerámica, escenas oficiales y privadas en tumbas, palacios, viviendas, talleres y almacenes de parte de la Dinastía XVIII, una estirpe de faraones desconocida.

Vieron la luz nuevamente decenas de personajes deformes. Irreales. Retorcidos. Alargados. ¿Un Picasso en el Egipto del siglo XIV a. C.?, cabría preguntarse. ¿O acabamos de descubrir una ciudad de enfermos contrahechos?, afirmaban algunos investigadores, observando las figuras de los relieves y las pinturas, con rostros huesudos, alargados, labios abultados, brazos y piernas esqueléticos y cráneos deformados hasta lo inverosímil.

Desconocidos faraones, excluidos de las listas oficiales egipcias, aparecían ahora en escenas familiares, sentidos himnos a la naturaleza, estelas conmemorativas, cartas personales, escarabeos que hacían las veces de tarjetas de boda, relieves coloreados, pinturas idealizadas o naturalistas, escenas irreales en paisajes de marismas, lotos, jardines frondosos repletos de aves exóticas. Bellas princesas bien formadas. Y también princesas deformes. Hermosos príncipes de ojos negros soñadores. Y también débiles príncipes contrahechos apoyados en bastones. Fetos momificados, con tremendas malformaciones en sus pequeños cuerpos, cabeza y extremidades. Y, sobre todo, un extraño faraón, una veces de cabeza redonda, otras de cráneo alargado, irreal. Varón a veces, otras de curvas extrañamente femeninas.

¿Qué significaba todo aquello en un país de representaciones humanas inmutables, serenas, jóvenes y bellas, felices sin duda, repetidas hasta la saciedad durante siglos en los relieves y pinturas de las cámaras funerarias y los grandes relieves templarios, en esculturas y papiros?

Las informaciones parecían contradictorias, como las opiniones de los que admiraban las figuras descubiertas en la ciudad en la que vivía este faraón y su familia, que pronto trascendieron al gran público. Los personajes descubiertos eran a veces bellos, otras extrañamente alargados. Irreales. Deformes en suma.

¿Eran verdaderas aquellas imágenes, como podía serlo la de cualquier egipcio de su tiempo, o bien aquellos extraños personajes estaban tocados por la mano de una despiadada divinidad, que los eligió especialmente por su deformidad, producida por un gen familiar que afectaba a toda la estirpe, bien al nacer, bien al llegar a la edad adulta, a la que muchos incluso no llegaron?

3.16. El cotilleo de la correspondencia de Amarna

Gracias a la correspondencia descubierta en el archivo real de la ahora ciudad fantasma del faraón Akhenatón en El-Amarna, se conocieron también las relaciones políticas de los egipcios de entonces con sus países vecinos. Tuvimos noticia de los matrimonios de faraones y princesas mitannias y babilonias, de los harenes egipcios poblados por numerosos séquitos extranjeros, de dioses extraños adorados por mini-cortes de princesas exóticas, cuya belleza se extinguió lastimosamente desaprovechada a orillas del Nilo, débiles víctimas sacrificadas en brazos de obscenos faraones a las ambiciones políticas y económicas de sus padres y hermanos, que soñaban con apenas nubiles princesas egipcias que nunca recibieron a cambio de las suyas.

Mitanni, el poderoso imperio de Siria y la alta Mesopotamia que desapareció hacia 1300 a. C. por disensiones internas entre diversas ramas de la familia real reinante, tenía voz propia en las tablillas de Amarna. Mientras, en el continente europeo, en el Peloponeso (Grecia), la dorada Micenas y la rica cultura indoeuropea que representa, desaparecían, barridas posiblemente por las invasiones dorias, como antes los micénicos habían terminado con la cultura cretense del Minoico Reciente (1450-1150 a. C.). Sus artistas y artesanos emigraron de un país devastado en el que era imposible encontrar compradores para sus realizaciones culturales, ofreciendo sin duda su arte a los ricos faraones del Nilo. Estos artistas fueron tal vez los culpables de la libertad de formas del conocido arte amarniense. De sus paisajes, frescos, joyas, conducciones de agua, bañeras, duchas, sanitarios y las extravagantes y libres deformaciones físicas en las representaciones de la familia real y el pueblo. Suyos debían ser el acusado naturalismo y el realismo de formas, colores y expresiones, totalmente innovadoras en un país con un arte anclado en el arcaico hieratismo de las formas y las representaciones ideales de paisajes, personas y animales. Un panorama cultural añejo y repetitivo favorecido por los sacerdotes de los antiguos cultos. Pero el cambio de Amarna, libre, desenfadado, luminoso, feliz y próximo se ha presentado en ciertas ocasiones como una herejía, algo impensable en un sistema religioso que carecía de dogma unitario y oficial, como veremos más adelante.

3.17. Luz en la oscuridad

Puede que todo este confuso panorama de relatos, mitos y realidades importe poco a los curiosos turistas que se asoman actualmente al borde del sarcófago para ver la cara, ennegrecida por el tiempo y los aceites que debían conservarla, del joven faraón Tutankhamón, que murió aproximadamente en el año 1325 a. C.

Él y un antepasado tienen el honor de ser los únicos monarcas egipcios de la Dinastía XVIII cuyas momias reposan para siempre en el Valle de los Reyes, porque, como una muestra de respeto para con el joven rey, Carter y sus compañeros de expedición decidieron que la momia descuartizada de Tutankhamón continuase descansando en su tumba, una consideración inicial con el rey-niño que, sin embargo, no tuvieron más adelante con sus restos mortales, destrozados para conseguir los tesoros que guardaba entre las vendas que los envolvían. Al otro faraón, cuya tumba ya estaba saqueada y vacía de riquezas, lo dejaron donde estaba dentro de su sarcófago, quizá por pura comodidad.

Si este encomiable gesto con Tutankhamón hubiese sido relegado, no obstante, en pro de las antiguas creencias funerarias de conservar el cuerpo y mantenerlo así ad eternum, llevándolo inviolado al Museo de El Cairo con las demás momias reales, donde hubiese tenido un buen mantenimiento (bueno, por entonces, al menos algo mejor que en su tumba), quizá el ka del rey lo hubiera agradecido más y no hubiera asesinado a sus descubridores, como asegura la leyenda de la maldición que los mató al poco tiempo. Partridge, uno de los estudiosos de la momia de Tutankhamón, ya decía en los primeros momentos del examen de la misma que «es irónico que la causa de este deterioro pueda haber sido la decisión de dejar el cuerpo en la tumba en condiciones lejos de ser las ideales». El caso es que los numerosos traslados tampoco ayudaron, de manera que, en la actualidad, la momia está casi destrozada, hecha pedazos. ¡Una pena!

Lamentablemente, como ocurre con innumerables periodos pasados y presentes, nunca se sabrá toda la verdad de esta época que hoy se pretende reconstruir en estas páginas. Con la humildad de quien sabe que nada sabe, la historia de Tutankhamón y su época bien puede empezar como todos los antiguos cuentos de hadas:

«Érase una vez un joven faraón de Egipto cuya tumba en el Valle de los Reyes fue descubierta casi intacta…».

A partir de aquí, comienza la leyenda.

Habían pasado más de tres mil años desde que las flores de una guirnalda cayeron en el umbral de la tumba del joven faraón, regadas por última vez por el llanto de un grupo de mujeres que sostenía, para evitar que cayese al suelo, a una joven viuda, que gemía, triste y desconsolada, aterrorizada por el incierto futuro que se abría ante ella, más negro que la sombra de la muerte que se había llevado a su joven marido.

El mismo aire reseco. El mismo sol, impasible, alumbra hoy las doradas arenas que antaño rodeaban la tumba. A su alrededor, las antiguas huellas de pies humanos y animales se confunden con las pisadas de los turistas modernos y las de los chacales del desierto, que aún guardan sus ruinas bajo la cumbre piramidal de la diosa-cobra, que recobra, poco a poco, al atardecer, el silencio que ama.