llos vivían desde hacía incontables milenios en la Isla, que se alzaba como un fantasma entre las brumas del Mar de Zafir. La Isla había estado allí siempre, con sus playas de arenas blancas donde rompían las olas que extendían su manto de espuma sobre la orilla; con sus acantilados de roca caliza, con sus bloques de mármol y su altísima montaña con al cumbre cubierta de nieve virgen. La Isla lo dominaba todo desde la superficie del mar, como un vigía insomne.
Los habitantes de la Isla eran gente alegre y pacífica. Sus risas cristalinas, sus albas túnicas, sus rostros agradables y bondadosos… eran parte de la Isla, como la Isla era parte de ellos. Poseían unas hermosas alas de pluma de cisne que le nacían en la espalda, y por ello solían decir que vivían más cerca del cielo que ningún mortal.
Su líder era un hombre a quien llamaban Guía, porque podía remontarse en el aire más alto que ninguno, enredando sus alas en jirones de nubes y observando la Isla desde arriba, por eso veía más lejos, y decía que subía tan alto que en los días claros podía ver en el horizonte la línea borrosa del continente.
Pero aquel día algo no era igual que siempre; los moradores de la Isla estaban serios y preocupados, y el Guía había dicho que no tenía ganas de volar; se había sentado sobre la roca más alta de los acantilados de caliza, porque necesitaba pensar.
La noche anterior, bajo la pálida luz de la luna llena, dos amigos habían tenido una fuerte disputa, quebrando la paz y la armonía en los corazones de las criaturas aladas. Gritos, malas palabras… aquello nunca antes había sucedido en la Isla.
El Guía meditaba, sus ojos fijos en la espuma de las olas que se estrellaban contra los bloques de mármol.
De pronto oyó un grito, y vio dos figuras que descendían volando desde lo alto de la montaña. El Guía no pudo distinguirlas con claridad, porque sus formas se confundían con el cielo, completamente encapotado con un manto de nubes blancas.
El Guía se puso en pie de un salto. Una de las figuras parecía perseguir a la otra, y las dos descendían en picado a una velocidad vertiginosa.
El Guía desplegó las alas y acudió a su encuentro. Suspendido en el aire, gritó… y su llamada de advertencia se mezcló con otro grito de miedo y dolor.
Todo fue demasiado rápido. Una mancha roja se extendía sobre las blancas rocas de mármol.
Retumbó un trueno.