islaTop6

nos días más tarde, Fisgón vio algo increíble, algo de lo que había oído hablar pero era incapaz de imaginar, algo que ni su amiga Silva había visto todavía, algo inmenso, insondable, que parecía infinito: el Océano.

La Parda Floresta acababa en una playa de arenas doradas, y, más allá, el agua se extendía hasta el horizonte. Liviana quedó boquiabierta.

—¡Pero si no se ve la otra orilla! —dijo—. ¿Es esto el mar? ¿Así, tan azul?

Única se miró las manos, de suave color azul. Pensó en su sueño y supo que estaba cerca, pero el mar, además de atraerla, la atemorizaba.

—Los elfos dijeron que mi gente huía de su lugar de origen —le dijo a Mattius—. Pero no sabían por qué.

Él no respondió. Contemplaba el mar mientras acariciaba a Sirius.

—Sabes… —añadió Única oprimiendo su flauta—. El caso es que no quiero volver allí. Me da miedo.

Mattius la miró. Los ojos violetas de Única se encontraron con unos ojos de un dulce color cielo.

—¿Tienes idea de lo que pudo haber pasado? —le preguntó el juglar.

Única iba a responder, cuando el viento les trajo las voces excitadas de los gnomos, que habían seguido adelante sin ellos.

—¿Habéis oído? —jadeó Cascarrabias—. ¡Dicen que el Camino se acaba ahí!

—No puede ser —musitó Única, y echó a correr para comprobarlo.

Cuando llegaron junto a Silva y Fisgón vieron que el Camino de sal se internaba en el agua… o, mejor dicho, parecía salir de ella.

—Vaya… —murmuró Mattius—. Única, amiga, parece que tus antepasados salieron del mar.

Única se mojó la punta del pie en una ola que lamía la arena, pero no se atrevió a acercarse más. Quizá sus antepasados habían salido del mar, pero ella nunca había visto tanta agua junta.

—¡Es absurdo! —dijo Cascarrabias—. ¿Cómo iban a salir del mar? Tiene más sentido pensar que proceden de una isla.

—Es posible que llegaran en barco —admitió Mattius—. Recuerdo una historia sobre gente que vivía en una isla blanca… pero eso no viene al caso.

—¡Cuéntala, por favor! —le pidió Única rápidamente.

Mattius la miró, sorprendido por aquel repentino interés.

—No la recuerdo entera y, además, no habla de tu gente, sino de unas criaturas de piel pálida que tenían alas en la espalda, como las aves.

—¿Y qué pasó?

—Cuenta la leyenda que fueron castigados por algo que hicieron, pero no sé cómo ni por qué. Es una historia algo confusa.

Única palideció. Atropelladamente, le habló a Mattius de su sueño.

—Entonces ya sabemos qué hay que hacer —dijo el juglar—. En algún lugar del Mar de Zafir hay una isla blanca. Ahí es adonde tenemos que ir.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó Liviana.

—Pues en barco, por supuesto. ¿Cómo si no?

Mattius conocía un pueblo de elfos pescadores al linde de la Floresta, de forma que se dirigieron allí. Obtuvieron de los marineros toda clase de facilidades. Nadie había oído hablar de una isla blanca, excepto en antiguas leyendas, pero un intrépido capitán dijo que su barco, aunque pequeño, estaba disponible para realizar la búsqueda.

A la semana siguiente, una mañana tranquila, zarparon.

Todo se había hecho con sorprendente rapidez para tratarse de elfos; pero cualquier elfo sabía quién era el hijo del Príncipe, aunque no visitara mucho la Floresta, y también sabía que no era como los demás: debido a su parte humana, a veces Mattius tenía prisa. Y no convenía hacerlo esperar.

Así comenzó la travesía.

El velero elfo avanzaba ligero, aunque se dirigía al azar. Sería muy difícil encontrar una isla perdida en el océano, les dijo el capitán. Pero no parecía preocupado, lo cual era obvio: él tenía mucho tiempo para buscarla.

Los días pasaron rápidamente. Única solía subir a proa para tocar su flauta allí, y que el viento esparciera la música por todo el barco. Fisgón y Silva empezaron por curiosearlo todo y, cuando no quedó ningún rincón a bordo donde no hubieran metido sus naricillas, comenzaron a aburrirse; por suerte, Mattius los entretenía contándoles historias. Cascarrabias pasaba los días entre mareo y mareo; Liviana habría jurado que, desde que zarparon, el duende estaba más verde que de costumbre, pero él no se quejaba, aunque solía decir que echaba de menos la hierba fresca bajo sus pies.

Una noche, Única subió a cubierta a contemplar las estrellas; allí se encontró con Mattius que, por lo visto, había tenido la misma idea.

—Hola —saludó la Mediana, sentándose junto a él—. ¿Qué piensas?

Mattius señaló el cielo.

—Estaba mirando ese grupo de estrellas —dijo—. Es la constelación del Can Mayor. Se llama así porque tiene forma de perro.

—¿Esa estrella que brilla tanto pertenece a ella? —preguntó Única.

Mattius asintió.

—Dicen los sabios que es la más brillante del cielo. Se llama Sirius.

—¡Como tu perro!

—No es casualidad. Le puse ese nombre a propósito.

Como si supiera que hablaban de él, Sirius los miró y movió el rabo.

—¿Comprendes ahora por qué tengo por único amigo a un perrolobo? —dijo el juglar—. Él es como yo. Un mestizo. No pertenece a ningún lugar.

Única calló durante un momento. Luego dijo:

—¿Y no aceptarías por amiga a la última de los nereidas? También yo soy única en el mundo. Y me siento muy sola —añadió.

—Lo sé —sonrió Mattius—. Pero tú tienes a tu gente, en alguna parte. Y tarde o temprano volverás con ellos.

Esto fue un golpe para Única. Era cierto que llevaba mucho tiempo buscando a los suyos. Pero, si los encontraba… ¿tendría que dejar a sus amigos? La dulce Liviana, el inquieto Fisgón, el gruñón Cascarrabias, la traviesa Silva, el fiel Sirius… y Mattius, el juglar.

—Ahora ya no sé si quiero volver con ellos —dijo a media voz.

—No digas eso. Estás extraña estos días; sé que no lo piensas en serio.

—¿Estoy extraña? —repitió ella, sorprendida—. No me había dado cuenta.

—Sí, lo estás. Tu música es diferente, y creo que es por el mar. Produce un extraño efecto en ti.

Única no dijo nada. Eso sí lo había notado: aquella inmensa extensión azul la inquietaba, y le hacía sentir como si un puño le oprimiera el corazón.

—Escucha, Única, tengo que pedirte un favor —dijo entonces Mattius—. Supongo que ya te habrás dado cuenta de que el mundo está hostil y las distintas razas desconfían unas de otras. Creo que se prepara una guerra.

Única asintió. El juglar prosiguió:

—Vi cómo actuó sobre el Príncipe de los elfos la magia de tu música. Cuando encuentres a tu pueblo… ¿querrías pedirles que toquen todos juntos una melodía para arrancar el miedo y el odio de los corazones de la gente?

—¿Podrían hacer eso? —preguntó Única, sorprendida.

—Es sólo una teoría, pero creo que sí. Tu música tiene algo especial; si una melodía tuya pudo aplacar la ira del monarca elfo… ¿qué podría hacer la música de todo un pueblo de gente como tú?

La idea empezaba a tomar cuerpo en la mente de Única.

—Lo intentaré —le prometió al juglar.

Ambos quedaron callados un rato, mientras Única se preguntaba qué haría cuando encontrase a los suyos. No quería dejar a sus amigos, y mucho menos a Mattius. Sentía por él algo especial.

Se preguntó si él sentiría algo parecido; se volvió para mirarle, pero Mattius parecía ensimismado mirando las estrellas. Única le llamó, y el juglar se volvió hacia ella.

—¿Me echarás de menos cuando me vaya? —le preguntó Única, mimosa.

—Claro que sí. Somos amigos, ¿no?

—¿Sólo eso? —Única parecía decepcionada—. ¿Nada más?

—¿Qué te pasa? —dijo el semielfo, confuso—. ¿Por qué me haces esas preguntas?

Única se sintió muy herida. Desde que había llegado al Valle Amarillo no había encontrado más que Gente Grande, y todos ellos la trataban como si fuese una niña pequeña, debido a su estatura. Ella no sabía la edad que tenía, pero sí sabía que, aunque era muy joven, no era una niña pequeña.

Había creído que Mattius era diferente, pero no. Él era el doble de alto que ella. Y no la veía como una persona mayor.

—Claro, tú no te das cuenta —dijo, irritada—. Me tratas como a una niña. ¡Y no soy una niña, soy casi adulta! Lo que pasa es que los nereidas somos todos así de altos, no crecemos más. ¡Y tú deberías saberlo!

Se levantó y se fue, echando chispas, a un rincón alejado, dejando a Mattius y al perrolobo completamente desconcertados.

—¿Qué mosca le habrá picado? —se preguntó el juglar, rascándose la cabeza, mientras Sirius emitía un corto ladrido.

No fue a buscarla, sino que se quedó allí, pensando en lo que ella había dicho.

Porque, pese a lo que pensase Única, Mattius no la veía como una niña. Pero él sabía que, de todas formas, ella tampoco era una adulta todavía. «Si fuese humana, tendría unos doce o trece años», se dijo el juglar. Bajó la vista y descubrió que su perro le miraba fijamente, con aire de reproche. «Le gustas, amigo», parecía decirle.

—Sí, eso parece —le contestó Mattius, un poco preocupado—. Es mi amiga, y le tengo cariño, ¿sabes? Pero somos diferentes.

«Tú siempre has dicho que la gente debería fijarse en las semejanzas, y no en las diferencias», pareció contestarle el perro.

—Y así lo creo, Sirius. Quiero a Única como a una hermana. Quiero que sea feliz entre su gente. ¿Está mal eso?

—No, no está mal. Todo lo contrario.

Mattius se sorprendió, porque esta vez había oído una voz de verdad. Entonces vio a Cascarrabias, que se acercaba tambaleándose por la cubierta.

—Gracias por preocuparte —dijo el duende—. Quería pedirte perdón por haber desconfiado de ti. A veces… soy demasiado gruñón. Eso nos pasa a casi todos los duendes.

Mattius sonrió.

—No te preocupes. Eres un gran tipo —le aseguró, y a Cascarrabias se le hinchó el pecho de orgullo.

Entonces, de pronto, un relámpago iluminó el horizonte; enseguida retumbó un trueno.

—¡Tormenta! —se oyó la voz del capitán elfo.

Inmediatamente, comenzó a caer una lluvia torrencial. Mattius no lo podía creerlo: ¡hacía un momento había estado mirando las estrellas en un cielo totalmente despejado!

Se reunieron todos en la cubierta, temblando, para ver qué pasaba.

—¡Qué emocionante! —comentó Silva; Cascarrabias le dirigió una mirada asesina.

No había tiempo para hablar, sin embargo; tenían que ponerse a cubierto rápidamente. Entraron todos por la escotilla; Única quedó algo rezagada, escuchando los truenos.

Rojo sobre blanco… retumbó un trueno…

—¡Única, date prisa! —gritó Mattius desde dentro.

Única volvió a la realidad. Iba a entrar tras sus amigos, pero de pronto una formidable ola barrió la cubierta…

Y la Mediana se vio luchando por su vida en medio del mar embravecido.

—¡¡Únicaaaa!! —oyó la voz de Mattius, que se desgañitaba llamándola.

Pero el velero elfo se alejaba de ella cada vez más, empujado por la tempestad. Otra ola se abatió sobre ella, y la hizo hundirse. Única luchó por salir a la superficie, pero el mar no la dejaba. Se ahogaría; además, la aterraba sentirse rodeada de tanta agua.

Luchó y luchó, conteniendo la respiración. Sentía los pulmones a punto de estallar. «Esto es el final», pensó. Y se rindió.

Tardó unos segundos en comprender de que seguía viva, y, lo que era más extraordinario: podía respirar bajo el agua.

Miró a su alrededor, pasmada, y probó a nadar. Entonces descubrió que sus manos habían cambiado, porque le habían crecido unas extrañas membranas entre los dedos para facilitarle los movimientos en aquel mundo subacuático. Algo parecido le había pasado en los pies.

Única se sintió muy asustada al principio e intentó escapar, aunque no sabía de qué. Comprobó entonces que podía nadar con increíble rapidez.

Miró a su alrededor. Arriba estaba la superficie; sentía el mar agitado sobre ella. Abajo, calma y silencio.

Silencio.

Vio algo en el fondo y, ya que no tenía nada qué perder, decidió echar un vistazo, y nadó hacia abajo. Según fue descendiendo, aquellas extrañas formas tomaron cuerpo. Única se quedó sin aliento.

Una ciudad.

Y la arquitectura le resultaba poderosamente familiar.

Una ciudad nereida.

Le vinieron a la mente las palabras de Mattius: «Vaya… Única, amiga, parece que tus antepasados salieron del mar». Lo había dicho como una broma, y nadie lo había tomado en serio. Pero…

Única se acercó. No había duda: blanca y azul. Ondas. Arcos, cúpulas y bóvedas. Y ni un alma.

Única recorrió las calles desiertas, sintiendo que aquellas membranas que le habían crecido entre los dedos la impulsaban con gran fuerza bajo el agua; los peces se asomaban entre las algas para mirarla, y ella les sonreía como a viejos conocidos en aquel milenario mundo azul.

Su mente bullía de preguntas. ¿De veras ese era el lugar de origen de su gente? ¿Qué tenía que ver la isla con todo aquello? ¿Quién los perseguía? ¿Y por qué se marcharon? ¿Y a dónde fueron?

Única se llevó la flauta a los labios para tocar esa música en la que Mattius tenía tanta confianza para remediar los males del mundo. Pero del instrumento sólo salieron burbujas. «¿Burbujas?», se dijo ella. Intentó repetir la palabra en voz alta, pero su boca sólo emitió… más burbujas.

Única se encogió de hombros. Ya estaba acostumbrada a que su flauta no funcionara en una ciudad de nereidas.

¿Pero cómo podían ser músicos si las flautas no tocaban música en sus ciudades?, se preguntó.

Vio entonces un enorme edificio con una hermosa cúpula blanca, que aún seguía en pie. Se acercó.

Sobre la puerta había un nombre grabado en unos caracteres que Única no había visto nunca pero que, de alguna manera, conocía. Leyó:

TEMPLO DE SILENCIO

Única se estremeció; no entendía qué estaba pasando, ni qué había pasado, pero tenía que averiguarlo, así que, dominando su pánico, entró. La puerta se cerró sin ruido tras ella. Una luz blanca la cegó. Se desmayó, y quedó flotando en el agua, inconsciente.

Y soñó.

Soñó con un pueblo de criaturas de blancas alas y albas túnicas, que vivían en una hermosa isla blanca. Soñó que un día ocurrió algo terrible, porque una de esas criaturas hechas de luz y bondad quitó la vida a uno de sus semejantes. Soñó que aquel era un crimen horrible, porque la vida es lo más preciado que tenemos, y nadie puede arrebatarla sin más. Soñó que, además, aquella primera muerte provocó una guerra, una lucha entre hermanos, como la de los minotauros.

Soñó que todas las criaturas aladas fueron castigadas: expulsadas de la Isla Blanca y condenadas a vivir en el fondo del mar. Perdieron sus alas, y sus manos y pies se adaptaron a la vida bajo el agua.

Pero no, lo peor no fue eso. Lo peor fue que, condenados a vivir en el fondo del mar, fueron también condenados al Silencio Perpetuo.

Los nereidas pasaron muchos siglos bajo el mar; hasta que uno de ellos, descendiente de otro a quien en la Isla Blanca llamaban el Guía, planeó un increíble plan de fuga, y se lo comunicó por señas a los demás; les dijo que más allá del mar había un continente, que el Guía había visto mucho tiempo atrás; les dijo que debían escapar del agua, pero no para volver a la Isla, pues allí el Silencio los encontraría. No; tenían que llegar a tierra firme.

Fue así como salieron del mar huyendo del Silencio; desaparecieron las membranas natatorias de sus manos y pies, pero nunca recuperaron sus alas. Y su piel había quedado teñida, después de tantos siglos en las profundidades del océano, de un suave color azul.

Pero el Silencio no se dio por vencido. Aterrados, los nereidas descubrieron que, allá por donde pasaban, iban dejando un rastro de sal. Así el Silencio, su implacable carcelero, los seguiría allá donde fueran.

De los elfos aprendieron el arte de la música, y lo desarrollaron incansablemente, porque la Música mantenía alejada al Silencio; por eso cada vez que nacía un niño nereida sus padres le colgaban al cuello una flautilla, y se aseguraban de que nunca se desprendiese de ella.

A través de sus sueños, Única revivió el éxodo de los nereidas, los Medianos del fondo del mar. Vio cómo construían sus ciudades con optimismo, buscando empezar una nueva vida rodeados de su música, hasta que sus instrumentos empezaban a fallar.

Esta era la señal de que el Silencio había vuelto a alcanzarles. Los nereidas recogían sus cosas y huían, dejando tras ellos un Camino de sal.

En el último reducto nereida, la ciudad de BosqueVerde, nuevamente fueron los descendientes del Guía quienes dieron con la solución. Huirían a un lugar donde el Silencio no podría alcanzarles. Un lugar que había estado junto a ellos durante mucho tiempo.

Única despertó.

No había logrado ver el final; o quizá el Silencio no quería que ella lo viese. Miró a su alrededor, atemorizada. Los nereidas se habían ido; pero quedaba ella, atrapada en la morada de su peor enemigo.

Vio que la puerta se abría tras ella.

El Silencio la dejaba marchar. ¿Por qué? ¿Y a dónde habían ido los nereidas?

Escapó del templo, nadando a toda prisa sin mirar atrás. Por alguna razón, el Silencio ya no estaba interesado en ella.

¿Sería que los nereidas habían vencido?

Única huyó rauda de la ciudad, y subió, y subió, y llegó a la superficie. Respiró hondo y oyó el sonido de su propia respiración. Eso le gustó.

A lo lejos, como una mancha blanca entre el inmenso azul del cielo y el inmenso azul del mar, se alzaba la Isla.

Única nadó hacia allí.