islaTop5

l anochecer vieron que la Garganta se abría y se despejaba el Camino. El juglar se detuvo para mirar atrás.

—Hemos salido de las Montañas —dijo—. No hay mucha gente que haya visto lo que hay detrás.

Fisgón estalló en una salva de preguntas atropelladas. Pero estaba oscureciendo, y no podían ver qué había más allá. Decidieron esperar al amanecer para proseguir su viaje, y encendieron un fuego.

Enseguida se oyó la voz del gnomo.

—¿Qué te pasa, Mattius? ¿Por qué no nos quieres contar nada del lugar que vamos a visitar?

—Estoy ocupado —respondió el juglar lacónicamente, pero se había tumbado bocarriba, con el gorro casi tapándole los ojos, y rasgueando su instrumento en ademán más bien perezoso.

Esta actitud irritó a Fisgón; y es tan difícil ver a un gnomo enfadado como encontrar un duende que no lo esté.

—¡No me trates como si no existiera! —chilló, y se lanzó sobre él.

Por supuesto, Fisgón, que medía quince centímetros, no podía hacerle daño a un hombre de metro ochenta y cinco como Mattius. Pero le arrebató el gorro, pensando que, puesto que Mattius nunca se lo quitaba, debía de tener un gran valor sentimental para él. El juglar se levantó de un salto.

—¡Eh! —gritó, furioso.

Pero era demasiado tarde. Fisgón, contento por haberle hecho reaccionar, se escabullía con el gorro, y se escondía detrás de Única.

Sin embargo, la broma tuvo otras consecuencias. Todos se quedaron mirando boquiabiertos a Mattius. Hasta Sirius ladró con inquietud.

Nadie se movió. El juglar, refunfuñando, recuperó su gorro sin contemplaciones y se lo caló, volviendo a tapar unas orejas… ¡puntiagudas, tan puntiagudas como las de Cascarrabias, Fisgón o Liviana!

—¡Oye! —exclamó el gnomo—. ¡Tú eres raro! ¡Los humanos no tienen las orejas puntiagudas!

—¿Ah, sí? ¿Y qué? —replicó Mattius, malhumorado; un gnomo es capaz de sacar de sus casillas al más templado y sereno.

—No confías en nosotros —lo acusó Cascarrabias—. ¿Por qué nos acompañas?

—Ya te lo dije: tenía que venir aquí de todas maneras.

—¿Y dónde es «aquí»? —insistió Fisgón.

—La Parda Floresta —dijo Mattius al fin, sentándose junto al fuego.

—¿Qué puede haber de terrible aquí? ¿Son sus habitantes más peligrosos que los minotauros? —preguntó Liviana.

—Pueden llegar a serlo —repuso Mattius, tras pensarlo un momento; parecía más calmado—. Pero a simple vista no lo parecen. No os preocupéis; no pasaríais la Floresta sin permiso, pero conmigo no tenéis nada qué temer.

—¿Qué aspecto tienen? —inquirió Fisgón.

—Veamos, si para vosotros los humanos son Grandes, los minotauros Muy Grandes, y a mí me llamáis el Alto… supongo que ellos serían… los Muy Altos.

—¡Más altos que tú! —exclamó Fisgón, fascinado—. ¡Yo creía que nadie podía superarte en altura, Mattius!

El juglar sonrió; pero Cascarrabias no había terminado con él.

—¿Y tú, quién eres? —quiso saber—. ¿Por qué tenemos que confiar en ti, si tú no confías en nosotros?

—Os he traído hasta el otro lado de las Montañas, ¿no?

—¡Alguna razón tendrás! Los tipos como tú no hacen nada sin pedir algo a cambio.

Eso no era verdad, pensó Única al recordar al minotauro Negro.

Mattius se levantó de un salto y se irguió en toda su estatura. El fuego proyectó sobre Cascarrabias una sombra larga y terrorífica. Sirius se plantó junto a su amo con el pelo erizado, gruñendo por lo bajo.

—¡No me das miedo! —lo desafió el duende, pese a que había retrocedido algunos pasos—. ¡Ni tú, ni ese perro pulgoso tuyo!

—¡Es un lobo! —replicó Mattius, herido en su orgullo.

—¡Lo sabía! —aulló Fisgón—. ¡Un lobo!

—¡También nos engañaste en eso! —exclamó Cascarrabias.

Mattius había perdido la paciencia.

—¡Técnicamente, es ambas cosas! —le gritó al duende—. ¡Quizá su padre fuera un perro pulgoso, pero su madre pertenece a una de las estirpes de lobos grises más antiguas y nobles de la Cordillera!

Sirius seguía gruñendo, con los ojos encendidos como ascuas.

—Pero tú eso no puedes entenderlo —prosiguió el juglar, temblando de ira—, porque eres un duende de pura cepa.

—¿Y por qué nos acompañas? —insistió Cascarrabias—. Le dijiste al Guardián que siempre viajabas solo. Yo lo oí.

Se hizo un silencio glacial. Entonces, Mattius respondió fríamente:

—¿Así que no me crees? Bien, te lo diré. Soy un juglar, y me gano la vida contando historias. La de Única es una de las mejores que he oído nunca. Y quiero saber cómo acaba.

Sin una palabra más, les dio la espalda, se envolvió en su capa y se retiró a un rincón alejado para dormir. Sirius se tumbó junto a él, enseñando los dientes a todo el que se acercaba; su amo quería estar solo.

Única también. Se acurrucó en su rincón, preguntándose si lo había dicho en serio, si sólo estaba con ellos para poder coleccionar una historia más. Suspiró, y recurrió a lo único que podía consolarla y alejar sus miedos: cogió su flautilla y empezó a tocar.

Los sonidos del instrumento de Única llegaron hasta Mattius, pero el juglar no se movió, y Fisgón y Cascarrabias empezaban a arrepentirse de haber organizado todo aquello.

Uno a uno, poco a poco, se durmieron.

A la mañana siguiente, Fisgón fue el primero en levantarse para ver a la luz del día qué aspecto tenía la Parda Floresta. Pero lo primero que notó fue que el juglar y su perrolobo habían desaparecido.

—¿Todavía estará enfadado por lo de sus orejas? —se preguntó el gnomo.

Corrió a despertar a sus amigos para informarles de las novedades.

Cascarrabias se rascó la cabeza, pensativo.

—Comprobemos si falta algo en nuestro equipaje —decidió.

Los otros lo miraron con la boca abierta.

—¡Eres injusto! —estalló Única—. ¡Él no es un ladrón!

—No puedes confiar en un hombre que no confía en ti —sentenció el duende—. Dijo que no podríamos cruzar la Floresta sin él, y nos ha abandonado. ¿Qué más pruebas quieres?

—No me extraña que nos dejara después de cómo le trataste anoche —repuso Liviana fríamente—. Yo también lo habría hecho, en su lugar.

—Es curioso que se uniera a nosotros después de ver tus piedras —replicó Cascarrabias—. Yo de ti comprobaría si siguen donde las dejaste.

Liviana se quedó pasmada.

—No lo dirás en serio. Te dije que era un buen hombre.

—Hasta tu magia puede fallar alguna vez. Bueno, mira lo de las piedras; si no se ha llevado nada, le pediré perdón cuando lo vea.

Liviana fue a buscar su saquillo. Volvió enseguida, consternada.

—No están —dijo a media voz—. Mis gemas de colores no están.

Única ahogó un grito. Cascarrabias cruzó los brazos, triunfante.

—¿Lo ves? —le espetó—. Él dijo nada más verlas que eran de gran valor.

Hubo un largo silencio. Única luchaba contra los sentimientos contradictorios que bullían en su interior. Le gustaba Mattius, le había gustado desde el principio, y había llegado a tomarle cariño. Ahora no sabía qué hacer sin él, y le costaba trabajo aceptar la idea de que se había marchado sin decir nada y, lo que era peor, llevándose algo que no era suyo.

Por fin levantó la cabeza y tomó una decisión.

—Seguiremos el Camino —dijo con gesto sombrío—. Y cruzaremos la Floresta, con o sin él.

Por una vez, todos estuvieron de acuerdo; ni siquiera Liviana tenía miedo de los Muy Altos, o de los peligros de la Floresta. Simplemente, debían seguir adelante.

Nadie dijo nada hasta que se internaron en un bello bosque de tonos castaños y dorados. Las hojas de los árboles eran de un suave color marrón, y una brisa templada recorría la hierba.

—Es bonito —comentó entonces Liviana—. Pero echo de menos el verde.

—Es como el otoño —dijo Fisgón—. El abuelo Trotamundos dijo que en algunos sitios, las plantas cambian de color en un determinado momento del año; no como en BosqueVerde, donde siempre es primavera.

Única caminaba con la vista fija en el Camino, sin mirar a su alrededor. No había hablado ni tocado su flauta en todo el día. Los demás la entendían, pero no era culpa de Cascarrabias que el juglar hubiera robado las joyas; Liviana se las habría dado si las hubiera pedido, pero las había cogido sin más.

A medio día llegaron a un claro donde vieron algo que no era nuevo para ellos: una ciudad Mediana abandonada… o lo poco que quedaba de ella.

Única se detuvo a contemplarla unos instantes. Luego, sin siquiera internarse por entre las ruinas, siguió andando, porque el Camino no terminaba allí.

—¿Y cómo creéis que serán los que viven aquí? —parloteaba Fisgón.

—Muy Altos —replicó Liviana, pero eso no era bastante para el gnomo.

Cascarrabias no escuchaba su charla; en realidad, estaba preocupado por Única, porque avanzaba a grandes pasos por el Camino, sin esperarlos, y eso no era normal en ella; siempre había sido considerada con la gente más pequeña que no tenía una zancada tan larga como la suya.

Única seguía adelante, mirando al suelo; pero de pronto se estremeció y levantó la vista.

Frente a ella había un grupo de extrañas criaturas de hermosos y juveniles rostros, delgados y tan altos que llegaban a los dos metros de estatura. Sus miembros eran flexibles y elegantes, sus pieles de suave color castaño claro, y sus orejas, puntiagudas como las de la Gente Pequeña. Se armaban con largos arcos y carcajs llenos de flechas. Sus grandes ojos almendrados observaban a los recién llegados con calma y sabiduría.

Única sintió una súbita alegría en su interior. Le recordaban vagamente a Mattius, pero, definitivamente, el juglar no era tan hermoso y sobrenatural como los Muy Altos.

—Bienvenidos al Reino de los Elfos, extranjeros —dijo uno de ellos con voz melodiosa—. ¿Qué os trae a la Parda Floresta?

Única recuperó el habla para decir, tartamudeando:

—Yo… me llamo Única, la Mediana. He venido desde BosqueVerde siguiendo el Camino de sal. Voy buscando a mi gente, los Medianos de piel azul. Vinieron aquí hace mucho tiempo; tenéis las ruinas de una de sus ciudades en la Floresta.

—Eso es cierto —dijo el elfo—. Pero ocurrió hace muchos siglos, y los Medianos se fueron hacia el bosque de donde tú vienes. No volvieron por aquí. Si lo que quieres es encontrarlos a ellos, quizá sería mejor que dieses media vuelta y te fueras al lugar de donde has venido.

Única trató de liberarse de la fascinación que le producían sus palabras amables y educadas. En el fondo, ¿qué le estaba diciendo? ¿Que se marchara? ¿Lo había entendido mal?

—No lo entendéis —dijo, moviendo la cabeza—. Los Medianos desaparecieron en BosqueVerde sin dejar ni rastro. Quiero encontrar su lugar de origen para tratar de averiguar a dónde fueron. Ya registré la ciudad de BosqueVerde y no encontré ninguna pista.

Los elfos rieron con suaves risas cristalinas. Única creyó que se burlaban de ella.

—¡No lo entendéis! ¡Se fueron y me dejaron atrás! ¡Yo soy la última!

Los elfos dejaron de reír.

—No nos interpretes mal, pequeña —dijo uno de ellos dulcemente—. Simplemente nos hace gracia que quieras volver al lugar de donde tus antepasados intentaban escapar desesperadamente.

—¿Qué lugar es ese? —preguntó Cascarrabias—. Si no nos dejáis pasar, al menos contadnos más cosas.

—Los elfos vivimos mucho tiempo —dijo el elfo—. Por eso recordamos las cosas con claridad, y conocemos más historias que el resto de la gente.

—Pero los Medianos llegaron de más allá de la Parda Floresta —añadió otro—. Dicen las Crónicas que se establecieron entre nosotros y les enseñamos el arte de la música.

Única lo miró con incredulidad. Al principio le habían gustado los elfos, pero ahora los veía fríos y arrogantes, y no le hacía gracia la idea de que la mayor habilidad de su pueblo procedía de ellos.

—Pronto nos superaron, sin embargo —prosiguió el primer elfo—. Porque para nosotros la música era un pasatiempo y, para ellos, una necesidad.

—¿Necesidad? —repitió Fisgón—. ¿Y eso por qué?

—No lo sabemos. Éramos muy pequeños cuando los Medianos se marcharon de la Floresta.

Los de BosqueVerde abrieron mucho los ojos. ¡Lo que estaban relatando había pasado hacía muchos siglos! ¡Y aquellos elfos que parecían tan jóvenes decían que ellos…!

—Los elfos vivimos mucho tiempo —repitió el elfo, sonriendo.

—Entonces, habrá elfos de más edad que recuerden qué pasó —dedujo Única—. ¿No podría hablar con ellos?

—Te hemos dicho que es mejor que des media vuelta y regreses a BosqueVerde —dijo uno de los elfos con dulzura, como si le hablase a un niño pequeño.

Única levantó la cabeza, miró a los elfos y declaró, muy decidida:

—Seguiré adelante.

Los elfos hablaron entre ellos en un lenguaje bello y musical. Finalmente, se volvieron hacia ellos encogiéndose de hombros.

—Muy bien —dijeron—. Entonces, tendremos que hacerte prisionera.

—¿Por qué? —preguntó Única, estupefacta—. ¡Si no he hecho nada!

—No te asustes. No te haremos daño si nos acompañas de buena gana.

Fisgón y Liviana cruzaron una mirada. Como ellos eran pequeños, quizá pudieran escabullirse sin que los elfos se dieran cuenta, y volver más tarde a rescatar a Única y Cascarrabias. Pero entonces descubrieron que no podían moverse.

—¡Magia! —exclamó Liviana, sorprendida.

¡De modo que los elfos eran magos! Eso explicaba muchas cosas.

Aquel hechizo sólo les dejaba elegir entre quedarse quietos y seguir a los elfos, pero en ningún caso caminar en otra dirección; si lo intentaban, quedaban inmediatamente paralizados. Así que no tuvieron más remedio que acompañar a los elfos a través de la Floresta.

Única caminaba indiferente. En realidad, ya nada le importaba. La traición de Mattius seguía pesándole como un puñal clavado en el corazón.

Al cabo de un rato llegaron a una magnífica ciudad de torres doradas que se elevaban altísimas, casi hasta las nubes. Todo en ella guardaba un perfecto y armonioso equilibrio, y los edificios eran tan delicados que parecían de cristal. Hermosísimos jardines tejían filigranas vegetales entre las altas y esbeltas construcciones élficas. Los Pequeños no se cansaban de mirar a su alrededor, maravillados ante tanta belleza.

Entraron en el palacio más hermoso de todos, algo intimidados. Mientras recorrían los pasillos, los ojos de Única se detuvieron en un rostro familiar entre un grupo de elfos.

—¡Mattius! —gritó.

Pero el juglar no pareció reconocerla. Sus ojos eran ahora grises como la pétrea Cordillera, y su mirada había dejado de ser dulce.

—¡Mattius! —repitió Única.

—¡Traidor! ¡Ladrón! —lo insultó Cascarrabias.

Los elfos los condujeron lejos del juglar. Los hicieron entrar en una bonita y amplia habitación bien iluminada.

—Esperad aquí a que el Príncipe os llame —dijeron, y cerraron la puerta.

Pronto comprobaron que aquello era una prisión. Tenía un hermoso ventanal, había espacio de sobra y los alimentaban bien, pero el cuarto estaba protegido por la magia y no podían salir.

Los días pasaban. Cuando ellos preguntaban cuándo verían al Príncipe, los elfos se encogían de hombros y respondían: «Tal vez mañana».

Única tenía su propia forma de protestar ante aquel encierro sin sentido: todos los días se sentaba junto al ventanal y tocaba y, aunque ella no podía saltar fuera, la magia sí dejaba pasar su música, que envolvía la ciudad desafiando a las más hermosas melodías llegadas desde los jardines élficos.

El que peor lo llevaba era Fisgón. El inquieto gnomo se pasó todo el primer día explorando la estancia pero, hecho esto, a la mañana siguiente dijo: «Me aburro».

Y comenzó a languidecer.

El tono verde de su piel se hizo más pálido, dejó de comer y se limitaba a mirar por la ventana con unos suspiros que partían el alma.

Sus amigos temían por él, y con razón: no hay peor tormento para un gnomo que dejarlo morir de aburrimiento.

Pero, como si hubieran adivinado que la vida de Fisgón corría peligro, un buen día los elfos trajeron una nueva inquilina para la habitacióncelda.

—¡Caramba! —exclamó una vocecita aguda cuando los elfos cerraron la puerta—. ¡Nunca antes había estado en esta habitación!

Miraron bien, se frotaron los ojos y volvieron a mirar. No cabía duda: la criatura no mediría mucho más que el dedo índice de un elfo, tenía orejas puntiagudas y piel de color verde, vestía ropas desenfadadas y un sombrerito de colores chillones, obtenido sin duda en alguno de sus innumerables viajes.

—¡Hola! —saludó resueltamente la joven gnomo, quitándose el sombrero con una reverencia—. Me llaman Silva la Escurridiza.

Fisgón se animó inmediatamente, y corrió a charlar con Silva. Esta le contó que añoraba BosqueVerde, pues llevaba varios años viajando por el mundo. Fisgón, por su parte, le contó el motivo de su viaje.

—¡Ja! —rio Silva—. No esperéis que el Príncipe os llame pronto. Los elfos viven muy despacio. Quizá dentro de varios años se decida a hablar con vosotros, y no le parecerá mucho tiempo; para ellos, los años son como los días. Además, el Príncipe tiene ahora otros problemas en mente.

Silva había viajado mucho, y les contó que en todas partes había una extraña inquietud; que los elfos desconfiaban de los minotauros y del Señor del Valle, y por eso ya nadie podía cruzar la Floresta.

—Ni siquiera al hijo del Príncipe lo han dejado pasar —suspiró Silva—, porque venía por el Camino del Valle. Es cierto que nunca lo quisieron demasiado aquí, pero hasta ahora no habían llegado a ese extremo.

A Única no le interesaban los asuntos de la familia real élfica.

—¿Cómo sabes tantas cosas? —preguntó Cascarrabias.

Silva se llevó un dedo a los labios con una sonrisa juguetona.

—¡No me llaman la Escurridiza por casualidad, amigo duende! ¡He rondado por este palacio durante días antes de que me echaran el guante!

—Tenemos que salir de aquí, como sea —suspiró Cascarrabias.

No había terminado de decirlo cuando se abrió la puerta.

—Quedáis en libertad —dijo el elfo—. Han pagado vuestro rescate.

—¿Y podremos seguir el Camino? —preguntó Única.

El elfo asintió, y se apartó para dejarlos pasar. Silva se ocultó en el morral de Única, y aprovechó así para salir con ellos.

—¿Quién habrá pagado nuestro rescate? —se preguntó Cascarrabias.

—¡Qué más da! ¡Somos libres! —reía Fisgón, correteando feliz bajo los rayos del sol.

—No sé, pero últimamente se pagan muchos rescates —comentó Silva—. Figuraos que ayer vi nada menos que al hijo del Príncipe negociando con su padre acerca de la libertad de unos amigos suyos. La pagó con un montón de piedras preciosas.

Única se volvió inmediatamente hacia ella.

—¿Qué has dicho?

—Que negoció un rescate —repitió Silva pacientemente—. El hijo del Príncipe. El mestizo. Le dio a su padre un saquillo de piedras preciosas.

—Es él —susurró Única—. ¡Mattius!

—¿Mattius? —repitió Silva, sorprendida; le brillaban los ojos—. ¡Oh, Única, no me digas que conocéis al hijo del Príncipe de los elfos! ¡No me digas que vosotros sois los amigos a los que quería liberar!

—Me parece que sí —murmuró Única, sintiéndose algo culpable—. Cuéntame más cosas de él, por favor —le pidió a Silva.

—Es una historia de todos conocida. El Príncipe se enamoró de una bella humana del Valle, y se casó con ella. Tuvieron un hijo, pero los nobles elfos nunca estuvieron de acuerdo con aquella boda. ¿Cómo iba a gobernarlos un mestizo, alguien que no era elfo de pura raza? En fin, con los años la mujer envejeció y murió, pero el Príncipe siguió viviendo, porque los elfos viven mucho tiempo. Pero no volvió a casarse.

Única era incapaz de decir nada; Silva siguió hablando por ella:

—Encima, el semielfo le salió rebelde. Como vio que aquí no le tenían mucho cariño, cogió un laúd, se echó a los caminos y se hizo juglar. ¡Juglar! Esto le sentó muy mal a su padre, claro… si al menos hubiera sido un trovador, de esos elegantes que cantan a las damas en los palacios y componen poemas de amor… pero no; el semielfo, el hijo del Príncipe de los elfos, se convirtió en un polvoriento juglar que iba de aldea en aldea relatando historias.

—¿Y por qué ha vuelto? —quiso saber Cascarrabias.

—¿Cómo voy a saberlo? —respondió Silva, encogiéndose de hombros—. Vosotros lo conocéis, ¿no?

Única le contó entonces cómo los había dejado por la noche, sin decir nada, llevándose las piedras preciosas de Liviana.

—Bueno —dijo Silva—; entonces, quizá se adelantó para asegurarse de que os dejarían cruzar la Floresta. Quizá también tenía ganas de volver a ver a su gente… qué sé yo. Pero los elfos ya no confían en él. No le dejarán abandonar la Parda Floresta nunca más.

—¡Pero no pueden hacer eso! —exclamó Única—. Mattius necesita viajar.

—Pues entonces debería habérselo pensado dos veces antes de volver al palacio. Sabía que las cosas andaban mal, que se arriesgaba a que no le dejaran marcharse si volvía ahora. Sólo por curiosidad, ¿cómo lo conocisteis? Parece que se ha tomado muchas molestias por vosotros.

Única lanzó una mirada acusadora a Cascarrabias, que miró al suelo, avergonzado. La Mediana dio media vuelta y volvió a entrar en el palacio.

—¡Espera! ¿A dónde vas? —la llamó Cascarrabias.

—¡A buscar a Mattius! ¡Y no me voy sin él!

—¿Esa chica no sabe que es peligroso entrometerse en los asuntos de los elfos? —preguntó Silva.

Cascarrabias resopló y echó a correr tras ella; los gnomos y el hada lo siguieron.

Nadie les cortó el paso, porque ahora ya no eran prisioneros. Única se detuvo una sola vez para preguntar dónde estaba el salón del trono y, una vez obtenida la información, siguió andando muy decidida.

Tampoco les impidieron entrar a ver al Príncipe. Aquello no era un delito, porque el soberano de los elfos tenía tiempo de sobra… pero sí una tremenda falta de educación.

Pero a Única no le importaba. Irrumpió en la sala sin contemplaciones.

El Príncipe de la Parda Floresta estaba sentado en lo alto de un trono labrado y adornado con incrustaciones de oro. Era un elfo ya maduro, y parecía muy cansado. Una fina diadema le ceñía la frente.

Frente a él estaba Mattius el Semielfo, el juglar.

—¡Mattius! —gritó Única, y corrió junto a él.

—Les dije que os dejaran en libertad —dijo el juglar frunciendo el ceño.

—Y lo han hecho. Pero no nos marcharemos sin ti.

Esta audaz declaración la hizo mirando a la cara al Príncipe que, sin embargo, ni se inmutó.

—Habéis hecho la mitad del viaje sin mí —dijo Mattius—. Podéis seguir solos.

—No es eso —insistió ella—. Sabemos que no serás feliz si no puedes viajar de un lugar a otro; por eso, no te abandonaremos aquí.

El Príncipe alzó sus finas cejas, desconcertado; además de Única, en la puerta había un duende, un hada y dos gnomos.

—Única está buscando a los suyos, padre —dijo Mattius—. ¿Recuerdas algo de ellos?

—Un nereida —dijo el Príncipe, mirando a Única—. Hacía siglos que no veía uno de ellos.

—¿Alguna vez visteis a alguien como yo? —preguntó ella sorprendida.

—Han pasado varios siglos desde entonces —recordó el elfo—. Yo era un joven atolondrado cuando los Nereidas llegaron asustados huyendo de un enemigo que, según decían, los perseguía implacablemente. Se quedaron unos años entre nosotros, construyeron una ciudad en la Floresta… no logramos hacer desaparecer ese rastro de sal, pero les enseñamos el arte de la música, que ellos utilizaban para rechazar a sus enemigos… creo recordar. Pero nunca dijeron de quién huían; tenían miedo de pronunciar su nombre. Un día recogieron todo y se fueron, pero no vimos a nadie tras ellos.

—¿No? —soltó Fisgón, incrédulo—. ¡Pero debía de ser un monstruo espantosamente grande si le tenían tanto miedo! ¿Por qué no lo vio nadie?

Única guardó silencio. Y entonces le pidió al Príncipe, lisa y llanamente, que dejara marchar a Mattius. Le contó cómo había ayudado a la gente del Valle frente al Señor, cómo se había enfrentado al Rey de Ciudad Minotauro y cómo llevaba la alegría a todas las aldeas. Le dijo que, si no le dejaba hacer su trabajo, su hijo nunca sería feliz en la Parda Floresta.

—Mattius ha venido aquí para pedirme que no luche contra ese Señor del Valle que quiere invadir mi reino —dijo entonces el Príncipe—. ¿Qué pretende? ¿Que deje entrar aquí a los humanos? ¿Que se apoderen de la Parda Floresta? Está actuando como un traidor a su pueblo.

—¡Sólo intento evitar una estúpida guerra! —replicó Mattius, furioso—. ¡No creo que…!

Pero lo interrumpió una dulcísima melodía que hizo que todos enmudecieran inmediatamente.

Única la Mediana, la Última Nereida, tocaba.

Nadie dijo nada mientras la música los envolvía y se extendía por todo el palacio del Príncipe de los elfos. Fuera lo que fuese lo que estaban haciendo, todos se detuvieron a escuchar la melodía de la flautilla.

Cuando la música cesó, el silencio pareció aterrador. Pero la expresión del Príncipe ya no era severa, y sus ojos se habían dulcificado.

—Música nereida —dijo—. La he oído todos los días en mi palacio, y no sabía de dónde venía.

Hizo una pausa. Luego prosiguió.

—Tu música me ha traído recuerdos de mi juventud. Es el mejor regalo que podrías haberme hecho. Si un puñado de gemas de la Cordillera vale el rescate de cinco criaturas de BosqueVerde, una canción nereida vale el rescate del hijo del Príncipe de los Elfos.

—¡Hurra! —chillaron Fisgón y Silva a dúo.

—Intenta detener esto, Mattius —le dijo el elfo a su hijo—. No seré yo quien ataque a los reinos vecinos, pero tendré que defender la Floresta si intentan invadirnos, ya lo sabes.

Mattius asintió.

—Gracias, padre. Por el momento, acompañaré a Única y sus amigos en su viaje. Hay algo que deseo saber.

Única miró al juglar, intrigada; los ojos de este eran ahora de un suave color pardo.

Se despidieron del soberano con una reverencia y dieron media vuelta para marcharse; en la puerta, Mattius se volvió de nuevo.

—Por cierto, padre —dijo—. ¿Qué has hecho con mi perro?