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l Camino! —chilló Fisgón—. ¡El Camino sigue por aquí!

Única y Cascarrabias echaron a correr, seguidos por Sirius, que trotaba alegremente, y de Liviana, que volaba tras él. Mattius se quedó atrás, esbozando una media sonrisa. Cuando llegaron a la altura del gnomo, descubrieron que lo que decía era cierto.

El juglar llegaba en aquellos momentos, con paso tranquilo.

—¡Mira, Mattius! ¡Voy a encontrar a los míos! —dijo Única.

Esto no era del todo cierto, se dijo Cascarrabias. En aquella dirección sólo encontraría el lugar de donde partió su pueblo. Que ellos estuvieran allí era otra cuestión. Sin embargo, el duende miró a Mattius con expresión culpable. Como había prometido el juglar, estaban de nuevo en el Camino.

Mattius se agachó, cogió un puñado de arena blanca y la probó.

—Es sal —dijo, pensativo.

—Eso ya lo sabíamos —replicó Fisgón, impaciente—. ¿A qué esperamos?

—Es una de las cosas que siempre me ha intrigado del Camino —explicó Mattius—. La sal se disuelve con el agua, y ha llovido mucho desde que los Medianos pasaron por aquí. Y, sin embargo, el Camino sigue en su sitio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Única.

—Que quizá alguien evitara adrede que la lluvia lo disolviera. Con magia, o algo así. Se tomó muchas molestias para localizar a tu gente, ¿no?

Mattius se puso en pie para no perder de vista al gnomo, que ya trotaba siguiendo el Camino.

—¡Eh, para! —le gritó—. ¿Vas a cruzar la Garganta del Fuego tú solo?

Fisgón lo oyó y volvió atrás, no por miedo sino por curiosidad.

—¿Qué es la Garganta del Fuego? —le preguntó a Mattius.

—Es un paso encajonado entre roca, que comunica los dos lados de las Montañas. Nadie pasa por allí sin dar explicaciones a los minotauros.

—¿Eso es peligroso? —quiso saber Liviana.

Mattius se encogió de hombros.

—Depende de con quién vaya uno. Casualmente, estáis acompañados por la persona adecuada.

Cascarrabias resopló por lo bajo, pero no dijo nada. Única veía al juglar como un héroe, y él no quería herirla. Y Liviana había dicho que era buena persona.

Como ya anochecía, acamparon entre las enormes piedras de las Montañas, más rojas que nunca, porque las bañaba la luz del atardecer.

Única dejó de contemplar el magnífico espectáculo crepuscular cuando las primeras estrellas aparecieron en el cielo, y Mattius encendió una hoguera.

—¿Cómo son los minotauros? —preguntó entonces Fisgón.

—Son hombres fornidos y fuertes, y tienen cabeza de toro —respondió Mattius.

—¡De toro! —repitió Fisgón maravillado—. ¿Y eso por qué?

—Porque son medio hombres, medio toros.

—¿Y son tan altos como tú?

—Son más altos que la gente del Valle, pero no tan altos como yo. Aunque sí más anchos y grandes —añadió sonriendo, y los demás sonrieron con él: Mattius era muy delgado.

—¿Y son peligrosos? —siguió indagando Fisgón.

Mattius no respondió enseguida; se quedó mirando fijamente el fuego, y sus ojos brillaban con destellos rojizos.

—Las Montañas Rojas son el hogar de la sangre y el fuego —dijo—. Hay una historia que cuenta que en otro tiempo vivió aquí una raza de minotauros negros, pacíficos y bondadosos. Pero entonces llegó otra estirpe de minotauros de pelaje bermejo, violentos y ambiciosos, y los Negros fueron expulsados de las Montañas. Los minotauros Rojos no son de fiar. Pero tampoco los hombres del Señor del Valle lo son —añadió para sí mismo.

No comprendieron lo que quería decir, y tampoco preguntaron más. Mattius estaba muy callado y parecía ausente. Única se durmió contemplando al juglar, y cómo el fuego arrancaba brillos rojizos de su cabello castaño.

A la mañana siguiente, prosiguieron su viaje siguiendo el Camino de sal. Única iba delante con Fisgón, bailando al son de la música de su flautilla.

Por la tarde alcanzaron la Garganta y se detuvieron, intimidados.

Era, como había dicho Mattius, una enorme brecha entre las Montañas, un paso para atravesarlas. El Camino discurría sobre la tierra roja, encajonado entre dos gigantescas paredes que parecían elevarse hasta el sol. En aquel lugar, cualquier sonido rebotaba hasta el infinito, y el eco se encargaba de reproducirlo y propagarlo por toda la Garganta.

Única se estremeció. «Blanco sobre rojo», pensó. En su sueño era al revés: rojo sobre blanco. Levantó la cabeza y, muy decidida, echó a andar.

Mattius se desperezó, estirándose cuan largo era.

—¡Adelante! —dijo simplemente, y los otros obedecieron.

Al atardecer llegaron a un recodo en el cañón. Entonces se oyó una voz terrible que retumbó por el desfiladero, y el eco reprodujo fielmente:

—¡Alto! ¿Quién va?

Única se tapó los oídos, trastornada por el sonido de aquella voz repetida tantas veces. Buscó con la mirada y vio, en lo alto de la pared rocosa, un imponente ser medio hombre medio toro, de pelaje rojizo y ojos que parecían echar chispas. Bañado por el sol del ocaso, parecía estar envuelto en llamas. En una mano sostenía una larga lanza, como las que habían visto en la Cordillera, y Única no dudó que sabía emplearla muy bien.

—Ahí va —dijo el gnomo, admirado—. Es Muy Grande.

En otras circunstancias, Única habría sonreído ante aquel comentario de Fisgón, para quien el minotauro era Muy Grande, y Mattius simplemente Alto.

Miró a su nuevo amigo, esperando que los sacara de aquella, pero el humano parecía muy tranquilo.

—Soy sólo un pobre juglar errante que está de paso —dijo Mattius, alzando las manos en son de paz.

El eco se encargó de hacer llegar la respuesta hasta el minotauro, que guardó silencio durante unos instantes.

—¡Hum! —dijo por fin—. ¡Eres un hombre ciertamente extraño, no te pareces a los del Valle!

—Procedo de muy lejos, señor —respondió Mattius con calma.

—¿De dónde vienes, y a dónde vas? —exigió saber el minotauro.

—Acabo dejar el Valle y voy al reino más allá de las Montañas.

La punta de la lanza estaba dirigida ahora a Única y sus amigos.

—¿Quiénes son esos?

—Criaturas de BosqueVerde, más allá de la Cordillera Gris. No representan ninguna amenaza.

—¡Eso lo decidiré yo!

—No creo que un grupo de Pequeños sea problema para todo un pueblo de minotauros —observó el juglar—. ¿Podemos pasar?

—¿Cuál es tu nombre?

—Mattius el Juglar.

—¿Sólo eso?

—Así me llaman —replicó él—. Así se me conoce en el mundo entero.

El minotauro calló durante un instante. Luego exclamó sorprendido:

—¡Caramba, Mattius, eres tú! ¡Ya casi me había olvidado! ¡Ha pasado tanto tiempo…!

—Efectivamente, amigo Guardián; han pasado muchos años.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —le reprochó el minotauro, bajando la lanza—. ¡Bienvenido a las Montañas Rojas!

Fisgón, Única y Liviana cruzaron una mirada, sonrientes. Pero Cascarrabias estudiaba al minotauro con desconfianza.

—Debes reconocer que no hay muchos hombres como yo —dijo Mattius, trepando sin dificultad hasta donde estaba el Guardián—. Me sorprende que no me recordaras. ¿Era necesario todo esto? Has asustado a mis amigos.

—Bueno, bueno —rio el Guardián—. La última vez que te vi eras mucho más joven. Y no tenías esa horrible barba.

Mattius hizo una mueca y se rascó la perilla; estaba muy orgulloso de ella.

—Y ese chucho era un cachorrillo —añadió el minotauro, señalando a Sirius—. Además… tenía entendido que siempre viajabas solo.

El juglar dirigió una breve mirada a Única y sus compañeros.

—Esta es la única excepción, te lo aseguro —respondió—. Necesitamos cruzar las Montañas Rojas. Vamos siguiendo el Camino de sal.

—Presentaréis antes vuestros respetos al Consejo —dijo el Guardián, muy serio.

—Por supuesto —respondió Mattius suavemente—. Además, he venido expresamente para hablar con ellos.

El rostro del Guardián se relajó, y volvió a sonreír.

—Seguidme, pues —dijo.

Había un sendero entre las rocas, y echó a andar por él. Los Pequeños y la Mediana alcanzaron al juglar.

—¿Por qué le has dicho que iríamos? —susurró Cascarrabias irritado.

—Porque no conviene contradecir a un minotauro Rojo —respondió Mattius—. Son terribles cuando se enfadan. ¿Recordáis la historia de anoche?

Cascarrabias asintió, tragando saliva, y no volvió a abrir la boca.

El minotauro los condujo hacia un enorme espacio a cielo abierto entre las montañas, rodeado de roca por todas partes, donde cientos de cavernas se abrían en las paredes de piedra rojiza.

—Esto es Ciudad Minotauro —explicó el Guardián a los extranjeros.

Fisgón lo espiaba todo con ojos brillantes, siempre bien oculto detrás de Mattius. A los demás no les gustaba verse rodeados de tantos minotauros, aunque ellos apenas les prestaban atención; parecían todos muy atareados.

—Así que es cierto que preparáis una invasión —comentó Mattius.

—¿Bromeas? —replicó el Guardián, volviéndose hacia él—. ¡Es el Señor del Valle quien quiere invadirnos a nosotros! Sólo nos defendemos.

—¿Por qué iba a querer invadir las Montañas? Es absurdo.

—No son las Montañas lo que le interesa, sino lo que hay detrás.

Mattius miró fijamente al minotauro. Se había puesto pálido de pronto, y sus ojos eran de un azul tan claro que parecía cristal de hielo. Única se sintió inquieta, porque era la primera vez que lo veía nervioso.

—Estás de broma —dijo el juglar—. Nunca podría vencerlos a ellos.

—¿Quiénes son ellos? —se oyó la voz aguda de Fisgón; nadie le hizo caso.

—Eso ya lo sé —respondió el minotauro—. Pero el Señor del Valle se ha vuelto muy engreído.

Mattius desvió la mirada.

—No podrá ganar. Valle Amarillo será devastado. Y los campesinos…

—No es nuestro problema. Pero sí sé que los humanos del Valle jamás cruzarán las Montañas.

Mattius pensó involuntariamente en las gemas de Liviana que fueron utilizadas para salvar la aldea… y para comprar armas.

El Guardián los condujo hasta un gran espacio circular formado entre las rocas. Al fondo había siete minotauros rojos sentados en alto. Ante ellos se encontraba un minotauro muy extraño, porque tenía el pelaje de color completamente negro. Tras él había muchos otros minotauros rojos, hablando entre ellos en voz baja.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Fisgón.

—Es un juicio —respondió el Guardián—. El Consejo va a juzgar al minotauro negro.

—¿Por qué?

—Porque es un espía.

El Guardián avanzó entre la gente, y Mattius y sus amigos le siguieron. Entonces uno de los miembros del Consejo se dio cuenta de que se acercaban. Era un minotauro enorme, más grande que el resto, y cuyo pelaje era de un color rojo más intenso.

—¡Guardián! —exclamó, y todos callaron de pronto—. ¿Cómo te atreves a interrumpir el juicio?

El Guardián iba a responder, pero entonces se oyó la clara voz de Mattius sobre la multitud:

—Saludos, Majestad.

Sorprendido, el minotauro más grande buscó con la mirada al que había hablado. Vio al juglar, y frunció el ceño.

—¡Tú! —exclamó—. Te recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.

Mattius se inclinó brevemente ante el Rey de los Minotauros.

—¿Qué vais a hacer con ese pobre minotauro Negro? —quiso saber el juglar—. Pensaba que ya no quedaban de esos.

Debió de haber dicho algo terriblemente inconveniente, porque el soberano se sobresaltó y se enfureció.

—¿Cómo te atreves? ¡Recuerda que sobre ti pesa todavía una condena de muerte!

Única ahogó un grito y se acercó a Mattius, como intentando protegerlo. Cascarrabias, Fisgón y Liviana se arrimaron unos a otros, asustados.

—No lo he olvidado —replicó Mattius, con calma—. Teníamos un trato. Y yo he venido a cumplir mi parte.

Entonces uno de los miembros del Consejo, el que parecía más anciano, asintió.

—Lo recordamos —dijo—. Te capturamos hace mucho tiempo, Mattius el Juglar, pero tu origen te salvó la vida… con una condición. A cambio de tu libertad te pedimos una historia: la historia de los Minotauros Rojos. Y tú juraste encontrarla.

—También yo recuerdo mi promesa —sonrió Mattius—. Los Minotauros Rojos llegaron a estas montañas hace varios siglos, pero no recuerdan de dónde proceden ni quiénes fueron sus antepasados. Juré descubrirlo.

Única respiró hondo, un poco preocupada. ¡También los Minotauros Rojos buscaban sus orígenes, igual que ella! ¿Qué podía significar aquello?

—Bien —prosiguió Mattius—. Ha sido difícil cumplir con vuestro encargo, lo reconozco. He buscado y preguntado, he recorrido el mundo y he recogido infinidad de historias acerca de vosotros y las montañas, sin saber cuál de todas era la verdadera. Porque yo soy un juglar y, si hay algo que sé bien, es que no hay límites entre Historia y leyenda. Sólo cuento historias, no compruebo si fueron ciertas. Para un juglar, todos los cuentos son verídicos, y ninguno lo es.

»Sin embargo, no olvidé la promesa que os hice, y seguí buscando. Hasta que, en cierta ocasión, oí a alguien cantar una triste balada, una historia de odio y rencor. Y, desgraciadamente, esa era la verdadera historia de vuestro pueblo.

Hubo murmullos entre los minotauros.

—Cuéntanos esa historia —pidió el anciano.

Pero Mattius negó con la cabeza.

—Juré averiguarla, no contarla aquí, ante todos. Si queréis escucharla, tendréis que darme algo a cambio.

Pareció que el Rey iba a enfadarse otra vez; pero miró a los miembros del Consejo, y estos parecían de acuerdo con el juglar, así que suspiró.

—¿Qué es lo que quieres, Mattius? —preguntó con gesto cansado.

—Veníamos de paso nada más —explicó él—. Mis amigos y yo solicitamos permiso para atravesar vuestro reino. Y pedimos también una información.

Los ojos del rey se detuvieron sobre Única y los Pequeños.

—¿Qué extraña comitiva es esta, Mattius?

—Acompaño a la señorita Única en un viaje en busca de su pueblo. ¿Por casualidad no habréis oído hablar de los Medianos de piel azul? —interrogó.

Única se sintió muy halagada al oírse llamar «señorita», y miró al juglar.

—Los únicos Medianos que yo conozco son los condenados enanos de la Cordillera —rugió el rey—. Y su piel es tan gris como la roca que trabajan.

—Yo los conozco —se oyó entonces una voz.

Era el minotauro Negro quien había hablado, y ahora añadió:

—Vivían en las Montañas antes de que los Rojos nos echaran de ellas.

Uno de los que lo vigilaban iba a golpearlo para que callara, pero Mattius alzó la mano. El minotauro miró al rey, que negó con la cabeza; así que tuvo que dejar hablar al Negro:

—Dicen las leyendas que tocaban una música maravillosa, y que llegaron de lejos para instalarse en las Montañas. Dicen que avisaron a los minotauros Negros de que algo terrible se acercaba. Recogieron sus cosas y se marcharon, dejando un rastro de sal; y nosotros nos quedamos aquí. Pocos días después, llegó la guerra contra los minotauros Rojos.

Única abrió la boca, horrorizada. ¡Así que su pueblo huía de los minotauros Rojos! ¡Y ahora estaba rodeada de cientos de ellos!

Cascarrabias adivinó sus pensamientos, y carraspeó:

—Los Medianos se instalaron en el Valle y huyeron de él —razonó—. Levantaron una ciudad en la Cordillera, y la abandonaron; y siguieron hasta BosqueVerde, donde vivieron un tiempo y desaparecieron. Si no he entendido mal, los minotauros Rojos no han dejado las Montañas desde que llegaron a ellas; por lo que pienso que era otro el peligro que corría la gente de Única.

Mattius lo miró con aprobación.

—Está bien —gruñó el rey—, ya tienes información y mi permiso para cruzar la Garganta del Fuego. Ahora, exigimos que nos cuentes la historia de nuestros ancestros.

—De acuerdo —dijo Mattius; se aclaró la garganta y empezó a hablar—: Dice la leyenda que mucho tiempo atrás, las Montañas no eran rojas, sino negras como el carbón, y en ellas vivía una raza de minotauros de pelaje color negro azabache. Cuenta la historia que uno de los grupos se volvió contra el otro, y hubo una terrible guerra entre hermanos. Entonces el pelaje de los atacantes no era rojo, sino negro como el de sus víctimas. Porque, en tiempos remotos, todos los minotauros fueron Negros.

Entonces todos los minotauros empezaron a gritar a la vez, muy ofendidos.

—¡Nosotros somos los Minotauros Rojos! —exclamó el Rey—. ¡Esa historia es falsa!

—¡Silencio! —dijo entonces el más anciano del Consejo.

Y todos se callaron de pronto, en señal de respeto. Incluso el Rey.

—Continúa, por favor —pidió el anciano, y los del Consejo asintieron.

—No se conformaron con expulsarlos de allí —prosiguió Mattius—, sino que los persiguieron hasta matarlos a todos. Las Montañas quedaron teñidas con la sangre de sus víctimas… y el pelaje de los asesinos también.

—¡Va conseguir que nos maten a todos! —gimió Cascarrabias.

—Circularon muchas historias acerca del cambio de color de las Montañas —concluyó Mattius—. Pero lo cierto es que ni las Montañas ni el pelo de los minotauros son de color rojo fuego… sino rojo sangre. Y el minotauro más rojo de todos es aquel que dirigió el ataque y luego fue coronado Rey de los Minotauros. Sus descendientes también fueron más rojos que los demás; fue así como la maldición cayó sobre los minotauros, y su acción fue castigada con la marca eterna del asesino.

Reinó el silencio entre los minotauros, un silencio sorprendido y lleno de preguntas. Única se atrevió a mirar a los miembros del Consejo, y vio algo asombroso.

El más anciano lloraba. Y, allí por donde pasaban las lágrimas, dejaban marcas negras en su rojo pelaje… como si aquellas lágrimas lo estuviesen lavando, y descubriendo debajo un color original ya perdido…

—Así que ya lo sabéis —dijo Mattius—. Vuestros antepasados son los mismos que los antepasados de los Minotauros Negros. Sois un solo pueblo. Todos somos un solo pueblo, en realidad —añadió a media voz.

Dio una mirada circular, y vio que, igual que el más anciano del Consejo, algunos minotauros lloraban también, y sus lágrimas borraban el color rojo de sus mejillas…

Única estaba muy sorprendida y asustada; miró a Mattius, pero él mostraba su habitual media sonrisa.

El Rey miró a su alrededor, confundido. Entonces se volvió hacia Mattius. Parecía hundido y cansado.

—Llévatelo —dijo a media voz, dándoles la espalda—. Vete, y no vuelvas.

Dio una orden y los guardianes, confundidos, soltaron al prisionero.

El minotauro Negro se frotó las muñecas y miró al juglar.

—¿Querrás acompañarnos? —le preguntó Mattius.

El minotauro asintió sin una palabra.

Abandonaron Ciudad Minotauro sin que nadie les detuviera, y llegaron a la Garganta sin incidentes. Cuando pasaron junto al Guardián de la Garganta del Fuego, este no les dijo nada, sino que volvió la cabeza hacia otra parte, como si no los hubiera visto.

Caminaron toda la noche bajo las estrellas, muy confundidos y asustados, sin hablar ni detenerse. A Única le pareció ver un poco más allá las sombras de lo que parecían ruinas de una ciudad de Medianos, pero no se detuvo para comprobarlo. Al alba, aún seguían en las Montañas, pero Ciudad Minotauro quedaba muy atrás.

Cayeron rendidos sobre la tierra roja y durmieron de un tirón hasta el mediodía. Sólo el minotauro Negro había permanecido despierto, alerta. Pero también Sirius tenía un oído muy fino, y los protegería de todo peligro.

Cuando Única despertó, se quedó un rato pensando en lo que había pasado con los minotauros. Su historia le resultaba familiar. «Quizá a mi pueblo le pasó algo parecido. Pero… ¿fueron castigados?». Sacudió la cabeza; no estaba muy segura. «Pero mi piel no es roja, sino azul», pensó, mirándose las manos una vez más.

Decidió no pensar más en ello. Descubrió entonces que tenía hambre, así fue a su mochila en busca de una mazorca de maíz. Mientras la mordisqueaba, oyó una suave melodía, y vio que era Mattius, que hablaba con el minotauro Negro a la vez que pulsaba distraídamente su laúd.

—Quizá aún no sea demasiado tarde para los minotauros —decía Mattius, pensativo—. Parece que ya están empezando a entender…

—No, no lo creo —respondió el minotauro Negro—. Pasará mucho tiempo antes de que comprendan de verdad.

Pero el juglar movió la cabeza.

—Nunca he entendido por qué hay guerras y matanzas —dijo—. Ojalá pudiera hacer algo más.

—Estás haciendo mucho: hoy me has salvado la vida. Te debo…

—No me debes nada —interrumpió Mattius—. Sabes que no me he arriesgado: el rey jamás se atrevería a llevarme la contraria.

El otro asintió; Única tuvo la sensación de que los dos sabían algo que ella no sabía. ¿Quién era Mattius? ¿Sólo un juglar?

Tras cruzar unas breves palabras, Mattius y el Negro se despidieron. Parecía que este iba a volver a su hogar… estuviera donde estuviese.

—¡Espera! —lo detuvo Única—. Gracias por darme noticias de mi pueblo.

El minotauro no dijo nada, pero sonrió, y siguió su camino. La Mediana lo vio perderse a lo lejos.

La sacó de sus pensamientos un formidable bostezo de Fisgón:

—¡Ouaaaah, cuánto he dormido…! Fue muy cruel por tu parte, Mattius, hacernos caminar toda la noche. Estoy molido.

Mattius no respondió. Recogieron las cosas y siguieron adelante.