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os cuatro se detuvieron parpadeando a la salida del túnel. Liviana respiró profundamente.

—¡Aire puro! —exclamó—. ¡Y sol!

Sin embargo, no se atrevió a exponerse de golpe a la clara luz del día. Al igual que sus compañeros, esperó primero a que sus ojos fueran acostumbrándose lentamente al sol que hacía varios días que no veían.

Fisgón fue el primero en abandonar la penumbra de la boca de la cueva y, saltando de roca en roca, salió a cielo abierto para ver el panorama.

—¡Eh, amigos! —llamó—. ¡Esto es verdaderamente singular! ¡Al otro lado de la Cordillera Gris hay un mar amarillo!

—¡No digas sandeces! —replicó Cascarrabias, pero se apresuró a seguir al gnomo para comprobarlo; y pronto Única y Liviana se unieron a ellos.

—¿Veis qué os decía? —insistió Fisgón, señalando el horizonte con un amplio gesto de su mano.

Los otros se asomaron fuera de las rocas… y quedaron boquiabiertos.

Como decía Fisgón, más allá de las montañas el suelo estaba alfombrado de amarillo. El viento formaba suaves ondas que recorrían aquella extraña extensión como si, en efecto, fueran olas de un gran mar amarillo.

—Pero no es un mar —concluyó Única, después de mirarlo bien—. Fijaos: más bien parece hierba.

—¡Hierba amarilla! —dijo Fisgón—. Sigue siendo extraño, de todas formas. ¡Vamos a verlo!

Cargaron con los bultos y prosiguieron su camino, bajando la ladera de la montaña.

Pronto descubrieron que aquello era algo más que hierba amarilla. Las plantas crecían altísimas, más altas que Única, y terminaban en un pequeño remache peludo que se parecía a una flor alargada. Por suerte, el Camino abría brecha entre aquellos extraños vegetales.

Única, Cascarrabias, Fisgón y Liviana se adentraron en el campo con cierto temor.

—Y yo que creía conocer todas las plantas que existían —dijo Cascarrabias.

—Por lo menos huelen bien —comentó Única, respirando profundamente.

Al cabo de un rato su inquietud disminuyó. Además, el suave olor que despedían aquellas plantas y el susurro del viento les tranquilizaban; pronto, Única comenzó a canturrear a coro con la melodía de la alta hierba amarilla que los rodeaba. El sol brillaba muy alto y se reflejaba en su cabello rubio, arrancándole destellos dorados. Sus amigos se contagiaron enseguida de su alegría; Única se puso a tocar su flautilla, y todos empezaron a cantar.

Bailaban por el Camino al son de los gráciles movimientos de las plantas amarillas cuando Fisgón, que iba delante, se detuvo.

—¿Qué pasa? —jadeó Cascarrabias.

Frente a ellos, la arena del camino se iba haciendo cada vez más escasa, como si la tierra se la hubiera tragado; y más adelante, las altas plantas invadían lo que había sido el Camino, engulléndolo bajo sus tallos.

Única dejó caer la flauta, y la cuerdecilla la retuvo sobre su pecho.

—A ver, pensemos —dijo Cascarrabias—. ¿Por qué de pronto hay menos arena blanca? ¿Por qué esa especie de flores amarillas invaden el Camino?

Lo interrumpió la voz aguda de Única llamando al gnomo:

—¡Fisgón! ¿A dónde vas?

Cascarrabias volvió la cabeza, asaltado por una terrible sospecha.

—¡Aún queda un pequeño rastro de arena blanca! —les llegó la voz de Fisgón desde algún punto tras las altas plantas; gracias a su pequeña estatura, había podido abrirse paso entre los tallos sin problemas.

Única acogió la noticia con alegría. Cascarrabias se quedó mirando las plantas, dubitativo. Liviana, sin embargo, echó a volar hacia el lugar donde había sonado la voz de Fisgón.

Pero se detuvo en seco, con un grito: algo enorme como una montaña había surgido de entre las plantas doradas, interponiéndose en su camino.

—¡¡Un gigante!! —chilló Liviana.

También Cascarrabias y Única lo habían visto. Sin ceremonias, los tres dieron media vuelta y echaron a correr.

Si se hubieran parado para mirar atrás, se habrían dado cuenta de que el gigante no les perseguía, porque se había quedado clavado en el sitio de la sorpresa. Pero no lo hicieron. Sólo cuando estaba a una prudente distancia, a Única se le ocurrió pensar que quizá el gigante supiera algo del Camino.

Además, habían dejado atrás a Fisgón.

Única frenó en seco y se giró con cautela.

El gigante no se había movido y la miraba con la boca abierta, como si nunca en su vida hubiese visto a una Mediana de piel azul. Bueno, pensó Única observándolo con atención; bien mirado, no parecía tan gigante. Para Liviana y Fisgón lo sería, porque ellos no eran mucho más grandes que la palma de la mano de aquel ser. Para Cascarrabias probablemente también, porque no llegaría mucho más allá de la rodilla del gigante. Pero para Única, la Mediana, que medía un metro de estatura, aquella criatura no era un gigante, sino simplemente Grande.

Entonces recordó las historias que contaban los gnomos viajeros, y comprendió: estaba ante un humano.

Lo observó con atención, asombro y curiosidad. Mediría cerca de un metro sesenta de estatura. Tenía los ojos rasgados, el pelo negro y la piel de un extraño color amarillento, lo mismo que sus ropas. No tenía las orejas puntiagudas, como todos los seres que Única había conocido hasta el momento, sino curiosamente pequeñas y redondeadas, como las suyas propias.

Este descubrimiento la animó y, al ver que el Hombre Grande no hacía ningún gesto amenazante, se acercó con timidez.

—Hola —dijo sonriendo, pero aún lejos de su alcance—. Me llamo Única.

El Grande movió la cabeza con admiración; parecía que estaba tan sorprendido como ella.

—¡Vaya! Eres una extraña criatura —dijo—. ¿Dónde han ido tus amigos?

Única volvió la cabeza: ni rastro de Cascarrabias y Liviana.

—Volverán —aseguró, y después examinó de nuevo al Grande con atención—. Y tú, ¿qué eres?

—¡Un humano! —chilló una voz aguda entre las plantas amarillas.

Única sabía que era Fisgón, pero el Grande aún no lo había visto, y miró a su alrededor, desconcertado; sin embargo, no llegó a descubrirlo.

A Única le extrañaba que Fisgón siguiera escondido; el gnomo era siempre el primero en meter la nariz en todo, especialmente si constituía una novedad para él. Entonces se esforzó por recordar las cosas que la Abuela Duende y algunos gnomos decían de los humanos.

Contaban que algunos eran bondadosos; pero que otros, egoístas y crueles, atormentaban a los seres pequeños que caían en sus manos. El tío Patapalo había perdido una pierna huyendo de un enfurecido humano (claro que nunca contaba qué le había hecho al humano para que estuviera tan enfadado). El abuelo Trotamundos había viajado mucho; uno de sus viajes lo había hecho encerrado en una jaulita de madera por todo un país de humanos como atracción de feria. Afortunadamente había logrado salir bien del trance; el abuelo Trotamundos era un gnomo de recursos.

Única estudió al Grande, temerosa; pero él no parecía tener malas intenciones. Sonreía amistoso, aunque todavía algo perplejo, y no se había movido del sitio, para no asustarla.

—Vengo siguiendo el Camino de arena blanca —le explicó, señalando el suelo—. ¿Sabes tú por qué se corta aquí?

—¿El Camino de sal? —preguntó el humano—. Claro; hace muchas generaciones que mi pueblo usa la sal para la cocina. Antes, el Camino atravesaba todo el Valle, he oído decir. Ahora ya no queda mucho de él.

Única se le quedó mirando sin comprender.

—¿Sal? —repitió entonces una vocecita—. ¿Qué es sal?

Los dos se volvieron y vieron a Fisgón, que había salido de su escondite. Se había olvidado de todas sus precauciones, y Única pensó que era muy cierto aquel dicho de que la curiosidad había matado al gnomo; en cuanto veían, oían u olían algo nuevo, los gnomos no podían resistir la tentación de averiguar qué era, y se olvidaban de todo lo demás.

El Grande se sorprendió mucho al ver al gnomo, pero luego sonrió de nuevo. Entonces se agachó y, cogiendo un puñado de arena blanca, dijo:

—Esto es sal.

Sacó entonces una bolsita y comenzó a llenarla de arena blanca.

—¡Eh! —protestó Única—. ¿Qué haces?

El Grande se detuvo, sorprendido ante la reacción de la Mediana de piel azul.

—¡Es el Camino que debo seguir! —explicó Única.

—Pero se nos ha acabado la sal en casa —replicó el Grande—, y mi madre me ha pedido que coja más.

—Déjalo, Única —dijo entonces la voz de Cascarrabias a sus espaldas—. Si ya se han llevado el Camino, poco importa un poco más.

El Grande miró con asombro al duende que se acercaba por el Camino y lo observaba con desconfianza. Junto a él volaba una extraña y pequeña criatura alada; el Grande nunca había visto un hada, y su sorpresa creció todavía más.

Sin embargo, volvió a fijarse en Única, y vio que ella lo miraba con sus grandes ojos violetas abiertos de par en par.

Las cuatro pequeñas criaturas de BosqueVerde se habían reunido ante él, y parecían tan desvalidos que el humano pensó que necesitaban que alguien les echase una mano.

—Parecéis cansados —les dijo—. Y, seguramente, tenéis hambre. Venid a la aldea; os daremos de comer. ¡Por cierto! Me llamo Yuan.

Costó un poco convencer a Cascarrabias de que podían seguir al humano. Liviana tuvo que emplear un sencillo hechizo que tenía para estos casos, que le permitía ver el corazón de la gente; y vio que Yuan era un buen hombre.

Así que Yuan el Grande los guio a través del campo dorado.

—¿Por qué la hierba crece amarilla en este Valle? —preguntó Liviana.

—No es hierba —rio Yuan—. Y no crece sola: la plantamos.

A excepción del gnomo, ninguno de ellos había oído hablar de la agricultura. Yuan les contó que la Gente Grande cultivaba aquellas plantas, que ellos llamaban «cereales», y, cuando crecían, las recolectaban para hacer alimentos como el pan, las galletas, los bizcochos…

Todo el Valle estaba cubierto de distintos tipos de cereales. El campo que atravesaban era una plantación de trigo.

—El trigo crece en el Valle más alto que en ninguna otra parte —explicó Yuan, muy orgulloso—. También tenemos campos de centeno, cebada, maíz, avena… y junto al río se planta arroz.

Aquellas palabras eran desconocidas para los de BosqueVerde.

Por fin llegaron a la aldea; una aldea de Gente Grande. Se detuvieron cuando un grupo de hombres se dirigió hacia ellos; Única y sus amigos reprimieron el impulso de salir corriendo, y se escondieron detrás de Yuan.

Pero pronto advirtieron que no había nada que temer; los Grandes de aquella aldea eran gente amable, y les acogieron con hospitalidad, una vez recuperados de la sorpresa de ver aparecer a seres tan extraños como los recién llegados. Ellos probaron el pan y las galletas, y todo lo que hacían con el trigo y el centeno. A Única le gustaron especialmente las doradas mazorcas de maíz, y Fisgón declaró que los bizcochos de la madre de Yuan eran lo más delicioso que había probado nunca.

Única les contó a los Grandes quién era y qué buscaba. Les preguntó por el Camino; pero ellos se miraron unos a otros, encogiéndose de hombros.

—Yo sé que mi pueblo pasó por aquí —insistió Única, desesperada.

—Antes de que se llevaran la arena del Camino —gruñó Cascarrabias.

—Sal —lo corrigió Fisgón.

—¿No hay en alguna parte del Valle una ciudad de Medianos? —preguntó Única—. Una ciudad de casas blancas y azules.

—No, que nosotros sepamos —dijo Yuan.

—¿Y nunca habéis oído hablar de ellos?

—No; nunca habíamos visto a nadie como tú. Eres del tamaño de los enanos de la Cordillera, pero no te pareces a ellos.

Única hundió la cabeza entre las manos, desconsolada.

—¿Nadie en vuestro pueblo recuerda a los Medianos? —preguntó Cascarrabias—. En BosqueVerde algunos ancianos, como los gnomos más viejos o la Abuela Duende, conocen antiguas leyendas y las cuentan a los niños. ¿No tenéis nadie aquí que cuente historias?

El rostro de Yuan se iluminó con una sonrisa.

—¡Ah! —dijo—. Tú buscas un juglar.

—¿Un juglar? ¿Qué es eso?

—¡Yo lo sé! —chilló Fisgón—. El abuelo Trotamundos me habló de ellos. Son unos hombres que conocen todas las historias del mundo, y viajan de pueblo en pueblo contándoselas a los niños, ¿a que sí?

—Bueno, no todas las historias —reconoció el Grande—. Pero sí bastantes. Quizá un juglar sepa leyendas sobre los Medianos.

Única había recuperado la sonrisa.

—Está bien —dijo—. ¿Dónde puedo encontrar un juglar?

Yuan iba a responder, cuando un estruendo sacudió la aldea. Aunque Única y sus amigos ya habían visto caballos en el Valle, no sabían qué clase de sonido producía uno al galope; por eso buscaron rápidamente un lugar donde esconderse, mientras los Grandes salían de sus casas para ver quién era el que llegaba con tanta prisa.

Cuando el ruido de los cascos del caballo cesó, Única se atrevió a salir de debajo de la mesa, y a asomar cautelosamente la cabeza por la puerta.

Fuera, con varios hombres, había un joven junto a un caballo.

No era un hombre corriente. No tenía la piel amarilla como la gente del Valle, sino algo más oscura. Llevaba curiosas ropas y un gorro sobre la cabeza, y su cabello no era negro, sino de color castaño, lo mismo que su perilla. Además, portaba un extraño instrumento a la espalda, y era muy alto.

El recién llegado no parecía traer buenas noticias. Un murmullo de miedo y recorrió la aldea.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Única a Yuan cuando este entró en la casa.

—El Señor del Valle viene hacia aquí.

—¿Y eso es malo?

Yuan les contó que, desde hacía muchos siglos, la estirpe del Señor del Valle gobernaba a los campesinos del Valle Amarillo. El trato era sencillo; ellos le entregaban todos los años parte de su cosecha para alimentar al Señor y a sus hombres a cambio de que los defendieran de los terribles habitantes de las Montañas Rojas.

Pero últimamente el Señor no se conformaba con los cereales: pedía dinero. Decía que en las Montañas Rojas preparaban un ataque al Valle, y necesitaba armas para defenderlo. Y las armas que vendían los enanos eran muy caras, y no podían pagarse con cereales; sólo una espada costaba todo un campo de avena, ¿y qué iban a hacer los enanos con tanto cereal? No, los enanos pedían oro, porque era algo que no tenían en la Cordillera, y con el oro podrían comerciar con otros países.

—Si no le pagamos antes de la noche, destruirá la aldea —concluyó Yuan.

—¡Bonita forma de proteger el Valle! —rezongó Cascarrabias.

Liviana rebuscaba en sus saquillos.

—¿Qué haces? —quiso saber Fisgón.

—Estaba pensando que, como los enanos nos dieron tantas cosas, quizá tengamos algo de valor que los Grandes puedan vender —explicó el hada.

—Te ayudo —se ofreció Fisgón.

Impulsivamente, agarró un saquillo para ver qué había dentro, pero este se le resbaló de las manos y cayó al suelo, desparramándose su contenido por la habitación.

—¡Torpe! —lo riñó Liviana—. ¡Has tirado mis cristales de colores!

—Por todos los… —murmuró una voz desde la puerta. Era el joven que había venido a caballo para dar la noticia de la llegada del Señor del Valle. Observaba hechizado el brillo de las piedras de Liviana. Se agachó y cogió una gema roja que había rodado hasta su bota.

—¿Qué pasa, Mattius? —preguntó Yuan.

—Esto es un rubí —dijo el recién llegado—. Vale casi tanto como el oro. Criatura, llevas una fortuna en tu bolsa. ¿Quién te la dio?

Única y Liviana cruzaron una mirada.

—¿Podría el Señor comprar armas con mis piedras? —preguntó el hada.

—Muchas —le aseguró Mattius.

—¿Y no atacaría la aldea?

—No tendría razones para hacerlo.

Liviana cogió el saquillo vacío, echó a volar y recorrió todo el cuarto recogiendo piedras; cuando la bolsa fue demasiado pesada para ella, Cascarrabias la ayudó. Entre los dos pusieron el saquillo sobre la mesa, frente a Mattius.

—Son sólo piedras de colores —dijo Liviana ante la mirada de incredulidad del humano—. Y tengo más.

Mattius le dirigió una sonrisa.

—Diamantes, esmeraldas, zafiros, rubíes… —dijo—. Muchas gracias. Has salvado la aldea.

—¡Hurra! —chilló Fisgón.

—Dadle esto al Señor —le dijo Mattius a Yuan—. Si pregunta de dónde lo habéis sacado, decid que pasó por aquí un rico mercader y se lo dejó. Que quede claro que no tenéis más, o saqueará la aldea buscando el resto.

Yuan cogió el saquillo, temblando. No sabía si reír o llorar.

—No sé cómo pagártelo —le dijo a Liviana.

—Mi amiga Única buscaba un juglar —replicó ella rápidamente.

Mattius se volvió para mirarla.

—¿Ah, sí? ¿Y para qué buscaba un juglar?

Titubeando, Única se lo explicó. Entonces Mattius sonrió.

—Vaya, hoy es tu día de suerte —dijo—. Yo soy un juglar.

Única se quedó muda de la sorpresa; pero Fisgón habló en su lugar:

—¡Oh, vaya, eso es fantástico! ¡Debes de conocer miles de historias! ¡Seguro que has viajado más que el tío Patapalo y el abuelo Trotamundos juntos!

Mattius sonrió cuando Cascarrabias lo hizo callar de un pescozón. Miró entonces a Única, que aguardaba impaciente.

—Hay una vieja leyenda —dijo el juglar— que relata el éxodo de un pueblo de piel color azul pálido a través del mundo. ¿Queréis oírla?

Única asintió enseguida. Entonces Mattius sacó el extraño instrumento con cuerdas que llevaba a la espalda y lo rasgueó.

De él sonó un tipo de música que Única no había oído nunca; pero era tan hermosa que a la Mediana se le llenó el corazón de alegría.

Y el juglar cantó:

«Un canto se eleva sobre el Valle,

oírlo hace daño al corazón:

son Medianos que pasan entre Grandes,

los ojos llenos de pena y temor

En el Camino quedan sus hogares,

caen de sus ojos lágrimas de sal;

no se detienen ni por un instante,

huyendo adelante sin mirar atrás.

Y su música se eleva sobre el Valle,

lágrimas de sal sobre piel azul.

Y su música se pierde sobre el Valle,

mientras un suave eco se escucha aún.

Las gentes del Valle, intentando ayudarles

borraron sus huellas, el Camino de sal

para que ya nunca pudiera encontrarles

Aquel del que huían sin mirar atrás».

La voz de Mattius se extinguió. Única volvió a la realidad.

—¿Cómo sigue? —preguntó, impaciente.

—No sigue. Es todo.

Los ojos color miel del juglar tenían un brillo extraño. Única se dejó caer sobre una silla, abatida.

—Bueno, ya sabes más cosas —la animó Cascarrabias—. Los Grandes hicieron desaparecer el Camino para que los enemigos de tu pueblo no pudieran encontrarlos.

—Pero ahora tampoco los encontraré yo —gimió Única—. ¿A dónde fueron? ¿Y quién los perseguía?

Mattius la contemplaba en silencio. Entonces dijo:

—Yo sé por dónde sigue el Camino. Ven; te lo enseñaré.

Única se apresuró a seguir al juglar fuera de la casa. En la puerta, Mattius señaló hacia el este.

Una cadena de picos rojos como el fuego se abría en el horizonte, pinchando las nubes.

—Las Montañas Rojas —dijo—. Tu pueblo vino por allí. Lo sé porque he visto el Camino al otro lado del Valle.

—Espera un momento —se oyó la voz de Cascarrabias—. ¿No es ese el lugar habitado por esas criaturas de las que los Grandes quieren defenderse?

Mattius sonrió.

—Los minotauros no atacan si no se les ataca —dijo—. Créeme. Yo crucé las Montañas en una ocasión, y sigo vivo.

—¿Podrías indicarme el lugar donde viste el Camino? —pidió Única.

—Haré algo más que eso —replicó el juglar, sonriendo—. Te acompañaré.

Cascarrabias dio un respingo.

—¿Cómo? ¿Y eso por qué? —preguntó con desconfianza.

—Pues porque precisamente me dirigía hacia el reino que hay detrás de las Montañas Rojas —respondió Mattius.

Fisgón iba a preguntar qué reino era ese, pero Cascarrabias se le adelantó.

—¿Cómo sabernos que podemos fiamos de ti?

—Porque es un buen hombre —respondió tras ellos la voz de Liviana—. Algo peculiar, pero… un buen hombre.

Única miró a Mattius, que le sonrió. A la Mediana le sorprendió comprobar que sus ojos eran ahora de color verde esmeralda; le recordó a BosqueVerde, y eso le gustó. Le devolvió la sonrisa, se llevó la flauta a los labios y tocó.

La melodía envolvió la aldea; era la misma que había tocado el juglar con su instrumento de cuerda, la canción que hablaba del éxodo de los Medianos de pálida piel azul.

Única la reprodujo con seguridad y sin equivocarse, a pesar de que sólo la había oído una vez. Cuando terminó, Mattius guardó silencio durante un minuto y luego dijo:

—¡Caramba! Eres una verdadera hija de tu pueblo. Dicen que eran los músicos más hábiles del mundo. Dicen que fueron un pueblo de juglares.

Ella sonrió, complacida. Ya había tomado su decisión.

—Muy bien —dijo a sus amigos—. Seguiremos a Mattius a las Montañas Rojas.

Cascarrabias refunfuñó por lo bajo, pero no la contradijo. En menos de media hora recogieron las cosas, se despidieron de Yuan y su gente y partieron.

Antes de salir de la aldea, sin embargo, Mattius se detuvo en una casa en las afueras.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Cascarrabias.

—Recoger a un amigo que dejé aquí para visitar al Señor del Valle —respondió el juglar.

No había terminado de hablar cuando oyeron unos ladridos, y un magnífico animal gris salió de la casa para recibirlos.

—¡Ah! —chilló el gnomo—. ¡Un lobo!

—Es un perro —lo corrigió Mattius, acariciando al can.

—Es lo mismo —replicó Fisgón—. Sigue siendo grande, y sigue teniendo colmillos. Además, los perros y los gnomos nunca nos hemos llevado bien. ¿No te he contado lo que le pasó a mi abuelo Buscalíos? ¿Sabes por qué le llamaban «El Manco»?

Sirius no hace daño a nadie a menos que yo se lo diga —dijo Mattius con energía.

Cruzó unas breves palabras con la dueña de la casa y se volvió hacia los demás.

—Ya podemos marchamos —dijo.

Cascarrabias se lo quedó mirando.

—¿Cómo? ¿No íbamos a recoger a un amigo tuyo?

—Claro. Y ya lo hemos hecho —replicó el juglar, señalando a Sirius.

—¿El perro viene con nosotros? —casi gritó Cascarrabias—. ¡De ninguna manera!

Mattius empezaba a perder la paciencia.

—El perro viene conmigo —declaró—. Yo no voy a ninguna parte sin él; ya fue bastante duro para mí dejarlo aquí para ir al castillo. Vosotros, si queréis, podéis buscar a otro que os lleve hasta el Camino.

Única miró a Cascarrabias suplicante; una vez más, el duende tuvo que ceder.

Recorrieron el Valle junto a Mattius y, sobre todo para Única, fue muy agradable. Viajaban de pueblo en pueblo, y en todas partes la llegada de un juglar era bien acogida. Mattius sacaba su instrumento y, rodeado de niños y no tan niños, relataba historias y fascinantes leyendas. A cambio, la gente le proporcionaba comida y alojamiento. Pero Mattius nunca se quedaba dos noches en el mismo sitio.

Cuando trabajaba, Única se sentaba cerca de él y lo miraba, hechizada. A veces acompañaba el sonido del laúd de Mattius con su flauta, y aquello producía un efecto mejor en la historia que cantaba el juglar.

Cuando el cuento tocaba a su fin, Sirius pasaba entre el público con un platillo en la boca. No siempre podían darle dinero, pero le obsequiaban con pequeños regalos, con panecillos recién hechos o con ropa de abrigo.

Mattius iba siempre a pie. Había dejado el caballo en la aldea, porque ya no tenía prisa. Además, nunca pasaba por las casas de los ricos caballeros del Señor del Valle; Única se enteró de que el singular joven sólo llevaba su magia y su alegría a los más pobres y, aunque su fama había trascendido tanto que el Señor le había pedido que actuara en su castillo, Mattius siempre se había negado. Cuando lo visitaba era sólo para defender a los demás habitantes del Valle, como el día en que Única lo conoció.

Según pasaba el tiempo, las Montañas Rojas aparecían más y más grandes en el horizonte. Viajando con el juglar no tuvieron ningún problema con nadie, y Cascarrabias tuvo que reconocer que el perro, además de ganarse su pan, los protegía de los extraños.