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ás allá de la tercera fila de árboles no había más BosqueVerde. Cascarrabias no se atrevía a dar un solo paso. Única, sin embargo, se alejaba siguiendo el Camino, y Fisgón la seguía trotando alegremente.

Liviana también titubeaba. Había sido divertido mientras los rodeaban árboles y vegetación; incluso las noches, esquivando a los trolls y los trasgos, habían sido emocionantes. Pero el lugar de las hadas es el bosque, y Liviana nunca había salido a campo abierto.

—¡Úúúnicaaaa! —la llamó, temblando.

—¡Vamos, Liviana! —le llegó la voz de su amiga—. ¿Qué te pasa? ¡Cualquiera diría que eres una asrai!

Liviana se enfadó. Todo el mundo sabe que las pequeñas asrai son hadas tan delicadas que cuando las capturan o las exponen mucho al sol se derriten y se transforman en pequeños charquillos de agua. Y a Liviana no le gustaba que la comparasen con ellas.

—¡Claro que no! —chilló, y voló rápidamente tras sus amigos.

Atrás quedó Cascarrabias, agarrado al tronco de un árbol. Sus cortas piernas temblaban como flanes, y le castañeteaban los dientes.

—¡Cascarrabias! —lo llamó Única desde lejos.

El duende respiró hondo.

—No puedo dejar a la pequeña sola —se dijo—. Le prometí a la Abuela Duende que cuidaría de ella.

Se soltó del árbol y echó a correr para alcanzarlos.

Se habían detenido justo en el límite del bosque. Fisgón tenía la nariz metida en un viejo mapa gnomo que había encontrado entre sus trastos.

—Veamos… —estaba diciendo cuando Cascarrabias llegó jadeante—. Si mis cálculos no fallan…

—¡Tonto! —lo riñó Liviana que, suspendida en el aire frente a él, batía sus alas con fuerza—. ¡Lo tienes cogido del revés!

—¡Ah, sí! ¡Je, je! ¡Es verdad! —Fisgón, rojo como un tomate, dio la vuelta al mapa—. En fin, como iba diciendo, estamos eeen…

—La Cordillera Gris —concluyó Única.

—¡Exacto! —Fisgón levantó la vista del mapa, sorprendido—. ¿Cómo…?

Apoyada en el tronco del último árbol, Única contemplaba el horizonte. La sombra de un gigantesco macizo se recortaba contra el cielo frente a ellos, cerrándoles el paso.

—¡Por todos los Ancestros Duendes! —exclamó Cascarrabias—. ¡Espero que no tengamos que cruzarla!

—El Camino va directamente hacia ella —observó Única, echando a andar.

Sus amigos se miraron unos a otros.

—Está bien —gruñó Cascarrabias.

Fisgón, con un grito de júbilo y agitando su sombrero en el aire, corrió hacia Única, seguido del hada y el duende.

El singular grupo avanzó pues, siguiendo el Camino, siempre siguiendo el Camino. Al caer la noche llegaron al pie de la Cordillera Gris. Una chispa de la magia de Liviana sirvió para encender una cálida y acogedora hoguera al abrigo de los grandes bloques de piedra.

—Es tan inmenso —musitó el duende, observando el cielo nocturno—. Mirad cuántas estrellas hay. Da miedo no sentir un techo de verdes hojas sobre la cabeza.

Liviana asintió, sobrecogida. Única tocaba suavemente su flauta.

Fisgón bostezó ruidosamente.

—No sé vosotros, queridos compañeros, pero yo tengo mucho sueño y me voy a dormir.

Se acurrucó junto a la sombra de una enorme roca, se hizo un ovillo y poco después, sus amigos comenzaron a oír una serie de suaves ronquidos.

Única se estiró, sonriendo, y se echó sobre la fría roca, añorando su cama de verdes hojas. Se envolvió en su capa y enseguida se quedó dormida, y Liviana con ella.

Cascarrabias quedó despierto bajo la inmensa bóveda nocturna, observando el fuego, pensativo. Dejó que fuera apagándose poco a poco y, cuando sólo quedaron unas brasas, se dispuso a dormir.

Lo puso en guardia, sin embargo, el sonido de unos golpes que venían de la Cordillera. Se levantó de un salto, y escudriñó con desconfianza las sombras de los agudos picachos. Los golpes seguían oyéndose, resonando de roca en roca y reproducidos por el eco. Pronto se oyeron más golpes, procedentes de distintos lugares de las montañas. Cascarrabias miraba a un lado y a otro y al fin distinguió, en la oscuridad, pequeñas luces rojas que brillaban entre las rocas, muy lejos, en las laderas de la Cordillera.

Cascarrabias no sabía si despertar a sus compañeros. Las luces y los golpes parecían venir de lejos, y tal vez no fueran peligrosos. Pero… ¿y si lo fueran?

Cascarrabias decidió permanecer despierto, para vigilar.

Lo despertaron a la mañana siguiente las sacudidas de Fisgón:

—¡Arriba, duende dormilón! ¡Hoy tenemos mucho que hacer!

Cascarrabias se levantó confuso, parpadeando. Única recogía las pocas cosas que los cuatro amigos llevaban en sus bolsas.

—¿Dónde está Liviana? —preguntó el duende rápidamente.

—La hemos mandado de avanzadilla, para ver por dónde sigue el Camino —explicó Fisgón—, porque no parece que podamos cruzar la Cordillera por aquí.

Cascarrabias seguía confundido.

—Pero las luces… y los golpes…

Fisgón lo miraba con curiosidad.

—¿Luces y golpes, has dicho? Qué sueño tan curioso, el tuyo.

—¿Sueño? —Cascarrabias se rascó la cabeza—. Pero no fue un sueño.

—Ya, eso es lo que dicen todos —suspiró el gnomo.

Cascarrabias iba a replicar, cuando llegó Liviana volando y se posó sobre una roca, jadeante.

—¡Escuchad, tenemos un problema! ¡Más allá…!

—¿Qué? —preguntó Cascarrabias, preparándose para pelear contra lo que fuera.

—¡… ya no hay más Camino!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Única, muy pálida.

Liviana los guio hasta el lugar donde el Camino se cortaba. Una enorme pared de granito les impedía el paso; los cuatro amigos de BosqueVerde se quedaron contemplándola con desaliento.

—¿Y ahora qué? —dijo Cascarrabias.

—¡Ya sé lo que pasó! —exclamó Fisgón—. ¡La montaña cayó encima de los Medianos y los aplastó!

—¡No digas tonterías! —Liviana le dio un coscorrón al gnomo—. ¡Las montañas no caen del cielo!

—¿Ah, no? —Fisgón parecía extrañado—. Entonces, ¿cómo nacen?

—Pues del suelo, como los árboles —replicó Liviana, muy digna—. Es que pareces tonto.

Cascarrabias corrió hacia la pared rocosa.

—Única, ¿qué haces? —gritó.

La Mediana intentaba escalar la roca, agarrándose como podía con sus largos y finos dedos.

—¡Seguro que el Camino sigue por el otro lado! —replicó desde arriba.

—¡Gran idea! —chilló Fisgón; y corrió hacia la pared para seguir a Única.

Cascarrabias lo agarró cuando pasaba por su lado.

—¿A dónde crees que vas tú? —lo regañó.

Pero Fisgón se zafó fácilmente. En su ímpetu, chocó contra el muro; se rehizo rápidamente y se agarró al primer saliente que encontró, para trepar por la roca.

—¡Eh! —protestó al ver que el saliente cedía—. ¡Esto no…!

Un profundo gemido que parecía salir de las entrañas de la tierra asustó al gnomo, que dio un salto hacia atrás, apartándose de la piedra gris.

—¿¡Qué pasa!? —preguntó Única desde su atalaya—. ¿Por qué no…?

Se interrumpió cuando la roca empezó a temblar.

—¡Eeeh…! ¡Esto se mueve!

—¡Baja de ahí! —gritó Cascarrabias.

Pero ella no podía moverse; la montaña seguía temblando y gimiendo con tal estruendo que Liviana se tapó los oídos.

—¡Socorro! —chilló Única.

—Ahí va… —dijo Fisgón—. La montaña se ha enfadado.

—¡Salta, Única! ¡Yo te cojo!

Única miró hacia abajo y vio que Cascarrabias abría los brazos. No era una perspectiva muy segura, pero una nueva sacudida de la piedra la hizo soltarse de su asidero y caer… justo encima del duende. La Mediana no pesaba mucho, pero era considerablemente más grande que él. En cuanto pudo, se levantó para comprobar que su amigo estaba bien.

—¡Eh, mirad! —chilló entonces Fisgón—. ¿Habéis visto alguna vez una montaña con la boca abierta?

Cascarrabias se levantó, frotándose las zonas magulladas, y miró a la pared… o mejor dicho, al lugar donde había estado la pared.

Una gigantesca cueva (gigantesca para la Gente Pequeña, claro está; apenas era mucho más grande que Única) se abría en la base de la montaña.

Y el Camino se adentraba en ella.

—No pensarás entrar ahí dentro, ¿verdad? —preguntó Liviana, al ver que Única miraba fijamente el oscuro corredor.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —replicó ella.

—Pero… ¡estaremos rodeados de piedra por todas partes, sin ver la luz del sol!

Única se volvió hacia ella.

—Yo tengo que continuar, Liviana —dijo muy seria—. Tú no tienes que seguirme si no quieres; al fin y al cabo, es mi búsqueda.

Liviana sabía que Fisgón y Cascarrabias no se echarían atrás allí.

—Necesitaremos tu luz —le dijo Cascarrabias.

El hada miró primero al duende, luego a Única y finalmente a Fisgón. Levantó la cabeza y voló directamente hacia el túnel. La oscuridad se la tragó, pero los tres amigos pudieron ver enseguida una débil lucecilla más adelante: las liadas tienen el poder de encenderse como si fueran luciérnagas.

—¡Estupendo! —Única cogió sus cosas y la siguió, brincando sobre la arena blanca.

El viaje en la oscuridad fue peor de lo que imaginaban. Pronto perdieron de vista la luz del día, pero intentaban no pensar en ello, y fijarse sólo en Liviana, que abría la marcha. La pobre no podía mantenerse tanto rato encendida, y de vez en cuando se paraban para descansar, momentos que ella aprovechaba para recuperar energías. Pasados unos minutos, la luz de Liviana volvía a brillar, y los cuatro amigos seguían su camino.

Así transcurrieron varias horas. De vez en cuando, Fisgón preguntaba:

—¿Es de noche ya?

—¿Cómo voy a saberlo? —gruñía Cascarrabias—. Aquí dentro siempre está oscuro.

Sin embargo, en uno de los descansos, Fisgón volvió a romper el silencio para decir, asombrado:

—¡Ahí va! Me he acostumbrado a estar a oscuras. Ahora os veo a todos perfectamente, y eso que Liviana no brilla.

—Eso es porque hay luz —dijo Cascarrabias, y echó a andar hacia el débil resplandor que se veía al fondo del túnel.

—Pero no puede ser que ya hayamos llegado al otro lado —objetó Única—. ¡Fijaos! El Camino no sigue por ahí.

Cascarrabias se detuvo. Era cierto, el túnel se bifurcaba. Una de las ramas llevaba directamente a la luz; pero la otra, la que seguía el Camino, torcía a la derecha y se perdía en la oscuridad.

—¡Bueno! —exclamó Fisgón—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Creo que Liviana no tiene fuerzas para iluminamos más —opinó Cascarrabias, después de echar un vistazo al hada.

—Pero podríamos perder el Camino —dijo Única, con un suspiro.

—¡No te preocupes por eso! —saltó Fisgón alegremente—. ¡Yo puedo traerte de vuelta en un santiamén!

Única y Cascarrabias cruzaron una mirada horrorizada. Nunca te puedes fiar del sentido de la orientación de un gnomo, porque se distrae con mil cosas y al final no recuerda ni qué estaba buscando.

—No creo que… —empezó Cascarrabias, pero era demasiado tarde: Fisgón ya trotaba hacia la luz.

—Oh, no —suspiró Liviana y, resignada, lo siguió volando para no perderlo de vista.

—Creo que Fisgón ya ha decidido por todos nosotros —gruñó Cascarrabias, y se dispuso a seguirlo, cuando de pronto volvieron a sonar por el túnel los golpes que había oído la noche anterior; pero esta vez, mucho más nítidos y claros, y mucho, mucho más cercanos.

El duende se aferró con fuerza a Única.

—¿Has oído eso? ¡Es lo que oí anoche! ¡Y viene del final del túnel!

Única asintió, con los ojos muy abiertos.

—No podemos dejar solos a Fisgón y Liviana —decidió—. ¿Y si están en peligro?

Cascarrabias iba a decir algo, pero Única ya corría hacia la luz. Se había olvidado del Camino. El duende la siguió.

El túnel torció un par de veces y siguió adelante, mientras los golpes se oían cada vez con más claridad. De pronto, el sonido cesó. Oyeron una exclamación de sorpresa de Fisgón, y una voz femenina muy grave un poco más allá.

—Oh, no —suspiraba la voz—. Un gnomo. Se cuelan por todas partes. Ni dentro de la Cordillera puede una trabajar tranquila.

Cascarrabias y Única avanzaron con precaución hasta llegar a una amplia cueva donde ardía un potente fuego que iluminaba una serie de objetos extraños. Fisgón y Liviana se habían detenido en el umbral de la sala; el gnomo se volvió hacia los recién llegados.

—¡Mira, Única! —dijo—. ¡Un Mediano, como tú!

Única contuvo un grito. No era un Mediano, sino una Mediana; pero era diferente a ella. Era rechoncha y robusta, de cabellos grises y rostro marcado por profundas arrugas. Y su piel no era azul, sino del tono de la piedra que la rodeaba. Llevaba una falda por los tobillos y un chal descolorido sobre los hombros.

—¿Quién eres tú? —le preguntó a Única la dueña de la cueva—. Traes amigos muy variopintos. Criaturas de BosqueVerde, sin duda. Lo sé por el color de sus pieles. Pero tú no eres como ellos.

Ninguno de los cuatro había visto nunca a nadie como ella, y no se atrevieron a avanzar más. La miraban sorprendidos, con la aboca abierta, sin saber si debían acercarse o salir corriendo.

—Bueno, en fin, dejad que me presente —dijo finalmente la Mediana de piel gris—: me llamo Maza. Bienvenidos al Reino de los Enanos.

Los cuatro entraron en la caverna, ya más tranquilos. Los enanos suelen ser rudos y poco habladores, pero hospitalarios. O al menos eso contaban los gnomos más viajeros en BosqueVerde.

Única le contó a Maza quién era y qué había venido a buscar. Ella tenía su forja junto al Camino, pero no recordaba haber visto pasar a la gente de Única por allí; dentro de la Cordillera, les dijo, sólo vivían enanos, porque ninguna otra criatura resistía mucho tiempo sin ver la luz del sol.

Les enseñó su taller. Maza tenía una herrería, como gran parte de los enanos de la Cordillera; el resto eran Mineros, Joyeros o Comerciantes.

—Yo fabrico armas y herramientas —les explicó, y les mostró varios artilugios de un material que los de BosqueVerde no habían visto nunca: gris, duro, frío y brillante.

—¡Metal! —exclamó Fisgón, sorprendido, recordando las historias de su abuelo Trotamundos, el gnomo más viajero de la familia.

—¿Para qué sirve? —preguntó Única, manoseando un instrumento muy largo y puntiagudo—. ¡Ay! —gritó—. Me he cortado…

—Para eso sirve —replicó Maza, quitándole el objeto— así que ten más cuidado la próxima vez.

—¿Sirve para cortar a la gente? —gruñó Cascarrabias.

—Es una espada. Los del Valle pagan bien por ellas —dijo la enana, encogiéndose de hombros mientras aplicaba un vendaje a la herida de Única—. Aunque probablemente —añadió viendo cómo Liviana observaba la espada con repugnancia—, a vosotros os gustaría más visitar el taller de un Enano Joyero.

Única no sabía qué era un Enano Joyero, y le preguntó a Maza si tenía algo que ver con su gente, o con el Camino. La enana soltó una carcajada.

—El único que podría saber algo de tu gente es el Sabio Venerable —dijo—. Si quieres, podemos ir a verle.

Como ella respondió afirmativamente, Maza se llevó a los extranjeros (antes de que el gnomo, que todo lo tocaba, revolviera más en su forja) a través de un túnel larguísimo, dejando atrás el taller… y el Camino.

En el silencio, Cascarrabias pudo comprobar que se oían más golpes por todos los túneles. Maza le explicó que, por las noches, los Enanos Mineros golpean la roca para extraer de ella el metal y las gemas; los Enanos Herreros trabajan en sus forjas golpeando con los martillos el metal caliente, para darle forma; y los Enanos Joyeros golpean las gemas para tallarlas y hacer de ellas bellas piedras de múltiples colores.

A Liviana le gustó lo de las gemas; dentro de la Cordillera todo parecía ser gris y, a la larga, resultaba un poco deprimente.

La comitiva se detuvo frente a una cueva cerrada por una sólida puerta de madera. Maza llamó con energía.

—¿Quién osa interrumpir mi estudio? —preguntó una voz desde el interior.

Maza carraspeó.

—Venerable, un grupo de… ejem… criaturas de BosqueVerde desearía hablar contigo.

Hubo un silencio. Después, se oyeron unos pasos y la puerta se abrió con un crujido; tras ella apareció un enano algo más pequeño y delgado que los demás, con una larga barba gris y unos curiosos cristales encima de la nariz, Única supo más tarde que se llamaban «anteojos» y servían para ver mejor. El Venerable observó a los visitantes, con aspecto de estar de muy mal humor. Entonces, sus ojos se posaron en Única.

—Vaya, vaya —murmuró, ajustándose los anteojos—. ¿Qué haces tú aquí? ¿Te has perdido?

Los hizo pasar a su estudio; no era una herrería, ni tampoco un taller de joyas. El Venerable era el enano más raro de la Cordillera, porque tampoco trabajaba en las minas ni comerciaba con la Gente Grande. El Venerable estudiaba en los libros y pergaminos, y sabía muchas cosas del mundo, aunque nunca había salido de la Cordillera Gris.

Por eso, también sabía cosas acerca del pueblo de Única.

—Vinieron aquí hace tiempo —explicó, estudiando un enorme libro—. Tenían una ciudad en el interior de la Cordillera. Dicen los sabios que llegaron del Exterior huyendo de una terrible amenaza que pesaba sobre ellos. Como por donde pasaban se formaba un Camino de arena blanca, sus enemigos podían encontrarlos allá donde fueran… es por eso por lo que se refugiaron aquí, pensando que, con tantas toneladas de roca protegiéndolos, ellos jamás los encontrarían.

—¿Qué pasó con ellos? —preguntó Única.

—Dicen los Anales que un día, sin decir nada, recogieron sus cosas y se marcharon. Nadie los vio partir. Simplemente, un buen día la ciudad estaba abandonada. Sólo quedaba el Camino por donde se habían marchado, y el silencio. Su música ya nunca volvió a mezclarse con el sonido de las herramientas de los talleres enanos.

—¿Y no han vuelto a pasar por aquí?

—No.

Los cuatro amigos hicieron un corrito, para deliberar. Si los Medianos no habían vuelto a aparecer por la Cordillera, era evidente que no se habían marchado por donde habían venido, como había dicho la Abuela Duende. Habían vivido con los enanos antes de ir a BosqueVerde… ¿pero dónde habían ido después? ¿Quién los perseguía? ¿Y por qué?

—Sabéis, aunque esté viajando hacia atrás —dijo Única—, seguiré mi camino. Quizá si vuelvo al lugar de donde partieron encuentre la respuesta a todas estas preguntas.

—¿Y si te siguen esos enemigos que perseguían a tu pueblo?

—Es difícil —razonó Fisgón—, porque bajo sus pies no se forma un rastro de arena blanca.

Finalmente decidieron proseguir su camino. Agradecieron a Maza y al Venerable la ayuda prestada y, horas más tarde, después de dormir un poco, partieron de nuevo a través de los túneles, siguiendo el Camino de los Medianos.

Un par de días después llegaron a una ciudad abandonada, como la que había en BosqueVerde, pero más antigua. Única la recorrió a la luz de un farol que los enanos le habían dado, entre otras cosas útiles. Estaba como la anterior completamente desierta.

Cuando Única intentó tocar algo, las notas de su flauta volvieron a sonar débiles y temblorosas, y eso que el eco las propagaba por toda la caverna.

Fisgón llegó trotando.

—Bueno, ¿nos vamos o qué?

Única recogió su bolsa del suelo; ahora pesaba bastante más que al inicio del viaje.

Los cuatro amigos de BosqueVerde dieron la espalda a la segunda Ciudad de los Medianos que encontraban en su ruta, y siguieron el túnel por donde discurría el Camino, a través de las entrañas de la Cordillera Gris.