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nica, despierta!

Única abrió los ojos con sobresalto. El corazón le latía muy deprisa, y respiraba con dificultad.

—El trueno… —murmuró.

—Era una pesadilla, Única —explicó una vocecita jovial.

Única se restregó un ojo, se estiró sobre su cama de hierbas y se volvió hacia la pequeña figura que se recortaba contra la luz del exterior en la puerta de su agujero. Reconoció a Fisgón, el gnomo.

—Buenos días, hermosa dama —saludó el hombrecillo, quitándose ceremoniosamente su elegante sombrero y saltando al interior del refugio.

—Fisgón, ¿qué pasa? —preguntó Única, aún algo adormilada—. ¿Es tarde?

—El sol está ya muy alto. Todos estábamos esperándote.

Única se incorporó. Entonces se dio cuenta de que aún sujetaba con fuerza su talismán de la suerte, una flautilla de caña que siempre había llevado colgada al cuello, hasta donde ella podía recordar. La soltó y se apresuró a seguir gateando al gnomo, que ya brincaba hacia la salida.

Única vivía en un agujero al pie del que, según ella, era el árbol más grande de BosqueVerde. Claro que ella no había recorrido BosqueVerde todo entero, porque era inmenso; ni conocía a nadie que lo hubiera hecho.

Pero, de todas formas, Única necesitaba el árbol más grande de BosqueVerde, porque ella misma era la criatura más grande de BosqueVerde, más grande que cualquiera de los miembros de la Gente Pequeña. Los gnomos decían que Única tampoco era como la Gente Grande que vivía fuera del bosque, así que solían llamarla la Mediana. A ella no le importaba, porque siempre la habían aceptado entre ellos.

Única parpadeó cuando el sol primaveral le dio en plena cara. Una criatura alada revoloteó hasta ella.

—¡Buenos días, Única! —dijo con voz musical—. Hemos tenido que venir a buscarte, y Cascarrabias está muy enfadado.

—Buenos días, Liviana —saludó Única.

El hada se posó con elegancia sobre una flor, batiendo sus delicadas alas, que desprendían un suave polvillo dorado.

Única salió al aire libre y se puso en pie, escuchando el canto del viento entre los árboles. BosqueVerde relucía aquella mañana con un brillo salvaje y magnífico, como una esmeralda de múltiples caras. Aspiró la fresca brisa que mecía sus cabellos rubios y se dispuso a seguir al hada y al gnomo, que ya se alejaban entre los árboles.

No le costó mucho trabajo alcanzarlos, porque era bastante más grande que ellos. Liviana medía unos diez centímetros de estatura, lo cual no estaba mal para su raza. Fisgón alcanzaba los quince; y Cascarrabias, el duende, llegaba a los treinta. Pero Única los superaba a todos: medía nada menos que un metro.

Los gnomos, raza inquieta y viajera, habían recorrido mucho mundo. Algunos de los de BosqueVerde incluso habían vivido en casas humanas. Fisgón decía que los humanos eran más grandes que Única, y que los únicos Medianos que conocían los gnomos eran los barbudos enanos de la Cordillera Gris.

Pero Única tampoco se parecía a ellos.

Era delgada, de brazos largos y grandes ojos violetas. Su piel era de un pálido color azulado, y su cabello era rubio, fino y lacio, y le caía sobre los hombros enmarcándole el rostro.

Única era diferente a todos los habitantes de BosqueVerde. Los duendes la habían encontrado cuando ella era muy niña, sola, y la criaron hasta que fue demasiado grande como para caber en sus casas. La Abuela Duende le había dicho, mirándola fijamente:

—Tú no eres de aquí, niña.

La Abuela Duende sabía mucho, y los duendes decían que incluso sabía más que los gnomos (esto no les hacía mucha gracia a los gnomos, pero no se enfadaban por ello; todo el mundo quería y respetaba a la Abuela Duende). Única había buscado sus orígenes en las diferentes razas de BosqueVerde, pero no había tenido suerte. No se parecía ni a los duendes, ni a las hadas, ni a los gnomos, ni a las dríades, ni a los geniecillos de los árboles, ni a las náyades, ni a las asrai, ni a los uldras, ni a los tánganos, y mucho menos a los terribles habitantes de la noche: los trolls y los trasgos.

Única había abandonado su búsqueda mucho tiempo atrás.

—¿Qué te pasa, Única? —le preguntó Liviana al verla cabizbaja y meditabunda—. Te veo triste.

—Hoy he tenido un sueño —explicó Única—. He soñado con gente que vivía en una isla de color blanco en medio del mar.

Fisgón abría la marcha, pero tenía un oído muy fino y enseguida se volvió para preguntar:

—¿Y eran como tú?

—No del todo. Tenían alas.

—Entonces has soñado con las hadas —dedujo Liviana.

—Pero no eran alas como las tuyas. Eran alas de pájaro, con plumas blancas. Además, tenían la piel pálida.

—En cualquier caso —añadió el gnomo, saltando por entre las plantas—, tú no puedes venir de una isla, porque no hay mar en BosqueVerde.

—¿Qué es el mar? —preguntó Liviana.

—Es… uh… como un lago muy grande, inmenso, tan enorme que no se ve la otra orilla.

Fisgón sabía muchas cosas porque, aunque nunca había salido de BosqueVerde, pertenecía a una familia de famosos viajeros.

—Y, si tus parientes están en esa isla —razonó Liviana—, ¿por qué estás tú aquí, y por qué no tienes alas?

—Pasó algo —fue lo único que pudo decir Única.

—¿El qué? —quiso saber Fisgón.

Única frunció el ceño, haciendo memoria: un trueno, rojo sobre blanco… después, sacudió la cabeza desalentada. No recordaba más.

Los tres llegaban en aquel momento a un claro donde los esperaba, con cara de pocos amigos, una criatura rechoncha y de gran nariz. A la vista estaba que se encontraba de muy mal humor aquella mañana; sus ojillos negros echaban chispas por debajo de los cabellos oscuros que se escapaban del gorro.

—¡Hemos perdido media mañana! —chilló—. Ya no podemos ir de excursión al manantial; se nos echará la noche encima, y nos sorprenderán los trolls y los trasgos…

—Lo siento, Cascarrabias —murmuró Única humildemente—. Me he dormido.

Cascarrabias era incapaz de estar enfadado con Única durante mucho tiempo (y eso que los duendes tienen muy malas pulgas), porque se habían criado juntos, y él la quería como a una hermana pequeña. Así que no gruñó más.

—Única ha tenido una pesadilla —explicó Liviana.

Cascarrabias miró a Única, y después a Fisgón.

—Única casi nunca tiene pesadillas —dijo, y miró al gnomo amenazadoramente—. ¡Seguro que ha sido culpa tuya, Fisgón! Tú nos llevaste ayer cerca del terrible lugar donde no cantan los pájaros.

Liviana se estremeció, pero Fisgón no parecía asustado.

—¡Quiero saber qué hay en esa zona del bosque! —se defendió—. Si por lo menos me hubieras dejado acercarme un poquito más… ¡eh, tengo una idea! Como ya no tenemos tiempo para ir al manantial, podríamos explorarla…

—¡Ni hablar! —estalló Cascarrabias.

—Sabéis, creo que Fisgón tiene razón —intervino Única—. No me gusta la idea de que haya un sitio donde no canten los pájaros… pero no es la primera vez que nos acercamos… y siempre que lo hemos hecho he tenido el mismo sueño.

—¡Ajá! —exclamó Fisgón antes de que Cascarrabias abriera la boca—. ¿Lo ves? ¡Quizá ese lugar esté encantado! ¡Quizá Única proceda de allí! ¡Quizá…!

—¡Cierra la boca!

—¡Ooh, vamos a verlo, vamos a verlo, vamos a verlooo!

Una dulcísima música interrumpió (para alivio de Cascarrabias) el nervioso parloteo del gnomo.

Era Única, que tocaba con su flauta una de tantas melodías que ella había inventado.

La música ascendió entre los troncos de los árboles y se perdió en la floresta. La música alivió los corazones de todos y se llevó los malos pensamientos. La música los envolvió a los cuatro y los acunó con ternura, como una madre mece a sus hijos.

Cuando Única dejó de tocar se produjo un breve silencio. Entonces Fisgón dijo en voz baja:

—¿Qué puede pasamos? Los trasgos duermen de día, y los trolls se convierten en piedra si los toca la luz del sol.

—Yo quiero ir a ver —dijo entonces Única.

Cascarrabias miró a Liviana, pero ella se encogió de hombros.

—Está bien —dijo por fin.

Fisgón dio un formidable brinco.

Poco después, los cuatro caminaban a través del bosque. Única tarareaba una canción sin palabras, y Cascarrabias se entretenía cogiendo bayas y frutos para la comida.

—Debemos de estar ya cerca —anunció el gnomo, que iba delante.

Liviana jugaba con una mariposa que quería demostrarle que volaba más rápido que ella.

—No falta mucho, ¿verdad? —preguntó Cascarrabias alcanzándolos sudoroso, arrastrando un saco lleno de bayas.

Única negó con la cabeza, sin dejar de cantar. El duende hizo un alto; dejó el saco en el suelo y se pasó su mano de cuatro dedos por la frente. Entonces reparó en algo.

—¿Dónde se ha metido Fisgón?

Liviana dejó en paz a la mariposa.

—Estaba aquí hace un momento.

—¡¡Fisgoooón!! —gritó Cascarrabias, y su voz grave resonó por entre los árboles; pero se calló enseguida, intimidado.

—No se oye nada —hizo notar Única, estremeciéndose—. Esto no me gusta.

Ninguno de los tres habló; Única habría asegurado que no oía ni los latidos de su corazón, y eso que estaba convencida de que palpitaba con fuerza.

De pronto hubo un movimiento entre el follaje… y apareció el gnomo, triunfante.

—¡Oh, amigos, esto es increíble! —empezó rápidamente, antes de que Cascarrabias tuviera tiempo de reñirle—. ¿Cómo no hemos venido antes por aquí? ¡Hay una ciudad, una ciudad grande, de casas grandes…!

—¿Una ciudad humana? —preguntó Liviana, temblando.

—¡Yo me voy! —declaró el duende, dando media vuelta.

—¡No, espera! —Fisgón lo agarró por el cuello—. No es una ciudad humana: es una ciudad de Medianos.

—¡Medianos! —repitió Liviana, a la par que Única ahogaba un grito—. ¿La gente de Única? ¿Hemos encontrado a la gente de Única?

—Eh… no exactamente…

Pero Única ya corría entre los arbustos.

—¡Espera, Única! —la llamó Fisgón.

Ella no escuchaba. Corría hacia la ciudad de los Medianos mientras su vestido de hojas secas se enredaba con las ramas del follaje, y su flautilla saltaba rítmicamente sobre su pecho.

Entonces, en su precipitación, no se dio cuenta de que el suelo se inclinaba bajo sus pies descalzos, y resbaló por un talud cubierto de musgo. Rodó y rodó, hasta que dio con sus huesos en un colchón de mullida hierba.

Se incorporó como pudo, algo dolorida. Se colocó bien la corona de flores que llevaba en el pelo y comprobó que no tenía ninguna herida.

Entonces miró hacia adelante y el corazón le dio un brinco.

La Ciudad de los Medianos.

Los edificios estaban hechos de un material que Única no había visto nunca. Los tonos de las casas eran blancos y azules, y por eso a Única le resultó, con todo, una ciudad completamente diferente a las que había visto hasta entonces.

—Ondas —murmuró para sí misma.

Sí; los edificios apenas tenían líneas rectas, sino suaves curvas. Arcos, cúpulas, bóvedas y paredes ligeramente abombadas.

—¿Cómo puede una ciudad ser tan diferente de BosqueVerde y, sin embargo, encajar tan bien en él? —se preguntó Única, perpleja.

Se levantó con presteza y caminó hacia las construcciones azules y blancas. Sentía cierta sensación de familiaridad hacia ellas, una sensación que había aparecido nada más ver las suaves cúpulas.

—Estoy en casa —dijo, al advertir que las puertas eran de su tamaño.

Corrió hacia la ciudad, pero se detuvo a pocos metros de las primeras casas.

El silencio.

Única aferró con fuerza su flauta al darse cuenta de lo que pasaba allí: era una ciudad abandonada. No había absolutamente nadie.

Observando con atención, pudo darse cuenta de que la vegetación había invadido la ciudad; las enredaderas trepaban por las blancas paredes, algunas ya resquebrajadas. Allá un arco se había derrumbado, aquí una bóveda amenazaba ruina…

La población parecía una tumba.

Única inspiró profundamente.

—¡¡¿A dónde habéis ido?!! —chilló con todas sus fuerzas—. ¡¡¿Dónde estáis?!!

Nada ni nadie le respondió. Única se llevó la flauta a los labios, pero su música parecía sonar más débil que nunca… Echó a correr entre las casas; tenía la extraña sensación de que huía de algo, pero no sabía de qué.

Sus amigos la encontraron horas más tarde acurrucada bajo una cúpula semiderruida, tocando suavemente la flauta.

—¿Es esta tu casa? —preguntó Liviana suavemente.

—No parece una isla —comentó Fisgón, y Cascarrabias le dio un codazo para que cerrara la boca.

—Era mi casa —respondió Única—. Ahora ya no lo es. —Miró a su alrededor con cierto miedo—. Este lugar está maldito.

Cascarrabias se sentó junto a ella.

—Es extraño que no quede nadie —comentó—. Las ciudades no se abandonan así como así. ¿Qué pasó? ¿A dónde han ido todos?

—No lo sé. Escuchad… no seré yo la última, ¿verdad?

Nadie dijo nada durante un momento. No sabían qué responder. Quizá los duendes la habían llamado Única porque ella era la última de su pueblo, la única que quedaba de la raza de los Medianos de piel azul.

—No lo creo —respondió finalmente Cascarrabias, tratando de parecer convencido—. Habrá más poblaciones como esta, en alguna parte.

Echó un vistazo al cielo, que empezaba a ponerse oscuro.

—La hora de los trasgos —murmuró—. Tenemos que volver a casa, Única. Podemos venir aquí otro día.

—¿Dónde está Fisgón? —preguntó entonces Liviana.

—¡Ese condenado gnomo! —gruñó Cascarrabias, al comprobar que se había esfumado—. ¡Estoy cansado de ir detrás de él!

—Pero es un gnomo, Cascarrabias —dijo el hada—. No puede reprimir su curiosidad.

—¿No ha oído nunca el viejo dicho «La curiosidad mató al gnomo»? ¡Debemos irnos ya!

Única mordisqueaba distraída un fruto que había sacado del bolsón de Cascarrabias. Liviana se acercó a ella.

—¿Qué vas a hacer, Única? —le preguntó, mientras Cascarrabias se desgañitaba llamando al gnomo.

—Le preguntaré a la Abuela Duende —respondió ella con sencillez.

Cogió la flautilla para tocar una suave melodía; pero algo no funcionó, porque el instrumento no emitió ningún sonido. Probó otra vez: la flauta seguía muda.

—Tal vez esté atascada por dentro —dijo Liviana al ver su apuro.

Única iba a responder cuando apareció Cascarrabias arrastrando tras de sí a Fisgón, a quien había agarrado por una de sus puntiagudas orejas.

—¡Los gnomos no maduran nunca! —se quejaba el duende—. ¡Tengo que cuidar de ti como si fueses un bebé!

—¡Suéltame, suéltame! ¡He encontrado algo muy interesante!

—¿Qué? —preguntó Única, impaciente.

Fisgón consiguió soltarse y se frotó la oreja dolorida, refunfuñando por lo bajo. Después, muy dignamente, se ajustó el sombrero y se dirigió a Única y Liviana, ignorando al duende:

—Hermosas damas, os comunico que del poblado sale un camino de tierra blanca que parece haber sido hecho por los Medianos que vivían aquí.

—¡Un camino! —exclamó Liviana, excitada—. ¿Y a dónde lleva?

—Iba a averiguarlo cuando este bruto me lo impidió —replicó Fisgón, lanzando una mirada irritada a Cascarrabias.

—¡Quizá comunique con otra ciudad! —apuntó Liviana, muy nerviosa.

—Es extraño que nadie supiera de este lugar —comentó Cascarrabias.

—Es el lugar donde no cantan los pájaros —le recordó Liviana.

—Preguntaremos a la Abuela Duende —zanjó Única con una sonrisa.

La noche caía ya, y los cuatro emprendieron la vuelta a casa.

La Abuela Duende era, posiblemente, el ser más anciano de todo BosqueVerde. Ya no le quedaban cabellos, y sus ojillos negros como botones apenas se le veían en el rostro apergaminado y arrugado como una pasa. Pero la Abuela Duende era muy sabia, aunque a veces decía cosas extrañas. Por las noches se sentaba al pie del olmo donde vivía y era entonces cuando, bajo la luz de las estrellas, la Gente Pequeña acudía a pedirle consejo o a escuchar historias.

Aquella noche, Única y sus amigos se reunieron una vez más en torno a ella, en esta ocasión para preguntarle por la ciudad de la Gente Mediana.

La Abuela Duende dijo, después de un largo silencio:

—Llegaron de muy lejos, de fuera de BosqueVerde. Ni siquiera yo recuerdo cuándo fue eso. Eran gente como Única y, aunque algunos gnomos se acercaban a ellos para escuchar desde lejos su maravillosa música, la mayoría de los Pequeños les tenían miedo a causa de su tamaño.

—¿Cómo puede ser que nadie los recuerde? —preguntó Cascarrabias.

—Porque la Gente Pequeña vive poco tiempo, y Única crece despacio. Las hadas son caprichosas y olvidan fácilmente. Además, cuando ellos se fueron… ni los pájaros querían acercarse a la ciudad que dejaron atrás.

—¿Y a dónde fueron? —quiso saber Única.

—Nadie lo sabe. Un día desaparecieron sin dejar ni rastro. Tampoco sabemos por qué Única no se fue con ellos.

La Mediana bajó la cabeza, entristecida.

—Quizá se fueron por donde habían venido —sugirió la Abuela Duende.

—¿Y por dónde vinieron?

—Por el Camino, por supuesto. Todo el mundo sabe que los Medianos hicieron el Camino, y el Camino trajo a los Medianos.

La Abuela Duende no dijo más.

Pocos días después, Única partía, con poco equipaje porque en BosqueVerde no se necesita poseer gran cosa, en busca de los suyos siguiendo el Camino. El inquieto gnomo Fisgón no pudo resistir la llamada de la aventura y se ofreció a acompañarla; y Cascarrabias y Liviana tampoco quisieron abandonarla.

La Gente Pequeña se reunió para despedir a Única. La echarían de menos, pero todos habían sabido siempre que tarde o temprano se marcharía.

Fue así como Única, la Mediana de BosqueVerde, dio la espalda a su casa, el árbol más grande de todos, y a la Gente Pequeña que le deseaba suerte y, acompañada por un duende, un hada y un gnomo, echó a andar por el Camino de los Medianos que la llevaría, sin saberlo ella, muy lejos del lugar donde se había criado y que ahora abandonaba en busca de su gente.