6

—Debe de ser un error —dijo mi padre haciendo una seña hacia la larga hilera de coches en venta—. Se trata de un Tiburón, de un Citroën Tiburón. No de un Mini ni de un 600.

—Es todo lo que le puedo dar —dijo el empleado—. Los precios no los pongo yo. A mí me los mandan de Madrid, de la central. Lo único que yo puedo hacer es decir «compro» o «no compro». Pero el precio, ni tocarlo.

Mi padre se frotó el puente de la nariz como suelen hacer los que llevan gafas. Avanzábamos entre dos filas de coches. Yo iba un poco adelantado y de vez en cuando me volvía a esperarles. El empleado insistió:

—Le estoy haciendo un favor. Podría haberle dicho que no me interesa. Los coches de importación no tienen buena salida. Por los repuestos, ya sabe.

Era odioso aquel hombre.

—Además están los adhesivos. ¿A quién se le ocurre llenar de adhesivos un coche así? Eso también baja el precio.

Era realmente odioso. Mi padre se detuvo junto a un Dos Caballos azul con matrícula de Soria. Alargó la mano hacia la cartulina que estaba atrapada entre el limpiaparabrisas y el cristal. Señaló el precio.

—Pero ¿se da cuenta de lo que me está diciendo? ¡Por un Tiburón no puede usted ofrecerme lo mismo que pide por un Dos Caballos de cinco años…!

—Las cosas son así —replicó el otro—. A mí no me interesa comprar. Es a usted a quien le interesa vender.

«Vender», pensé yo, «no malvender». Mi padre soltó un bufido y volvió a frotarse la nariz. Luego agitó la cabeza como queriendo decir que no pero en realidad diciendo que sí, que aceptaba.

—Está bien —dijo.

—No está bien —intervine yo—. Ese dinero es una puta mierda. No puedes dejar que este gilipollas te tome el pelo.

—He dicho que está bien, y está bien.

El empleado me miraba con rencor. Se metieron en la oficina y rellenaron unos papeles. Yo esperé fuera, apoyado en el capot de un Simca. Aquel hombre me señalaba de vez en cuando con el dedo y le decía a mi padre que no sabía por qué lo hacía, que no sabía por qué le compraba el coche después de lo que había tenido que escuchar. Él no tenía por qué aguantar impertinencias de nadie y menos de un niñato mal educado como yo.

Vi a mi padre contar el dinero y empecé a sacar nuestras cosas del maletero del Tiburón. Tres maletas viejas y unas pocas bolsas de plástico: ahí estaba todo lo que poseíamos. Yo pensé: «Así, sin el coche, se ve muy bien lo pobres que somos». Tuve que hacer dos viajes para sacar todo aquello a la calle. Amontoné las maletas y me senté encima de ellas a esperar. Vi cómo mi padre entregaba las llaves a aquel hombre y cómo se detenía a echar un último vistazo al Tiburón. Aquel coche era lo único que le unía con la idea que él tenía de sí mismo. Era lógico que se despidiera. Luego vino hacia mí y cargó con las dos maletas más pesadas.

—Un coche así. Idéntico al del presidente de Francia —dijo con tristeza, y luego añadió—: Vamos a buscar a Félix.

Yo asentí con la cabeza y le seguí. Llevaba una maleta en la mano derecha y dos o tres bolsas pequeñas en la mano izquierda.

—Vamos —dije.

Nos habíamos vuelto a instalar en Zaragoza. Podíamos haber ido a cualquier otro sitio pero en Zaragoza al menos teníamos un amigo. Mi padre le había llamado por teléfono y Félix se había ofrecido a encontrarnos un sitio donde pasar la noche. Habíamos quedado con él en el centro de la ciudad, delante de unos grandes almacenes. Al cabo de un cuarto de hora estábamos en ese sitio, esperándole. Junto a nosotros había unos músicos con gorros y barbas de Papá Noel cantando villancicos. Mi padre y yo teníamos frío y estábamos cansados, y aquellos villancicos y aquellas calles repletas de luces navideñas tenían muy poco que ver con nosotros.

Había aguantado bastante bien su paso por la cárcel. En la cárcel mi padre no era nadie, pero eso no importaba porque ahí dentro todos eran lo mismo: nadie. Lo malo era salir y darse cuenta de que tampoco fuera de la cárcel era nadie. Yo creo que, si mi padre se apresuró a vender el Tiburón, fue precisamente por eso: porque había descubierto cuál era su sitio, el sitio que le correspondía, y cuál la vida que le había tocado vivir. ¿Me explico? Mi padre había podido engañarse a sí mismo durante años, pero esas semanas en la cárcel lo habían cambiado todo y ahora no cabía ya la menor posibilidad de engaño.

Mi padre era un muerto de hambre y estaba dispuesto a vivir como tal, como un muerto de hambre. Vivir en una casa prestada y sin categoría, renunciar a tener un coche, ganarse la vida con alguno de esos trabajillos que hasta hacía poco tiempo consideraba degradantes… Estábamos otra vez en Zaragoza, y lo más fácil habría sido volver a lo del locutorio clandestino. Habríamos buscado otra casita cerca de la base y avisado de nuestro regreso a los americanos que ya conocíamos. Habríamos vuelto a nuestro anterior negocio, ilegal pero también inofensivo, y al cabo de dos o tres meses la compañía de teléfonos nos cortaría la línea y nosotros tendríamos que volver a empezar, buscando otra casita cercana a la base y avisando de nuevo a nuestros clientes americanos y preparándonos ya para la próxima mudanza y para todas las mudanzas que vendrían después. Pero no. Mi padre había decidido aceptar su destino, y eso implicaba una ruptura con nuestra anterior forma de vida, con ese constante peregrinar y esa sensación como de estar huyendo de nuestro pasado y de nosotros mismos, incapaces de detenernos y de volvernos atrás. Eso implicaba también una ruptura con sus actividades de los últimos meses: mi padre no estaba dispuesto a hacer nada que pudiera rozar lo delictivo.

Yo creo que la cárcel le había vuelto temeroso. Recuerdo, por ejemplo, que uno de los primeros días, muy poco después de vender el Tiburón, paseábamos por una calle céntrica y unos policías nos hicieron señas para que no siguiéramos avanzando.

—Retrocedan —dijo uno de ellos—. Una manifestación.

Yo en ese momento miré a mi padre, y vi que temblaba y que casi no podía ni articular palabra. ¿Es normal eso? ¿Todos los que han pasado alguna vez por la cárcel experimentan ese mismo miedo hacia la policía?

Se asustaba también cuando alguien llamaba a la persiana metálica de nuestra vivienda. En principio se negaba a abrir, y sólo si insistían acababa haciéndome una seña con la cabeza para que echara un vistazo por el ventanuco de la persiana y la abriera. Supongo que tenía miedo de que la historia se repitiera, de que algún día apareciera un par de policías y volviera a ocurrir como en el hostal de Vitoria. Ahora sí que mi padre se sentía perseguido. Culpable y perseguido, y me imagino que eso formaba ya parte de su vida. Se había convertido en un hombre temeroso de la policía, pero ese temor expresaba un temor mucho más amplio, y a mí sus reacciones me recordaban las de los niños maltratados, que apartan la cara en cuanto alguien levanta la mano.

Vivíamos entonces al otro lado del Ebro, en un local que Félix solía utilizar como almacén pero que en aquella época tenía vacío. Por eso he dicho lo de la persiana metálica. Vivíamos en un sitio que no podía considerarse una casa porque no tenía ni puerta, que es lo mínimo que debe tener una casa. Tenía una persiana metálica con un ventanuco cuadrado en el centro, similar al que mantienen abierto algunas farmacias cuando están de guardia, y cada vez que entrábamos o salíamos teníamos que empujarla con fuerza hacia arriba.

—Ya sé que es molesto —dijo Félix—. Y ruidoso. Pero no puedo ofreceros nada mejor.

Félix se portó muy bien con nosotros. Nos proporcionó un par de colchones, una mesa vieja y unas sillas plegables. Eso y nuestras escasas pertenencias era todo lo que había en aquel sitio. Era un local de unos ochenta metros cuadrados, sin tabiques ni divisiones, y en la pared del fondo había dos puertas. Una de ellas era la del cuarto de baño, minúsculo, asqueroso, compuesto nada más por un retrete agrietado y un lavabo sin agua caliente. La otra daba al patio de un taller mecánico en el que se amontonaban neumáticos viejos, trozos de carrocería, motores inservibles. Era ahí donde mi padre guardaba la Mobylette. Se la había prestado Félix en cuanto supo que habíamos tenido que vender el coche. Ya digo que se portó muy bien con nosotros: nos dejó el local, nos dejó la Mobylette, de vez en cuando venía a buscar a mi padre y le ofrecía algo de dinero por ayudarle a limpiar un piso o una tienda.

—Hasta la semana que viene no creo que vuelva a tener nada para ti —solía excusarse ante mi padre—. En la televisión dicen que las cosas van bien pero no es verdad. Cada vez hay menos trabajo.

Félix siempre estaba excusándose por no poder ayudarnos todo lo que él habría querido. En realidad seguía teniendo a mi padre por un caballero culto y distinguido, y yo no sé qué le dolía más, si el hecho de no estar en condiciones de proporcionarle empleo o el de que los trabajillos que de vez en cuando podía ofrecerle no estuvieran, según él, a la altura de mi padre.

Recuerdo la imagen de mi padre en la Mobylette. Recuerdo el intenso frío de aquellas madrugadas de invierno y a mi padre preparándose una bolsa con el mono azul y un par de bocadillos y metiéndose páginas de periódicos dentro de la americana para abrigarse. Viéndolo así, en esa pequeña motocicleta y con los periódicos asomándole por la americana cruzada, comprendía con facilidad hasta dónde había caído su autoestima. Lo que quiero decir es: con esa moto y esos periódicos, y también con esa nariz moqueante y esa nube de aliento pegada a la boca, ¿podía mi padre aunque sólo fuera fingir la seguridad que siempre había mostrado al volante del Tiburón?

Félix me había prometido que, si las cosas mejoraban, intentaría darme trabajo también a mí, pero yo pensé que a mi padre no le gustaría. No le gustaría verme trajinar a su lado con fregonas, cubos de agua y botellas de lejía, y sin duda tampoco le gustaría que yo le viera de igual modo. Eché una ojeada a las ofertas de empleo del periódico y recorté un anuncio que decía:

Departamento de VENTAS

prestigiosa marca de relojes

NECESITA:

jóvenes ambos sexos, activos, emprendedores, con don de gentes y conocimiento de idiomas.

OFRECE:

retribución mínima 50 000 ptas. mensuales.

Llamé por teléfono para concertar una entrevista. Pregunté por un señor apellidado Delgado.

—¿Edad? —me preguntó.

—Dieciséis —mentí.

—¿Experiencia en ventas?

—He trabajado en negocios de importación. Hace poco intervine en una campaña de introducción de productos americanos en nuestro país… —dije, y esto no se podía decir que fuera una mentira.

—¿Qué productos?

—Botes de caramelo líquido, latas de pipas peladas…

—¿Pipas peladas? Jamás había oído hablar de algo así.

Acudí a su despacho, que era en realidad una vivienda normal en cuya puerta no había ningún letrero. Me abrió el propio señor Delgado y me hizo esperar en un saloncito que daba a las vías del tren. Sentados en sendos sillones estaban dos chicos algo mayores que yo, y sobre la mesita de cristal había un cenicero con propaganda de Cinzano que emitía un leve tintineo cada vez que pasaba un tren.

—¿De qué se trata? —pregunté, y uno de los chicos se encogió de hombros y dijo:

—Ni idea.

Los observé en silencio. Yo era como ellos, como cualquiera de esos dos chicos que soñaban con esa retribución mínima de cincuenta mil pesetas y miraban a los demás con desconfianza. Veía en sus ojos el brillo feroz de la necesidad, de la lucha por la vida, acaso el recuerdo de los años vividos en miserables cuartos de casas miserables, atestadas de gente, sin intimidad. Yo me decía a mí mismo que era como esos dos chicos pero, al mismo tiempo, veía en ellos una carga de realidad que era incapaz de percibir en mí. Como si, de hecho, su miseria fuera mayor o más cierta que la mía.

—El siguiente —dijo el señor Delgado.

Cuando me llegó el turno había tres chicos nuevos en el saloncito. El señor Delgado me hizo pasar a su despacho y, antes de ofrecerme asiento, me miró lentamente de la cabeza a los pies. Yo estaba seguro de pasar ese primer examen. Me había puesto mi mejor ropa, la que me habían comprado mis tíos en Vitoria: un jersey Pulligan de cuello en pico, un pantalón gris con la raya de la plancha bien marcada y unos mocasines italianos de color granate.

—¿Para qué necesita este trabajo un chico como tú? ¿No tienes bastante con lo que te dan tus papás?

—Mis papás no me dan ni un duro. Yo me gano mi dinero —dije, y me pareció que mi respuesta le satisfizo.

Aquel hombre me hizo un par de preguntas intrascendentes, y yo supuse que sólo quería oírme hablar. Luego me explicó en qué consistía el trabajo: en vender relojes de puerta en puerta.

—Son Timex —dijo—. Una buena marca, ¿eh? Me imagino que la conoces. Relojes americanos.

Yo asentí con la cabeza, y pensé que a lo mejor aquel hombre había conseguido esos relojes a bajo precio gracias a algún contacto en el economato de la base americana. Un negocio, por tanto, no muy distinto del que mi padre había querido montar con los productos no perecederos. Pero tampoco me habría extrañado que esos relojes fueran robados. Por cosas que yo había oído decir a la gente de la base, sabía que eso era habitual. Los españoles que trabajaban allí robaban todo lo que tenían a mano. Se quedaban con la mitad de las mercancías que descargaban de los aviones americanos y luego comerciaban con ellas, y las autoridades militares lo sabían pero no podían hacer otra cosa que tolerarlo. Sí, seguro que esos relojes eran robados.

—Observa los distintos modelos… —dijo el señor Delgado.

Se entretuvo mostrándome un amplio muestrario y yo di por supuesto que el trabajo era mío.

—¿Y lo del conocimiento de idiomas? —pregunté.

—En el mundo de los negocios hay que saber distinguir entre lo principal y lo accesorio —dijo él—. Eso, por ejemplo, forma parte de lo accesorio. La cuestión es tener clase. Y tú la tienes.

No quise preguntarle por la retribución mínima de cincuenta mil pesetas. Supuse que también eso formaba parte de lo accesorio.

—A todos los chicos que han pasado antes que tú los he rechazado —añadió—. A ti estoy dispuesto a ponerte a prueba un par de semanas.

Luego colocó sobre la mesa una cartera con una veintena de relojes Timex y me pidió diez mil pesetas en concepto de fianza. Aquellos relojes no valían mucho más, y yo pensé: «Ninguno de los chicos que han pasado antes que yo tenían las diez mil pesetas que tú les has pedido».

—Está bien —dije.

Diez mil pesetas era más o menos lo que aún conservaba de la venta del televisor y las otras cosas. Yo sabía que aquel hombre se estaba aprovechando de mí pero, por muy precario y dudoso que fuera aquel trabajo, lo necesitaba. Por eso acepté.

—Está bien —volví a decir.

En unos folios que pretendían parecer un contrato escribí mi nombre, mi falsa fecha de nacimiento y una dirección también falsa. ¿Por qué di la dirección de una de las viviendas anteriores, la del barrio de Torrero, junto al cementerio y la cárcel, también junto al canal, en lugar de dar mi auténtica dirección, la de aquel triste almacén al otro lado del río? ¿Fue por vergüenza? ¿Por no dar una información que contradijera lo que decían mis zapatos italianos y mi jersey de cuello en pico? No sé, pero lo cierto es que aquel detalle me pareció intrascendente. Lo del almacén era provisional; en cuanto nos mudáramos a otro sitio le daría las nuevas señas.

Luego firmé, dejé sobre la mesa nueve billetes de mil y dos de quinientas (llevaba siempre encima todo mi dinero) y me eché a la calle con una de esas carteras repletas de relojes. Yo era ahora un vendedor ambulante, un vendedor de relojes Timex, quién sabía si robados o no, y eso era mejor que no ser nada. Me pasaba los días yendo de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, llamando a los timbres de las casas. Muchas veces ni siquiera me abrían la puerta. Otras veces me estudiaban en silencio a través de la mirilla y acababan abriendo, y entonces yo exhibía todos aquellos relojes baratos que llevaba en la cartera y soltaba siempre la misma cantinela:

—Buenas tardes, señora. Sólo le pido un minuto. ¿Le apetece echar una ojeada? Estoy haciendo una promoción de relojes. Supongo que ha visto los anuncios. Son Timex. ¡Americanos! ¿Qué mejor regalo para estas Navidades?

Si me retenían en el descansillo con la puerta entornada, yo ya sabía que tenía pocas esperanzas de lograr alguna venta. Si, por el contrario, me hacían pasar, podía ocurrir cualquier cosa. Recuerdo una mujer que, prácticamente sin mirar los relojes, me invitó a sentarme en el sofá y me ofreció una cervecita. Así lo dijo, cervecita. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, regordeta y parlanchina, y llevaba una blusa finísima por la que se le transparentaba el sujetador negro. Me trajo la cervecita y se sentó a mi lado, y yo sentí muy próximo su perfume dulzón, como de moras maduras.

—Mi marido no está en la ciudad —dijo—. ¿Qué pensaría si volviera antes de lo previsto y te encontrara aquí?

Dijo esto, y al mismo tiempo dejó caer sus pesados zuecos sobre la alfombra y vi las uñas de sus pies pintadas de rojo.

—Entonces ya vendré cuando esté —dije—. Si el reloj es para él seguro que querrá elegir…

Bueno, yo era un vendedor de relojes. No un gigoló. No había pagado diez mil pesetas para eso, para pasar la tarde en la cama de todas las mujeres que quisieran comprarme uno de aquellos relojes.

Recuerdo también a un hombre que accedió a comprarme un reloj con la condición de que luego me lo jugara con él a la carta más alta. Tenía un bigote muy pequeño y el pelo peinado hacia atrás. Tenía también el aspecto de quien no ha dormido lo suficiente.

—Yo te compro uno, este mismo —me dijo—. Después cogemos una carta cada uno y, si gano, me devuelves mi dinero. Pero si ganas tú, te quedas con los dos: con el reloj y con el dinero. ¿De acuerdo?

Negué con la cabeza.

—Muy bien, muy bien —insistió—. Te lo pondré más fácil. Te los compro todos. Si ganas tú, los relojes y el dinero son tuyos. Y si gano yo, te pago sólo la mitad de lo que valen. ¿Cuánto te cuestan a ti? No creo que llegue a tanto. De este modo no puedes salir perdiendo.

Negué otra vez con la cabeza y cerré la cartera. Aquel hombre parecía decepcionado y hasta furioso. Me tendió el mazo de cartas.

—Elige una. Sólo para ver qué habría pasado.

Cogí una carta y luego él cogió otra. La mía era una sota de bastos, la suya un seis de espadas, y a mí me dio la impresión de que eso le hacía feliz.

—¿Te das cuenta? Has cometido un error —me dijo con una amplia sonrisa.

Sí, podía ser que hubiera cometido un error con él y acaso también con la mujer de la cervecita. Pero es que yo había encontrado un camino, el camino que quería seguir, y no estaba dispuesto a apartarme de él por muchas que fueran las sendas que se abrieran a uno y otro lado de aquel camino. ¿Era eso lo correcto? Yo creía que sí, pero por otra parte ganaba tan poco dinero que con frecuencia dudaba de eso y de todo.

Hice mis cuentas al concluir mi primera semana de trabajo. Desolador. Había ganado menos que cuando recogía pelotas en el club de golf para revenderlas en la tienda de la base. De hecho, en toda esa semana sólo había conseguido vender tres relojes. Y ni siquiera eso. Sólo dos, porque el tercero lo compré yo mismo para regalárselo a mi padre.

Aquélla fue nuestra Nochebuena más triste. Bueno, las fiestas navideñas nunca eran demasiado alegres para nosotros, pero aquéllas lo fueron mucho menos. No sé muy bien cómo explicarlo. Nosotros siempre habíamos pasado las Navidades solos, y ese año nos sentíamos aún más solos. ¿Puede ocurrir eso? ¿Pueden dos personas estar solas y sentirse unas veces muy solas y otras veces simplemente solas? Félix había venido a hacernos una visita por la tarde y nos había traído dos barras de turrón de Jijona, una del duro y la otra del blando. También nos había traído una televisión pequeña que en su casa no utilizaban.

—Por lo menos podréis ver alguna película —había dicho.

Aquella televisión tenía dos largas antenas que había que cambiar de orientación en cuanto la imagen empezaba a temblar.

—No está mal —dijo mi padre—. Una televisión siempre hace compañía, ¿no te parece?

Mi padre llevaba un buen rato tratando de partir el turrón duro y preparando una ensalada de lechuga, atún y mayonesa.

—Claro que un perro tampoco estaría mal —añadió—. A lo mejor tienes razón. Un perro pequeño y bien educado. Un perrito que nos esté esperando mientras estemos fuera y que salte y mueva el rabo en cuanto nos oiga llegar. Habrá que pensárselo. Un perrito así siempre alegra una casa…

Decía estas cosas sin preocuparse de si yo le escuchaba o no. Luego sacó el turrón blando y lo cortó en ocho porciones idénticas.

—El problema era antes, con los viajes —prosiguió—. No puedes ir de un lado a otro cargando con un perro. ¡Pero, eso sí, tiene que ser un perro pequeño! ¡Nada de pastores alemanes ni perros así!

Puso también agua a hervir en el hornillo, pero la bombona se agotó enseguida.

—¡Vaya! —dijo—. Hoy no hay consomé. Y me temo que mañana tampoco.

Nuestra cena de Nochebuena consistiría, pues, en ensalada y turrón. La televisión seguía encendida. No la habíamos apagado desde que Félix la había traído, y yo de vez en cuando me tomaba la molestia de reorientar las antenas. Ahora un presentador muy cariacontecido decía que a continuación nos iban a ofrecer el mensaje de Navidad de Franco. Él no decía Franco. Él decía el jefe del Estado. Lo repitió varias veces, y al final casi alzó la voz:

—¡Atención, españoles, habla el jefe del Estado!

—¿Apago? —dije yo.

—Apaga —dijo mi padre.

Apagué. Nos importaba un pepino que hablara el jefe del Estado. Apagué, y en el centro de la pantalla apareció un punto blanco, como una estrella equivocada en una noche sin estrellas. Aquel punto se fue haciendo cada vez más pequeño, y yo lo miraba y pensaba que nunca desaparecería del todo. Que pronto esa estrella sería tan pequeña que me resultaría invisible pero que eso no querría decir que hubiera desaparecido del todo.

—¿Cenamos ya? —preguntó mi padre, frotándose las manos.

Cenamos, y mi padre volvió a hablar del perro.

—Aquí no, por supuesto. Aquí no podemos tener un perro, pero estoy convencido de que las cosas van a mejorar. Todo se arreglará dentro de poco, y entonces cambiaremos de casa y compraremos un perro. Un perro pequeño. ¿Cuál prefieres? ¿Un caniche? ¿Un yorkshire?

Yo no le dije que no, pero a mí eso ya no me importaba. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro.

—Sí, un yorkshire. ¿Te acuerdas de aquellos belgas que vivían en Santa Pola? Tenían un yorkshire, ¿te acuerdas?

Me acordaba de los belgas y me acordaba de su perrito. Aquel perrito era lo más parecido a un escupitajo. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro, y sólo confiaba en que mi padre no se empeñara ahora en tener un perrillo como aquél. Yo ya no quería tener perro y, desde luego, no quería un perro como aquél. Un yorkshire, qué bicho tan cursi y tan desagradable.

—Pero ya te digo que todavía no —dijo mi padre—. Dentro de uno o dos meses, cuando vivamos en un sitio mejor que éste. Entonces iremos a una tienda de animales y compraremos un yorkshire… ¿Ya has terminado? ¿No quieres más? El turrón ni siquiera lo has probado…

Me había levantado, ya no tenía hambre.

—Tu regalo —dije.

Mi padre desenvolvió el pequeño paquete, abrió la caja y sostuvo con delicadeza el reloj sobre la palma de la mano.

—Es precioso —dijo—. Muchas gracias.

Estaba realmente emocionado, los ojos húmedos, la boca entreabierta. Yo sabía que su agradecimiento era sincero pero también sabía que nunca utilizaría ese reloj. No al menos mientras tuviera su reloj de toda la vida, un Omega bañado en oro.

Me entregó después su regalo. Un puzzle con un paisaje de la Selva Negra.

—Como sé que te gustan tanto… —dijo.

Estaba avergonzado porque su regalo era más modesto que el mío.

—Claro que sí —dije—. Lo haré mañana mismo.

Luego me coloqué bajo el marco de la puerta del lavabo y me puse a hacer los ejercicios del «Taller & Taller New System». Y así fue como pasé aquella Nochebuena.

Un día pedí a Félix que me llevara con él a la base. Aquel día había trabajo para mi padre, la limpieza de unas oficinas de una compañía de seguros, y Félix prefirió pasar a buscarnos con la furgoneta. Nos metimos en la parte de atrás, junto a otros tres hombres vestidos con mono azul como mi padre.

—Ya tenemos aquí al señor marqués… —dijo uno de ellos a modo de saludo.

—Me parece que hoy va a acabar con las uñas negras —dijo otro.

Mi padre trató de sonreír pero a mí aquello no me gustó. Supuse que para él siempre sería así, que entre la gente adinerada sería siempre un muerto de hambre y entre la gente humilde un petimetre. En eso consistía su destino: en ser un eterno desplazado. Estuviera donde estuviera, ése jamás sería su sitio.

—¿Y este chico no tendría que estar en el colegio? —preguntó el que había hablado primero.

Bajaron todos de la furgoneta y Félix y yo seguimos nuestro camino hacia la base. Él tenía que hablar con alguien en el autoservicio del club de golf. Yo le dije que al cabo de una hora acudiría a buscarle.

Lo que yo quería, por supuesto, era volver a ver a Miranda. Eché a correr hacia la zona de los chalets. Me detuve en el inicio de la calle con la respiración entrecortada. Luego anduve despacio, muy despacio, aguardando hasta el último momento para volver la mirada hacia la casa de Miranda. No sé muy bien qué era lo que esperaba encontrar. Tal vez a ella, tal vez sólo a su hermana con los dos perritos… Al menos el coche, aquel Chevrolet rojo con matrícula de Texas. Pero no. Lo que vi en el aparcamiento fue una vieja ranchera blanca y verde. El césped del jardín parecía recién cortado y las viejas adelfas presentaban un aspecto casi lustroso. Delante de la casa, a ambos lados de la puerta, había dos enanitos de piedra como los de Blancanieves, y yo por un momento tuve una sensación más propia de los sueños: sabía que aquélla era y no era la casa de Miranda, la reconocía y al mismo tiempo la desconocía.

—Miranda… —susurré.

Miré el interior de la casa. En el cuarto de estar había una mujer. Una mujer rubia con un recién nacido apoyado en el hombro. Ella me miraba a mí y yo la miraba a ella.

Yo seguía con lo de los relojes. En muy poco tiempo me había convertido en un vendedor avezado. Había adquirido un mínimo de penetración psicológica y aprendido algunos de esos trucos de los que los buenos vendedores se suelen servir. Si os dedicáis o habéis dedicado a vender, creo que estaréis de acuerdo conmigo en varias cosas. Lo importante, por ejemplo, no es cantar las alabanzas de tu producto ni insistir en que tus precios no tienen competencia. No, eso es lo que hacen los malos vendedores. Lo importante es saber que hay gente que está dispuesta a comprar y gente que no. Lo importante es llegar a reconocer a estos últimos, los que te quieren comprar. A mí me bastaba en ocasiones con un simple vistazo a la ropa y el aspecto y la decoración del piso para saber si aquella persona podía o no estar interesada en alguno de mis relojes. Era algo automático. En cuanto me abrían la puerta, los muebles del recibidor, el empapelado de las paredes, el peinado y las zapatillas de aquel hombre o mujer, sus ojos, el sonido de su voz se aliaban para transmitirme un mensaje que casi siempre me llegaba con claridad: «Quiero comprar, comprar, comprar…». O por el contrario: «No necesito nada, no quiero comprar».

Con frecuencia, sin embargo, muchas de las personas deseosas de comprar ni siquiera saben que lo son, y es entonces cuando uno debe demostrar sus dotes para el comercio. Un buen vendedor tiene mucho de psiquiatra y mucho también de confesor y de policía que interroga. Lo que el buen vendedor pretende es animar a alguien a expresar una verdad que lleva dentro. Lo mismo, por tanto, que el psiquiatra y que los otros dos, y lo único que le diferencia de éstos es que a él no le interesan sus posibles traumas infantiles ni sus pecados contra el sexto mandamiento ni el lugar en el que pudo esconder el botín de un robo. Que arde en deseos de comprarle algo, que moriría si no pudiera satisfacer esos deseos, que incluso mataría por ello…: eso es lo único que el buen vendedor quiere que admita, y cuando lo consigue puede estar seguro de haberle servido de gran ayuda, porque el premio final no es tanto el objeto por el que aquella persona paga como la paz interior que la adquisición de ese objeto le proporciona.

Si me abrían la puerta y yo percibía aquel «quiero comprar», podéis estar seguros de que no dejaba escapar la oportunidad. Algunos de mis trucos eran infalibles. A veces, por ejemplo, recurría al truco de la vecina.

—Ay, perdone —decía—. Éste es el segundo A, ¿verdad? No, yo buscaba a la señora del segundo B, que pidió ver el muestrario…

Decía esto con la cartera de los relojes entreabierta, y me hacían falta muy pocas palabras más para despertar la curiosidad de la mujer que me había abierto.

—¿Y dice que éste es el modelo que le gusta a mi vecina? —me preguntaba después—. No está nada mal, aunque, claro, ¿cómo me voy a comprar yo un reloj igual al de ella…?

A la gente no le gusta hacer favores sino que se los hagan a ella, y eso es algo que en esta clase de trabajo hay que tener muy claro. Un buen vendedor es aquél que consigue hacerte creer que te hace un favor cuando te vende algo.

—Me pone usted en un aprieto, señora —me lamentaba yo—. Yo se lo vendería a usted, pero comprenda que…

Eso era lo que había que decir en esos casos, y estás perdido si crees lo contrario. Aquella mujer corrió a la cocina a buscar el dinero y me obligó a cogerlo y, si se comportó así, fue porque en todo momento pensó que era yo quien al venderle aquel reloj le estaba haciendo un favor.

Tuve bastantes ocasiones de poner a prueba mi teoría del favor. La clave consiste en conocer el momento exacto en que has dado la vuelta a la relación. Mientras sea el otro el que está perdiendo unos minutos de su precioso tiempo observando tus artículos, tú sólo puedes aguantar. Hay un instante, sin embargo, en el que la cosa cambia y el comprador empieza a sospechar que eres tú quien le está dedicando más tiempo del que en realidad merece. Es justo entonces cuando hay que iniciar algún gesto de despedida, como mirar la hora o tratar de cerrar el muestrario.

—Espere, no tenga tanta prisa —solían interrumpirme—. No he acabado de ver todos los modelos…

Bueno, eso era lo que yo buscaba: esas palabras equivalían a una venta segura.

El caso es que, entre unas cosas y otras, mi trabajo como vendedor ambulante empezó a proporcionarme algo de dinero, acaso más del que mi padre ganaba con las limpiezas de Félix. Cada diez o doce días acudía a casa del señor Delgado a reemplazar los relojes vendidos. Nunca en esa casa me encontraba con nadie, con ningún chico como los del primer día, y llegué a pensar si no sería yo el único vendedor y si tal vez aquel hombre vivía únicamente de lo que yo le pagaba. Un día me dijo que tenía que renovar mi fianza.

—¿Qué quiere decir?

—Es el procedimiento habitual —dijo—. Aquel depósito era provisional, sólo para el período de prueba. Ahora que el trabajo ya es tuyo, firmaremos un nuevo contrato y lo formalizaremos con el pago del nuevo depósito.

Aquel hombre era un ladrón, pero un ladrón de una clase que a mí no me resultaba desconocida. Mi padre había sido así hasta muy poco tiempo antes. Hombres desesperados y sin recursos, forzados a extraer todo el rendimiento posible a sus magros y oscuros manejos, aun a riesgo de hundirse de una vez por todas. Hombres sin control ninguno sobre su vida y su destino. Hombres a la deriva, con los ojos pesarosos y brillantes de quien ha visto de cerca el abismo.

—Y esta vez no será de diez mil sino de quince mil pesetas —añadió vacilante.

—Y eso ¿por qué?

—Todo sube. El pan sube, la gasolina sube, el café también sube… ¿Por qué no van a subir los relojes?

Aquel ladrón sabía que yo no podría vender esos relojes a precios muy superiores. Lo que, de hecho, me estaba diciendo era que mi comisión iba a quedar reducida a menos de la mitad. En ese momento yo tendría que haberle devuelto sus relojes baratos y solicitado la devolución de mis primeras diez mil pesetas. Sin embargo no lo hice, y tal vez vosotros os preguntaréis por qué. También yo me lo pregunté. Hay tantas cosas que uno hace y no sabe muy bien por qué las hace.

Puse sobre la mesa las quince mil pesetas, y noté cómo aquel hombre aspiraba en silencio una buena bocanada de aire. Su gesto de alivio me recordó al de mi padre el día en que nos íbamos de Tarrasa y él guardó en la guantera del coche los ahorros de mis tíos.

—Tienes madera de buen negociante —me sonrió, adulador. Todo había cambiado entre ese hombre y yo. Aplicando mi teoría del favor, ahora era él quien me necesitaba a mí, y no al revés—. Sabes distinguir dónde hay futuro y dónde no.

Bueno, eso podía ser cierto o podía no serlo, pero lo que no tenía futuro eran él y su negocio. Desde luego no lo tuvo para mí. Debió de ser muy poco después de aquella entrevista cuando me encontré metido en mitad de una manifestación. En aquella época las manifestaciones contra Franco eran frecuentes. Al menos en las ciudades grandes: yo no había visto ninguna hasta que llegamos a Zaragoza por primera vez, e incluso ésas las había visto de lejos, como algo que no acababa de comprender y que nada tenía que ver conmigo. Solían ser breves y violentas, un centenar de estudiantes que gritaban consignas y arrojaban panfletos y rompían escaparates hasta que los policías se lanzaban en su persecución y les golpeaban con sus porras en las piernas y los riñones. Aquella tarde regresaba a casa después de recorrer las calles más céntricas de la ciudad y, al pasar junto a la facultad de medicina, vi una docena de coches celulares y tanquetas de la policía nacional aparcados alrededor de la plaza. Yo apreté el paso y crucé en dirección al paseo de la Independencia. Era el camino natural para ir a mi casa, y al llegar al paseo vi que un grupo de jóvenes ocupaba el centro de la calzada y comenzaba a lanzar objetos a los policías. Había también estudiantes en ambas aceras. Uno de ellos me preguntó:

—¿Sabes si han cerrado esta calle?

Aquella tarde no llevaba mis mocasines italianos de color granate sino unas zapatillas de deporte, más cómodas. Me imaginé que cualquiera podría tomarme por un manifestante más, pese a mi cartera de vendedor ambulante. Seguí avanzando por el paseo y una chica rubia de pelo larguísimo me dijo:

—Por ahí ni se te ocurra. Está plagado de grises.

Obedecí de forma instintiva. Me desvié hacia otro lado y, cuando me quise dar cuenta, me encontré junto a unos manifestantes que prendían fuego a unas papeleras y las arrojaban al centro de la calzada. Luego, sin tiempo para pensarlo, yo mismo arranqué otra papelera y la arrastré por el paseo hasta un lugar donde seis o siete jóvenes trataban de volcar un Seat 600.

—¡Rápido! —me dijeron—. ¡Levanta tú por este lado! ¡Uno, dos, tres!

Ayudé, por supuesto, a volcar ese coche y otros dos más. Se había apoderado de mí un raro frenesí, la incontenible necesidad de destruir todo lo que hubiera a mi alcance. Notaba además la proximidad del peligro y la insólita tensión de mis músculos, y eso provocaba en mi interior una mezcla de sensaciones que me resultaba desconocida e inequívocamente placentera.

—¡Ya vienen! —gritó alguien.

Miré a todos aquellos policías que ahora corrían hacia nosotros. Con sus cascos grises y sus viseras caladas, con sus escudos y sus porras, tenían muy poco de seres humanos y mucho de simples máquinas, de robots programados para el combate. Encontré una botella rota y la lancé contra ellos. Si hubiera podido verles la cara, tal vez no lo habría hecho.

—¡Cuidado! ¡Tiene una pistola! —oí.

Era verdad. Mezclados entre los policías había tres o cuatro hombres de paisano. Uno de ellos, con una gabardina abotonada hasta el cuello, alzaba una pistola en su mano derecha. Eché a correr. Eché a correr entre las papeleras incendiadas y los botes de humo, entre los gritos de dolor y el ruido de las sirenas, y no me detuve hasta que a mi alrededor ya no había ni policías ni manifestantes. Me dejé caer dentro de un portal. Estaba nervioso y cansado, me temblaban las piernas. Pero estaba contento. Me encontraba bien, muy bien.

Luego descubrí que en medio de la confusión había perdido la cartera con los relojes. Bueno, qué importaba. Conté el dinero de las últimas ventas, que no me alcanzaba ni para recuperar las quince mil pesetas, y decidí no acudir a hablar con el ladrón de Delgado. ¿Para qué? ¿Para tener que darle explicaciones? Pensé incluso que todo aquello podía ser una señal del destino, algo así como un mandato que me conminaba a dejar ese trabajo y buscar uno mejor. Delgado, además, nunca podría exigirme nada porque ni siquiera conocía mi verdadero domicilio.

Yo entonces me sentía muy fuerte. Estaba seguro de que superaría todos los obstáculos que se me presentaran y de que siempre saldría adelante. Había cambiado. No era el mismo que un año antes y lo sabía. También mi padre había cambiado, sólo que su cambio había sido opuesto al mío. Era como si mi padre hubiera ido dejando por el camino grandes trozos de sí mismo y como si yo los hubiera recogido e incorporado a mi vida y forma de ser. Nos parecíamos, claro que nos parecíamos. Mi padre, en su adolescencia, no debía de haber sido tan distinto de mí, y yo veía en él uno de mis futuros posibles. Mi admiración por Patricia Hearst hacía meses que se había disuelto sin dejar huella, y a mí ya ni siquiera me importaba si la habían detenido o no. Habíamos podido ser algo parecido a uno de esos comandos simbióticos, pero eso no entraba en nuestro destino. También habíamos podido ser como don Quijote y Sancho, pero lo mismo. Ahora éramos sólo dos seres solitarios, un padre y un hijo que se ganaban la vida como podían y se juntaban por la noche para ver concursos en un televisor prestado.

¿Y mi madre? Estuve muchas veces a punto de preguntarle por ella pero al final nunca llegué a hacerlo. En eso nuestra relación no había cambiado. ¿Y mi madre? Habría sido tan fácil hacer esa pregunta y dejar que mi padre me hablara de ella, de lo mucho que la había querido y de las viejas heridas y los viejos sacrificios que había aceptado sólo por ella. ¿Llegaríamos alguna vez a hablar de ella? Sí, seguro que sí: la vida es muy larga. Pero ¿cuándo? ¿Acaso cuando él fuera viejo y estuviera en una cama de hospital, con un tubo en la nariz, reponiéndose de un infarto?

Después de lo de los relojes encontré un trabajo de aprendiz en una peluquería canina. Ridículo, ¿verdad? Mi misión consistía en limpiar el suelo de los pelos dejados por los caniches blancos y negros y en abrir y cerrar la puerta a las cursis propietarias de los caniches blancos y negros. Quizá más adelante hable de algunas de las cosas que entonces me ocurrieron, pero lo más seguro es que no llegue a hacerlo nunca, porque a los pocos días de empezar en la peluquería sucedió algo que cambió definitivamente nuestras vidas.

—¿Quién es? ¿Quién puede ser? —susurró mi padre, alterado—. Asómate tú. O no. Espera. No hagas nada, a ver si se van.

Era un día cualquiera por la mañana. Temprano, muy temprano. Habían golpeado varias veces la persiana metálica. O, mejor dicho, la habían aporreado, y ahora volvían a hacerlo. Esa era, al menos, la impresión que uno tenía si estaba ahí dentro.

—No puede ser Félix —volvió a susurrar mi padre.

No, no podía ser él. Félix siempre daba tres golpecitos para anunciar su llegada. Tres golpes secos con los nudillos, toc, toc, toc. Aquella mañana, quienquiera que fuese golpeaba la persiana metálica con la palma de la mano. Y no tres veces, sino cinco, seis, acaso más.

—Él ya nos habría llamado por nuestros nombres…

Ésa era otra. Félix tenía su propia llave. Si el candado estaba en el lado exterior de la persiana, eso quería decir que no había nadie dentro. Si por el contrario estaba en la parte interior, resultaba evidente que al menos uno de nosotros se encontraba en ese momento en aquel almacén.

—Insisten… —dije yo, en voz muy baja.

En efecto, volvían a llamar, y ahora lo hacían con particular fuerza. Miré a mi padre. A cada uno de aquellos golpes cerraba los ojos y alzaba los hombros, como si estuviéramos en un refugio antiaéreo en mitad de un bombardeo y no se tratara de simples golpes sino de auténticas explosiones.

—¡Ya voy! —grité, y aquel estrépito cesó en el acto, dejando tras de sí un eco breve y confuso.

Mi padre pegó la espalda a la pared más cercana. Yo entreabrí el ventanuco cuadrado y miré. El que había llamado era un hombre calvo y robusto que se frotaba la nariz con la mano enguantada. En la otra mano sostenía una carpeta, y a su espalda vi un coche de policía con los cristales medio empañados y dos agentes de uniforme en su interior. «Policías, lo peor que nos podía ocurrir», pensé, y lo pensé con tal intensidad que casi temí que aquel hombre hubiera podido oírme.

—Lo siento… —dije—. Estaba dormido.

Dije eso, y mientras lo decía (¿cuántos segundos pudieron pasar?, ¿dos segundos?, ¿tres?) os aseguro que tuve tiempo más que suficiente para pensar una cosa y pensar la contraria y para pensar dos o tres cosas más totalmente distintas de las anteriores. Pensé, por ejemplo, en todas las cosas que mi padre pensaría en cuanto yo me volviera y le dijera que eran policías. Que, por supuesto, venían a buscarle. Que tenía todavía cuentas pendientes con la justicia. Que podía ser que vinieran de nuevo por lo mismo, lo de los coches de importación, pero que tal vez no. Que tal vez venían por lo del robo de la caja registradora, o tal vez por sus continuadas estafas a la compañía telefónica, o incluso por mis tíos, por esos ahorros que quizá nunca podría devolver. Pensé en lo que sin duda pensaría mi padre pero pensé también algunas cosas más. Pensé también que podía ser que vinieran por mí. ¿Qué tendría de extraño? Podía ser que Delgado hubiera denunciado mi desaparición con uno de sus muestrarios de relojes. También podía ser que Delgado fuera, en efecto, un ladrón de relojes y que la policía le hubiera detenido y ahora estuviera buscando a sus cómplices y colaboradores… Todos esos pensamientos pasaron por mi cabeza en tan poco tiempo, apenas dos o tres segundos.

El hombre calvo, sin dejar de frotarse la nariz, dijo el nombre y los dos apellidos de mi padre.

—¿De qué se trata? —pregunté.

Aquel hombre se limitó a repetir el nombre y los apellidos de mi padre y a preguntar impaciente:

—¿Es usted?

—No. Mi padre.

—Es importante. Del juzgado.

—Espere un momento. Voy a buscar la llave.

Cerré el ventanuco. Mi padre me miró con los ojos húmedos.

—¿Policía? —preguntó.

Yo asentí con la cabeza, tristemente.

—No, otra vez no —gimió mi padre—. No podría aguantarlo.

—¡Escóndete! ¡Sal al patio y escóndete!

Mi padre corrió hacia la puerta del patio y se detuvo. Se volvió un instante a mirarme y me señaló con un dedo como si fuera a decirme algo. Luego negó con la cabeza, cogió sus guantes de encima del televisor y salió sin hacer ruido. Miré a mi alrededor. Mi padre había estado ahí hasta ese mismo momento y su presencia aún no había tenido tiempo de irse del todo. En el aire quedaban su olor, el recuerdo de sus susurros, algún resto del calor de su cuerpo… Saltaba a la vista, o eso al menos me parecía a mí, que se había marchado hacía unos segundos y que no podía haber ido demasiado lejos, y yo me temí que los policías percibirían todos esos rastros de su presencia en cuanto iniciaran el registro y que sin duda le encontrarían.

Del exterior me llegó un bocinazo largo y apremiante del coche de policía. Yo grité:

—¡Voy!

Tenía la llave en la mano pero estaba tratando de ganar tiempo. Abrí finalmente el candado y alcé de un tirón la persiana metálica. A la luz gris de aquella mañana de invierno observé al hombre calvo y a los policías, que permanecían dentro del coche. El hombre calvo agitó la cabeza malhumorado.

—¡Ya era hora…!

Luego se quitó un guante y lo sostuvo bajo una axila mientras rebuscaba en su carpeta y me plantaba ante los ojos unos cuantos folios grapados por una esquina. Hizo todo esto con gestos cansinos pero también ligeros, y al mismo tiempo dijo que era un agente judicial y que aquellos papeles formaban parte de un expediente de testamentaría. Un expediente de testamentaría, eso dijo.

—No te olvides de darle esto en cuanto lo veas —añadió—. Ahora échame una firmita.

Apenas medio minuto después aquel coche se había ido con los tres hombres dentro. Ahora yo estaba solo y desconcertado, y con una mano sostenía aquellos papeles mientras con la otra agarraba la persiana para volverla a bajar.

—¡Se han ido! —grité.

Supuse que mi padre lo había oído todo desde detrás de la puerta del patio.

—¡Puedes salir! ¡Se han ido! —volví a gritar.

Le esperé sin moverme y mientras tanto eché una ojeada a esos folios. Lo que yo entendí fue que había muerto mi abuela de Vitoria.

Mi abuela había muerto y mi padre iba a heredar una parte de su fortuna.

Pensé, naturalmente, que tenía que haber algún error. Que mi padre se convirtiera de repente en un hombre rico no entraba dentro del orden de los acontecimientos. Sí, podía ser que mi abuela hubiera muerto, y allí constaba la fecha: justo al día siguiente de salir mi padre de la cárcel y marcharnos los dos de Vitoria. Lo que no podía ser era que mi padre heredara. ¿Mi padre heredar? ¿Mi padre heredar parte de la fortuna de mi abuela? ¿Mi padre convertirse en el dueño de la mitad de la casa de Vitoria, de la mitad del frontón, de la mitad de cada uno de los cines y los hoteles de la abuela? Imposible. Eso era lo que no entraba dentro del orden de los acontecimientos. ¿Podía alguien en su sano juicio creer que mi abuela, después de todo, no le hubiera desheredado?

Repasé aquellos papeles.

—¿No me has oído? ¡Ya puedes salir! —grité con voz temblorosa, porque lo que en realidad quería gritar era: «¡Somos ricos! ¡No te lo vas a creer, pero somos ricos, muy ricos!».

Eché a correr hacia la puerta del patio agitando los folios en el aire. La abrí. Por algún motivo yo me lo imaginaba ansioso, pegado a la puerta y con las manos entrelazadas como la gente que se arrodilla en los funerales. Mi padre, sin embargo, no aparecía por ningún lado.

—¡Papá! —grité, y en ese momento me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no le llamaba así.

Busqué por todas partes pero era evidente que no estaba. Y, lo que era peor, tampoco estaba la Mobylette. Entré en el taller. Uno de los empleados me dijo que no hacía ni cinco minutos que le había visto salir corriendo con el ciclomotor. Volví junto a la persiana metálica y me acurruqué en una esquina. Quería creer que mi padre regresaría en cualquier momento, que había huido de los policías pero regresaría en cuanto supiera que éstos se habían marchado.

Salió el sol, un débil sol de invierno, y yo seguía esperando. Para entonces me estaba ya temiendo lo peor. Me acordaba de aquella noche en la playa en la que mi padre salió de casa con la idea de estrellar el coche y matarse, y me acordaba también de aquella otra noche en Zaragoza en la que trató de hacer algo parecido, arrojarse con el coche al canal. Si lo había intentado en dos ocasiones anteriores, podía ser que se hubiera propuesto intentarlo de nuevo: que hubiera cogido la Mobylette con la idea de estrellarla contra un muro o despeñarse o lanzarse al río y librarse así de una vez por todas de sus problemas y sus angustias… Eso, por desgracia, sí que entraba dentro del orden de los acontecimientos. Que mi padre estuviera dispuesto a suicidarse para cancelar sus cuentas pendientes y dejarme el dinero del seguro, que pretendiera hacer algo así justo cuando acababa de convertirse en un hombre rico al que todas esas minucias no tendrían por qué atormentarle: ¿no os parece que el destino siempre se burló de él, que jugó con su pobre existencia sin la menor muestra de respeto o delicadeza?

Esperé un rato más y finalmente me decidí a iniciar la búsqueda. Ya os he dicho que vivíamos al otro lado del Ebro. Hay, o al menos había, en esa ribera una carreterita que discurre paralela al río. Yo la conocía muy bien porque era un buen sitio para coger caracoles, tanto si llovía como si no, y lo primero que pensé fue que, si yo hubiera escapado de casa en una Mobylette con el propósito de encontrar una muerte rápida y segura, me habría encaminado sin dudarlo hacia esa carretera y me habría arrojado al agua desde una cualquiera de sus suaves curvas. Esa parte del río dicen que es mortal, de manera que, si hubiera conseguido sobrevivir al golpe, seguro que habría sido arrastrado al fondo por alguno de los numerosos remolinos.

Anduve, pues, por aquella carretera, escuchando a ambos lados el croar de las ranas escondidas, asomándome de vez en cuando a las aguas del río por entre las altas paredes de maleza y de juncos. Vi dos o tres piragüistas que remaban con los ojos entrecerrados y una familia de gitanos empujando una furgoneta sin puertas y unos chicos que disparaban a los pájaros con una escopeta de perdigones. Vi también a un hombrecito cuidando de su pequeño huerto y una rata gordísima que rebuscaba entre los restos de un vertedero y una chica joven que arrastraba un carrito lleno de barras de pan. Y vi luego casas y más casas y uno de los puentes de la ciudad y los otros puentes, y esa carreterita se había convertido ya en una calle normal, en la que a nadie nunca se le ocurriría tratar de suicidarse.

Volví por el mismo camino, más deprisa ahora, casi corriendo. Tenía la esperanza de que hubiera regresado. Llegar y encontrármelo. ¿Qué le diría si así fuera? No, no le hablaría de mi búsqueda. No le diría que llevaba dos horas buscando su cadáver entre los juncos de la orilla. Él no sabía que yo había visto la póliza de su seguro y que había deducido todo lo demás. Le diría simplemente que todo había cambiado de repente, que había muerto su madre, su detestada madre, y que no le había excluido de su testamento. Le diría que ahora era un hombre rico.

Pero mi padre no estaba.

—No —me dijo el del taller—. Por aquí no ha vuelto.

Me acordé del canal. Ya en una ocasión había pensado en tirarse al canal, no sería extraño que volviera al mismo sitio. Corrí hasta la parada de autobús. Cogí el primero que pasó y luego, en la plaza de España, me cambié a otro que llevaba al barrio de Torrero. Bajé junto al puente del canal y me detuve un momento a descansar. Era curioso. No había notado el cansancio mientras andaba o corría, pero nada más sentarme en el asiento del autobús me había sentido a punto de desfallecer. Eché a andar. Caminaba despacio entre los árboles que bordean el canal y miraba a uno y otro lado sin saber muy bien qué era lo que pretendía encontrar. ¿Los restos destrozados de la Mobylette al pie de uno de esos árboles? ¿El cadáver de mi padre arrastrado por la corriente? ¿Acaso sólo su frágil figura sobre la Mobylette, después de haberse pasado toda aquella mañana dando vueltas y más vueltas por esa carretera, asustado y lloroso, incapaz de cumplir esa determinación última que él mismo había adoptado?

—¿Qué pasa, chico? ¿Te has perdido?

El que me dijo eso fue un taxista que se había detenido a mi lado. Para entonces yo debía de haber recorrido cuatro o cinco kilómetros, tal vez más, y me encontraba en una zona alejada de toda edificación. Hice una seña con la mano y me metí en el taxi.

—Estás helado —dijo el hombre—. ¿Cómo se te ocurre salir de paseo con un frío como éste?

Le dije que avanzara pero despacio. Le dije que estaba buscando a una persona. El taxista trató de iniciar una conversación en torno a los resultados del fútbol o algo así y, aunque a mí aquello me traía sin cuidado, al mismo tiempo notaba que el sonido de su voz me tranquilizaba.

—Sí, sí —decía yo para que aquel hombre no se callara, y mientras tanto no dejaba de mirar por mi ventanilla.

Siguiendo el curso del canal dejamos atrás los árboles del parque, cruzamos un barrio entero y nos metimos en una zona de huertas, lejos ya de la ciudad.

—¿Sigo? —preguntó él.

—Adelante, adelante…

Tenía el presentimiento de que me estaba acercando, de que muy pronto encontraría a mi padre o su cadáver o lo que fuera.

—¿Sigo? —volvió a decir el taxista, confundido.

Fue muy poco después cuando, al salir de una curva, nos topamos con dos policías que desviaban el escaso tráfico hacia el carril contrario. Uno de ellos nos hizo señas para que siguiéramos pero yo exclamé:

—¡Alto! ¡Pare aquí!

Junto a las motos de los policías había una grúa del depósito municipal. Un hombre con unas altas botas de plástico, como de pescador, se asomaba a la orilla del canal sujetando con una mano el gancho de la grúa. Luego le vi acuclillarse y sacudir la cabeza en dirección al conductor. Salí del taxi justo a tiempo de ver cómo la Mobylette, cubierta de lodo pero aparentemente entera y sin roturas, era izada por aquel cable y quedaba suspendida en el aire. Me detuve un instante a mirarla. Daba vueltas sobre sí misma como el auricular de un teléfono cuando tratas de desenredar el cordón. Luego me acerqué a uno de los policías.

—Es mi padre —dije—. ¿Qué le ha pasado?

Me temía lo peor. Me temía que aquel hombre me dijera que habían encontrado la moto pero no al motorista. Me temía que el cuerpo sucio e hinchado de mi padre pudiera estar ahí cerca, atrapado por el barro del fondo del canal. El policía, sin embargo, me dijo que había visto cómo se llevaban a alguien en una ambulancia.

—Un hombre bajito —dijo—, parecido a Frank Sinatra.

—Pero ¿está vivo? ¿Se fijó en cómo estaba? ¿Dónde se lo han llevado?

El policía estuvo un rato hablando por la radio de su moto y luego me dijo el nombre de un hospital. Corrí al taxi. Tenía una sensación extraña, como si todo estuviera ocurriendo a la vez muy deprisa y muy despacio. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde lo de aquella mañana, lo del agente judicial y la huida de mi padre y todo lo demás, pero también me parecía que el tiempo en realidad no pasaba para nada ni para nadie, como si la vida se hubiera detenido a mi alrededor y fuera yo el único que seguía en movimiento.

Llegamos al hospital. No llevaba dinero suficiente para pagar la carrera del taxi pero al taxista no le importó.

—Déjalo, chico —dijo—. Que haya suerte.

En el hospital pregunté por mi padre y una monja anotó mi nombre. Apareció después otra monja, que me acompañó a una salita y me pidió que esperara.

—Dígame al menos si está vivo… —rogué.

Aquella monja no sabía nada. Me senté. Una mujer a mi lado no paraba de llorar. «Aquí todos tienen su propia desgracia», pensé. Salí al cabo de un rato al pasillo a estirar las piernas. Tenía otra vez la impresión de que el tiempo pasaba muy despacio, y sin embargo eran ya cerca de las cinco. Me di cuenta, además, de que no había comido nada en todo el día. Pero la verdad era que tampoco tenía hambre. Pensaba en mi padre y en la Mobylette manchada de barro, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma.

Cuando por fin me dejaron pasar a verle, acababan de encender las luces porque ya estaba anocheciendo. A mi padre lo habían metido en una habitación junto a otros tres hombres. Él ocupaba la cama del fondo, al lado de la ventana. Tenía la cabeza vendada y la mitad de la cara tapada con grandes esparadrapos y con gasas. Le habían cubierto también la nariz, y uno de sus ojos asomaba enrojecido y deforme entre las vendas blancas. Mi padre volvió levemente la cabeza para mirarme. Su leve sonrisa acabó convirtiéndose en una mueca de dolor.

—No sé qué fue lo que pasó —dijo, el muy mentiroso—. Debía de estar el suelo mojado.

Yo asentí en silencio y le cogí la mano. Le cogí la mano izquierda y la apreté con todas mis fuerzas contra mi pecho, y por un momento casi creí que tenía ganas de llorar. Pero no, no lloré. Ya sabéis que yo nunca lloro.

Aquel verano alquilamos un apartamento en la playa. No era ninguna de las playas en las que habíamos vivido en invierno pero para mí, alguna vez os lo he dicho, todas las playas son siempre la misma playa, mi playa. Bueno, eso ya no era del todo cierto. Aquel verano me dio la impresión de que esa playa y todas las playas eran de todo el mundo pero no mías. Mi padre volvió a ponerse moreno, como en el patio de la cárcel. Pero ahora no estaba en la cárcel sino en una playa en la que había alquilado un apartamento, como la gente normal que tiene una familia normal y lleva una vida normal. Yo me aburrí mucho aquel verano pero puedo decir que al menos mi padre fue feliz. Bastante feliz.