5

Os hablaré ahora de mi padre y su familia, del porqué de su enfrentamiento. Ya sabéis que se trataba de un asunto muy antiguo, anterior incluso a mi nacimiento. También sabéis que mi padre era médico forense. Trabajaba en aquella época en Bilbao, y por entonces los periódicos locales sacaron a la luz el caso de un hospital en el que varias personas habían contraído diversas infecciones por culpa de unas jeringuillas mal esterilizadas. Que aquello llegara a los tribunales se debió principalmente al hecho de que entre la docena y media de afectados estaba un hijo de un concejal. Entre ellos había también una maestra, una joven maestra que había acudido a vacunarse en ese hospital y había resultado infectada de una enfermedad, no sé exactamente cuál. Correspondió a mi padre ocuparse de ese asunto, y ocurrió que fue a hacerle el examen médico a la joven maestra y que no pudo evitar enamorarse de ella.

Bueno, esas cosas pasan: un hombre joven conoce a una mujer joven, ella está sola y desasistida, él la cita para nuevos análisis aunque éstos puedan no ser necesarios y luego llega una tarde en que la cita sólo porque sí, porque su compañía le resulta agradable. Para cuando fueron llamados al juicio podría decirse que mi padre y la maestra eran ya novios o algo parecido. ¿Es eso delito? ¿Es delito enamorarse? En otras cosas no, pero yo en esto estoy con mi padre: yo no creo que enamorarse sea delito. Sin embargo entonces hubo gente que sí lo creyó.

Os estoy contando lo que ocurrió o, mejor dicho, lo que a mí más tarde me contaron que había ocurrido, y lo que a mí me contaron fue que mi padre redactó su informe y que en el informe se hablaba de enfermedades más graves que las que en realidad aquellas personas habían contraído. Eso, en derecho, tiene un nombre, y ese nombre es prevaricación, que, según el diccionario, significa «dictar a sabiendas una resolución injusta». ¿Qué es lo que mi padre pretendía con aquel informe suyo? Favorecer, sin duda, a esa gente, favorecer a esos enfermos entre los que se encontraba la mujer a la que amaba, y tratar de contribuir a que el hospital o la casa de seguros o quien fuera les indemnizara de un modo u otro. Así expuesto, a lo mejor os pensáis que lo que mi padre hizo fue algo muy gordo, un fraude o una estafa o algo así, pero, por lo que yo sé, esas cosas son de lo más corriente. Quiero decir que todo el mundo que trabaja en los juzgados lo sabe y nadie dice nunca nada. Todo el mundo sabe que un médico forense dice siempre lo que conviene a quien le paga y que por eso cada una de las partes suele llevar a su propio médico. Mi padre, además, lo hacía por amor, no por dinero, pero eso no se le tuvo en cuenta.

Así que mi padre acudió al juzgado y se encontró con otro forense que, punto por punto, fue rebatiendo ante el juez cada una de las conclusiones de su informe. Por supuesto, la joven maestra estaba presente, y mi padre debió de ponerse muy nervioso al ver que aquel caso se estaba perdiendo y que con su intervención sólo estaba perjudicándola. Pero lo peor vino después, cuando el otro médico se calló y el que habló fue el abogado contrario. «Diga ser cierto», me dijeron que había dicho, «diga ser cierto que usted y una de las demandantes mantienen una relación de amistad íntima». Mi padre protestó pero el otro volvió a la carga: «Diga ser cierto que tal señorita y usted son novios, y que usted, como es lógico, desea siempre lo mejor para ella…». El interrogatorio siguió desarrollándose en estos mismos términos hasta que mi padre se hartó y pegó un golpe en la mesa e hizo ademán de agredir al abogado. Mi padre era entonces un hombre joven, más impulsivo de lo que a vosotros y a mí nos pueda parecer, y de todos modos no le agredió. Sólo avanzó hacia él con el puño cerrado, dio un par de pasos hacia el abogado y le llamó sucio y le llamó tramposo, y luego se detuvo y se llevó una mano a la cara, y supongo que en ese momento supo que acababa de cometer un grandísimo error: que aquel caso estaba perdido por su culpa y que también él lo estaba. Y, en efecto, se le abrió un expediente y se le inhabilitó para el ejercicio de su profesión. ¿Por cuántos años? No sabría decirlo con exactitud. Los suficientes, en todo caso, para obligarle a cambiar de vida y convertirle en el perdedor que vosotros conocéis.

¿Qué os parece? ¿Os parece justo? Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que por amor se han hecho cosas mucho peores. Y supongo también que ahora os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con la ruptura familiar. ¿Pudo su familia volverle la espalda por una cosa así? Bueno, cuando yo conocí a mi abuela, era sólo una anciana enferma, pero por lo visto había sido siempre una mujer de mucho temperamento. Me la imagino como la clásica madre intolerante, de ésas que pueden aceptar el fracaso de los hijos de los demás pero no el de sus propios hijos. Y a sus ojos mi padre se había convertido en poco menos que un delincuente.

De todas formas, la ruptura no se produjo entonces sino algo después, cuando mi padre se presentó en la casa de Vitoria acompañado de la joven maestra y anunció que iban a casarse. Mi abuela entonces los echó de casa. «Esta mujer es la culpable de todo», me dijeron que había dicho. «Si te casas con ella, nunca conseguirás liberarte de esa culpa», me dijeron también, y entonces mi padre, que podía ser más joven y más impulsivo pero tenía ya las mismas ideas sobre la dignidad, agarró a su novia por el brazo y se marchó. Sus únicas palabras fueron: «Nunca más me volverás a ver».

Eso fue lo que ocurrió antes de que yo naciera, y a lo mejor ya lo habéis adivinado. A lo mejor ya habéis adivinado que aquella joven maestra se llamaba Cecilia y que mi padre y ella se casarían y tendrían un hijo y que le llamarían Felipe. Aquella maestra joven y enferma me daría a luz al cabo de un año, y no mucho tiempo después moriría dejando viudo a mi padre y huérfano a mí. ¿Y a que no sabéis de qué murió? Parecería una broma si no fuera tan triste. Porque mi madre murió de una enfermedad de hígado, la misma curiosamente que el informe médico de mi padre había intentado diagnosticarle en falso.

—¿Qué tal estás? —dije—. Tienes buen color.

Era verdad, estaba muy moreno. Yo no recordaba haberle visto jamás tan moreno. Habíamos vivido mucho tiempo en lugares de playa, pero ya sabéis que nunca en verano, nunca en los meses en que la gente se tumba en la arena a tomar el sol.

—Muy buen color —volví a decir.

Mi padre trató de sonreír. Llevaba también el pelo más largo de lo habitual y una camisa blanca con los botones superiores desabrochados. A la altura del tercer botón le asomaba el extremo de la camiseta.

—El patio —dijo—. Aquí no tenemos nada mejor que hacer, y nos pasamos horas y horas en el patio.

Estábamos en el locutorio de la cárcel y nos separaba un cristal de seguridad. Yo había tenido que esperar casi una semana para poder hablar con él y ahora no sabía muy bien qué decirle.

—Me ha traído Ernesto, el chófer —dije—. Me ha dicho que te manda un saludo.

—Ernesto —susurró mi padre, moviendo la cabeza, y yo mentí:

—Todos te mandan un saludo.

Mi padre volvió a mover la cabeza.

—¿Y tú? ¿Qué tal estás? Esa ropa es nueva.

—Sí —dije nada más.

—Y te has cortado el pelo.

—Sí.

—¿Y tus tatuajes? Te los has borrado.

En ese momento no me apetecía dar explicaciones. Pregunté:

—¿Cómo es la gente ahí dentro?

—Ah, he tenido suerte. Son universitarios, sindicalistas, gente así. Esto está lleno de antifranquistas, presos políticos, y a mí me han puesto con ellos. ¿Sabes por qué? Te hará gracia. Porque me encontraron aquel viejo carnet de sindicalista, el que tú me diste, ¿te acuerdas?

El del jubilado de la RENFE, claro que me acordaba. Por algún motivo aquello no me gustó y mis palabras sonaron como un reproche:

—Pero ¿no lo habías tirado? No entiendo por qué lo guardabas.

—Lo guardaba y ya está. El policía que me lo encontró me dijo: «Y por si fuera poco, además eres rojo». Supongo que esto complicará aún más las cosas, pero de momento me ha venido bien. A los presos comunes casi ni los veo.

Permanecimos unos instantes en silencio. Cuando conoces bien a una persona piensas que podrías prever todas sus reacciones. Yo esa historia del carnet jamás la habría podido imaginar: a lo mejor ése era el motivo de mi irritación.

—Anímate. En el fondo no es tan grave.

Eso dijo mi padre, pero a mí me parecía que al que había que animar era a él. Comentó:

—Los comunes están en otro pabellón. Esos sí que llevan tatuajes de verdad, no como los tuyos.

Curioso. Mi padre solía decirme que con las calcomanías parecía un presidiario, y ahora era él el presidiario.

—Los tatuajes —prosiguió—. ¿Por qué te los has borrado?

Vaya, sólo faltaría que acabáramos discutiendo por una cosa como ésa, por mis calcomanías. ¿No había insistido siempre en que me las tenía que lavar? Ahora que por fin lo había hecho parecía disgustado. No quise contestarle.

—¿Necesitas algo? El tío Jorge me ha dicho que él se encargará de todo. ¿Qué es lo que necesitas?

—Estoy bien. Basta con que se ocupe de ti hasta que yo salga…

—¿Quieres que venga alguien más a visitarte? El tío Jorge ha dicho que le gustaría venir. Y la abuela…

Mi padre negó con la cabeza y me preguntó:

—Y a ti, ¿qué tal te tratan?

Me lo preguntó con tristeza, como si le doliera que aquella ropa nueva que yo llevaba me la hubiera comprado alguien que no fuera él. Supongo que también lo de las calcomanías le dolía por eso, porque él nunca había conseguido hacérmelas borrar y ahora de golpe se encontraba con que lo había conseguido mi tío o mi abuela o quien quiera que fuese.

—Bien —dije—. No me puedo quejar.

Mi padre echó un vistazo al reloj de la pared. Todavía nos quedaban unos minutos pero él no parecía tener la intención de agotar todo su tiempo.

—Sólo tú —dijo—. Sólo quiero que vengas tú.

«Nunca más me volverás a ver». Ésas habían sido sus palabras tantos años atrás, y en ese momento había dicho adiós a su ciudad e iniciado su vida itinerante. ¿Habría vuelto alguna vez si las cosas hubieran sido de otro modo? Imaginemos que hubiera triunfado en los negocios y se hubiera hecho millonario. ¿Habría vuelto para mostrar a su madre y a los demás hasta dónde había sido capaz de llegar por sí mismo, sin la ayuda de nadie? Es posible, mi padre era un hombre orgulloso, y la gente orgullosa suele ocultar sus fracasos pero exhibir sus éxitos. A mí me dan un poco de pena los que son como él, los que han nacido para ser ricos pero luego no lo son. ¿De qué le sirve el orgullo a un pobre? De nada, absolutamente de nada. Si mi padre no hubiera sido educado para ser orgulloso ni para tener esas ideas suyas sobre la dignidad, seguro que todo le habría ido mejor, seguro que habría sabido salir adelante por sus propios medios y que se habría despreocupado de lo que su familia o sus paisanos hubieran podido opinar.

Pero todo eso qué importaba ya. La realidad era que mi padre se había ido de Vitoria para purgar un error y que ahora, dieciséis años después, regresaba convertido en un vulgar delincuente. ¿Quién le habría dicho entonces a él que, al cabo de todos esos años, volvería a poner el pie en su ciudad y que automáticamente sería detenido y encerrado en la cárcel? «Su pasado», pensé, «su pasado es lo que de verdad nos ha estado guiando todo este tiempo…». Si yo en alguna ocasión había pensado que secretamente seguíamos los pasos de Estrella, ahora me daba cuenta de que no era así. En aquel momento tenía la sensación de haber llegado al final de un largo viaje y me parecía que todo eso estaba escrito en nuestro destino desde hacía mucho tiempo. Quiero decir que nuestros pasos habían estado siempre encaminados hacia allí, hacia el pasado de mi padre y hacia su familia y su ciudad y hacia esa cárcel determinada, y que todo lo demás habían sido etapas previas que habíamos tenido que superar para llegar a ese final. Lo que a mí me parecía era que nada había sido producto del azar. Habíamos seguido los pasos de Estrella porque era ella la que debía conducirnos a Paquita, y había aparecido Paquita porque sin ella no habría habido ni negocio de los teléfonos ni base americana, y habíamos tenido que huir de Zaragoza en mitad de la noche porque era la única forma de que llegáramos como debíamos llegar a donde debíamos llegar.

Para mí aquello era un viaje de ida. Para mi padre había sido un viaje de vuelta, y los viajes de vuelta siempre tienen un final.

Pero todavía no os he dicho por qué habían detenido a mi padre. No fue por lo del teléfono. Tampoco por lo de la caja registradora. Fue por un delito del que yo entonces no sabía nada. En la base de Zaragoza había comprado dos o tres de aquellos cochazos de los americanos con la intención de venderlos entre sus clientes españoles. Pero un coche no es como una lavadora. Un coche hay que matricularlo, y en aquella época resultaba caro y complicado conseguir una matrícula española para un coche extranjero. Había, sin embargo, funcionarios que, a cambio de una pequeña comisión, agilizaban y abarataban los trámites, y mi padre no lo dudó. Se plantó en el despacho de uno de ellos y le expuso su caso. Lo que él no sabía era que ese funcionario estaba siendo objeto de una investigación y que, si le atendió o fingió atenderle con tanta amabilidad, fue porque necesitaba desviar las sospechas y lavar su imagen. Aquel hombre aceptó el dinero y reunió las pruebas contra mi padre y le denunció por intento de soborno, y lo que yo pensé al enterarme de todo esto fue: «¿Para qué meterse en este lío? ¿Para qué lo de los coches? ¿No podía haberse conformado con las neveras y los productos no perecederos?». Me acordé de lo que él mismo había dicho una vez, que hacer cosas malas no siempre te convierte en malo, y me dije que quizá fuera verdad pero que, en todo caso, mi padre había cometido ya varios delitos y que alguno de ellos, no sabría decir cuál, había sido el que le había convertido en un delincuente. Fracasado, pero delincuente. Mi padre había sido un negociante fracasado y ahora era un delincuente fracasado. Había cruzado el umbral que separa a la mayoría de la gente de quienes no son como la mayoría, y yo me preguntan si tal vez no sería ya demasiado tarde para volver atrás.

—Tienes que hacerte un plan del día —dijo mi tío—. Todas las noches, antes de acostarte. Un plan del día para el día siguiente: primero tal cosa, luego tal otra, y por la tarde esto, aquello y lo de más allá. Así el tiempo se va llenando de sentido. Así el día avanza hacia su cumplimiento, hacia su perfección, y uno percibe que las horas no pasan en balde.

Éste era el tipo de cosas que solía decir mi tío Jorge, el hermano de mi padre. Ahora sé que todo eso no son más que gilipolleces, pero entonces no lo sabía y, de hecho, llegué a creer que esas cosas las decían todos los padres normales de todas las familias normales.

—Ya lo sabes. Un plan del día. Esta misma noche tienes que tener hecho el de mañana.

Yo creo que a mi padre le habría gustado ser como él, como su hermano. Mi tío se parecía bastante a mi padre, que se parecía bastante a Frank Sinatra, pero mi tío no se parecía en nada a Frank Sinatra. Mi padre y mi tío se parecían bastante, pero mi tío era más alto y más fuerte y en todo momento desprendía un aire de autoridad y confianza en sí mismo. Dicho de otra manera: las frases y los gestos que en mi padre parecerían impostados, en él parecían naturales y auténticos. ¿Os imagináis a mi padre hablando del plan del día y de su cumplimiento y de que las horas no pasan en balde?

Había sido mi tío Jorge quien me había ido a recoger a la habitación del hostal. A mi padre lo habían detenido y yo llevaba cinco o seis horas solo, tembloroso, esperando no sabía qué o a quién. Reconozco que en todo ese tiempo no había hecho otra cosa que cargarme de rencor contra mi padre, que para mí era el culpable de que nos encontráramos así, él en comisaría y yo en aquella habitación, sin saber qué iba a ser de mí, si tal vez no acabaría mendigando por las calles y protegiéndome del frío en el interior del Tiburón. Me sentía desvalido como un niño pequeño, y si entonces no me eché a llorar no fue porque no lo necesitara sino porque yo nunca lloro. Ésa era también una de las cosas que no podía perdonarle.

Llegó mi tío. Me miró de arriba abajo y señaló las calcomanías de mis brazos.

—Date una ducha y lávate todo eso —dijo.

Así lo dijo. Era una orden, y basta. Y mientras yo me duchaba y me frotaba las calcomanías él hizo unas cuantas llamadas, y al cabo de un rato aparecieron por aquella habitación un peluquero, un hombre con no sé cuántas cajas de zapatos, otro con dos grandes maletas llenas de ropa. A mí mi tío no me había consultado nada pero tampoco a los otros les había consultado, y ellos obedecían y yo me dejaba hacer. Uno me hacía probar camisas y pantalones, otro me ponía y quitaba zapatos, y el peluquero mientras tanto me metía la maquinilla hasta el cogote y me decía que no me moviera, Mi tío, además, llamó a la mujer del hostal y le dijo que me subiera algo de comer, que debía de estar muriéndome de hambre. Yo no sé si me estaba muriendo de hambre o no, pero me pusieron delante un plato con carne, croquetas y un huevo frito, y me lo comí todo en dos bocados, mientras todavía un hombre me ponía y quitaba zapatos y otro me echaba laca en el pelo y me peinaba.

Yo luego me miré al espejo y casi no me reconocí, pero lo que quería deciros no era eso. Lo que quería deciros es que entonces, en aquella habitación del hostal, había dado gracias al cielo por haberme enviado a alguien como mi tío, alguien capaz de dar órdenes cuando lo que yo necesitaba eran precisamente unas órdenes a las que someterme. Las cosas quedaron entonces claras entre nosotros. Él mandaba y yo obedecía, y tal vez esto os ayude a entender mi conducta durante aquellas semanas.

Por ejemplo, con lo del plan del día. Todas las mañanas, al acabar el desayuno, mi tío se volvía hacia mis dos primos y hacia mí y decía:

—¡Veamos el plan del día!

Entonces sacábamos las libretas en las que teníamos que apuntar los planes del día de todos los días y leíamos por turnos el plan del día de ese día. Teníamos que haberlo dejado escrito la noche anterior, antes de acostarnos, y, claro, eso para mis primos era muy fácil porque ellos iban al colegio y luego tenían clase de judo y de piano. Así, mi primo Jorge abría su libreta y leía:

—Colegio. Clase de judo. Clase de piano. Hacer los deberes.

Después mi primo Iñigo leía más o menos lo mismo, y luego me tocaba a mí y, con todas las horas vacías que tenía por delante, no sabéis lo difícil que me resultaba completar un plan del día medianamente presentable. Leía, por ejemplo:

—Ayudar a Ernesto a regar jardín de la abuela. Pedirle que me enseñe algo de mecánica. Cantar en el coro del padre Apellániz. Comer en casa de la abuela. Prácticas de dibujo. Repaso de inglés. Paseo. Lectura.

¿Entendéis ahora? Yo ya sé que todo aquello era una gilipollez, pero entonces no lo sabía y de todos modos lo necesitaba. Me había incorporado a un mundo nuevo, desconocido para mí, y necesitaba unas pautas de comportamiento, una guía que me permitiera orientarme. La autoridad de mi tío se me antojaba incontestable, y tal vez fuera también por eso: porque sabía que obedeciéndole jamás me equivocaría. Sí, ya sé. Ya sé que este Felipe no se parece en nada al que hasta ahora conocíais, pero así eran las cosas y así es como yo os las cuento.

Mis tíos vivían en una calle que daba al parque de La Florida. El piso era muy grande pero la mitad de las habitaciones estaban cerradas porque mi tía Cristina, la mujer del tío Jorge, la que os dije que era hija de un gobernador civil, coleccionaba antigüedades y temía que pudiéramos romper alguno de sus búcaros o de sus porcelanas. Mi tía Cristina tenía fama de elegante y todo el mundo alababa su buen gusto. Desde luego, se veía que era una mujer que tenía clase: nada que ver con Estrella o con Paquita. Se pasaba el día entero dándole instrucciones a la asistenta, y luego la asistenta se iba y ella se ponía a protestar porque aquella mujer no entendía nada y porque, por su culpa, se le había vuelto a disparar la tensión. Mi tía Cristina se pasaba el día dándole instrucciones a la asistenta y tomándose la tensión con un aparato muy moderno que habían comprado en Londres las últimas Navidades. Y en cuanto a mis primos, qué queréis que os diga. Eran buenos chicos pero un poco tristes. Sosos y bien educados. Yo supongo que en algo así acabas convirtiéndote si tu vida consiste en cumplir todos los días el correspondiente plan del día.

En casa de mis tíos había televisión en color. Un televisor así: eso era lo más parecido a la idea de la felicidad que yo entonces tenía. Supongo que os acordáis de los días de Electrodomésticos Andorra, de las horas que perdía ante los televisores del escaparate. En aquella casa había televisión en color, y eso significaba que no les faltaba de nada. Yo miraba a mi tío y a mi tía y a mis dos primos y pensaba: «Éstos tienen todo lo que se puede tener, una casa grande y bonita, una tele en color, un coche bueno y dinero de sobra para gastárselo en lo que quieran. Ésta es exactamente la clase de vida con la que mi padre siempre ha soñado». Y también pensaba: «Ésta es la vida con la que siempre ha soñado, una vida normal en una casa normal y con una familia normal, y precisamente por eso ahora está en la cárcel».

Mi tío me había abierto la puerta el primer día y me había dicho:

—Ésta es mi casa y éstos son mis hijos. Mientras estés con nosotros, esta casa será la tuya y éstos serán tus hermanos.

Eso estaba muy bien, pero no era del todo cierto. Aquella casa y aquella familia nunca serían mi casa ni mi familia. Esas cosas se notan. Uno ya sabe cuándo está a sus anchas y cuándo no, y entre aquella gente tan amable y aquellos muebles tan buenos yo siempre me sentiría un poco incómodo. Un ejemplo: el «Taller & Taller New System». En todo el tiempo que pasé en Vitoria no lo usé ni una sola vez. Ni siquiera lo saqué de su bolsa, y os aseguro que no era porque hubiera crecido los centímetros prometidos y ya no lo necesitara. Otro ejemplo: los posters de tías desnudas, preferiblemente negras. Bueno, esos posters ya no los tenía, pero, si todavía los hubiera tenido, no habría llegado a colocarlos en la pared de mi habitación. No me habría atrevido, como no me atrevía a colgarme de las cuerdas del «Taller & Taller» o no me atrevía a hacerme pajas. Mi tío me había dicho que su casa era la mía, pero estaba claro que no: ¿puede uno considerar como propia una casa en la que ni siquiera se atreve a encerrarse en el cuarto de baño y pasar un rato pelándosela tranquilamente?

Pero no creáis que estoy protestando. Yo puedo ser cualquier cosa menos ingrato, y si trataba de comportarme como ya os he explicado, obedeciendo siempre y transigiendo con todo aquello del plan del día, era también porque sentía gratitud hacia esa gente que me había recogido en la habitación de un hostal y me había ofrecido cama y comida.

Al mismo tiempo, tampoco podía ignorar lo peculiar de mi posición en aquella casa. Yo era el hijo de mi padre, y mi padre había sido siempre el «problema» de la familia. Nuestros destinos estaban definitivamente unidos. Mi propio destino formaba parte del de mi padre y en aquella casa era yo el «problema». Ya digo que esas cosas se notan. Mis tíos evitaban siempre tocar ciertos asuntos en mi presencia, y todo lo que capté fue algún que otro intercambio de miradas, algún gesto de entendimiento cuando yo decía o hacía algo que no tendría que haber dicho o hecho. Yo toda esa discreción la interpretaba como un rasgo de delicadeza hacia mí, y la verdad es que lo prefería así. No sé si habría sido capaz de aguantar un solo sermón sobre todas esas miserias familiares, que a mí ni me iban ni me venían. ¿Que luego hablaban de mí entre ellos y se felicitaban por su propia generosidad? ¿Que ante sus amistades se dejaban alabar por su caridad cristiana y por su misericordia y por todas esas cosas que a los católicos les gusta que se les alabe? Supongo que era así, pero qué importancia podía tener eso.

Mis tíos eran católicos de los de misa diaria y bendecir la mesa, y también mi abuela lo era. Ya va siendo hora de que os hable de ella. No negaré que siempre había sentido curiosidad por conocerla, por conocer a mi abuela rica y a mis otros familiares de Vitoria, por saber cómo vivían. A mi tío y a mi tía y a mis primos los vi el primer día. A mi abuela tardé casi una semana en conocerla. ¿Queréis saber mi opinión? Yo creo que mi tío confiaba en que a mi padre lo soltarían al segundo o tercer día y que entonces nos iríamos y allí no habría pasado nada. Quiero decir que, si a mi padre no lo hubieran tenido tanto tiempo en la cárcel, a mi abuela no le habrían dicho una palabra y a mí jamás me habrían llevado a su presencia. No sé. Mi abuela era una mujer vieja y achacosa, y quiero pensar que no querían darle un disgusto. Pero también es cierto que mis primos nunca supieron que mi padre estaba en la cárcel, y lo que yo me pregunto es qué historia les habrían contado para justificar mi estancia en su casa. ¿Veis lo que os decía cuando os hablaba del «problema» y todo eso?

—Ven. Acércate. No tengas miedo —fueron las primeras palabras que la oí pronunciar.

Mi abuela me esperaba al pie de la escalera, con una mano en el extremo de la baranda y la otra en la empuñadura de su bastón. A su lado tenía la silla de ruedas. Yo avancé contando mis pasos: siete hasta la primera puerta, y luego ocho, nueve, diez, once hasta la escalera, y todavía habría podido seguir contando. Nunca antes había estado en una casa tan grande como aquélla. Mi abuela soltó la baranda y me cogió la barbilla con dos dedos. Alzó mi cara y la observó con atención, supongo que buscándome parecidos con uno u otro de la familia.

—Dame un beso —dijo, por fin—. Eres mi nieto.

Dijo eso y me ofreció su mejilla. Luego se apoyó en mi hombro y señaló la silla:

—Ayúdame a sentarme. Y vamos ya a comer, que se enfría la sopa.

La llevé al comedor. Yo empujaba su silla de ruedas y ante mis ojos tenía su pequeña cabeza de pelo blanco y escaso. Pensé que era su cabeza lo que olía a viejo y a gastado, pero luego comprendí que todo en esa casa olía de ese modo. Las ventanas del comedor estaban ocultas detrás de gruesas cortinas, y en la lámpara de araña sólo la mitad de las bombillas estaba encendida: ¿por qué los viejos prefieren la oscuridad? La mesa nos esperaba ya dispuesta. La vajilla y la cubertería eran iguales para todos menos para mi abuela, que tenía su propio plato y sus propios cubiertos. Me fijé también en los servilleteros. El de mi abuela era de plata; los de mis tíos y mis primos y el padre Apellániz eran de madera, cada uno de un color. Había también una servilleta sin servilletero, doblada en forma de triángulo. Ése, por supuesto, era mi sitio.

Benita nos fue sirviendo la sopa por riguroso orden jerárquico. Benita era la mujer de Ernesto, el chófer. Bueno, Ernesto era chófer, jardinero, electricista y todo lo que hiciera falta. Mi abuela empezó a tomarse la sopa antes de que nos la hubieran acabado de servir a los demás.

—Se ha enfriado —comentó, y aquellas palabras sonaron como un reproche.

Mi abuela me empezó a inspirar lástima cuando vi cómo se tomaba la sopa. Ahí tendría que haber estado mi padre para soltarle todas aquellas historias suyas sobre ángulo del brazo y sobre cómo es la cuchara la que va a la boca y no la boca la que va a la cuchara. Mis tíos y mis primos y el padre Apellániz comían sin ruido, pero mi abuela sorbía la sopa de la cuchara y luego se pasaba unos segundos masticándola como un rumiante. ¿Se puede masticar la sopa? En el silencio general cada una de sus cucharadas sonaba como el gorgoteo que hacen los desagües de las bañeras cuando están acabando de vaciarse, y yo tuve que hacer verdaderos esfuerzos para contener la risa.

—¿Tenías ganas de conocer la ciudad de tus antepasados?

Esta pregunta me la hizo mi abuela por lo menos cuatro veces a lo largo de aquella comida. Yo creo que estaba mal de la cabeza, y que ni siquiera se acordaba de lo que acababa de decir.

—Sí —dije, y era verdad.

Estábamos ya en los postres. Durante el último cuarto de hora se habían olvidado de mí y habían hablado de asuntos que no me concernían y de gente a la que no conocía. Comprendí que aquél era un mundo de adultos, un mundo en el que los menores de edad debíamos permanecer casi siempre al margen, preparados para hablar sólo cuando se dirigieran a nosotros. Mi abuela agarró su bastón, señaló uno de los retratos de la pared y dijo:

—Aquél se llamaba Felipe. Como tú. Fue el fundador de la empresa. ¿Llegarás tú a hacer algo parecido?

Yo no quise decepcionarla y me limité a encogerme de hombros. Ella, sin embargo, debió de interpretarlo como un gesto de asentimiento.

—Y ese otro era tu abuelo —añadió—. Mi marido. Un gran hombre y un gran patriota.

Las paredes del comedor estaban llenas de retratos. Algunos eran muy antiguos, otros no tanto, y sin embargo todos me parecieron oscuros, tenebrosos, como si el tiempo hubiera corrido más deprisa para unos que para otros y hubiera acabado igualándolos, devolviendo a todos aquellos señores a un pasado remoto e indeterminado. Mi abuela fue identificándolos uno por uno. De cada uno de ellos destacaba algún hecho o contaba alguna anécdota: éste peleó en la guerra de Cuba, aquél enviudó tres veces… Al final acercó a mí su cara arrugada y sus ojillos minúsculos.

—Uno tiene que saber de quiénes procede para tratar de estar a su altura. ¿No te parece?

—Sí —dije, pero lo que yo pensaba era otra cosa. Lo que yo pensaba era que esos hombres no significaban nada para mí, que eran el pasado, algo definitivamente muerto, y que sin embargo para mi abuela todavía estaban vivos, que ésa era la época a la que ella pertenecía.

Esa misma tarde fuimos a dar una vuelta en el viejo Mercedes. Yo la ayudé a pasar de la silla de ruedas al asiento del coche. Luego me senté a su lado, mientras Ernesto plegaba la silla y la metía en el maletero. Con su abrigo de astracán parecía un ovillo menudo y oscuro.

—¿Tenías ganas de conocer la ciudad de tus antepasados? —me preguntó nuevamente, y justo después se quedó dormida con la boca abierta.

Por lo que me dijo Ernesto, todas las tardes salían a dar una vuelta en coche y el itinerario era siempre el mismo. Primero paraban en el frontón, y el encargado le entregaba un papel con la recaudación del día anterior. Luego hacían lo mismo en cada uno de los cines de la ciudad, y las taquilleras tenían siempre preparado un papel similar. Normalmente mi abuela se quedaba dormida en cuanto se metía en el coche, y solía ser Ernesto el que se ocupaba de todo. Una vez concluida esa ruta, el Mercedes se detenía delante de una iglesia y Ernesto anunciaba a mi abuela que habían llegado.

—Despierte, señora. Es la hora del rosario.

—No estaba dormida —replicaba mi abuela—. Estaba pensando.

Eso era lo que solía decir, pero aquella primera tarde, cuando despertó y me descubrió a su lado, lo que dijo fue:

—Por un momento he creído que eras tu padre y que estábamos como hace treinta años. Cuando tu padre tenía tu edad, también me acompañaba al rosario…

Al que no podía tragar era al padre Apellániz. El padre Apellániz era algo así como el consejero espiritual de la familia. Comía con frecuencia en casa de mi abuela y no había día en que no apareciera en mi plan del día. Lo veía en las comidas y en la misa de los domingos y en los rosarios a los que algunas tardes acompañaba a mi abuela. También lo veía en los ensayos del coro. El padre Apellániz dirigía un coro de chicos y chicas que cantaban canciones de iglesia con música de los Beatles. A mí aquello me parecía una gilipollez pero esos chicos y esas chicas del coro se lo tomaban muy en serio. No sé. Quizá les hacía sentirse mejor, más modernos o más internacionales.

Además, cantar. Nunca me gustó cantar. Eso de cantar era algo que estaba bien para Estrella y la gente como Estrella, no para mí, y sin embargo en mi plan del día ponía que tenía que cantar en ese coro y yo cantaba, claro que sí, También mis primos cantaban, y los otros chicos y chicas del coro me parecían igual de tristes y educados que ellos, Sonreían todos mucho, pero sonreían como esa gente que sonríe para hacerte saber que es feliz y que no tiene problemas y que está satisfecha con la vida que lleva. Sus sonrisas querían decir: «¿Has visto, Felipe, qué alegres somos, y qué modernos y qué internacionales, y lo bien que cantamos las canciones de los Beatles?». Sus sonrisas eran idénticas a la del padre Apellániz cuando fingía querer sincerarse conmigo y me decía:

—¡Fuera ese eterno gesto de fastidio! ¡La vida es bella! ¡La vida es bella y hay que ser siempre optimista!

La vida sería bella para él, que tenía la sopa asegurada en casa de mi abuela y estaba siempre rodeado de chicos y chicas que sonreían como él.

Al padre Apellániz le gustaba tocar a los chicos y a las chicas de su coro. Los cogía por los hombros y, mientras les preguntaba cosas sobre sus costumbres íntimas o su atracción por el otro sexo, no paraba de acariciarles el cuello. Lo hacía más con los chicos que con las chicas y más con Zariquiegui que con el resto de los chicos. Zariquiegui era el solista, el que mejor cantaba, y el padre Apellániz lo agarraba por los hombros y se lo llevaba a una esquina, y su mano subía y bajaba por el cuello de Zariquiegui, al principio suavemente, luego con más brío, y yo pensaba que ese cura era un cerdo y que ésa era su manera de pelársela: en vez de tocarse la polla le tocaba el cuello a Zariquiegui.

Creo haberos dicho que a mí los curas siempre me han dado un poco de miedo. Con sus sotanas negras hasta el suelo, con esas historias suyas sobre el infierno y el pecado, con ese aspecto que tienen de pervertidos y de pajeros. Sí, también yo era un pajero. Pero yo no era sacerdote. Yo no iba por ahí soltando sermones sobre la salvación del alma o la resurrección de los muertos. Yo tenía derecho a ser un guarro y un pajero y todo lo que quisiera, y el padre Apellániz no, ¿me explico?

El padre Apellániz me daba miedo por todo eso, pero también porque de algún modo había sido designado mi confidente o interlocutor para asuntos serios. Lo que supe sobre el pasado de mi padre y sobre su fracaso como médico forense lo supe por él. Bueno, también por Ernesto y Benita, que me contaban lo poco que sabían sobre el noviazgo de mis padres. Pero éstos me lo contaban como en secreto, porque de toda la gente de Vitoria que yo conocía sólo ese cura parecía autorizado a hablar de mi padre y su pasado. Para que os hagáis una idea de lo idiota que era el padre Apellániz os diré que era de ese tipo de personas que, cuando se enfadan o fingen que se enfadan, exclaman «¡coño!» y luego se tapan la boca con una sonrisita pícara y rectifican: «¡Corcho!». Los chicos y las chicas del coro acogían con muchas risas sus «coños» y sus «corchos» y todos esos chistecillos suyos en los que, cuando había que decir «mierda» o había que decir «puta», decía sólo «eme» o sólo «pe». Sin embargo, cuando estaba a solas conmigo, no solía tratar de resultar gracioso o simpático. Se cruzaba de brazos y adoptaba la misma actitud que mi padre cuando pretendía hablarme de hombre a hombre: asentía con la cabeza, fingía darme la razón y se reservaba siempre el derecho a decir la última palabra. Mi padre y ese cura habrían podido ser buenos amigos.

Yo, en su presencia, solía permanecer en silencio. Permanecía en silencio y me encogía de hombros. Había aprendido a encogerme de hombros de un modo que no quería decir ni sí ni no pero que todos interpretaban como una afirmación. Mi intención era aguantar todo lo que pudiera. No replicar nunca, no protestar ni insultar. Claro que a mí el padre Apellániz jamás intentó tocarme el cuello como a Zariquiegui. Si alguna vez lo hubiera intentado, no sé si no le habría pegado un par de puñetazos y dicho esas cuatro palabritas que alguien tendría que haberle dicho mucho antes.

Aquella vida no era mi vida, del mismo modo que la casa del tío Jorge no era mi casa. Me miraba al espejo y casi no me reconocía. Veía a un Felipe que no era exactamente yo, Felipe. Veía al mismo Felipe al que las taquilleras de los cines saludaban con una sonrisa servil cuando acompañaba a mi abuela en su vuelta de todas las tardes. Veía a un nieto de mi abuela que yo no era, por muy nieto de mi abuela que pudiera ser. Ernesto y Benita me llamaban señorito Felipe, pero yo sólo era Felipe. Nunca antes me había tratado nadie de ese modo, como si perteneciera a una clase superior. Las taquilleras me sonreían como se sonríe al nieto del jefe. Nunca nadie me había sonreído así, y yo sabía que sonreían a un Felipe que no era yo, al señorito Felipe de Ernesto y Benita. Toda esa gente me trataba como si yo fuera de la misma clase social que mi abuela, y no de mi verdadera clase, que era la de mi madre y la de mi padre. Y también la suya, la de Ernesto y Benita, la de las taquilleras.

En realidad a mis tíos y a mis primos no los veía demasiado. Y a mi abuela tampoco. Ella tenía el dormitorio en el piso de abajo y podría decirse que el de arriba había sido clausurado cuando empezó a necesitar silla de ruedas. O, mejor dicho, se había ido clausurando poco a poco: primero cuando mi padre fue destinado a Bilbao, después con la boda de mi tío, finalmente con la rotura de cadera de mi abuela. También Ernesto y Benita habían acabado instalándose en el primer piso para estar más cerca de ella, y el resultado de todo este proceso era que la mitad de la casa había quedado abandonada y ya nadie subía ni bajaba nunca por aquellas escaleras. Yo subí en un par de ocasiones y entré en el que había sido el dormitorio de mi padre. Nunca más se había vuelto a necesitar esa habitación y todo en ella se conservaba como veinte o veintidós años antes, como cuando todavía mi padre vivía en esa casa. Veamos algunas de las cosas que había: una lamparilla con pantalla de pergamino, una estantería con libros de medicina y novelas de Tarzán, una raqueta de tenis marca Dunlop colgada de la pared (¿jugaba mi padre al tenis?), un galán de noche, una silla desfondada, una cómoda con dos cajones grandes y cuatro pequeños, un tintero, una pluma, un calendario del año cincuenta y cinco con un recuadro en torno al mes de julio, una agenda, unos cuadernos con anotaciones universitarias, unos pinceles secos y endurecidos, una caja de óleos con la cerradura oxidada (¿le gustaba pintar?), unas tijeras, unos tubos de ensayo como de juguete, unos botes de cristal vacíos, una cámara fotográfica Hasselblad, un atlas en el cajón de abajo, un par de cartones con paisajes nevados pintados al óleo (sí, le gustaba pintar), un despertador, un gato de porcelana, más cuadernos de notas, una pequeña colección de fósiles… Yo rebuscaba entre todas aquellas cosas esperando encontrar algo que tuviera que ver con mi madre pero sabía que no encontraría nada: mi padre ya no vivía allí cuando la conoció. Abrí el armario y no me sorprendió hallar en su interior una gorra, una bata de cuadros y unos guantes. Me probé la bata, que me iba un poco pequeña, y mientras me la probaba pensaba: «Lo raro es que sólo quede esto». Yo había esperado encontrar aquel armario lleno de ropa de mi padre. Era como si mi padre hubiera muerto hacía mucho tiempo y alguien pretendiera conservar el recuerdo de cuando estaba vivo. O como si hubiera desaparecido misteriosamente y todavía le estuvieran esperando. Como si se hubiera marchado al extranjero y pudiera volver en cualquier momento.

—Esa camisa es nueva —dijo mi padre.

Siempre que le visitaba hacía comentarios como ése. No quise decirle que también mis primos tenían una camisa así y que a mi tía Cristina le gustaba que fuéramos los tres vestidos del mismo modo.

—¿Y los zapatos? Enséñame los zapatos.

¿Por qué insistía, si ya sabía que también los zapatos eran nuevos y que me los había comprado el tío Jorge? Desde que había entrado en la cárcel, mi padre no hacía otra cosa que compadecerse de sí mismo. Recordar que era mi tío y no él quien me compraba la ropa era una manera como otra cualquiera de seguir compadeciéndose.

—Enséñamelos —insistió—. Levanta la pierna.

Solté un bufido y obedecí.

—Son elegantes —dijo—. Yo creía que no te gustaba llevar zapatos. Que sólo te gustaban las zapatillas de deporte.

—¿Has visto el ABC? —pregunté.

El ABC era el periódico que leían mi abuela y mis tíos. Los últimos días habían publicado un anuncio de una compañía de revista que estaba actuando en Madrid. En una de las fotos pequeñas aparecía Estrella, que ahora se llamaba Estrella Alvarado y se dedicaba a la canción española. Saqué el recorte que llevaba en el bolsillo y lo acerqué al cristal blindado.

—Estrella —dijo mi padre.

En ese momento, mientras sostenía aquel trozo de papel pegado al cristal, me acordé de cuando mi padre me guardaba los recortes sobre el doctor Barnard y yo los incorporaba a mi álbum. Ahora todo había cambiado. Ahora era como si yo fuera el adulto y mi padre el niño.

—Estrella —volvió a decir—. ¿Alvarado? ¿Por qué se habrá cambiado el apellido? A mí Pinseque me parece muy bonito. Sonoro, con clase. ¡Pero Alvarado…! Para un rejoneador no estaría mal, pero para una cantante de zarzuela…

—Ahora canta canción española. Lo pone abajo: «La nueva voz de la canción española».

Mi padre sacudió la cabeza con disgusto. Yo pregunté:

—¿Cuándo saldrás? ¿Sabes algo nuevo?

—Aquí nadie sabe nada.

—El tío Jorge está intentando que me admitan en el colegio de los primos. Dice que no puede ser que me pasé todo el curso en blanco…

Entonces mi padre se olvidó de Estrella y del recorte y me miró con tristeza. Yo sabía qué era lo que estaba pensando en ese momento: que me estaba perdiendo, que la vida nos estaba alejando y que quién podría asegurar que volveríamos a estar juntos. No pude sostenerle la mirada.

—¿Necesitas algo?

Cuando le hacía esa pregunta era que ya no quedaba nada de lo que hablar.

—El tío Jorge ha dicho que a lo mejor necesitas jabón o pasta de dientes. Cosas así. ¿Necesitas algo o no? ¿Quieren que venga alguien más a visitarte? El tío ha dicho…

Mi padre negó con la cabeza. Sólo yo. Sólo quería que fuera yo.

Mi tío sí que se había ofrecido a visitarle en la cárcel, pero lo había hecho como por compromiso.

—Si le apetece hablar conmigo, dile que estoy dispuesto —me había dicho.

Mi abuela ni siquiera eso. Mi abuela no había vuelto a mencionarle desde aquella tarde en el Mercedes, cuando me dijo que también mi padre, a mi edad, solía acompañarla al rosario. Mi abuela, su madre. ¿Os parece normal? Yo no había conocido a mi madre y no sabía muy bien cómo se comportaban las madres con sus hijos en los momentos difíciles. Pero estaba seguro de que una buena madre nunca abandonaría del todo a un hijo suyo. Nunca, en ninguna circunstancia, aunque su hijo fuera el peor de los criminales. Y mi padre, al fin y al cabo, tampoco era un criminal. Sólo un delincuente. Un delincuente de poca monta.

De todas formas, os podéis imaginar que tampoco mi padre habría accedido a recibirla. ¿Mi padre recibiendo a mi abuela en aquel sórdido locutorio de la cárcel? Imposible. Su orgullo o su dignidad o como queráis llamarlo jamás le habría permitido hacer una cosa así.

Yo entonces pensaba mucho en mi madre. Ya sé que es absurdo, porque mi madre no tenía nada que ver con aquella casa y aquella ciudad, y sólo en una ocasión había estado allí. Pero pensaba en ella y con frecuencia me preguntaba cómo habría sido mi relación con ella si no hubiera muerto. ¿Habría podido ser como la de mi padre con la suya? No, seguro que no. En mi imaginación yo me representaba a mi madre con los rasgos de Audrey Hepburn, y también con su voz y su elegancia y sus suaves maneras, y yo no sé si Audrey Hepburn tiene o no tiene hijos y si se lleva bien con ellos o no, pero estoy seguro de que una mujer que se parece a Audrey Hepburn no puede ser una mala madre.

Yo pensaba mucho en mi madre y habría dado cualquier cosa por encontrar a alguien que me hablara de ella. Sí, pero ¿quién? Con quien más horas pasaba era con Ernesto y Benita. En mis planes del día yo hablaba de regar con Ernesto el jardín de la abuela o de aprender algo de mecánica o de acompañar a Benita a hacer recados, pero luego no hacía nada de eso. Me limitaba a sentarme en la vieja habitación de mi padre o en cualquier otro sitio y dejar simplemente que el tiempo pasara. Algunas veces aprovechaba los descansos de Ernesto y de Benita para darles conversación. Era entonces cuando me hablaban de mi padre y me decían que me parecía a él, que tenía sus mismos ojos.

—Los mismos ojos, señorito Felipe, el mismo pelo —decían—. Hasta la misma expresión.

A mí eso no dejaba de extrañarme. Sí, los hijos suelen parecerse a los padres, eso es lo habitual, pero por algún motivo yo siempre había creído que me parecía más a mi madre que a mi padre. Que, de hecho, no me parecía a mi padre en absoluto. No sé. Era como si yo hubiera elegido ser hijo de mi madre, de esa madre muerta de la que apenas sabía nada, y no de mi padre. Como si lo esencial para mi fuera esa vida que no había podido vivir junto a mi madre y considerara, en cambio, como algo accidental la vida con mi padre, la que de verdad había vivido.

Benita me contaba algunas de las travesuras infantiles de mi padre y me decía que me parecía a él incluso en la manera de andar y de moverme, y yo le escuchaba en silencio y luego preguntaba o quería preguntar:

—¿Y mi madre?

Ella, claro, ni siquiera la recordaba.

Ya he dicho que algunas tardes acompañaba a mi abuela a los inaguantables rosarios del padre Apellániz. Íbamos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla. Una de esas tardes, cuando ya habíamos recogido los papeles de las recaudaciones, mi abuela se volvió de repente hacia mí y dijo:

—Tu hermano me ha dicho que ayer no fuiste a clase…

Dijo esto y luego me observó con extrañeza. O tal ven con decepción. No era yo el que tenía que estar ahí en ese momento. Era mi padre, treinta años antes.

¿Queréis que os diga lo que pienso? Que mi abuela durante muchos años había estado esperando a que mi padre le pidiera perdón. Era todo una cuestión de orgullo, y seguramente el asunto habría quedado olvidado en cuanto uno de esos dos orgullos hubiera cedido ante el otro. Entonces ¿en qué consistía el verdadero error de mi padre? ¿En ser orgulloso? ¡Pero si el orgullo lo había recibido precisamente de ella, de su madre! Bueno, ya sabéis lo que pienso yo del orgullo. Que es una completa estupidez que no sirve de nada, maldito sea el que lo inventó.

¿Qué más queréis que os cuente sobre mi estancia en Vitoria? En mi memoria esa ciudad ha quedado asociada a la religión y a los curas. Al padre Apellániz y su coro de chicos sonrientes, a los rosarios de mi abuela, a la bendición de la mesa antes de las comidas… Recuerdo que todos mis parientes de Vitoria se santiguaban al salir de casa y que yo algunas veces estuve tentado de hacer lo mismo para no sentirme diferente. Yo no era feliz allí. Si alguna vez os dais cuenta de que hacéis algo sólo por no sentiros diferentes de los que os rodean, eso quiere decir que no sois felices.

La televisión en color no da la felicidad, os lo puedo asegurar. Y os aseguro también que, por grande que sea la curiosidad que algo haya podido despertar en vosotros, luego no dura más allá de unos días o unas semanas. Sí, yo siempre había querido conocer a mi abuela y a mis tíos y a mis primos y visitar la ciudad de mi padre y estar en la casa en la que había nacido. Bueno, todo eso ya estaba, y ahora yo sólo deseaba largarme. Lo he dicho antes: aquella vida no era mi vida.

Volví a mi puzzle. Volví a soñar con irme. Con irme a París o a Berlín o a cualquier sitio, pero lejos de ahí.

Un día me acordé de las cajas de productos no perecederos y de las otras cosas que se habían quedado en el Tiburón. Todo aquello tenía un valor, por pequeño que fuera, y no había ningún motivo para que no tratara de encontrarle comprador. El televisor se lo vendí a un ropavejero por ocho mil pesetas; seguramente me habría pagado algo más si no hubiera creído que era robado. Para vender los botes de caramelo líquido tuve que recorrerme todas las pastelerías de la ciudad, y al final encontré una pastelera gorda que, más por caridad que por otra cosa, accedió a comprármelos todos.

En lo que más esperanza había depositado era en las latas de pipas peladas, porque en aquella época no había pipas así en España. Lo intenté primero en quioscos y cafeterías y luego en supermercados y tiendas de alimentación, Lo intenté en todos los comercios en los que uno podía pensar que venderían pipas. Pero nadie quería mis pipas peladas, y sólo en el bar de la estación hubo un hombre que se interesó por ellas. Ni siquiera era un camarero. Era un hombre que estaba tomándose un carajillo en la barra y parecía algo borracho.

—Tú tráeme todas las latas que tengas —me dijo—. Y nos vemos aquí dentro de una semana. Entonces te daré tu parte.

—De acuerdo —dije—. Ahora vuelvo.

Por supuesto no volví. Estaba claro que aquel hombre pretendía robarme mis pipas peladas, y eso yo no lo iba a consentir de ningún modo. No se trataba sólo del dinero Había algo más. Yo estaba terminando algo que mi padre había dejado a medias. ¿Me estaba convirtiendo en algo como una prolongación de él, de mi padre? Es posible, pero supongo que esas cosas les ocurren a casi todos los hijos con respecto a sus padres.

Al final, los únicos sitios en los que no había probado eran las cafeterías de los cines. Entré en una de ellas. La taquillera me saludó con una de esas sonrisas que ya conocía, El camarero, sin embargo, no sabía quién era yo y me dijo que en ese cine no estaba permitido comer pipas.

—Lo dejan todo perdido con las cáscaras —dijo.

—Pero estas pipas son peladas —dije.

—Me da lo mismo. No está permitido.

Cuando salí de allí había gente esperando para la siguiente sesión.

—Pipas peladas, novedad en España —dije—. ¿Quieren una lata de pipas peladas?

Vendí cuatro o cinco latas ante la mirada aturdida de la taquillera. Luego toda ese gente se metió en el cine y apareció el viejo Mercedes negro conducido por Ernesto. Mi abuela abrió la ventanilla para coger el papel de la recaudación y me hizo una seña con la empuñadura del bastón. Me metí en el coche. La taquillera le había contado ya todo, y ella no hizo otra cosa que mirarme a los ojos y mirar la caja en la que llevaba las latas de pipas peladas. Yo pensé: «Otra vez ha vuelto a algún episodio del pasado. Otra vez está viendo en mí a mi padre». A mí esos regresos mentales al pasado me daban un poco de miedo, y por eso la llamé abuela.

—Abuela —dije—. Quiero vender esto. Son pipas peladas, novedad en España. Dile al de la cafetería que me las compre.

A ella no podía gustarle que un nieto suyo mendigara a la puerta de uno de sus cines.

—Abuela —insistí—. Dile que me compre todo esto. Y dile también que tengo más.

Mi abuela, en efecto, hizo que Ernesto llamara al encargado de la cafetería, y éste vino y me compró todas mis latas de pipas peladas.

—Mañana traeré las que faltan —dije.

Aquella tarde acompañé a mi abuela a su rosario, y luego fui al Tiburón y saqué todas las cajas que quedaban en el maletero. Debajo de todas ellas encontré una funda de plástico con unos documentos de mi padre. Pero de esto os hablaré un poco más tarde.

El tío Jorge y el padre Apellániz fueron a la cárcel a visitar a mi padre. A mí me lo dijo este último, el padre Apellániz.

—He ido a ver a tu padre —me dijo—. Le he dicho que lo sacarán pronto, uno de estos días. Al menos eso es lo que he podido averiguar. Yo tengo amigos en todas partes.

Me dijo eso y me dijo también que el tío Jorge quería ayudarnos económicamente. Que mi tío era un hombre generoso y que tenía un corazón grandísimo. Que estaba dispuesto a darnos dinero para que iniciáramos una nueva vida.

—Pero ¡corcho!, tu padre es un insensato —añadió—, ¿qué te parece? Ha dicho que no quiere ni oír hablar de eso. Que tiene entre manos un negocio muy importante y no necesita la ayuda de nadie… ¡Tu padre! ¿Qué nuevo negocio será ése?

Me molestó el tono del padre Apellániz. Hablaba de mi padre como de un vulgar estafador y, aunque eso se parecía mucho a la realidad, había algo en aquel tono que me molestaba.

—¿Tú qué piensas? —me preguntó.

—Yo no pienso nada —dije, pero pensaba que mi padre había dicho lo que tenía que decir.

Claro que a mi padre no podía decírselo así. A mi padre tenía que llevarle la contraria. Fui a verle al día siguiente.

—¿Y por qué no? —le pregunté—. ¿Por qué no coger el dinero y largarnos? Es dinero. ¡Dinero! ¡Lo que tú siempre has buscado! ¡Lo que todo el mundo necesita para comprar comida y comprar ropa! Sólo tienes que decir sí y ese dinero será tuyo. ¿Cuál es la única condición? Que te vayas, que nos vayamos de Vitoria. ¿Y qué ocurre? ¿Es que ahora te quieres quedar? No, claro que no. Nos vamos a ir, y ese dinero nos lo dan para que nos vayamos. ¿Por qué no cogerlo?

—No puedo hacerlo…

—Pero ¿por qué?

—No lo entenderías. Eres demasiado joven.

—Desde luego —dije—. No puedo entenderlo. No puedo entender que hasta en la cárcel conserves ese orgullo… ¿Por qué lo haces? ¿Por dignidad? ¿Qué te importa ya la dignidad?

Mi padre esquivó mi mirada. Lo que mi padre no sabía era que en ese momento me sentía muy orgulloso de él. Lo que no sabía era que su resistencia me parecía absurda pero también heroica y que si hubiera aceptado ese dinero me habría defraudado.

—Está bien —dije—. Pero nos largaremos. En cuanto salgas. No perderemos ni un minuto más en esta ciudad. Lo que me fastidia es que vamos a hacer lo que ellos quieren y encima les vamos a ahorrar todo ese dinero…

Sonreímos los dos. Yo veía la sonrisa de mi padre y sobre ella veía mi propia sonrisa reflejada en el cristal del locutorio.

Esto ocurría algunos días después de haber encontrado en el maletero del Tiburón la funda de plástico de la que ya os he hablado. ¿Queréis saber lo que contenía aquella funda? Una póliza de seguro. Un seguro de vida. La estudié con atención: el beneficiario era yo, y eso quería decir que, si mi padre hubiera muerto, me habrían pagado veinticinco millones. ¡Veinticinco millones! No habrá mucha gente que haya visto tanto dinero junto.

Pero no fue eso lo que más me impresionó. Miré la fecha en que mi padre había suscrito aquella póliza, y yo no sé si este dato os dirá algo a vosotros pero para mí fue una auténtica revelación. Aquel seguro llevaba una fecha de principios de junio de ese mismo año. Haced vuestros propios cálculos: muy pocos días antes habíamos estado en Tarrasa y la familia de mi madre nos había confiado una carpeta con sus ahorros; muy pocos días después mi padre se había apostado todo ese dinero a las quinielas y lo había perdido. ¿Entendéis ahora lo que quiero decir? Mi padre había cogido ese dinero y había decidido jugárselo a una sola carta. Si la suerte le hubiera favorecido, habría devuelto a mis tíos la parte correspondiente y nosotros habríamos tenido algo de dinero para rehacer nuestras vidas, De no ser así, lo que mi padre tenía previsto era coger el coche, ponerlo a toda velocidad y estrellarse contra un árbol o despeñarse desde alguna curva de la carretera. ¿Lo entendéis ahora o no? Mi padre pretendía simular un accidente para que yo cobrara aquel dinero.

Os refrescaré la memoria. La noche de su fracaso como quinielista, mi padre entró en mi dormitorio para apagarme la luz. Yo entonces pensé que entraba para darme una explicación o algo así. No podía ni imaginar que en realidad lo que él quería era sólo verme, verme por última vez, dedicarme una mirada de despedida. Luego salió del apartamento y se metió en el Tiburón, y yo en aquel momento pensé que se iba de putas. De putas, en una noche así. Pero ¿cómo iba yo a figurarme que si había cogido el coche era porque pretendía matarse? Me imagino su ansiedad. Me lo imagino despeinado, tembloroso, asido con todas sus fuerzas al volante, dando vueltas y más vueltas por aquellas carreteras en busca del muro o la farola o el árbol contra el que estrellar el automóvil. Me lo imagino también con las luces del amanecer, regresando despacio al apartamento y despreciándose a sí mismo por no haber tenido el valor necesario.

Y acordaos de nuestra precipitada marcha de Zaragoza, El cuarto de estar, las dos televisiones encendidas, los ojos de mi padre, rojos como los de los conejos… El asunto de los coches americanos debía de haber estallado ese mismo día. Aquella noche yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y tomar la carretera que bordeaba el canal. En esa carretera había muerto mucha gente y mi padre deseaba ser uno más.

Así pues, al menos en dos ocasiones había pensado seriamente en suicidarse. Y todo ¿por qué? Por mí. Porque no quería arrastrarme en su caída. Mi padre había llegado a una situación en la que no podía tolerarse nuevos fracasos, y eso le había llevado a suscribir aquella póliza y a planear todo lo demás. Mi padre creía preferible quitarse de en medio para que a mí las cosas me resultaran un poco más fáciles. Pero mi padre, por suerte, no era un hombre particularmente valiente.

Una noche oí a mis tíos hablando de mí.

—Menos mal que el chico no es como el padre —dijo él.

Eso para ellos debía de ser un elogio, pero yo en aquel momento comprendí que les odiaba, que odiaba a mi tío Jorge y a todos los demás, que no quería ser como ellos ni vivir como ellos, que prefería incluso parecerme a mi padre, acabar siendo un pobre diablo como él. Comprendí muchas cosas de golpe. Comprendí que, siendo aquella familia como era, o tratabas de ser como ellos querían o ya sólo podías ser lo contrario. Y, claro, comprendí un poco más a mi padre. Mi padre no había podido ser como ese pariente suyo que había fundado la empresa de los cines y los hoteles. Ni tampoco había podido ser como su propio padre, héroe de la Guerra Civil y jefe provincial del Movimiento. Todo lo que mi padre era, lo poco que mi padre era, lo era por oposición a su madre y a todos esos antepasados suyos a cuya altura jamás habría sabido ponerse. A lo mejor por eso había llevado la vida que había llevado. A lo mejor por eso había acabado pensando en el suicidio.

Bueno, en ese momento comprendí también que odiaba los planes del día, que odiaba la generosidad de mis tíos y su caridad cristiana, que odiaba el coro y los rosarios del padre Apellániz y por supuesto odiaba al padre Apellániz, que odiaba a esa familia que había sido injusta con mi padre, que odiaba hasta la ropa nueva y los zapatos nuevos que llevaba, que odiaba a la cursi de mi tía Cristina y odiaba sus antigüedades y el aparato ese con el que se tomaba la tensión, que odiaba esa ciudad, que odiaba los retratos que había en casa de mi abuela y odiaba la casa de mi abuela, que odiaba a las taquilleras de los cines de mi abuela…

Pero, extrañamente, la única a la que no conseguía odiar era a mi abuela. Supongo que la lástima y el odio no pueden superponerse.

Estábamos en la iglesia esperando al padre Apellániz, El padre Apellániz todavía no había llegado y yo llamé a Zariquiegui.

—¡Zariquiegui! —dije.

Zariquiegui se me acercó con esa sonrisa de falsa felicidad que tenían todos los del coro, y yo le dije:

—O me comes la polla o te hincho un ojo.

Zariquiegui me miró como si fuera a exclamar «¡oh!» pero no exclamó nada. Tampoco ninguno de los otros chicos dijo nada. Allí nadie dijo nada, y ¿os podéis creer que Zariquiegui me miró como si no fuera la primera vez que la idea de comerme la polla le pasaba por la cabeza? ¿Os podéis creer que, si Zariquiegui se sonrojó, no fue porque aquello le escandalizara sino porque se sintió descubierto en sus deseos más íntimos? Repetí:

—¿Es que no me has oído? ¡O me comes la polla o le hincho un ojo!

Zariquiegui me miraba con los ojos muy abiertos. Yo dudé apenas un par de segundos y luego hice lo que tenía que hacer. Le hinché un ojo y me marché de allí. Hacía tiempo que necesitaba algo así.

Fui a recoger a mi padre a la cárcel. Fui en taxi. Llevaba todas mis cosas en una maleta y el taxista tuvo que esperar unos minutos con el motor en marcha. Me había ido de casa de mis tíos sin despedirme. Había dejado una nota en la mesa del comedor que decía solamente: «Gracias por todo. Despedidme de la abuela. Felipe». Me pareció que eso era suficiente.

—Nos vamos —dije al ver a mi padre, y pensé que esas palabras tal vez tendría que haberlas dicho él.

Mi padre estaba en ese momento despidiéndose de los funcionarios de la entrada. Les daba la mano a todos y se interesaba por sus familias y por los planes que tenían para las Navidades. Parecía un viajero normal en el momento de pagar la cuenta del hotel y despedirse de los recepcionistas. Su maleta descansaba sobre una silla de anea. Uno de los policías le ofreció un cigarrillo y mi padre lo aceptó con una sonrisa.

—Fumo poco pero la ocasión lo merece —dijo.

Se subió las solapas de la americana y me siguió hasta el taxi. Yo había cogido su maleta pero él me la arrancó de la mano.

—Salgo de la cárcel —dijo—. No del hospital.

El taxista arrancó en cuanto entramos. Yo ya le había dado la dirección a la que debía llevarnos. Era la dirección del hostal en el que mi padre había sido detenido, el Tiburón seguía ahí desde el primer día.

—Bueno —dijo mi padre, y no dijo nada más.

Yo iba sentado en el lado de la derecha, mirando por mi ventanilla, y en el primer cruce vi un Mercedes negro aparcado bajo un anuncio de coñac. Era el viejo Mercedes negro de mi abuela, y por un instante pude verla asomada a la ventanilla trasera. Sí, era ella, mi abuela. Hacía bastante frío pero su ventanilla estaba medio abierta. Nuestras miradas se cruzaron durante dos, tres, quizá cuatro segundos, y su rostro se mantuvo inexpresivo. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí esperando a vernos pasar?

—Por la abuela no has preguntado —dije.

Mi padre me miró pero no dijo nada. ¿La había visto? Supongo que no: mi padre, después de todo, ni siquiera podía saber qué coche tenía la abuela.

—¿No quieres saber qué tal está?

Tampoco entonces dijo nada, y yo pensé que si hubiera dicho algo tal vez habría dado instrucciones al taxista para que diera la vuelta y buscara el viejo Mercedes. Que acaso mi padre se habría acercado a pedir perdón a mi abuela o que mi abuela se habría adelantado a hacer lo mismo o que se habrían pedido perdón al mismo tiempo y que en ese instante se habría cerrado aquella historia tan vieja y tan absurda. Que quién sabía si no era eso lo que a mi padre le hacía falta, lo que le habría ayudado a enderezar de una vez por todas el rumbo de su vida.

Pero mi padre permaneció en silencio hasta que llegamos al aparcamiento del hostal.

—Gracias y buen viaje —nos dijo el taxista.

Yo, mientras tanto, seguía pensando en mi abuela y trataba de imaginar lo que ella misma estaría pensando en ese momento. Que había visto a su hijo un par de segundos y que ya nunca lo volvería a ver.